Sampay y la RE RE

 

El Sampay rereeleccionista
Publicamos completo, por primera vez en internet, un escrito de Arturo Sampay, uno de los más interesantes constitucionalistas argentinos, bastante negado por su compromiso político.
En este capítulo de uno de sus libros explica el por qué de la reelección indefinida que se consagra en la reforma constitucional de 1949.
Este debate, que hoy vuelve a ser actual, tiene a un lúcido defensor en Sampay.
Y nosotros, pese a que no somos partidarios de más de una reelección consecutiva, lo leemos con respeto y admiración.

Oigamos al otro Arturo:

“LA REELEGIBILIDAD PRESIDENCIAL
La reforma constitucional
encara el problema de la reelegibilidad del presidente que acaba su mandato, y
termina con los impedimentos para hacerlo, 1º) por fidelidad al régimen
democrático, porque si el pueblo elige a los sujetos del poder político, es
contradictorio que la
Constitución le impida hacerlo con determinada persona que
llena las capacidades morales, ciudadanas e intelectuales exigidas como regla
general;  2º) porque las razones de
carácter sociológico que se aducen para que en América Latina rija ese
impedimento, no existen en un país de madurez política como lo es la República Argentina;
3º) porque son indiscutibles las bondades de la reelección presidencial, al extremo
que, si se exceptúan los países sudamericanos, especialmente los de zonas tórridas
––como dicen despectivamente los autores europeos y norteamericanos –– pocas constituciones
la prohíben; 4º) porque las circunstancias políticas excepcionales que vive el
país nos obligan a asumir la responsabilidad histórica de esta reforma.
¿Cuáles son las razones
que aconsejan para Sud América el impedimento de la reelección presidencial,
que según Mirkine-Guetzevich es el problema constitucional más importante de
América Latina? “En América Latina ––dice este superficial coleccionador de
constituciones, que fuera complaciente profesor de Derecho Público en la Universidad de
Petrogrado, durante la época de los Zares –– hallamos una realidad política y
constitucional totalmente distinta a la de los Estados Unidos. No hay partidos
organizados, y no puede decirse que exista una opinión pública que, malgrado
los intereses
personales y egoístas en
juego, controle, a pesar de todo, esas elecciones. En América Latina la lucha
por el poder tiene un carácter más elemental. El Libertador designa antes de
morir sus presuntos sucesores, especificando que deben tomar el poder después de
su muerte. Por consiguiente, toda la historia de América Latina, salvo honrosas
excepciones, es la de una lucha áspera por el poder.
Prácticamente, todo hombre
que haya obtenido el puesto de presidente, con los poderes enormes de esta
función, toma gusto por esta omnipotencia y no quiere dejar  la América
Latina muchos presidentes no se retiraron al fin de su
mandato, o, al salir de sus funciones, usaron de todos los medios de presión a
su alcance para hacer elegir a un pariente o un amigo.  Ocurrió así, muy a menudo, que un presidente
siguiera siendo durante diez, veinte o treinta años después de la expiración de
su mandato, el verdadero inspirador de la política de su país. Pero también
hubo presidentes que emplearon la violencia. Después de algunos meses
derrocaron a su sucesor para retomar el poder, o ejercieron una desvergonzada presión
sobre el Congreso para obtener su reelección, y ello durante diez, veinte, aún
treinta años. Estudiar el derecho constitucional de la América Latina –concluye el
sumiso ex-profesor ruso del tiempo de los Zares, en su libro Les constitutions
des nations américaines- sin tener en cuenta esta realidad dictatorial, es un
trabajo científicamente inadmisible.
El norteamericano James
Bryce, en su Modern Democracies, compara los regímenes políticos sudamericanos
a los sistemas de las tiranías antiguas; el agudo André Siegfried, en su libro
Amérique Latine, encuentra su equivalente en el régimen despótico francés del
año VIII; Emile Giraud, profesor de la Facultad de Derecho de Rennes, en un nutrido
estudio sobre Le pouvoir éxécutif dans les démocraties d’Europe et d’Amerique,
publicado en 1938, ve en el predominio de los indígenas y mestizos sobre los blancos
el fermento de las oposiciones de clases, movidas por luchas de razas que
obligan a reglarse por una dictadura, cuyo límite es dado por el principio de
no-reelección. Pero la
República Argentina ––digámoslo como una refutación a tantos
infundios –– es una comunidad política que en ningún aspecto va a la zaga de
los Estados europeos; el fraude y la violencia han sido extirpados de nuestros
juegos políticos; poseemos partidos políticos mejor estructurados y más
orgánicos que muchos países de Europa; ningún sector del pueblo queda, por
motivos raciales, a extramuros de la vida política, como en Estados Unidos los
negros, y si en los últimos lustros este país fue azotado por la violencia y el
fraude, no fue como consecuencia de incultura política, ni porque un grupo de
argentinos se apegara, porque sí, al poder, sino porque era la manera foránea de
sostener una satrapía que legalizaba la coordinación de transportes, el Banco
Central de Sir Otto Niemeyer y la sanción de la ley del petróleo. ¡Algún día
los latinos de
América mostrarán las
causas de su llamada incultura política, de los derrocamientos de presidentes,
de los fraudes electorales y de las violencias; será el día en que se puedan
conocer los archivos de algunas cancillerías extrañas y de los directorios de
las plutocracias de Wall Street! En la Argentina pasó el tiempo ––Dios quiera que para
siempre–– de la incultura política sudamericana, como para que sea verdadero el
argumento de la perpetuación por el fraude y la violencia.
Hamilton ha expuesto en el
Federalista la conveniencia de la reelección presidencial, y sus argumentos,
extraídos de una visión realista del hombre y de la política, son todavía
incontrovertibles. “A la duración fija y prolongada ––se refiere al jefe del
poder ejecutivo –– agrego la posibilidad de ser reelecto. La primera es
necesaria para infundir al funcionario la inclinación y determinación de
desempeñar satisfactoriamente su cometido, y para dar a la comunidad tiempo y
reposo para observar la tendencia de sus medidas y, sobre esa base, apreciar
experimentalmente sus méritos.” “La segunda ––agrega Hamilton, es decir, la
reelegibilidad –– es indispensable para permitir al pueblo que prolongue el
mandato del referido funcionario, cuando encuentre motivos para aprobar su proceder,
con el objeto de que sus talentos y virtudes sigan siendo útiles, y se asegure
al gobierno el beneficio de fijeza que caracteriza a un buen sistema
administrativo.” “Nada parece más plausible a primera vista, pero resulta más
infundado al reconocerlo de cerca ––añade Hamilton ––, que un proyecto que
tiene conexión con el presente punto y ha conquistado algunos partidarios
respetables: hago referencia al que pretende que el primer magistrado continúe
en sus funciones durante un tiempo determinado, para en seguida excluirlo de
ellas, bien durante un período limitado o de una manera perpetua. Ya sea
temporal o perpetua esta exclusión produciría aproximadamente los mismos
efectos, y éstos serían en su mayor parte más perniciosos que saludables.”
“Entre otros perjudiciales resultados ––continúa Hamilton –– la exclusión
disminuiría los alicientes para conducirse correctamente.” Porque “si se
reconoce que el afán de obtener recompensas constituye uno de los resortes más
poderosos de la conducta humana, así como que la mejor garantía de la lealtad
de los hombres radica en hacer que su interés coincida con su deber, será
imposible que se controvierta esta proposición”. “El mismo amor a la gloria ––sigue
diciendo Hamilton, con lo que desentraña los más profundos pliegues de la
naturaleza humana ––, esa pasión que domina a los espíritus más selectos, que
impulsaría a un hombre a proyectar y acometer vastas y difíciles empresas en
beneficio público, que
exigirían un tiempo
considerable para madurarlas y perfeccionarlas, siempre que pudiera abrigar la
esperanza de que le será posible terminar lo iniciado, lo disuadiría en cambio
de todo esfuerzo, en el caso de que previera que debería abandonar el campo
antes de completar su labor.” “Otra desventaja de la exclusión ––apunta
Hamilton –– consistiría en privar a la comunidad de valerse de la experiencia
adquirida por el primer magistrado en el desempeño de sus funciones.” “Que la
experiencia es la madre de la sabiduría ––subraya Hamilton ––, es un adagio
cuya verdad reconocen tanto los hombres más sencillos como los más doctos.”
“¿Qué cualidad puede desearse más en quienes gobiernan a las naciones, o cuál
puede ser más esencial que ésta? ¿Dónde sería más deseable o más esencial que
en el primer magistrado de una Nación? ¿Puede ser juicioso que la Constitución
proscriba esta apetecible e indispensable cualidad, y declare que en el mismo
momento en que se la adquiere, su poseedor está obligado a abandonar el puesto
en que la alcanzó y en el cual resulta útil?” “Éste es, sin embargo ––afirma
Hamilton –– el alcance preciso de todas esas reglas que excluyen a los hombres
del servicio del país, en virtud de la elección de sus conciudadanos, después
de que la carrera que han hecho los capacitó para prestarla con mayor
utilidad.” También sería un “inconveniente de la exclusión ––prosigue ––
separar de ciertos puestos a hombres cuya presencia podría ser de la mayor
importancia para el interés o la seguridad pública en determinada crisis del
Estado”. “No hay Nación ––asevera Hamilton, y la historia política lo refrenda ––
que en un momento dado no haya sentido una necesidad absoluta de los servicios
de determinados hombres en determinados lugares; tal vez no sea exagerado decir
que esa necesidad se relacionaba con la preservación de su existencia
política.” Y el sabio y prudente Hamilton concluye admonitoriamente: “¡Qué
imprudente, por vía de consecuencia, tiene que ser toda disposición prohibitiva
de esta clase, cuyo efecto sea impedir a una Nación que utilice a sus propios
ciudadanos de la manera que más convenga a sus exigencias y circunstancias!”.
El último mal resultado que Hamilton descubre en la exclusión de la
reelegibilidad consiste en crear “un impedimento constitucional para que la
administración sea estable”. “Al imponer un cambio de hombres en el puesto más
elevado de la Nación,
obligaría a una variación de medidas, pues no es posible esperar, como regla
general, que cambiando los hombres las medidas sigan siendo las mismas. En el
curso natural de las cosas lo contrario es lo que ocurre.” “Y no debemos temer
que se caiga en una rigidez exagerada ––advierte Hamilton con fidelidad
republicana –– en tanto haya la opción de cambiar; ni hay por qué desear que se
prohíba al pueblo que continúe otorgando su confianza a aquellos con quienes
cree que está segura, ya que esta constancia de su parte permitirá hacer a un
lado el pernicioso estorbo de los consejos vacilantes y de una política mudable.”
El sector mayoritario de la Comisión revisora tiene
el convencimiento, compartido por la mayoría del pueblo argentino, que si se
atiende la extraordinaria realidad política que vivimos, urge la reforma
constitucional que posibilite la reelección presidencial. El país experimenta
un profundo proceso revolucionario de superación del liberalismo burgués ––es
la manifestación argentina del colapso definitivo de la cultura moderna, con
las formas de organización que le son propias ––, cumplido por los sectores
populares argentinos tras una personalidad política excepcional, que después de
tomar conciencia histórica de esa crisis, después de precisar lo que con ella
muere y lo valioso que por ella se regenera, porque es lo inmutable y eterno de
la civilización cristiana, conduce al país, con firmeza y clarividencia, hacia
la superación del momento crucial que vive el mundo.
Este movimiento popular en
torno al general Perón ––porque, cronológicamente, lo primario fue el jefe
político, y lo consecuente la formación de los cuadros masivos que lo sostienen
–– se funda en una amplísima confianza en su virtud política y apunta a la realización
revolucionaria de los más altos valores en la comunidad, porque el vínculo que
unifica al general Perón y a las masas populares argentinas es la participación
en la misma empresa nacional.
Esta forma extraordinaria
de gobierno –– sociológicamente hablando, porque jurídicamente se da en las
democracias, a la inversa de los totalitarismos rojos o pardos, en la
regularidad de las formas establecidas, como es el caso actual de la leadership
de los presidentes americanos reelegidos hasta la muerte –– es, por su propia naturaleza
de carácter personal y temporal: la confianza del pueblo no se transmite porque
se asienta en la sublimación del prestigio de un hombre, y la acción personal
en consecución de la empresa sólo se agota cuando se cumplen sus objetivos. Se
comprende, entonces, que si la suerte de esta empresa argentina depende de la
posibilidad constitucional de que el general Perón sea reelegido Presidente de la República por el voto
libre de sus conciudadanos, debe quitarse de la Constitución ese
impedimento que no aconsejan ni la prudencia política ni la circunstancia
histórica que vive el país.”
ARTURO SAMPAY
“La Constitución Democrática”