TIREMOS LA PRIMERA Y LA ULTIMA PIEDRA

¡ a las armas !!

Compartimos uno de los trabajos más interesantes del amigo Roberto Gargarella.
Escrito en el turbulento 2002, tras el experimento 501, se interroga acerca del valor del voto y de los mecanismos electorales como esquemas de civilización, contención y canalización de las protestas sociales.
Pasar del esquema de protesta callejera, incendiaria, a la rebelión electoral: un dilema de las masas progresistas.
Nosotros no renunciamos a las piedras de verdad, las barricadas y los metodos piqueteros son imprescindibles en ciertas ocasiones de grave agravio constitucional.
Pero creemos necesario desarrollar piedras institucionales que nos permitan organizar la lucha y hacerla más duradera.

————————

El texto original, puede leerse en la página del CELS.

Y bajarse aquí.

—————-

“Piedras de papel” y silencio: la crisis política argentina leída desde su sistema
institucional

Por Roberto GARGARELLA*

Introducción
Los dramáticos hechos que cerraron el 2001 e inauguraron el nuevo año en la Argentina,
nos llaman la atención, entre otras muchas cosas, sobre el sistema institucional vigente en el
país1. Resultó notable comprobar, en aquellos días, la incapacidad del diseño institucional
argentino para anticipar, prevenir, procesar, o resolver conflictos políticos significativos.
Resultó notable comprobar cómo, luego de doscientos años de vida independiente, la
Argentina, como tantos otros países, sigue careciendo de una red de instrumentos que torne
posible, para todos sus ciudadanos, expresar sus demandas y pedir cuentas por la
insatisfacción de las mismas. A partir de estas premisas, en lo que sigue procuraré
aproximarme a los problemas sufridos por la Argentina en el último tiempo, desde el punto
de vista de sus instituciones. Me interesará examinar cuánto ayudaron estas instituciones a
alentar o desincentivar la crisis finalmente desatada. Por supuesto, esta lectura representará,
en el mejor de los casos, un acercamiento parcial a los hechos acontecidos. De todos
modos, puede ayudarnos a entender mejor una porción del complejo mundo que la crisis
del gobierno de Fernando De la Rua abrió frente a nuestros ojos.
“Piedras de papel”
Comencemos por lo más básico, por la herramienta fundamental todavía en manos de la
ciudadanía para expresar sus puntos de vista: el sufragio. Los argentinos habían concurrido
a las urnas en octubre, muy poco antes de tomar la decisión de salir a la calle con violencia,
a protestar contra el gobierno de turno y exigir su dimisión. ¿Cómo puede ser, entonces,
que la crisis por estallar no se evitara a tiempo? El caso hubiera sido muy distinto si de lo
que se trataba era de un gobierno no democrático o, aun, de un gobierno electo pero en
gozo de la paz propia de unos meses sin elecciones. ¿Cómo puede ser posible, entonces,
que si la situación era muy otra –con una ciudadanía que acababa de expresarse en las
urnas– el conflicto social latente sólo se mantuviera y profundizara?
Lo que ocurre, y esto no puede extrañar a ninguno, es que el sufragio resulta, todavía, una
herramienta demasiado “torpe” para contribuir al establecimiento de un diálogo entre los
representantes electos y sus electores. La riqueza de las demandas, reproches y elogios
presentes en cualquier acto electoral resultan inmediatamente opacados por la rigidez de los
resultados de los comicios.
Como modo de adentrarnos en la cuestión, puede resultar interesante traer a cuento una
obra publicada en el año 1986 por el prestigioso politólogo Adam Przeworski. La obra de
Przeworski llevaba por título “Paper Stones” –digamos, “Piedras de Papel”– y se refería a
* Doctor en Derecho, UBA, Universidad de Chicago.
1 Por supuesto, me refiero al estallido de violencia política que culminó con una sucesión de recambios
políticos de magnitud. Como resultado de dicho estallido, en primer lugar, el presidente De la Rua debió
abandonar su cargo a poco de inaugurar el mismo. Lo que siguió a dicha renuncia –que arrastró consigo,
obviamente, al gobierno de la Alianza– fue una profundización de las crisis política y económica ya reinante
en la Argentina.
la historia electoral del socialismo2. La frase que daba título al trabajo resultaba por demás
apropiada para aludir al acto de la votación. Según comenta el autor, los primeros
socialistas, entusiasmados con la posibilidad de vencer a la burguesía a través del recurso
de las elecciones, hablaban de estos “piedras de papel” que les permitirían dejar atrás una
política basada en las barricadas y en las acciones clandestinas: la burguesía, ahora, podría
ser derrotada en el juego limpio de elecciones abiertas a todos.
Pues bien, la idea de “piedras de papel” resulta interesante, en primer lugar, para aludir a
esta posible contundencia del sufragio: la que permite afirmar con autoridad y vehemencia
ciertos puntos de vista, luego de un masivo apoyo o rechazo a una determinada fórmula o
programa electoral. Sin embargo, la misma idea encierra una ambigüedad que merece ser
explotada. Y es que los votos son “piedras de papel”, también, al representar una
herramienta pesada y oscura, incapaz de dar cuenta de los finos matices que al electorado le
interesa manifestar en cada acto.
En efecto, en cada elección –como en la última que debió soportar el gobierno de Fernando
De la Rua– la ciudadanía puede estar interesada en marcar, por ejemplo, que se encuentra
hastiada de ciertas prácticas; que no tolera ver ciertas figuras en la legislatura; que quiere
incorporar otras voces; que repudia profundamente ciertas medidas tomadas por el
gobierno; que apoya con todo su empeño otras iniciativas; que sigue entusiasmada con
ciertas promesas; que ruega por el cumplimiento de otras; que está furiosa por el modo en
que no se han cumplido algunas. Pero ¿qué ocurre cuando termina la elección y se conocen
los resultados de los comicios? ¿Qué quieren decir esos brutos porcentajes que allí
aparecen? Más aún, ¿cómo se van a interpretar esas cifras? Y ¿quién va a hacerlo? ¿Quién
puede ser capaz de descifrar la telaraña de mensajes entrecruzados que se ocultan detrás de
un 40% victorioso frente a un 30% de la fórmula derrotada? Los votos aparecen, entonces,
como “piedras de papel”, porque nos remiten a un período demasiado remoto, en el que la
expresión eran las piedras o los golpes de las piedras contra las paredes. La pregunta es
cuánto hemos avanzado para mejorar nuestra capacidad de diálogo, para establecer puentes
de comunicación entre los representantes y representados. La pregunta es cuán lejos
estamos del momento en que nos expresábamos golpeando las rocas con otras rocas, cuánto
hemos desarrollado nuestro lenguaje institucional. Y la respuesta es que tal vez no
demasiado.
Alguien podría decirnos, quizá, que la dificultad reside en que le exigimos a los comicios
aquello que ellos no pueden darnos: que el sufragio sólo constituye una parte ínfima de una
vida democrática que se desarrolla también en otros foros –los medios de comunicación por
ejemplo– y a través de muchos otros medios –la protesta en la calle por caso–. Pero esta
objeción no resulta demasiado atractiva. Y es que no es cierto que el sufragio sea sólo una
parte pequeña de nuestra vida democrática. Más bien, y por el contrario, el sufragio nació y
se quedó entre nosotros bajo la promesa de constituir una herramienta de control
excepcional –la gran herramienta– sobre nuestros dirigentes. Dicha promesa es la que ha
permitido recortar y no desarrollar muchos de los otros instrumentos de control externo o
popular sobre los representantes, que en su momento fueron reclamados por los sectores
más radicales de la sociedad. Dicha promesa es la que ha legitimado una operación que
dejó encerrados gran parte de los controles institucionales que todavía existen, en
mecanismos internos o endógenos, como los que son propios de las estructuras de “frenos y
contrapesos”.
La “torpeza” propia del sufragio, como vínculo esencial entre elegidos y electores, sólo
resulta agravada cuando se advierte de qué modo carecemos, todavía, de otros puentes o
2 Przeworski, A.; Sprague, J. (1986), Paper Stones. A History of Electoral Socialism. Chicago: University of
Chicago.
vínculos que permitan canalizar nuestros registros más finos, aquellos que el sufragio
opaca. Cuando –como ocurre en la Argentina y en casi todas las democracias liberales– los
medios de comunicación siguen concentrándose en pocas manos, permaneciendo
inaccesibles para una gran mayoría, los déficits propios del sufragio se tornan simplemente
–trágicamente– más graves. En una sociedad en donde la palabra escrita y oral se
encontrara, de algún modo, democratizada, los déficits del sufragio resultarían desplazados
al nivel de anécdota –quejas de académicos obsesivos–. En cambio, en una sociedad en
donde los foros de expresión son controlados por unos pocos –en donde se cobra entrada
para acceder al ágora pública– los reproches sobre la incapacidad expresiva del sufragio
merecen ganar en relevancia.
La crisis política argentina –aquella que estalló a finales del 2001, y apenas luego de
celebradas elecciones legislativas a nivel nacional– desnuda las dificultades que aún
padecen los demócratas para hacer escuchar sus voces, para discriminar entre justos y
pecadores, para aplaudir ciertas particulares políticas mientras castiga a algunas otras. Las
mismas dificultades ya se habían advertido claramente desde hacía algunos meses, cuando
cientos de “cortes de ruta” –liderados en la mayoría de los casos por trabajadores o
desocupados enfrentados a condiciones de vida desesperadas– conmovieron la vida social
argentina. Tales crisis revelaron, en su crudeza, lo difícil que era entablar una conversación
entre la ciudadanía y sus mandatarios, lo difícil que era hacer conocer y respetar ciertas
demandas fundamentales. Tales crisis, en definitiva, revelaron que la ciudadanía sólo tenía
piedras entre sus manos: las de papel y las otras.
Los controles endógenos y la Corte
La cara opuesta a lo señalado en la sección anterior –referida fundamentalmente al sufragio
como principal control exógeno o popular– está dada por los controles endógenos
distintivos de nuestro sistema institucional. Estos controles –entre ellos, el veto
presidencial, el sistema bicameral, los tribunales– tienen como punto esencial a la Corte
Suprema de Justicia. Explicar esta afirmación no resulta difícil. En principio, cuando los
controles populares quedan reducidos al sufragio, los controles endógenos –todos ellos–
adquieren mayor relevancia. Dicho esto, se debe reconocer de inmediato que, entre tales
controles endógenos, los hay políticos (los que provienen de organismos cuyos miembros
son elegidos popularmente) y no políticos (como los ejercidos por los jueces), y que no
todos ellos pueden gozan del mismo peso. En efecto, dado que cada elección puede llevar a
que la mayoría de los puestos políticos queden ocupados por miembros de un mismo grupo
partidario, la maquinaria de controles –para bien o para mal– pasa a depender, de un modo
central, del poder de los jueces, quienes se mantienen en el cargo, en principio, con
independencia de cualquier vaivén electoral.
La estructura judicial argentina, copiada de la estadounidense, se organiza verticalmente,
con jueces de primera instancia en la base, Cámaras de Apelación más arriba y la Corte
Suprema como última instancia de decisión. Lo que diga o deje de decir la Corte, entonces,
resulta de un valor extraordinario: por más autonomía que puedan tener las instancias
inferiores, siempre será ella la que podrá pronunciar la “última palabra” institucional. Debe
notarse que ésta no será sólo la “última palabra” judicial sino también política: dentro del
país, nadie puede ir más allá de la Corte, que queda entonces situada como motor inmóvil
de toda la estructura institucional.
En un país como la Argentina, en donde la autoridad y la palabra del máximo tribunal es
tan importante, resulta una pésima noticia que éste sea objeto de cuestionamientos serios en
razón de la idoneidad y transparencia de sus miembros. Esa mala noticia, sin embargo, es
una realidad en la Argentina. El máximo tribunal es objeto de severas críticas, buena parte
de ellas fundadas. La fuente de estas objeciones se encuentra en la misma composición de
Corte –un problema que viene de lejos, pero que encontró su punto culminante cuando el
gobierno de Carlos Menem modificó la composición del tribunal, de cinco a nueve
miembros–. El problema, entonces, no residió en las formas de la maniobra –en última
instancia, posible desde el punto de vista de la Constitución– sino, como casi siempre, en la
sustancia de dicha maniobra. El tribunal quedó compuesto, desde entonces (comienzos del
primer gobierno de Menem), por una mayoría de jueces que, como mínimo, no contaban
con grandes (o pequeños) antecedentes académicos, y que eran demasiado cercanos al
entonces presidente. Desde aquel momento, la ya frágil legitimidad del tribunal comenzó a
resquebrajarse. A un problema clásico y básico del derecho constitucional –por qué en una
democracia son los jueces, como funcionarios no electos popularmente, los encargados de
pronunciar la “última palabra” institucional– se agregaba uno todavía más contundente:
¿por qué ellos? ¿Por qué este grupo de jueces que, en su mayoría, nadie puede reconocer
como especialmente competente?
Haciendo honor a las peores expectativas generadas por aquel rápido aumento en el número
de sus miembros, la Corte jugó desde entonces un papel muy cuestionable, que muchos
describieron como demasiado diligente hacia el poder político. Recuérdese lo dicho unas
líneas más arriba. En democracias como la nuestra, en donde los controles exógenos son tan
débiles, los controles endógenos –y muy especialmente los ejercidos por la Corte Suprema–
resultan fundamentales: si ellos fallan, todo el sistema institucional tiende a fallar –algo
perfectamente reconocible en la Argentina–.
Por lo dicho, una situación de partida difícil se convirtió en otra cada vez más explosiva, a
partir del conocimiento público de las sentencias del tribunal superior. Si nos concentramos
exclusivamente en el 2001 –un año que no fue el más turbulento en la vida del tribunal–
nos encontramos con sentencias de alto contenido político, como por ejemplo, la que
permitió la liberación del ex presidente Menem (perseguido como cabeza de una banda
dedicada, entre otras tareas, al tráfico de armas); la que ratificó la constitucionalidad de los
indultos en favor de los represores; la que habilitó sin más al ex gobernador de Corrientes
permitiéndole ser candidato en las elecciones de su provincia; la que ratificó la vigencia de
los recortes salariales establecidos a partir de la Ley de “Déficit Cero”; o la que condenó a
la revista Noticias por una presuntamente indebida intromisión en la intimidad
–nuevamente– del ex presidente.
Por supuesto, no se trata aquí (simplemente) de que el tribunal tomó decisiones que
contradijeron el sentido común, sino de los argumentos que empleó y los medios a los que
recurrió para afirmar sus opiniones. Por ejemplo, la Corte Suprema de nuestro país actuó,
en ocasiones, con sorpresiva celeridad y en otras con irritante lentitud; desandó sin mayores
problemas sus propios pasos y contradijo una sólida jurisprudencia local e internacional
(por ejemplo en el caso Noticias); respaldó la validez de indultos otorgados a procesados,
en contradicción con lo que establecía la letra de la Constitución; tergiversó el sentido de
las garantías procesales existentes (al interpretar que la mera interposición de un recurso
extraordinario suspende una decisión judicial en favor de la CTA en el caso de la Ley de
“Déficit Cero”); y amonestó de modo prepotente e injustificado a los jueces y fiscales de
instancias inferiores (en la causa de las armas).
Esta situación ha derivado en una práctica notable, distintiva de los últimos tiempos en la
Argentina, e inaudita en otros contextos más o menos civilizados: la sucesión de
movilizaciones populares hacia los tribunales exigiendo la renuncia de los miembros de la
Corte. Dichas movilizaciones fueron acompañadas por otra serie de protestas realizadas
directamente frente a los domicilios de algunos de los integrantes del tribunal. Los jueces
superiores, objeto de la admiración o el simple desconocimiento popular en otras latitudes,
han pasado a ser, en la Argentina, objeto central de la atención colectiva.
El corolario de lo dicho no es, por supuesto, que debe cambiarse la cúpula del Poder
Judicial, nuevamente y de modo arbitrario. Lo que se quiere decir no es que, por fin, los
jueces designados deben estar en sintonía con los pareceres de la mayoría. Lo que se
afirma, en todo caso, es que en estructuras institucionales como la Argentina, o se
fortalecen los controles exógenos de modo tal de darle a los ciudadanos herramientas de
censura y aprobación de las que todavía carecen, o se ajustan de un modo irreprochable los
controles internos (y especialmente los ejercidos por la Corte). Lo ideal sería que existieran
ambos tipos de controles y que ellos pudieran ejercerse de un modo decente. Lo que no
puede aceptarse es que ambas formas de control fracasen, como ocurre en la Argentina –en
un caso, por la inexistencia de instrumentos institucionales que las hagan posibles, y en el
otro, por la manipulación a la que se ha sometido a los organismos de control–. Finalmente,
nadie debería decir –como a veces se dice, o como dijera recientemente el ministro de
Justicia y prestigioso catedrático Jorge Vanossi– que el tribunal ya ha sufrido demasiados
“manoseos” como para hacerse acreedor de nuevas interferencias públicas. Uno se
compromete con las injusticias si no las repara (como se compromete con las injusticias
económicas si no interfiere con ellas porque “ya bastante se ha interferido”). En un
hipotético futuro más tranquilo, los argentinos deberán ir todavía más allá de estas
fundamentales cuestiones y decidir, también, si quieren mantener, como hoy, un sistema de
revisión judicial que permite que funcionarios no electos por la ciudadanía conserven la
“última palabra” institucional.
Los conocidos defectos del hiper-presidencialismo
La Argentina, como los Estados Unidos, ha adoptado como forma de gobierno un sistema
presidencialista. Sin embargo, como una mayoría de países latinoamericanos, ha
modificado aquel sistema original –ya polémico– para transformarlo en uno parcialmente
distinto, que el filósofo Carlos Nino calificara como hiper-presidencialista. A diferencia del
modelo original, el adoptado en América Latina introdujo variaciones como las siguientes:
se autorizan al presidente poderes excepcionales para afrontar situaciones de crisis internas
y externas (que, en el caso del Estado de sitio, pueden implicar la misma suspensión de las
garantías individuales de los ciudadanos); se permite la intervención política del poder
central sobre las provincias; se deja en manos de la cabeza del Poder Ejecutivo la elección y
remoción, a manos libres, de todo su gabinete; se delegan en aquél funciones legislativas
adicionales; etcétera.
Una enorme mayoría de politólogos ha coincidido –curiosamente– en una conclusión
irremovible, según la cual, el sistema presidencialista es muy defectuoso, por lo que los
sistemas hiper-presidencialistas latinoamericanos son, simplemente, hiper-defectuosos. Los
defectos referidos tienen que ver, especialmente, con la capacidad de tales formas de
organización para garantizar la estabilidad política –un bien especialmente preciado por las
democracias latinoamericanas–. El hiper-presidencialismo, en tal sentido, agrava las
dificultades ya propias del presidencialismo.
Los males de ambos sistemas tienen una raíz común: ambos concentran buena parte de las
expectativas políticas del electorado en una sola figura –el presidente– que, para colmo de
males, cuenta con un mandato fijo (a diferencia de lo que ocurre en los sistemas
parlamentarios). En las buenas coyunturas –que no han abundado en la región–, el
presidente sólo gana en prestigio, poder y capacidad de acción. En las malas coyunturas, en
cambio, el presidente es fagocitado por la crisis, y su debilitamiento provoca temblores en
toda la estructura institucional: dada la inexistencia de “fusibles” que cambiar, el sistema
completo amenaza con “incendiarse” junto con el presidente.
Si uno examina la vida política argentina se encuentra fundamentalmente con situaciones
de este tipo: la crisis que afectó a Hipólito Yrigoyen en 1930 terminó arrastrando a todo el
sistema político; Perón se convirtió, a mediados de 1950, en la única clave del éxito o la
desgracia de la democracia argentina; las hostilidades generadas por Arturo Frondizi se
trasladaron de inmediato a todo su gobierno; la falta de legitimidad del presidente Illia
produjo la deslegitimación de todo el sistema institucional. Esto es, cuando los argentinos
tuvieron que enfrentar problemas políticos serios, el sistema institucional no estuvo allí
para ayudarlos.
Más cercanamente, piénsese en la antesala del golpe militar de 1976, que trajo al dictador
Jorge Rafael Videla al poder. En su momento, todos sabían que la presidenta Isabel Perón
no contaba con cualidades que la hicieran especialmente apta para el cargo. Sin embargo, el
sistema político no ofrecía ninguna salida razonable a la difícil situación entonces reinante.
Por supuesto, es claro que ni en este caso ni en los anteriores la “culpa” del quiebre
institucional residió de modo exclusivo en el sistema institucional. Como dijera Guillermo
O’Donnell, los golpes militares no se frenan con un simple cambio en el articulado de la
Constitución. Sin embargo, tan cierto como esto es que determinados sistemas
institucionales favorecen la estabilidad y la cooperación, mientras que otros favorecen el
conflicto y el enfrentamiento.
Ya consolidada la democracia, ya terminada la dictadura del “Proceso”, el presidente
Alfonsín volvió a padecer los males del hiper-presidencialismo: atrapado en una crisis
económica grave a finales de su mandato (distinguida por la hiper-inflación) y
deslegitimado luego de elecciones legislativas catastróficas en 1987, Alfonsín no contó con
medios sensatos para dar un paso al costado –como el que, tal vez, hubiera preferido dar–.
Lo que siguió, así, fue el “incendio” del propio sistema institucional: a Alfonsín le
quedaban dos años de mandato que debía cumplir, mientras la ciudadanía le daba la espalda
y la oposición lo repudiaba. Como era previsible, el país entró literalmente en llamas en
esos últimos y largos meses de hiper-inflación, saqueos y desgobierno. El sistema
institucional, mientras tanto, cerraba las puertas que todos rogaban que se abrieran.
Finalmente, la última oleada de la crisis del 2001 –la que arrastró a De la Rua y al gobierno
de la quebrada Alianza– también merece leerse en esta clave. Nuevamente, el sistema
institucional argentino dio su espalda cuando más se lo necesitaba. A De la Rua le
quedaban dos difíciles años de mandato, mientras buena parte de la ciudadanía descreía de
él. La oposición, en tanto, alternaba gestos de buena voluntad con críticas mordaces que no
hacían más que delatar la esencia maldita del hiper-presidencialismo. En un sistema
político que ofrece una única y grandiosa joya –la “corona” del presidente– la oposición no
cuenta con ningún incentivo para cooperar con el presidente: cuanto más coopere con él
–puede decir con razón–, más va a tardar en acceder a la propia “coronación” que tanto
ansía. La estrategia “racional”, entonces, es destruir a quien está en el poder, o dejarlo que
muera. El hiper-presidencialismo, en definitiva, ha estado siempre presente en la
generación de las crisis argentinas, y ha dificultado siempre la resolución de las mismas.
El Senado y después
Sin dudas, dentro de las múltiples causas que algún día explicarán la caída de Fernando De
la Rua, una muy importante tuvo origen en el Senado de la Nación. El gobierno de la
Alianza, debe recordarse, había llegado al poder con al menos un mandato claro: el de
poner fin a los años de corrupción que se habían convertido en años festivos para los
miembros de la administración anterior. Luego de haber basado su campaña electoral, muy
especialmente, en el saneamiento de un sistema institucional lleno de lodo, De la Rua no
podía titubear –como lo hizo– en un área tan sensible para su electorado. Ocurrió entonces
que varios senadores (“propios” y “ajenos”) quedaron seriamente comprometidos en un
hecho de corrupción grave. Aparentemente, el gobierno había procurado “aceitar” con
dinero la sanción de una ley simbólicamente muy importante para él. Se trataba, en última
instancia, de una ley laboral que no prometía cambios revolucionarios ni de los otros, pero
que remitía a una desgraciada experiencia del gobierno radical anterior: Alfonsín había
inaugurado su gobierno con un tempranísimo fracaso en su intento de modificar por
completo la organización sindical –un fracaso que marcaría el resto de su gestión–. Ni De la
Rua ni sus ministros querían repetir aquel fracaso, lo cual, aparentemente, motivó aquella
maniobra dolosa de la que ahora eran acusados miembros del gobierno y varios senadores.
La incapacidad y falta de voluntad del presidente frente a dicha maniobra, provocaron,
entre otras consecuencias, la renuncia del vice-presidente Álvarez y la virtual fractura de la
Alianza. El gobierno comenzaba el tránsito hacia lo que sería su repentino final.
Como era de esperar, la investigación que siguió al escándalo terminó en una reverencia
judicial hacia la Cámara Alta. Sin embargo, el Senado en su totalidad –y el propio
gobierno– quedó marcado a fuego por aquella experiencia. Sus miembros no eran
especialmente prestigiosos entonces, y el nuevo episodio no hizo más que potenciar las
sospechas que ya existían sobre ellos. De allí en más, recrudecieron los estudios y las
iniciativas destinadas a provocar cambios sobre una Cámara notable sólo por el nivel de
privilegios de los que gozaban sus miembros. Todas aquellas iniciativas –vinculadas en la
mayoría de casos con el extraordinario nivel de gastos resultantes del funcionamiento de la
Cámara Alta– merecen ser desarrolladas. Pero en lo que sigue nos concentraremos en una
línea de reflexión algo diferente, referida al rol institucional del Senado y, más en general, a
algunas características propias de la labor legislativa en la Argentina.
En primer lugar, conviene volver brevemente sobre las líneas que inauguraron este escrito,
referidas a las dificultades de la ciudadanía para comunicar sus opiniones públicamente y
para luego darles fuerza. De haber existido otras herramientas de control –por ejemplo, el
derecho de revocatoria de los mandatos, un instrumento habitual en los primeros tiempos
de la revolución estadounidense–, los ciudadanos hubieran desalojado hace tiempo a
muchos de los integrantes del Senado. Sin embargo, a pesar de las tremendas críticas que
han recibido, muchos de sus miembros han persistido intocables en sus puestos: a veces,
casi ocultos; otras veces, luciendo orgullosos la estabilidad propia de sus largos e
irrevocables mandatos.
Nuevamente, aquella falta de herramientas de control externo puede, de alguna manera,
compensarse con la existencia de fuertes controles internos (los ejercidos por las otras
ramas del poder). Sin embargo, en casos como la Argentina, nos encontramos no sólo con
un Poder Judicial que, según viéramos, es deficitario en su punto más alto, sino también
con una serie de privilegios judiciales en poder de los funcionarios políticos electos
–privilegios que sólo agravan una situación ya preocupante–. Las inmunidades
parlamentarias –de ellas se trata– nacieron con el noble propósito de proteger al débil
legislador frente al gobernante tiránico que lo perseguía. Su permanencia resulta hoy
cuestionable, sobre todo cuando dicho privilegio (en principio irritante en un régimen de
“iguales”) es objeto de una interpretación laxa que dificulta el mismo procesamiento de los
acusados. Como resultado de estas progresivas distorsiones, la legislatura argentina –y en
especial el Senado– pareció convertirse en un refugio preciado por poderosos delincuentes
que advertían que, despojados de sus super-poderes legales, quedaban enfrentados al
terrible riesgo de convertirse en simples mortales.
Dejando de lado lo anecdótico, debería pensarse si los altos índices de corrupción que
parecen afectar al Senado argentino, no se vinculan con los largos mandatos de que gozan
sus miembros; los privilegios con los que cuentan; los débiles controles populares a los que
están sometidos; y el poder de influencia del que gozan. Quisiera dedicar las próximas
líneas –finales de esta sección– al último punto mencionado, esto es, a las facultades
normativas que están a cargo del Senado. El tema –alejado de las polémicas políticas más
candentes– no debería verse como una cuestión menor, ya que, en definitiva, nos habla del
modo en que se ha pensado el sistema institucional argentino y de lo inatractivo de aquella
forma de pensar.
A diferencia de otros Senados –el Senado alemán, por ejemplo–, el argentino cuenta con
funciones básicamente idénticas a las de sus pares de la Cámara Baja, a las que se suman
algunas ventajas muy especiales: los senadores ejercen un papel decisivo en el
nombramiento de jueces y embajadores; en el desarrollo (o no) de hipotéticos juicios
políticos; o en la celebración de tratados internacionales. La pregunta que uno debe hacerse,
en estos casos, es la de siempre: ¿por qué? ¿Por qué los miembros de la Cámara Alta, por
ejemplo, tienen aquellas facultades adicionales? y, muy especialmente, ¿por qué deben
intervenir en la sanción de cualquier norma legislativa? ¿Por qué a la hora de decidir qué se
hace con el aborto o el divorcio, por tomar sólo dos ejemplos, el Estado “X” debe contar
con una voz especial? ¿No basta con que los ciudadanos de dicha provincia, representados
en la Cámara Baja, intervengan en tal decisión? ¿Por qué el Estado “Y” –como cualquier
otro– merece tener una voz especial, y no las mujeres, o los que están casados, o los que ya
han abortado, o los divorciados? Uno puede justificar que las provincias –todas ellas–
cuenten con derechos especialísimos a la hora de discutir la coparticipación federal; la
regionalización del país; el modo de empleo de los recursos naturales; o cualquier tema de
directa incumbencia local. Es mucho más difícil de explicar, en cambio, que el órgano de
representación de las provincias interfiera en decisiones que son de directa incumbencia de
la ciudadanía, sin fronteras.
El argumento anterior no debe entenderse como contrario a la existencia de organismos
especiales para la representación de grupos particulares (i. e., las provincias). Por el
contrario, la representación de grupos puede resultar una alternativa interesante en
democracias heterogéneas –y con déficits representativos tan fuertes– como la Argentina.
Pueden existir razones, por caso, para que un organismo especial defienda el punto de vista
de los jubilados o los discapacitados; o para que grupos marginados tornen audible una voz
que hoy no se escucha. Sin embargo, en todo caso, el principio de la especialización
funcional debería mantenerse: tiene tan poco sentido que los senadores participen en la
sanción de la Ley del Aborto como que lo haga un hipotético organismo que agrupe a los
jubilados. En cambio, resulta irreprochable, en principio, que las provincias cuenten con
una voz especial a la hora de discutir cuestiones federales, o que la tengan los más ancianos
a la hora de discutir los problemas de la tercera edad.
Nuevas herramientas
El panorama descripto hasta aquí nos sugiere la presencia de múltiples dificultades de
índole institucional que –en algunos casos de forma directa y en otros de forma indirecta–
han contribuido a deteriorar la calidad de la vida política argentina. Sin dudas, podría
decirse que la crisis institucional que se ha desatado con violencia hacia finales del año
2001, reconoce parte de su origen en problemas propios del diseño institucional escogido
por la dirigencia argentina.
Lamentablemente, los argentinos –como la mayoría de las naciones latinoamericanas–
desperdiciaron una buena oportunidad de re-fundar sus instituciones luego del renacimiento
de sus democracias y, especialmente, durante la reciente oleada de reformas institucionales
que –desde los 80– se extendió por todo el subcontinente. Tales reformas nacieron, en una
mayoría de casos, movidas por ideales valiosos (la reforma radical del sistema político
hiper-presidencialista, por ejemplo), y terminaron convirtiéndose, en muchos casos, en
meras Convenciones re-electorales, destinadas a abrir el camino a reelecciones
presidenciales que los viejos textos sabiamente impedían.
Con independencia de lo dicho, debería agregarse que reformas constitucionales como la
realizada en la Argentina en 1994 han servido, también, para avanzar en direcciones más
interesantes. La reforma argentina, por ejemplo, reafirmó la jerarquía constitucional de los
tratados internacionales, lo cual privó a muchos jueces remisos de la posibilidad de decir
que no tenían normas a su alcance, a la hora de lidiar con cuestiones sensibles en materia de
derechos humanos. Del mismo modo, la reciente reforma se pronunció explícitamente en
favor de los mecanismos de “cuotas” –destinados a permitir una representación especial en
apoyo de sectores tradicionalmente discriminados–. También abrió la posibilidad de
presentar “amparos” colectivos e incorporó mecanismos destinados a facilitar la expresión
directa de la ciudadanía (referéndums, plebiscitos). Por supuesto, es difícil decir que la
Constitución anterior vedaba el uso de este tipo de herramientas. Sin embargo, lo cierto es
que fue aquello lo que de hecho se hizo frente a casos como los mencionados. Por ello, al
haber hecho explícitos ciertos compromisos que no eran del todo evidentes en el texto
anterior, la Constitución nueva puede ser, al menos parcialmente, bienvenida.
Llegados aquí, de todos modos, debe decirse lo siguiente: mientras la estructura
institucional básica permanezca intacta –como ha permanecido intacta la estructura
institucional argentina– no son muchas las esperanzas que merecen generar las nuevas
herramientas que, como estacas en el mar, se inserten sobre ella. Piénsese sino, en lo
ocurrido con los derechos sociales, incorporados en una mayoría de Constituciones
latinoamericanas desde principios del siglo anterior. Integrados a un sistema institucional
que funcionaba a partir de una lógica opuesta a aquella que los respaldaba, los nuevos
derechos sociales tendieron a desfallecer a poco de haber nacido: el sistema institucional
existente no los acogía sino que los ahogaba. No extraña que ocurriera lo que ocurrió: los
derechos sociales quedaban en manos de jueces que, en teoría, debían implementarlos pero
que, simplemente, declaraban que tales derechos no eran “operativos” mientras los
“guardaban” en el cajón de su escritorio.
Tal vez con los nuevos derechos incorporados en la Constitución de 1994 pase algo similar
a lo que ocurriera entonces con los derechos sociales. Cuando, por caso, se incorporan
derechos participativos en una estructura que niega o desalienta la participación, puede
temerse que aquellos derechos encuentren serios problemas para desarrollar la potencia que
encierran en su interior.
Sin embargo, no son todas malas noticias. Lo ocurrido desde finales del 2001, con miles de
ciudadanos en la calle dispuestos a protestar, parece decirnos que algo se ha roto, que una
mayoría se encuentra efectivamente cansada de no poder hablar, de no contar con medios
para hacerlo, de ser burlada luego de haber aceptado ciertas promesas, de ser ignorada
luego de expresar su opinión a través del sufragio, de ser malinterpretada en sus juicios
electorales. Lo que ha ocurrido desde entonces parece mostrar los deseos de la gente por
acceder a otros medios de expresión, de ir más allá de las “piedras de papel” con las que
cuenta. Y ello es un buen comienzo, también, para una renovación en la estructura
institucional de la república.