ALMAFUERTE CONSTITUCIONAL

El enorme poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios, que usaba el seudónimo ‘Almafuerte’, .
Nacido en San Justo, provincia de Buenos Aires, vagó por distintos puntos del país, profundizando su personalidad solitaria y mística como maestro rural (sin título habilitante) en la provincia de La Pampa.
Escribió en todos los géneros, pero indudablemente sus mayores logros son en la poesía.
Son enormemente conocidos sus “Siete Sonetos Medicinales”. Sin embargo es en “El Misionero” donde alcanza el Parnaso de su calidad y profundidad poética.
El estilo es de difícil ubicación en la informe cárcel de los cánones. El único escritor que siento con sonidos e ideas similares a Almafuerte es Nietzche.
Es fuertísimo, contundente, dramático, creador de frases inolvidables.
Y, como sabía Nietzche, es un cristiano perforado por el concepto de culpa, aunque se declare ateo y antiteo.
Jorge Luis Borges encontró su vocación literaria al oír, recitados por un joven Evaristo Carriego, unos largos versos de Almafuerte, los versos de ‘El Misionero’. Compartimos abajo el famoso escrito de Borges sobre Almafuerte.
Y nuestro primer constitucionalista patrio, Joaquín V. González, fue gran admirador de su obra, y cuando defendió en 1916 en el Senado Nacional la concesión de una pensión para Palacios (el discurso se transcribe abajo), expuso su idea de que las Repúblicas necesitan más poetas que políticos, idea de la cual somos fuertemente partidarios en estas páginas.
Con ustedes, el más complejo poeta nacional:

 

El misionero
(Pedro Bonifacio Palacios – Almafuerte – 1911)

Para Bartolito Mitre, en la gloria.

“¡Escúpeme en la frente!”
(Ricardo Gutiérrez)

“4…. No hay caridad verdadera que no se enferme o que no se manche.
5.—Para subir hasta Jesús hay que bajar hasta Dimas, y para llegar hasta Dimas hay que dejar muy arriba el éter irrespirable de los inocentes y de los puros.
9.—El Dolor no huele a vinagre aromático, ni habla en verso, ni se lamenta en música, ni va a cenar a la fonda, como los cómicos, después de llorar.
18.—El corazón del bueno es comparable a las vendas que circundan las heridas; a medida que éstas van cicatrizando, aquellas van arrojándose impregnadas de pus y de sangre.
20 —No creas en la predicación de aquel abate perfumado de heliotropo, que sube a su púlpito con el corazón lleno, todavía, de las suaves impresiones de las Conferencias de San Vicente y de las fiestas de caridad de las duquesas, y que cruza, después, como un César, sudoroso entre sus encajes, por aquella elegantísima multitud cuya emoción artística él ha producido y cuy a admiración él ha conquistado. No creas en esa predicación… ¡es una página de Rossini!
21 —Cree, sí, en el propio San Vicente de Paul; sí, en el apostolado de aquel sacerdote ciego de caridad, enloquecido de evangelización, que ora se lanza por los desiertos de África y ora se mete en los tugurios de la ciudad, que son los desiertos de la civilización, para salir de ellos torturado de dudas, cubierto de maldiciones y carcomido de remordimientos.”
(Almafuerte. Evangélica XV).

 

I
De compasivos canes escoltado,
Sobre un bloque de piedra de la vía,
Zozobrante, vencido, en agonía,
Un Siervo del Señor cayó postrado.

Cual desgranada, mísera mazorca
Que saltó del maizal en el camino,
Parecía, más bien, el Peregrino,
Desecho deleznable de la horca.

Y era desecho mismo. La tonsura
No inmuniza del dolo y los pesares:
Del sagrado mantel de los altares
Se desprende, también, polvo y basura.

Como Pablo, el Apóstol de las Gentes,
Aquel vil protegido de sus perros,
Por mares, por estepas y por cerros
Corrió tras ilusiones eminentes…

¡Y allí, con su sayal hecho jirones
Y apoyando en un can la flaca diestra,
Aquel Fraile de Dios era la muestra
De cómo trata Dios los corazones!

II
Tal vez, una visión de faz macabra
Le sacó de su grande abatimiento,
Y al despertar aquel, su pensamiento
Se deshizo en el mar de la palabra.

Mudo debiera estar; pero, recuerda,
Y hablaría, quizás, amordazado…
Porque impera una ley que al derrotado
Le impone repicar la misma cuerda.

Y es propio del Dolor, joven o viejo,
Despedir melancólico relente
Y derramar, lo mismo que una fuente,
La cáustica lejía del consejo.

¡Virtud de la Tristeza, que percibe
Con profética luz, remotas huellas,
Como se ven más claras las estrellas
Desde la sombra fría de un aljibe!

III
Cual pudiera un bohemio, el Franciscano,
Se puso a platicar con su jauría…
¡No caemos del todo, sino el día
Que cuando pasa un can, pasa un hermano!

¡El ser Hombre es gemir, maguer los nombres
Con que tu pobre condición revistes;
Y por eso las bestias, que son tristes,
Cuando sospechan un dolor, son hombres!

Y yendo, sin querer, al punto fijo,
Como quien sus heridas palpa y frota,
Destilando su hiel, gota por gota,
A sus perros y a Dios, el Fraile dijo…

¡Dijo con tal verdad, que desde entonces
Pienso que las protestas de los viles,
Deben ser perpetuadas con buriles
En duras piedras y solemnes bronces!…

IV
«En este bajo, relativo suelo,
También para ser santo hay que ser listo:
No basta ir a una cruz para ir a Cristo,
Ni basta la bondad para ir al Cielo.

«La misma compasión requiere astucia
Para sellar con gloria su cruzada,
Si no quiere, después, ser arrojada
Sucia y hedionda, como venda sucia.

«Los sicarios del Bien han de ser yermos,
Duros, como filósofos estoicos:
Los médicos más nobles, más heroicos,
No lamen el sudor de sus enfermos.

«La Luz no triunfa, el Ideal no medra,
Sin un cierto brutal extorsionismo:
Cual un César sin ley, el pastor mismo
Gobierna con su palo y con su piedra.

«Reservan las Deidades sus primeros,
Sus más graves designios, en sus palmas;
Y reclutan su ejército en las almas
Que aceptan no valer, como los ceros:

«Espíritus soberbios de modestia,
Gemas incorruptibles de diamante,
Dentro de la caterva delirante
Que por lo mismo que delira, es bestia;

«Seres pura razón, seres jocundos,
Sin rebeldías necias de lacayo,
Que van sin pensamiento, como el rayo,
Que giran sin dolor, como los mundos;

«Corazones de ley que se consuelan
Con saber que después tendrán ventura,
Que no dieron jamás en la locura
De pretender dolores que no duelan;

«Focos de claridad, de luz terrible
Dentro su estolidez de sulpicianos,
Que saben que los ímpetus son vanos,
Que todo se ha concluido en lo posible;

«Almas sin ansiedad, almas estrella,
Que siguen mansamente su trayecto,
Sin comprender la fiebre del insecto
Que busca luz, para morir en ella…

«La azucena, la nieve y el armiño
Pierden su nitidez al microscopio:
El afán del análisis es propio
Del imbécil, del pérfido y del niño.

«Como chispa fugaz y estrofa trunca
Palpita lo Absoluto entre los pechos:
La verdad miserable de los hechos
No es la misma Verdad, ni será nunca.

«Inhumano, inconcreto, el Sacerdote
Ame a Dios sólo en Dios, y no en ninguno;
Y si al triunfo de Dios es oportuno…
¡Bese con la traición del Iscariote!»

Clamó, con el valor de los insanos,
El viejo Apóstol, sin temer su mengua,
Mientras los canes, con cristiana lengua,
Le ungían caridad sobre las manos.

V
Y siguió, con apostrofes más duros,
Y hablando a todos, pues hablaba solo:
«Más fría que los témpanos del polo
Tiene que ser el alma de los puros.

«Virtud es solidez, feroz arraigo
Que ninguna potencia desarraiga;
Y el puro ha de decir: caiga quien caiga,
Yo me quedo en mi torre… ¡y no me caigo!

«Con Amor, nada más, nadie resiste
La sugestión de una conciencia en ruina:
Vale más inyectarse de morfina
Que de una sola lágrima del triste.

«Con atrayente, gemidor murmurio,
Rueda la vida trágica del foso,
Y un perfume sutil y capitoso
Brota de los andrajos del tugurio.

«Unas mórbidas vírgenes aciagas
Riman en el Dolor coro nefando:
Hay un Luzbel sagaz que va volcando
Polvo de compasión sobre las llagas.

«La misma reacción sobre la injuria,
La propia indignación por el despojo,
En las fibras enfermas, siempre al rojo,
Se condensan y estallan en lujuria.

«Yo no sé de las raudas espirales
Por donde gira Dios sus voliciones…
¡Pero, yo sé de azules contriciones
Que acabaron en sucias bacanales!

«Pero, yo sé que a las virtudes áridas
Circundan Magdalenas infinitas,
Que vierten, las traidoras, las malditas,
Lágrimas de ansiedad como cantáridas.

«El débil no es inocuo, no es inerme
Como una frágil, vagabunda pompa;
No hay báculo de apoyo que no rompa,
Ni pecho compasivo que no enferme,

«Baja la Compasión a la Miseria,
Blanca la Compasión y perfumada,
Y resurge a la luz toda manchada,
Toda llena de taras y de histeria.

«Nadie podrá decir, yo soy el Pleno,
Yo soy el Intachado de seguro;
Pues el que quiera conservarse puro,
Muchas veces tendrá que no ser bueno.

«Hay, entre la Equidad y la Justicia,
Nada más que una feble sutileza…
¡Y entre la Caridad y la Pureza,
Un abismo, sin fondo, de inmundicia!»

Calló el Apóstol, y en su adusto ceño,
Como en un tronco escuálido de otoño,
Se sospechaba el cárdeno retoño
De un deleitable, de un nefando sueño.

VI
Mas, levantando el sórdido capucho,
Toca de su radiante, calva testa,
Dijo, con voz de llanto y de protesta:
«Yo soy el miserable que amó mucho.

«Soy el que puso paz en la discordia,
Pan en el hambre, alivio en las prisiones,
Y en la obsesión tenaz, más que razones,
Puso, sin razonar, misericordia.

«Yo derramé, con delicadas artes,
Sobre cada reptil una caricia:
No creí necesaria la Justicia
Cuando reina el Dolor por todas partes

«Con sublime, suprema Democracia,
Cualquier hombre fue hombre en mi presencia:
No dividí jamás en mi conciencia,
Cual un escriba infame, la Desgracia.

«Yo miré con espanto al miserable,
Con el espanto del Caín primero,
Cual si yo—¡pobre sombra, todo entero!—
Fuese de su miseria responsable.

«Yo entendí que los éxitos ultrajan
La equidad del Señor y de sus dones;
Pues, por un triunfador hay mil millones
Que más abajo de sí mismos, bajan.

«Yo repudié al feliz, al potentado,
Al honesto, al armónico y al fuerte…
¡Porque pensé que les tocó la suerte,
Como a cualquier tahúr afortunado!

«Yo tuve la tendencia, la costumbre,
De poner mi saliva en las montañas;
Pero, les di sin pena mis entrañas,
Cada vez que dejaron de ser cumbre.

«Yo veneré, genial de servilismo,
En aquel que por fin cayó del todo,
La cruz irredimible de su lodo,
La noche inalumbrable de su abismo.

«Yo devolví su cetro a la Locura,
Fomentando en las almas anormales,
El gesto imperatriz de los fatales,
La rigidez papal de la tonsura.

«Yo hice del corazón y la cabeza
Para la turpitud, sagrados muros;
Porque juzgué que los que nacen puros
Tienen su protección en su pureza.

«Yo quebré la violencia de los rayos
Que lanzan a lo mísero las leyes,
Postrándome a los pies de tales reyes…
¡Que no podrían ser ni mis lacayos!

«Yo me puse a la zaga de la Ciencia,
Manteniendo los fueros de lo Impío:
Cuando la vi negar el Albedrío,
Vi que no puede haber sino Inocencia.

«Yo tendí sobre todos, como un manto,
Mi noción supersabia del Derecho:
Dije, que a cada mácula de un pecho
Corresponde una lágrima de llanto.

«Yo renuncié a las glorias mundanales
Por el arduo desierto solitario,
Para sembrar, también, abecedario,
Donde mismo se siembran los trigales.

«Yo tuve mi covacha siempre abierta
Para cualquier afán, falaz o cierto,
Y tan franco, tan libre, tan abierto,
Mi hermoso corazón como mi puerta.

«Yo deliré de hambre sendos días,
Y no dormí de frío sendas noches,
Para salvar a Dios de los reproches
De su hambre humana y de sus noches frías.

«Yo recibí el sarcasmo pestilente
Que de los senos presidiarios corre,
Como el santo de piedra de una torre
Las caricias del sol sobre su frente.

«Y a pesar de ser bálsamo y ser puerto,
De ser lumbre, ser manta y ser comida…
¡A mí nadie me amó sobre la vida,
Ni nadie me honrará después de muerto!»

Como rueda, filtrando los breñales,
El manantial nervioso y cristalino,
Comenzó, por la faz del Peregrino,
A desatar el llanto sus raudales.

Y a la intensa emoción que trascendía
De aquel solemne rostro taciturno,
Un aullido de pánico nocturno
Lanzó, como un lamento, la jauría.

¡No hay gemido, no hay sombra, no hay entierro,
No hay soledad, no hay llama que se apague,
Que no reciban, sin que nadie pague,
Los misereres clásicos del perro!

VII
Y el Apóstol siguió con voz airada,
Por poner a sus lágrimas un punto:
«¡Soy lo que ya no es!… ¡Soy el trasunto
De la soberbia de Satán, domada!

«La Caridad es Dios, y es la más bella,
La más profunda nota del Calvario;
Pero, piense, también, el temerario,
Que Jesús no es camino, sino estrella.

«La Caridad es Dios, como el capullo
Tiene que ser perfume y hermosura;
Pero, la caridad de la criatura
Surge del Egoísmo, y es Orgullo.

«La Caridad es Dios: sin el afecto,
Sin la nefanda sensación del lodo…
¡Sí, Dios es Caridad; mas sobre todo,
Es Suma Voluntad de lo Perfecto!

«Sepa la Humanidad, la loba hirsuta,
Víctima de los delirios de sus tenias:
Su morbosa explosión de neurastenias
No puede ser jamás Vida Absoluta.

«Sepa la Humanidad que yo me temo,
Que cuando el día sin dolor encuentre,
Se ponga a contemplar su propio vientre,
Presentando la espalda al Bien Supremo.

«Sepa que su labor, que sus heridas,
Que la trama sutil de sus pasiones,
Vibran, con prodigiosas radiaciones,
Al porvenir más hondo referidas.

«Sepa que lo doliente, que lo triste,
Retoma fuerzas nuevas en la tumba…
¡Que caiga, que retorne, que sucumba,
Si el ambiente de fragua no resiste!

«¡Y sepa que cualquier razonamiento
Consigue la verdad y tanto brilla,
Como la luz fugaz de una cerilla
Sobre la luz astral del firmamento..!»

VIII
Y transportado al fondo del Nirvana,
O, como buen genial, contradictorio,
Prosiguió razonando perentorio,
Sin ver, en su razón, Razón humana:

«Los hijos de la Sombra y el Prostíbulo,
Miente la Compasión, no se redimen:
Nacieron con el síntoma del Crimen
Y el fervor inefable del Patíbulo.

«Como la herida que se cierra en falso,
Cualquier choque fortuito los encona:
Anhelan, como el genio una corona,
Su Hospital, su Presidio y su Cadalso.

«Y el Mal es mal: lo mísero, lo inmundo,
Lo formado de pústulas y lamas,
Debe rodar al centro de las llamas
Para salvar de su contagio al mundo.

«Hay un fin, hay un plan, hay un camino,
Hay un punto de cita, hay un miraje,
Hay un afán de búfalo salvaje…
¡El afán migratorio del Destino!

«Y hay que llegar al fin, reacio potro,
Saltar hacia lo azul, sin miedo alguno:
El bien de las crisálidas es uno,
Y el bien de los arcángeles es otro.

IX
«Caridad, Compasión: palabras huecas,
Llanto de cocodrilo plañidero…
¡Si una santa mujer, si un jardinero,
Abonan su jardín con hojas secas!

«Felicidad total: maldito nombre,
Consigna del cobarde y del tirano…
¡La perfección en sí del cuadrumano,
Tal vez hubiese suprimido al Hombre!

«Ser algo es ser esclavo: no hay libertos…
¡Todo marcha en la lógica Suprema:
Desde el collar de soles de un sistema,
Hasta cualquier montón de insectos muertos!

«En vano, Chusma sacra, en vano jipas…
Tienes que trasponer los Infinitos,
Como avanza el rocín bajo tus gritos,
Arrastrando al andar sus propias tripas!

«En las olas que te alzan y voltean,
Ruedas al más allá, roja burbuja,
Sin saber la razón que te rempuja,
Como no sabe un buey por qué le arrean.

«En vano, Viejo Adán, en vano exhalas
Blasfemias de Titán al monte asido:
El que vendrá después, el Prometido,
Sólo será un cerebro con dos alas.

«El Mejor no eres tú, pálido rastro,
Tímida tentativa en la redoma,
Como cualquier semilla no es la poma,
Ni cualquier fuego cósmico es un astro.

«Vas a tu Superior, a tu Distinto;
Y ese no te tendrá ni amor ni envidias,
Como los blancos mármoles de Fidias
Nunca se doblan a palpar su plinto.

«Tú caerás en la sombra, y el Ser Nuevo
No ha de pensar que fue tu desarrollo,
Con la suma sapiencia con que un pollo
Rompe y olvida la prisión del huevo.

«Tú caerás en la sombra, como el cable
Que fue para escalar muro enemigo,
Como caen las películas del trigo
En la racha de viento inescrutable.

«Tú caerás en la sombra impenetrada
Donde yace la cáscara ya rota…
¡Donde van las palabras del idiota,
A la nada sin nada de la Nada!»

Cual un Moisés altísimo y tonante
Destacado en la luz del horizonte,
Parecía que hablase desde un monte,
Trágico de razón, el Mendicante.

X
Y cual un César loco, cuyo manto
Desgarra él mismo y en el lodo arroja,
Se puso a deshojar, hoja por hoja,
Su propio enorme corazón de santo:

«Como madre sensual dejé mi beso
Sobre cada bubón de los leprosos:
Y aquellos besos… ¡ah! son espantosos,
¡Pudren hasta la médula del hueso!

«Iracundo de Amor, rompiendo trabas,
No puse a mi bondad ninguna linde:
Y la fría Razón, que no se rinde,
Deshonró mi tonsura con sus babas.

«Como el ángel de Asís, el gran cristiano,
Quise decir también ‘hermano Vicio’,
Y produje la sombra y el desquicio
Dentro de mi cerebro soberano.

«Cargué la Cruz sobre mi espalda recia,
Con la fe de un jayán de ardientes nervios:
Y aquella Cruz no es carga de soberbios…
¡No es un deporte olímpico de Grecia!

«La pensé un talismán, que, no sé cómo,
Consagra privilegios nunca vistos:
Y Ella, sobre los falsos Jesucristos,
Pesa como cien lápidas de plomo.

«Quise imperar sobre la res vencida
Poniéndole mi gloria por escudo:
Y aquí yazgo, famélico, desnudo,
Promiscuando su cueva y su comida.

«Pretendí ser el Único, el más solo,
El que no se apoyase en vida alguna:
Y estoy, como un expósito sin cuna
Bajo la noche frígida del Polo.

«Soñé forjar, por fin, no sé qué obra,
Con mi sola, gentil conducta extraña:
Y este mundo burgués, que no se engaña,
Me pisa, sin mirar, como a su sombra.

«¡Por eso masco la áspera corteza
De mi propio desprecio indefinible,
Con la vil sensación de lo imposible
Clavada, como un clavo, en mi cabeza!…»

No pudo proseguir… Seco, rabioso,
Como el gemir de formidable llanta,
Restalló, de repente, en su garganta,
Suma de sus angustias, un sollozo.

Aquel hondo mugido vibró tanto,
Que traspasó recónditos confines,
Y sus propios hermanos, los mastines,
Se volvieron al Fraile con espanto.

XI
Se repuso por fin, y resumiendo
En epílogo intenso su discurso,
Comenzó a despedirse del concurso
Que a su largo gemido fue surgiendo:

«Todo es contradictorio, todo vago,
Todo se ve al través de una penumbra:
La misma antorcha que en la noche alumbra
Sirve para el incendio y el estrago.

«Siembran dos jardineros su simiente,
Idénticas las dos, una mañana:
Y el primero cosecha una manzana,
Y el otro, miserando… ¡una serpiente!

«Yo no sé qué pragmáticas malditas
Fulminan a mis obras más amables,
Cual migración de bestias formidables
Sobre una floración de margaritas;

«Mas yo sé que mi cruz, justa o injusta,
Me postra de rodillas en el barro,
Como sabe la res que tira un carro,
Que le rasgan las carnes con la fusta;

«Mas, yo sé que mi verbo, que mi lema,
No tienen alma ya donde prosperen,
Como saben los Césares que mueren
Que no se pondrán más una diadema;

«Y yo sé que mi propio epitalamio
Canto aquí, de mis bodas con la tumba…
Como el pobre albañil que se derrumba
Sabe que va cayendo del andamio.

XII
«De la más ruin pasión a la más alta
Pasan frente de mí sin que yo sepa.
Llegué por fin. Ya estoy sobre la estepa
Donde la sombra de sí mismo falta.

«Fui grande en el soñar y fui pequeño
El día de la acción, y eso me pierde…
¡Pero, no quiero yo que se recuerde
Que ya es una virtud tener un sueño!

«Que sobre mí su maldición irradie
La conciencia vulgar, la ley del hombre,
Perdí persona, posición y nombre,
Y, para bien del Bien, ya no soy nadie.

«Nadie soy, en verdad, pues no me queda
Ni un ápice de luz, ni un leve perno:
La musa de lo cósmico y eterno
Cerró sus alas… ¡encallé mi rueda!

«Se desató el ciclón. Dios me desgaja,
Y el Criterio de Dios no se interrumpe…
¡Si el volcán de sus cóleras irrumpe,
Arde su Creación como una paja!

«Yo mismo, sin piedad, no me perdono
Este luchar frenético de Olimpia:
Criminal es un bien que nada limpia,
Castigo es una cruz que no es un trono.

«Sin ley, ni hogar, ni patria, ni destino,
Como las hojarascas de la selva,
Dejaré de sufrir cuando me vuelva
Polvo bien pisoteado del camino!…

XIII

«Pero, no quiero yo, de ningún modo,
Que me perdonen teólogos ateos…
¡A quien se absuelve, al absolver los reos,
Es al sublime Artífice de Todo!

«Prefiero que los sabios, casi estetas,
Que llaman al dolor ‘idiosincrasias’,
Pongan motes en griego a mis desgracias…
Para cobrar más caro sus recetas.

«El Perdón es la mácula de cieno
Puesta sobre la clámide de un nombre…
¡Porque tengo amarguras, ya soy Hombre,
Y porque soy un hombre, ya soy bueno!

«Hablen los impecados, a porfía;
Desescamen la red de sus escamas…
¡Digan si saben, al dejar sus camas,
Cuál será su belleza de aquel día!

«Cuando el Hijo de Dios, el Inefable,
Perdonó, desde el Gólgota, al perverso…
¡Puso, sobre la faz del Universo,
La más horrible injuria imaginable!

«Sepa por primer vez, el presidiario,
Y alce su frente mustia y lapidada:
El más vil… es una alma destinada
Como el propio Jesús, a su Calvario!

«Somos los Anunciados, los Previstos,
Si hay un Dios, si hay un Punto Omnisapiente;
Y antes de ser, ya son, en esa Mente,
Los Judas, los Pilatos y los Cristos!»

XIV

Dijo, y al ver que con cobarde espanto
Murmuraba la turba, gritó fiero:
«¿Dónde está el miserable que primero
Vino a regar mi pecho con su llanto?

«¿Dónde está, dónde rasca los residuos
De su mordiente lepra inveterada…?
¡Para lanzar a él toda esta nada,
Y untarle mis consuelos más asiduos!

«¿Dónde está, dónde gime, sin la sombra
De mi pecho de madre sin rencores?
¡Para tejerle un camarín de flores,
Y tenderme a sus pies como su alfombra!

«¿Dónde oculta sus pálpitos de lobo?
¿Dónde esgrime su trágica energía?…
¡Para ponerme yo como vigía,
Mientras urde su crimen y su robo!

«¿En qué frío pretorio, en qué portales
Tiembla bajo la toga de sus jueces?…
¡Para decir, para gritar mil veces:
El Juez y el Criminal son anormales!

«¿Qué rincón de hospital le da su asilo?
¿Quién estudia su mal como en un perro?…
¡Para ponerme yo bajo del hierro,
Que desgarra esas carnes con su filo!

«¿Dónde está su cadáver sin mortaja,
Caliente, todavía, y ya deshecho?…
!Para rajar el roble de mi pecho,
Y labrarle los muros de su caja!

«¿Dónde están sus despojos sin hermanos,
Sin nadie que a gemir se les arrime?…
¡Para poner mi corazón sublime,
Como una flor de púrpura en sus manos!

XV

«¿Quién proclama el imperio de lo Injusto?
¿Quién afirma que a Dios todo le cuadre?..
¡Si Dios no puede herir, sin ser mal padre,
Ni siquiera la rama de un arbusto!

«¿Por qué concebirán todas las mentes
Apóstrofes al Crimen, fulminarios?
¡Si los propios chacales sanguinarios,
Como un blanco vellón, son inocentes!

«¿Qué moral puede ser esa siniestra
Que mata todo impulso en la criatura?…
¡Si la sola razón que no es locura,
Es hacer Razón misma, de la nuestra!

«¿Quién habla de Deberes, de Derechos,
De arrojar a los malos a una pira?…
¡Si ellos viven sus vidas, sin mentira!
¡Si no pueden dejar sus propios pechos!

«¿Qué sable justiciero es esa daga
Que sólo hiere frentes sin diadema?…
¿Por qué no abisma el sol, cuando nos quema?
¿Por qué no seca el mar, cuando nos traga?

«¿Por qué le ha de dejar el Universo
Vasto campo a la luz para que vibre,
Y el corazón de Adán no ha de ser libre,
Y el alma ha de rimarse como un verso?

«¿Qué Ciencia miserable es esa ciencia
Que nada sabe más que el primer día?…
¿Qué remedia con ver una insanía
Donde antes vio pasión y no demencia?

«¿Por qué no es el amparo y el abrigo
Del insólito y túrpido y obscuro?
¿Por qué no se levanta como un muro,
Entre cada infeliz y su castigo?

«¿Porqué no dice, cuando el viento brama,
Que hay una aberración en el ambiente,
Y dice que hay un loco delincuente
Cuando la sangre ajena se derrama?

«¿Qué hace de su saber, que yo no envidio,
De sus ansias de honor, que no son pocas,
Que no empieza a curar las almas locas
Y hunde para in eternum el Presidio?…»

XVI

Todos le contemplaban descubiertos,
Cual si les atrajese algún abismo,
Y él, entonces, se alzó sobre sí mismo,
Y exclamó con los brazos bien abiertos:

«Ven a mí, recua inmensa, hija del llanto,
Escala del feliz, Luzbel hediondo…
¡Tengo todo el secreto de tu fondo,
Por la misma razón de que soy santo!

«Ven a mí, rey enfermo, vil canalla,
Quiero que con tus lágrimas me mandes:
Yo soy como aquel grande entre los grandes
Que no dobló su frente en la batalla.

«Sombra y luz, piedra y alma, seso insano
Y ángel lleno de dudas y malicia:
Yo no sé de Razón ni de Justicia…
¡Sólo quiero saber que soy tu hermano!

«Chusma ruin, que tus dedos como sondas
Hurguen en las heridas de mi brega,
Y palparás al menos, si eres ciega,
Que las hechas por ti, son las más hondas.

«En tu árido desierto, soy la palma,
Que fue sombra, fue templo y fue cenáculo;
Ven a mí, que devore tu tentáculo
Los ubérrimos dátiles de mi alma.

«Mi concepto del triunfo no consiste,
Ni en lucir, ni en mandar, ni en tener suerte:
Yo soy el triunfador y soy el fuerte,
Porque no me acobardo de lo triste.

«Ven a mí, monstruo amigo, no estoy muerto,
Como no muere nunca una gran lira:
Que otros vivan la ley, que es la mentira,
Yo vivo los impulsos, que es lo cierto.

«Aquí estoy, si me manchan tus minucias,
Tus terribles minucias, más me place:
El obrero mejor, el que más hace,
Tiene las manos, más que todos, sucias.

«Y odie el feliz, que es bestia, esta mi fiebre;
Y me ultraje y repudie, y dé de coces…
¡Yo amo la libertad, como los dioses,
Y el feliz, como el asno, su pesebre!

«No me causa pavor, ni me difama,
Envolver con mi llanto tu persona:
No soy el Cristo-dios, que te perdona…
¡Soy un Cristo mejor, soy el que te ama!

«Quiero que el salivazo inexorable
Que cae sobre tu testa, desde arriba,
Mi soberana testa lo reciba,
Primero que la tuya irresponsable.

«Pise sobre mi cuerpo, no perdone,
Toda la Sociedad, pise y apriete:
No habrá de conseguir que la respete,
Ni logrará jamás que te abandone.

«Aquí estoy, que tu enorme espumarajo,
Cual una enorme injuria, se derrame…
¡Enorme cruz, enormemente infame,
Quiero flotar en ti, como un andrajo!

«Bajé al abismo, con el alma llena
De una perpetua luz que no se agota:
Soy miseria, soy ruina, soy derrota…
¡Pero, por ley fatal, soy azucena!

«Me quebré, me rompí, como una clara,
Bruñida copa de cristal sonante;
Pero, me queda inspiración bastante,
Para incendiar el Sol, si se apagara.

«No hay Jordán que me lave de los rastros
De tu cáustico roce de vestiglo:
Pero, yo rodaré, de siglo en siglo,
Proyectándote luz, como los astros.

«¡Pulpa sin gratitud, no sabrás nunca
Que yo luché con Dios, que te moldea!»…
Y se quedó de pie, como una idea
Que se va del cerebro y queda trunca.

 

Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte, El Misionero, 1911

 

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El primer constitucionalista argentino, Joaquín V. González – 1916 – Al defender el otorgamiento de una pensión a Pedro Bonifacio Palacios. 
Los poetas son, en realidad, los conservadores, los guardadores del ideal
nacional… Son, en verdad, los poetas, sacerdotes de las naciones. Se ha
olvidado este concepto por muchos pueblos modernos, y por eso es que los poetas
son sinónimos de miseria, de privaciones y de sufrimientos. Antiguamente no era
así; los grandes poetas eran los ídolos de sus pueblos, como lo eran de los
Emperadores y de los Reyes; porque los Gobiernos de aquellos pueblos de luz
antiguos, al decir de Paul de SaintVictor, aludiendo, sin duda, a Marco
Aurelio, eran de filósofos y poetas coronados, sentados sobre el trono del
mundo. En este sentido, cuando los pueblos son gobernados por espíritus
superiores, toda el alma de la nación se levanta a su altura, y por eso, cuando
los pueblos son elevados en su mentalidad y en su sentimentalidad, generalmente
buscan para representarse en las altas esferas de la política o del Gobierno a
los espíritus superiores, puestos a su mismo nivel, y es natural entonces que
el alma del pueblo vibre al unísono de la de sus conductores. Las democracias
modernas, por lo común —y casi nunca .las democracias en formación—, no dan este
lugar en sus Gobiernos a los poetas; sin duda, era una profecía la de Platón
cuando decía que era preciso desterrar a los poetas de la República. La
democracia moderna se mueve por otros cauces y por otras orientaciones; salvo
en los días de sus ansiedades, sus dolores o peligros supremos, ella ha echado
en olvido a sus más poderosos elementos de cultura y conducción de las grandes
masas sociales.

 

 

BORGES SOBRE ALMAFUERTE.
PROSA Y POESIA DE ALMAFUERTE
Prosa y poesía de Almafuerte.
Selección y prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Eudeba,
Serie del Siglo y Medio, 1962.
Hace algo más de medio siglo un joven entrerriano, que venía todos los domingos a
nuestra casa, nos recitó en el escritorio, bajo los azulados globos del gas,
una tirada acaso interminable y ciertamente incomprensible de versos. Aquel
amigo de mis padres era poeta y el tema que solía favorecer era la gente pobre
del barrio, pero el poema que nos dio esa noche no era obra suya y de algún
modo parecía abarcar el universo entero. No me sorprendería que las circunstancias
que he enumerado fueran erróneas; el domingo era acaso un sábado y la luz
eléctrica habría sucedido ya al gas. De lo que estoy seguro es de la brusca
revelación que esos versos me depararon.
Hasta esa noche el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de
comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que
Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía ser también una música, una
pasión y un sueño. Housman ha escrito que la poesía es algo que sentimos
físicamente, con la carne y la sangre; debo a Almafuerte mi primera experiencia
de esa curiosa fiebre mágica. Otros poetas y otras lenguas lo oscurecieron o lo
desdibujaron después; Hugo fue borrado por Whitman y Liliencron por Yeats, pero
yo he recordado a Almafuerte a orillas del Guadalquivir y del Ródano.
Los defectos de Almafuerte son evidentes y lindan en cualquier momento con la
parodia; de lo que no podemos dudar es de su inexplicable fuerza poética. Esta
paradoja o problema de una íntima virtud que se abre camino a través de una
forma a veces vulgar me ha interesado siempre; entre las obras que no he
escrito ni escribiré, pero que de algún modo me justifican, siquiera ilusorio o
ideal, hay una que cabría intitular Teoría de Almafuerte. Borradores de
caligrafía pretérita prueban que ese libro hipotético me visita desde 1932.
Consta, diremos, de unas cien páginas en octavo; imaginarle más es afantasmarlo
indebidamente. Nadie debe dolerse de que no exista o de que sólo exista en el
mundo inmóvil y extraño que forman los objetos posibles; el resumen que ahora
trazaré puede equivaler al recuerdo que deja, al cabo de los años, un libro
extenso. Además, le conviene singularmente su condición de libro no escrito; el
tema examinado es menos la letra que el espíritu de un autor, menos la notación
que la connotación de una obra. A la teoría general de Almafuerte precede una
conjetura particular sobre Pedro Bonifacio Palacios. La teoría (me apresuro a
afirmarlo) puede prescindir de la conjetura.
Es fama que Palacios, a lo largo de su larga vida, fue un hombre casto.
El amor y la felicidad común de los hombres parecen haber suscitado en él una
suerte de horror sagrado, que asumía la forma del desdén o de la severa reprobación.
Sobre este punto, el lector puede interrogar la obra polémica de Bonastre
(Almafuerte, 1920) y la refutación (Almafuerte y Zoilo, 1920) que ensayó
Antonio Herrero. Por lo demás, el testimonio personal de Almafuerte es más
válido que cualquier discusión; releamos las décimas finales de la primera
poesía que redactó, intitulada En el abismo:
Yo
soy de tal condición
que
me habrás de maldecir,
porque
tendrás que vivir
en
eterna humillación.
Soy
el alma, la visión,
el
hermano de Luzbel
que
imponente como él,
como
él blasfema y grita.
¡Sobre
mi testa gravita
la
maldición del laurel!
Yo
soy un palmar plantado
sobre
cal y pedregullo:
la
floración del orgullo,
del
orgullo sublimado.
Soy
un esporo lanzado
tras
la procesión astral;
vil
chorlo del pajonal
que
al par del águila vuela . . .
¡Sombra
de sombra que anhela
ser
una sombra inmortal!
Yo,
cada vez que me río,
pienso
que ríe algún otro,
y
cual si domase un potro
no
me trato como a mío.
Soy
la expresión del vacío,
de
lo infecundo y lo yerto,
como
ese polvo desierto
donde
toda hierba muere . . .
¡Yo
soy un muerto que quiere
que
no lo tengan por muerto!
Harto más importante que la desdicha que las estrofas anteriores declaran es la
aceptación valerosa de esa desdicha. Otros -Boileau, Kropotkin, Swift-
conocieron aquella soledad que cercó a Palacios; nadie ha concebido como él una
doctrina general de la frustración, una vindicación y una mística. He señalado
la soledad central de Almafuerte; éste logró imponerse la certidumbre de que el
fracaso no era un estigma suyo, sino el destino sustancial y final de todos los
hombres. Así ha dejado escrito:
“La felicidad humana no ha entrado en los designios de Dios y no pidas más que
justicia, pero mejor es que no pidas nada y menosprécialo todo, porque todo
tiene conciencia de su condición menospreciable” (Nota: Parejamente Blake
había escrito: “Como el aire para el pájaro o el mar para el pez, así el
desprecio para el despreciable”. Marriage of heaven and Hell, 1793).
El puro pesimismo de Almafuerte excede los límites del Eclesiastés y de Marco
Aurelio; éstos vilipendian el mundo pero alaban y admiran al hombre justo; al
que se identifica con Dios. No así Almafuerte, para quien la virtud es un azar
de las fuerzas universales.
Yo
repudié al feliz, al potentado,
Al
honesto, al armónico y al fuerte . . .
¡Porque
pensé que les tocó la suerte,
Como
a cualquier tahúr afortunado!
nos dice El misionero.
Spinoza condenó el arrepentimiento, por juzgarlo una forma de la tristeza; Almafuerte,
el perdón. Lo condenó por lo que hay en él de pedantería, de condescendencia
altanera, de temerario Juicio Final ejercido por un hombre sobre otro:
Cuando
el Hijo de Dios, el Inefable,
Perdonó
desde el Gólgota al perverso . . .
¡Puso,
sobre la faz del Universo,
La
más horrible injuria imaginable!
Más
explícitos aún son estos dos versos:

No soy el Cristo Dios, que te perdona.
¡Soy
un Cristo mejor: soy el que te ama!
Almafuerte, para compadecer enteramente, hubiera querido ser tan oscuro como el ciego, tan inútil como el tullido y -por qué no?- tan infame como el infame. Ya hemos
dicho que sintió que la frustración es la meta final de todo destino; cuanto
más abatido un hombre, más alto; cuanto más humillado, más admirable; cuanto
más ruin, mas parecido a este universo, que ciertamente no es moral. Así pudo
escribir con sinceridad :
Yo
veneré, genial de servilismo
En
aquél que por fin cayó del todo,
La
cruz irredimible de su lodo,
La
noche inalumbrable de su abismo.
En
otro lugar del mismo poema, dice del asesino:
¿Dónde
oculta sus pálpitos de lobo?
¿Dónde
esgrime su trágica energía?
¡Para
ponerme yo como vigía
Mientras
urden su crimen y su robo.
De la poesía “Dios te salve”, que esboza o prefigura la misma idea, básteme
transcribir los versos finales :
Al
que sufre noche y día
-Y
en la noche hasta durmiendo-
La
noción de sus miserias,
La
gran cruz de su pasión :
Yo
le agacho mi cabeza, yo le doblo mis rodillas
Yo
le beso las dos plantas, yo le digo: ¡Dios te salve!
¡Cristo
negro, santo hediondo, Job por dentro,
Vaso
infame del Dolor!
Almafuerte debió desempeñarse en una época adversa. A principios de la era cristiana, en
el Asia Menor o en Alejandría, hubiera sido un heresiarca, un soñador de
arcanas redenciones y un tejedor de fórmulas mágicas; en plena barbarie, un
profeta de pastores y de guerreros, un Antonio Conselheiro (Nota: Euclydes da
Cunha (Os sertóes, 1902) narra que para Conselheiro, profeta de los
“sertanejos” del Norte, la virtud “era un reflejo superior de la
vanidad, una casi impiedad”. Almafuerte hubiera compartido ese parecer. En
la víspera de una desesperada batalla, T. E. Lawrence (Seven Pillars of
Wisdom, LXXIV) predicó a la tribu de los serahin una vindicación de
la derrota y del fracaso, idéntica a la premeditada por Almafuerte), un Mahoma;
en plena civilización, un Butler o un Nietzsche. El destino le deparó los
suburbios de la provincia de Buenos Aires; lo redujo a los años 1854-1917; lo
rodeó de tierra, de polvo, de callejones, de ranchos de madera, de comités, de
compadritos ni siquiera iletrados. Leyó muy poco y también leyó demasiado;
frecuentó los versículos de la Escritura según Cipriano de Valera, pero
asimismo los debates parlamentarios y los artículos de fondo. En América del
Sur, por aquellos años, no se veían otras posibilidades que el catecismo, con
su divinidad que es una y es tres y con su jerarquía eclesiástica, y el negro
laberinto de ciegos átomos que a lo largo de la eternidad se combinan, que
enseñaban Büchner y Spencer. Almafuerte optó por el último; fue un místico sin
Dios y sin esperanza. Despreció, como dice Bernard Shaw, el soborno del cielo;
creía honradamente que la felicidad no es deseable. Su pensamiento acecha en
los rincones de su obra; por ejemplo, en esta evangélica: «El estado perfecto
del hombre es un estado de ansiedad, de anhelación, de tristeza infinita. Federico
de Onís (Antología de la poesía española e hispanoamericana, 1934) ha repetido
que el ideario de Almafuerte es vulgar. Este prólogo quiere razonar lo
contrario. Más de un escritor argentino rige una retórica no menos espléndida
que la suya y harto más lúcida y constante; ninguno es tan complejo,
intelectualmente; ninguno ha renovado, como él, los temas de la ética.
El poeta argentino es un artesano o, si se prefiere, un artífice; su labor corresponde
a una decisión, no a la necesidad. Almafuerte, en cambio, es orgánico, como lo
fue Sarmiento, como muy pocas veces lo fue Lugones. Sus fealdades están a la
luz del día, pero lo salvan el fervor y la convicción.
Como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que cabe imaginar,
pero también, alguna vez, los mejores.