El nefasto caso INSAURRALDE

Rodolfo Vigo. Encarcelando pobres.

Queremos difundir el caso ‘Insaurralde’ que nos avergüenza a los constitucionalistas santafesinos.
Fue decidido por unanimidad por la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Santa Fe el 12/08/1998. Al voto motorizador del preopinante RODOLFO VIGO, que cita incluso a Teresa de Calcuta entre sus argumentos, se sumaron todos los demás ministros (ÁLVAREZ, BARRAGUIRRE, FALISTOCCO, IRIBARREN y ULLA ). De los ministros que formaron fallo sólo sigue en funciones actualmente Falistocco.
El núcleo del fallo es: el aborto que se hace o se detecta en una clínica privada (donde van quienes tienen recursos) no debe juzgarse porque está protegido por el ‘secreto profesional’ y por lo tanto los médicos tienen prohibido denunciarlo. Pero el aborto que se hace o se detecta en un hospital público (donde van los pobres) sí debe condenarse porque la obligación de denunciar del médico como funcionario público prevalece sobre el secreto profesional.
El fallo no persigue al aborto en cualquier caso. El fallo consagra una desigualdad flagrante que hasta ahora no ha sido remediada ni por el legislador ni por la justicia santafesina.
Mirta Insaurralde, en declaraciones periodísticas, dijo que le pidió a sus abogados que no apelen a la Corte Nacional porque ya estaba cansada de juicios, y que prefería soportar la condena penal de prisión en suspenso que le impusieron.
Esquema injusto si los hay, perdura y sirve de sustento a muchos fallos criminalizadores.
Por eso hay que leerlo, para desenmascararlo.

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CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA PROVINCIA DE SANTA FE
Sobre denuncia médica por aborto provocado
AUTOS “INSAURRALDE, MIRTA -ABORTO PROVOCADO- SOBRE RECURSO
DE INCONSTITUCIONALIDAD”
Reg.: A y S t 148 p 357-428.
En la ciudad de Santa Fe, a los doce días del mes de agosto del año mil novecientos
noventa y ocho, se reunieron en acuerdo los señores Ministros de la Corte Suprema de
Justicia de la Provincia, doctores Jorge Alberto Barraguirre, Roberto Héctor Falistocco,
Casiano Rafael Iribarren, Decio Carlos F. Ulla y Rodolfo Luis Vigo, con la presidencia
del titular doctor Raúl José Alvarez, a fin de dictar sentencia en los autos
“INSAURRALDE, Mirta -Aborto Provocado- sobre RECURSO DE
INCONSTTITUCIONALIDAD” (Expte. C.S.J. nro. 1105, año 1996). Se resolvió
someter a decisión las cuestiones siguientes: PRIMERA: ¿es admisible el recurso
interpuesto?, SEGUNDA: en su caso, ¿es procedente? y TERCERA: en consecuencia,
¿qué resolución corresponde dictar? Asimismo se emitieron los votos en el orden que
realizaron el estudio de la causa, o sea doctores Vigo, Ulla, Barraguirre, Iribarren,
Falistocco y Alvarez
A la primera cuestión -¿es admisible el recurso interpuesto?- el señor Ministro doctor
Vigo dijo:
1. Surge de las constancias de la causa que el día 26 de febrero de 1994 la autoridad
prevencional inició actuaciones sumarias en virtud de una comunicación efectuada por
la doctora Mariela Cabral, médico residente del Hospital Centenario de la ciudad de
Rosario, quien informara del ingreso a esa institución de Mirta Insaurralde, con un
cuadro de aborto provocado.
Habiendo prestado la imputada declaración indagatoria (fs. 52), por auto de fecha 11 de
abril de 1995 el Juez de Primera Instancia de Distrito en lo Penal de Instrucción de la
Decimocuarta Nominación de la misma ciudad resolvió procesarla por la probable
comisión del delito de aborto provocado (artículo 88 del Código Penal) (fs. 56/v.).
Radicado el expediente en el Juzgado de Primera Instancia de Distrito en lo Penal de
Sentencia de la Sexta Nominación (fs. 69) y corrido traslado a la señora Defensora
General, ésta solicitó la suspensión del juicio a prueba, de conformidad al artículo 76
bis del Código Penal (fs. 71/73), petición que, ratificada por la encartada (fs. 74), fue
rechazada por el Juez (fs. 75/76 v.).
Apelado que fuera el decisorio, la Sala Segunda de la Cámara de Apelación en lo Penal
de la ciudad de Rosario, en fecha 26 de diciembre de 1995, resolvió declarar la nulidad
de lo actuado en la presente respecto de la imputada (con fundamento en los artículos 18
de la Constitución Nacional, 18, 21, 953 y concordantes del Código Civil; 88 y 156 del
Código Penal y 161, 164, 166 y concordantes del Código Procesal Penal) por entender
que la persecución penal no había sido válidamente ejercitada, en razón de que, en
definitiva, la actividad jurisdiccional se había instado en virtud de una comunicación
hecha a la autoridad policial por parte de la profesional del arte de curar interviniente,
quien realizó un anoticiamiento antijurídico, al violar su deber de guardar el secreto.
Para arribar a esa solución, el a quo, tras destacar que la cuestión debatida en la
apelación se subordinaba a la condición de la existencia de una persecución penal válida
-y que, cuando existe una patente ilegitimidad, el Tribunal debe declarar la violación de
las formas sustanciales en cualquier estado o grado de proceso-, consideró que “(…) el
juego dogmático del imperativo de denunciar -que en la misma disposición exceptúa la
hipótesis del quebrantamiento del secreto profesional- y la construcción típica de éste –
vedando exteriorizar dañosamente lo conocido al atender a su paciente- identifican la
noticia suministrada por la Médica Residente del Hospital Centenario con el tipo de
injusto sancionado por el artículo 156 del Código Penal y definen la ilicitud del
mecanismo promotor del procedimiento represivo seguido contra la imputada en autos
(…)”, que “(…) en el actual estado de la cuestión resulta inaceptable diferenciar la
situación del médico consultado en su clínica privada de aquél que desempeña sus
tareas en un hospital público. El secreto conocido en el ejercicio de su profesión,
susceptible de provocar un perjuicio al transmitirlo, permanece vigente más allá del
eventual carácter de funcionario que pudiera asumir el facultativo, porque es
precisamente su calidad profesional la llave que abre la puerta del ámbito de la reserva
como consecuencia del poder que le confiere su saber especializado. Ni el imperativo
del digesto procesal, ni la simultánea condición de funcionario, ni las circunstancias
concretas de este proceso, configuran justa causa de revelación desincriminante (…)” y
que “(…) la tesitura opuesta conduce a la irrazonable discriminación entre aquellos
pacientes con medios económicos suficientes para acudir a la atención médica
particular, de quienes padecen la indigencia y estarían sometidos a escoger entre su vida
-necesitada del auxilio sanitario- o su procesamiento y condena por el delito que
afectara su salud”. Agregó también la Alzada que la ilicitud (por su tipicidad penal) del
acto desencadenante del procedimiento represivo -acto que carece de todo valor y
efecto, por estar prohibido por las leyes- determina que la persecución no pueda
satisfacer la garantía del debido proceso y destacó que, en una “concepción integral y
teleológica del sistema vigente”, la situación presentaría semejanzas con la eficacia de
las pruebas ilegítimamente obtenidas -las que el más Alto Tribunal de la Nación ha
descalificado como sustento de un proceso y un pronunciamiento de condena válidos,
ya que lo contrario importaría que la Administración de Justicia “sea beneficiaria de un
comportamiento ilegal”-, para adherir, finalmente, a la doctrina sentada por la Cámara
Nacional en lo Criminal y Correccional, en pleno, en la causa “Natividad Frías”, donde
se adoptara la tesis de que no puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer
que haya causado su propio aborto o consentido que otro se lo causare, sobre la base de
una denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho
en ejercicio de su profesión o empleo -oficial o no- (fs. 87/92).
2. Contra tal pronunciamiento interpuso el Dr. José María Peña, Fiscal de Cámara de la
ciudad de Rosario, recurso de inconstitucionalidad con fundamento en el artículo 1,
inciso 3, de la ley 7.055, sosteniendo que a través de aquél la Alzada ha violado su
derecho de defensa y la garantía del debido proceso, al pronunciarse sobre una cuestión
que no había sido sustanciada y respecto de la cual no estaba procesalmente convocado
para expedirse -haciéndolo, incluso, inaudita parte-, arribando así a una solución que no
constituye derivación razonada del derecho vigente.
En su presentación, aseveró que la sentencia es arbitraria, pues sitúa a la imputada como
“cuasi víctima” de un delito (el de divulgación de secreto, artículo 156 del Código
Penal), y considera de manera apenas referencial a la verdadera víctima de los hechos
investigados, esto es, al niño abortado.
Tras señalar que el secreto profesional no rige cuando el facultativo toma conocimiento
del hecho a través de la víctima -la cual, en el caso del aborto, es el propio ser humano
en gestación- sostuvo que cuando se contraponen el aborto y la violación del secreto –
cuyos bienes jurídicos protegidos son la vida y la libertad, respectivamente-, debe
preferirse la vida, que es el derecho humano más fundamental.
Adujo que, no habiendo diferencia entre el niño por nacer y el no nacido, la aceptación
de la prohibición de denunciar que recae sobre el médico en casos como el juzgado
obliga a admitir también que hay un deber de abstenerse de tal denuncia cuando aquél
es llamado para asistir a un niño cuya madre le fracturó el cráneo, “con lo que todos los
delitos contra las personas encontrarían su encubridor obligatorio en los profesionales
del arte de curar y su seguro asilo en los hospitales”.
Consideró que tampoco es válido colocar a la abortante ante el dilema “muerte o
cárcel”, pues en el caso lo que se rotula de cárcel no ha excedido de un breve paso por la
seccional, mientras que los hijos de las beneficiarias de la impunidad perdieron sus
vidas.
Observó que la sentencia contradice la estructura jerárquica del ordenamiento jurídico,
al circunscribir el análisis de las normas aplicables a una suerte de colisión planteada
exclusivamente a nivel del Código Penal (artículos 88, 156 y 277) y del Código
Procesal Penal (artículo 180), para pronunciarse en definitiva por la preeminencia del
artículo 156 de la ley de fondo. Expresó, respecto de este último precepto, que existe la
posibilidad de dispensa de la violación del secreto profesional cuando media “justa
causa”, la que no ha sido definida por la ley, sino que ha sido dejada librada a la recta y
prudente interpretación de los magistrados, agregando que “no cabe duda que media
más que justa causa para denunciar a la mujer que ha dado muerte a su propio hijo,
desde que ha cometido una de las peores acciones de que es capaz el ser humano”, por
lo que de ninguna manera la justicia está obteniendo sus fines por medios inmorales.
Añadió que al encuadrar de tal modo el pleito, el tribunal anterior en grado redujo la
cuestión a una suerte de puja entre la madre como persona denunciada y la médica
como reveladora de un secreto, apoyándose en jurisprudencia claramente pretérita y
olvidando la significativa mutación que ha experimentado el Derecho argentino desde la
Reforma Constitucional de 1994, en cuya ocasión el derecho a la vida adquirió
indudable rango constitucional (artículo 75, incisos 22 y 23, de la Carta Magna; la
Convención de Derechos del Niño -con su ley interpretativa, nro. 23.849- y la
Convención Americana de Derechos Humanos, tratados éstos cuya supremacía sobre la
ley interna está fuera de toda discusión), por lo que el acuerdo impugnado “no respeta el
principio de jerarquía normativa fijado en la Constitución desde 1994.”
Destacó que el delito de aborto es de acción pública, y que, en consecuencia, debe
instruirse sumario cualquiera sea el conducto por el que la noticia llegó a conocimiento
de la autoridad judicial o policial, y concluyó aludiendo a la gravedad institucional
derivada del fallo, a partir de la repercusión que tiene el tema del aborto y del impacto
que generaría la vigencia del criterio sentado por la Sala, que originaría conflictos en los
sectores de la medicina y daría pábulo a las criminales prácticas abortistas (fs. 1/9 v.,
expte. 82/96).
3. Contestado el traslado que prevé el artículo 4 de la ley 7.055 (fs. 11/15), la Sala, por
resolución de fecha 28 de marzo de 1996 denegó la concesión del recurso interpuesto,
declarando inadmisible el mismo (fs. 27/29), lo que motivó que el Ministerio Público
Fiscal ocurra en queja ante este Cuerpo, solicitando por esa vía el acceso a la instancia
extraordinaria.
Mediante resolución de fecha 5 de junio de 1996 (A. y S., T. 127, pág. 164), esta Corte
concedió el recurso deducido, por entender que la postulación impugnatoria contaba con
suficiente asidero en las constancias de autos e importaba articular un planteo idóneo
para franquear el acceso a la instancia de excepción, pues imponía examinar “si el fallo
cuestionado, al resolver un caso con netas implicancias axiológicas, reúne o no las
condiciones mínimas necesarias exigidas por la Constitución en orden a la adecuada
satisfacción del derecho a la jurisdicción”.
4. En el nuevo examen de admisibilidad que prescribe el artículo 11 de la ley 7.055 no
encuentro motivos para apartarme de aquella conclusión, toda vez que el planteo del
recurrente, concerniente a la concreta operatividad de derechos fundamentales
consagrados en la Carta Magna, excede el plano de la mera discrepancia con la
interpretación de normas de derecho común y procesal -que resultaría ajeno al recurso
de inconstitucionalidad (cfr., Fallos, 290:95; 291:572; 302:502; 306:262; 310:405, entre
otros; A. y S., T. 58, pág. 307; T. 59, pág. 319; T. 61, pág. 149; T. 134, pág. 294; T.
141, pág. 330, entre otros)- y se dirige a cuestionar la propia aceptabilidad racional y
constitucional de las conclusiones de la Alzada, la cual -en una aproximación liminar a
la causa- ha resuelto el conflicto suscitado sin la debida fundamentación (artículo 95 de
la Carta Magna provincial) y de una manera que compromete directamente la
efectividad de la tutela y protección penal del derecho a vivir que posee la persona por
nacer, todo lo cual depara materia idónea en orden al acceso al recurso extraordinario.
En consecuencia, y de conformidad a lo dictaminado por el señor Procurador General
(fs. 30/31), voto por la afirmativa.
A la misma cuestión, el señor Ministro doctor Ulla expresó idénticos fundamentos a los
vertidos por el señor Ministro doctor Vigo y votó en igual sentido.
A la misma cuestión, el señor Ministro doctor Barraguirre dijo:
En el nuevo examen de admisibilidad del recurso he de propiciar una respuesta
concordante con la sostenida por este Tribunal al admitir la queja planteada en la
presente causa, en razón de que el liminar contacto con la misma pone en evidencia que
el a quo ha resuelto el caso a partir de una simple remisión a disposiciones normativas
de segundo nivel -Códigos Penal y Procesal Penal-, con prescindencia u olvido de los
principios constitucionales y convencionales (o normas de primer nivel) de eventual
aplicación al caso, invocados por el recurrente en su presentación, y cuya consideración
pudo incidir (razonablemente) en la solución que corresponde adoptar en autos; omisión
ésta que depara cuestión constitucional idónea para el acceso a la instancia
extraordinaria, ante la verosímil configuración del supuesto que prevé el inciso 3 del
artículo 1 de la ley 7.055.
Voto, pues, por la afirmativa.
A la misma cuestión, los señores Ministros doctores Iribarren y Falistocco, y el señor
Presidente doctor Álvarez expresaron idénticos fundamentos a los vertidos por el señor
Ministro doctor Vigo y votaron en igual sentido.
A la segunda cuestión -en su caso, ¿es procedente?- el señor Ministro doctor Vigo dijo:
1. En el sub lite, la Alzada declaró la nulidad de todo lo actuado respecto de Mirta
Insaurralde, por entender que la persecución penal no había sido válidamente ejercitada,
toda vez que se había iniciado a partir de un anoticiamiento ilícito, efectuado por una
profesional del arte de curar en violación del secreto debido.
En sustento de esa conclusión, invocó -entre otros fundamentos- la doctrina del plenario
de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional in re “Natividad
Frías”, del día 26 de agosto de 1966 -en cuya oportunidad se estableció, en lo qque es de
interés, que “no puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya
causado su propio aborto (…) sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional
del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo,
oficial o no (…)”-, agregando que “en el actual estado de la cuestión resulta inaceptable
diferenciar la situación del médico consultado en su clínica privada de aquél que
desempeña sus tareas en un hospital público” y que “la tesitura opuesta conduce a la
irrazonable discriminación entre aquellos pacientes con medios económicos suficientes
para acudir a la atención médica particular, de quienes padecen la indigencia y estarían
sometidos a escoger entre su vida -necesitada del auxilio sanitario- o su procesamiento y
condena por el delito que afectara su salud”.
2. Habiéndose planteado el recurso de inconstitucionalidad por parte del Ministerio
Público Fiscal, y admitido el mismo por vía de queja, se le impone a esta Corte el deber
de resolver la cuestión planteada en autos, tarea que como lo expusiera el juez
Blackmun en su voto en la causa “Roe vs. Wade” (410 US 113, 93 S. Ct. 705, 35 L. Ed.
2d. 147 (1973)) encaramos admitiendo “la naturaleza emocional y sensible de la
controversia sobre el aborto, la fuerte oposición entre puntos de vista diferentes, las
profundas y absolutas convicciones que el tema inspira”, y la influencia que -acerca de
lo que se piensa sobre el aborto- ejercen “la filosofía de cada uno, así como sus
experiencias, su ubicación respecto de los flancos más básicos de la existencia humana,
sus prácticas religiosas, sus actitudes respecto a la vida, la familia y sus valores y las
pautas morales que establece y procura cumplir”, todo lo cual no obsta a que nuestro
objetivo sea, “por supuesto, resolver el tema conforme a las pautas constitucionales,
libres de emociones y preferencias, (…) honestamente”.
El análisis de la cuestión planteada en la presente causa pone plenamente en juego para
este Tribunal lo que la Corte Suprema de Justicia de la Nación destacó en el precedente
“Saguir y Dib” (Fallos, 302:1284), en cuanto a la necesidad de optar por una
interpretación que “no se desinterese del aspecto axiológico de sus resultados prácticos
concretos”, sino que “contemple las particularidades del caso, el orden jurídico en su
armónica totalidad, los fines que la ley persigue, los principios fundamentales del
derecho, las garantías y derechos constitucionales, y el logro de resultados concretos
jurídicamente valiosos”, en un caso que compromete de manera directa a este Cuerpo en
su específica misión de “velar por la vigencia real y efectiva de los principios
constitucionales”, y lo obliga por ello a ponderar cuidadosamente aquellas
circunstancias, a fin de evitar la admisión de soluciones normativas que conduzcan a
vulnerar derechos fundamentales de la persona. Ahora bien: el profundo estudio de la
causa -efectuado de conformidad a las pautas reseeñadas- me convence de que, no
obstante los argumentos vertidos por el a quo, el recurso interpuesto debe prosperar, por
cuanto el Tribunal anterior en grado, partiendo de una inadmisible interpretación de
normas de derecho común y procesal aplicables al caso, ha arribado a una solución que,
“en razón de ser contraria a los principios superiores del orden jurídico” (doctrina de
Fallos, 275:251, 295:316, entre otros), no puede aceptarse como derivación razonada
del derecho vigente, lo cual determina -a su vez- que la sentencia impugnada no reúna
las condiciones mínimas necesarias para satisfacer el derecho a la jurisdicción que
acuerda la Constitución de la Provincia (artículo 1, inciso 3, de la ley 7.055; artículo 95
de la Carta Magna provincial), pues, precisamente, y según lo ha sostenido en reiteradas
oportunidades esta Corte, “condiciones mínimas necesarias para satisfacer el derecho a
la jurisdicción son las que concretan, en la sentencia, la exigencia de que ésta sea el
resultado de la aplicación razonada del derecho vigente a los hechos de la causa” (conf.
A. y S., T. 36, pág. 375).
3. Debe tenerse presente, ante todo, que -como lo ha destacado el Alto Tribunal de la
Nación- los jueces, al interpretar las leyes, deben hacerlo en armonía con la totalidad del
ordenamiento jurídico, “de la manera más concorde con los preceptos de la Constitución
Nacional” (Fallos, 224:423; 229:456; 234:229; 304:1636), esto es, con los “principios y
garantías que ella establece” (Fallos, 251:158; 252:120; 255:360; 258:75; 277:313;
312:111; 316:2695), “evitando siempre darles un sentido que ponga en pugna sus
disposiciones, destruyendo las unas por las otras y adoptando como verdadero el que las
concilie y deje a todas con valor y efecto” (Fallos, 1:300; 303:578, 1041 y 1776;
304:794 y 1603; 310:195; 312:1614, entre muchos otros).
En la sentencia impugnada, y no obstante tales reglas, el a quo se ha limitado a plantear
la solución del caso en los términos de un conflicto entre los artículos 156 del Código
Penal y 180, inciso 2, del Código Procesal Penal, soslayando la norma del inciso 1 de
este último precepto, olvidando que, según resulta de una elemental correlación entre
normas penales sustanciales y procedimentales, la regla específica y preponderante en
materia de secreto profesional es la consagrada en la ley de fondo -artículo 156, citado-
(a la que se subordina el artículo 180 del C.Pr.Penal, en una relación que permite
afirmar que cuando esta norma -en su inciso 2 in fine-habla de “secreto profesional”, lo
hace con el alcance que le confiere al mismo la tutela del Código Penal) y prescindiendo
de la debida consideración de los principios constitucionales comprometidos, todo lo
cual concurre a la descalificación de la sentencia, por carecer ésta de la debida
justificación, y porque la solución que consagra no se compadece con la “preocupación
por la justicia de la decisión, propia del ejercicio de la función judicial” (Fallos, 243:80;
253:267; 259:27; 272:139; 302:1611).
4. En efecto, y en un primer orden de consideraciones, debe destacarse que los jueces
han omitido ponderar una circunstancia que aparece como decisiva para la suerte de la
causa, cual es la referida a que la comunicación del delito que originó la persecución
penal fue realizada por una funcionaria o empleada de un hospital público, es decir, por
una de las personas obligadas por la ley a notificar a la autoridad competente de los
delitos de acción pública que llegaren a su conocimiento, como lo establece el artículo
180, inciso 1, del Código Procesal Penal (“Tendrán deber de denunciar los delitos
perseguibles de oficio: 1) los funcionarios o empleados públicos que los conozcan en el
ejercicio de sus funciones”).
Tal precepto -a cuya solución concurren diversas normas rectoras del ejercicio
profesional de la medicina, como la ley 17.132 (que, para el ámbito de la Capital
Federal, ha dispuesto en su artículo 11 que “todo aquello que llegare a conocimiento de
las personas cuya actividad se reglamenta en la presente ley, con motivo o en razón de
su ejercicio, no podrá darse a conocer -salvo los casos que otras leyes así lo determinen
o cuando se trate de evitar un mal mayor y sin perjuicio de lo previsto en el Código
Penal-(…)”), el Código de Etica de la Confederación Médica de la República Argentina
(en su artículo 70) o el propio Código de Etica de los Profesionales del Arte de Curar y
sus Ramas Auxiliares de la Provincia de Santa Fe -aprobado por decreto-ley nro.
3648/56 (confirmado como ley permanente por ley 4931)-cuyo artículo 80 establece que
“el profesional sin faltar a su deber denunciará los delitos de que tenga conocimiento en
el ejercicio de su profesión, de acuerdo a lo dispuesto por el Código Penal (…)”-resulta
de insoslayable operatividad en el caso, por lo que, respecto del fallo cuestionado,
devienen aplicables las consideraciones vertidas por la propia Corte Suprema de Justicia
de la Nación en la causa “Zambrana Daza, Norma Beatriz” (Z.17.XXXI), del 12 de
agosto de 1997, cuando sostuviera que “la aseveración del tribunal anterior en grado
referente a que la función pública desempeñada por la médica de un hospital público no
la relevaba de la obligación de conservar el secreto profesional constituye, a juicio de
esta Corte, un tratamiento irrazonable de la controversia de acuerdo con las
disposiciones legales aplicables, puesto que al tratarse de delitos de acción pública debe
instruirse sumario en todos los casos, no hallándose prevista excepción alguna al deber
de denunciar del funcionario, dado que la excepción a la mencionada obligación –
prevista en el art. 167 (análogo, en el orden provincial, al artículo 180, inciso 2, in fine,
del Código Procesal Penal)-no es extensiva a la autoridad o empleados públicos. A ello
corresponde agregar que el legislador ha tipificado como delito de acción pública la
conducta del que ‘omitiere denunciar el hecho estando obligado a hacerlo’ (confr. art.
277, inciso 1, del Código Penal)”.
El juego armónico del citado precepto del código de rito con los artículos 277, inciso 1,
y 156 del Código Penal autoriza a sostener la validez y legitimidad de la conducta de la
profesional, pues, precisamente, “el deber de denunciar -explícitamente impuesto por la
ley-torna lícita la revelación” (del voto del doctor Boggiano, en la causa “Zambrana
Daza”, cit., cons. 13), en concordancia con el artículo 34 del mismo Código Penal -que
justifica las conductas realizadas en “cumplimiento del deber”-, todo lo cual me lleva a
sostener que el otro conflicto presente en autos -y planteado “entre dos intereses
fundamentales de la sociedad, como lo son el de una rápida y eficiente ejecución de la
ley, y el de prevenir que los derechos de sus miembros individuales resulten
menoscabados por métodos inconstitucionales de aplicación de la ley” (Fallos,
303:1938) (cfr. “Mónaco”, A. y S., T. 145, pág. 1, voto del señor Ministro doctor Ulla,
cons. 4)-debe ser también resuelto en sentido inverso a la tesis de la Alzada.
5. Por otra parte, no se trata de que la obligación de denunciar consagrada en el artículo
180, inciso 2, tenga un “contenido residual respecto del tipo de injusto acuñado por el
artículo 156 del Código Penal”, como lo afirma la Alzada a fs. 87 v., sino de que –
estrictamente-el “secreto profesional” mencionado en la norma adjetiva aparece
definido por la ley sustancial.
Como es sabido, el Código Penal, entre los delitos de violación de secretos, castiga la
conducta de quien “teniendo noticia, por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o
arte, de un secreto cuya divulgación pueda causar daño, lo revelare sin justa causa”
(artículo 156), norma ésta cuya aplicación -puede advertirse-requiere formular algunas
determinaciones o especificaciones conceptuales, referidas a lo que debe entenderse por
“daño” y por “justa causa”.
Al respecto, no se duda que sólo puede haber “daño” cuando existe una injusta
afectación de bienes jurídicamente amparables, y que, si no hay tal injusticia, no hay
daño ni, por ende, conducta típica; en el caso, la sujeción a un proceso y la eventual
aplicación de una pena, aunque no agraden a la encartada, no son sino la consecuencia
de un obrar que -al menos prima facie-resulta contradictorio del sistema jurídico, y no
pueden servir para justificar un juicio de reprobación de la conducta del denunciante ni –
por consiguiente-para fundar la anulación del procedimiento. La amenaza de sanciones
o penas es un recurso del derecho para orientar conductas bajo apercibimientos de
padecer la privación de un bien (libertad, dinero, etc.), cuya justificación o
razonabilidad descansa en el bien o en la justicia que aquella satisface. Vista desde el
interés del que incumple el deber jurídico y padece la consiguiente sanción del derecho,
ésta aparece como algo no deseado, mas será el bien común, la deuda incumplida, la
reinserción social, etc., lo que torna válido jurídicamente aquél “mal” sufrido por el
responsable del obrar no ajustado a derecho.
Asimismo, y en cuanto a la “justa causa”, resulta innegable que la misma existe -entre
otros supuestos-cuando media una obligación de denunciar, extremo que se verifica ante
la presencia de un delito de acción pública -como lo es el previsto en el artículo 88 del
Código Penal (conforme al principio sentado en el artículo 71 del mismo digesto)-, por
imperio de los ya citados artículos 277 y 180, inciso 1, de los códigos Penal y Procesal
Penal, respectivamente, y que resulta particularmente ineludible en supuestos como el
presente, donde el bien protegido por el Derecho es la vida misma de la persona por
nacer, carente de toda otra forma de tutela por parte del orden jurídico. “Va de suyo que
en los casos de aborto provocado (…), la madre no asume tal calidad (víctima), sino la
criatura por nacer, que no era persona futura, y sí una realidad viviente” (voto del doctor
Prats Cardona, en el plenario “Natividad Frías”); “(…) el peor enemigo de la paz es el
aborto, porque es una verdadera guerra, un verdadero crimen, un verdadero crimen que
la misma madre realiza (…). Este es el peor enemigo de la paz hoy en día. Si una madre
puede matar a su propio hijo, qué nos queda a nosotros: bien pueden ustedes matarme
(…) o yo matarlos, ya que nada nos une (…)” (Madre Teresa de Calcuta, en ocasión de
recibir el Premio Nobel de la Paz, en 1979).
Es a todas luces injusto que alguien pretenda ampararse en el deber de secreto
profesional para de ese modo hacer cómplice al profesional de un comportamiento cuyo
objeto es privarle la vida a un inocente. El derecho-deber al secreto profesional no
funciona sin límites -tanto éticos como estrictamente jurídicos-. La teoría de los
derechos humanos ha subrayado, amén de los límites internos, los límites externos
establecidos en razón del derecho ajeno, la moral, el orden público y el bien común
(cfr., Gregorio Peces Barba, “Derechos Fundamentales. Teoría General”, Biblioteca
Universitaria Guadiana, Madrid, 1973, pág. 140). La Declaración Universal de
Derechos Humanos establece en el artículo 29, inciso 1, la genérica directiva de que
“toda persona tiene deberes respecto a la comunidad”, y en el inciso 2 precisa que la
limitación será por ley y para “asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y
libertades de los demás, y satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público
y del bienestar general de una sociedad democrática”. La Convención Americana lo
ratifica en su artículo 32: “1. Toda persona tiene deberes para con la familia, la
comunidad y la humanidad. 2. Los derechos de cada persona están limitados por los
derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien
común, en una sociedad democrática”.
Obvio es que si ése es el marco que limita a los “derechos humanos”, con mayor razón
él también operará para todos los derechos subjetivos. Consecuentemente no puede
sorprender que se establezca en algunos casos el deber de denunciar aquello que ha sido
confiado; precisamente, es la “justa causa” o las razones que justifican esa exigencia las
que tornan a ese deber como ajustado al derecho y a la ética profesional (ver Raúl H.
Viñas, “Etica y Derecho de la abogacía y procuración”, Ed. Pannedille, pág. 206).
No se trata de asumir posiciones represoras o de moralidad teológica, sino de “tomar en
serio” el derecho a la vida, defendiéndolo de toda forma de atentado, mandato éste que
no tolera la despreocupación de los jueces -“la garantía de los derechos del hombre y del
ciudadano necesita una fuerza pública”, proclamaban los revolucionarios franceses en el
artículo 12 de la Declaration des Droits des Hommes et Citoyénnes)-; como lo
sostuviera Hans Welzel, “el Derecho Penal quiere proteger antes que nada determinados
bienes vitales de la comunidad (…) como por ejemplo la integridad del Estado, la vida
(…) (los llamados bienes jurídicos), de ahí que impone consecuencias jurídicas a su
lesión (al disvalor de su resultado). Esta protección de los bienes jurídicos la cumple en
cuanto prohíbe y castiga las acciones dirigidas a la lesión de bienes jurídicos. (…) Sin
embargo, la misión primaria del Derecho Penal no es la protección actual de bienes
jurídicos, pues, cuando entra efectivamente en acción, por lo general ya es demasiado
tarde. Más esencial que la protección de determinados bienes jurídicos concretos es la
misión de asegurar la real vigencia (observancia) de los valores de acto de la conciencia
jurídica; (…) la misión más profunda del Derecho Penal es de naturaleza ético-social y
de carácter positivo. Al proscribir y castigar la inobservancia efectiva de los valores
fundamentales de la conciencia jurídica, revela, en la forma más concluyente a
disposición del Estado, la vigencia inquebrantable de esos valores positivos (…)”
(Derecho Penal Alemán, Parte General, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1987,
págs. 12 y ss.). Tomar en serio el derecho a la vida es tomar en serio al derecho y al
hombre, y asumir “en serio” la función de jurista.
Los argumentos señalados precedentemente alcanzan mayor peso y trascendencia a la
hora de vincularlos con el derecho a la vida. Es que este derecho ocupa un lugar central
y fundante en la sistemática de los derechos humanos, pues – en definitiva-, sin el
reconocimiento del derecho a la inviolabilidad de la vida, los otros derechos quedan
frágiles o en expectativa. Esta preocupación ya la encontramos en uno de los textos
fundacionales del liberalismo moderno, como la Declaración de Derechos del Buen
Pueblo de Virginia (1776), donde se proclamara que “todos los hombres son por
naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos, de los
que cuando entran en estado de sociedad no pueden privar o desposeer a su posteridad
por ningún pacto, a saber: el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir
y poseer la propiedad y de buscar y obtener la felicidad y la seguridad” (artículo 1).
La doctrina de la Corte ha ratificado reiteradamente que el hombre y todo hombre posee
derechos inherentes o preexistentes al derecho positivo, derechos “que deben ser hechos
valer en forma obligatoria por los jueces en los casos concretos, sin importar que se
encuentren incorporados o no a la legislación (Fallos, 241:291, entre otros; Joaquín V.
González, “Manual de la Constitución Argentina”, Estrada, Bs. As., págs. 102/103)”
(voto del Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Fayt, en la
causa “B.R.E., c. Policía Federal Argentina s/amparo” (B.77.XXX), del 17 de diciembre
de 1996); y resulta obvio que sin admitir el “suyo de cada uno” a que se le respete la
vida, cualquier otro derecho corre el riesgo de quedar sin sujeto.
Esta radicalidad del derecho a la vida la advierte inequívocamente John Finnis, cuando
señala como derecho humano absoluto o sin excepción “el que la propia vida no sea
tomada como un medio para un fin ulterior” (“Natural Law and Natural Rights”,
Clarendon Press, Oxford, pág. 225), idea compartida por el ex presidente de la Corte
Europea de Derechos Humanos, René Cassín, quien afirma que “sólo un pequeño
núcleo debe siempre conservar su carácter distinto; en este núcleo se incluye la libertad
de conciencia y el derecho a una vida digna” (“Veinte años después de la Declaración
Universal: Libertad e Igualdad”, Revista de la Comisión Internacional de Juristas, 1968,
pág. 15).
En similar sentido, y refiriéndose concretamente al problema del aborto en su fallo del
25 de febrero de 1975, el Tribunal Constitucional Federal alemán
(Bundesverfassungsgericht) ha dicho que “el principal deber de la ley penal ha sido
desde siempre el proteger los valores más básicos de la sociedad. Ya se ha demostrado
que la vida humana pertenece a estos valores básicos. La interrupción del embarazo
destruye irrevocablemente la vida humana. Una interrupción de un embarazo constituye
un acto homicida. De allí se sigue que resulta imposible dejar de calificar esta conducta
como un (acto) ilícito” (BVerfGE 39, 1).
6. Desde otra perspectiva, es evidente que el de “justa causa” aparece como un concepto
jurídico indeterminado o “abierto”, que requiere una labor de precisión del intérprete, a
partir de una ponderación (“balancing”) de los principios y derechos que colisionan en
el caso, la cual deberá realizarse de conformidad a las valoraciones objetivamente
plasmadas en el ordenamiento jurídico, con sujeción preponderante al imperativo de
“interpretación conforme a la Constitución” (“interpretation in harmonie with the
Constitution”, “die verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen)”, derivado del rango
normativo de la Ley Suprema, y según el cual, cuando la ley presenta “un contenido
ambiguo o indeterminado”, el mismo “resulta precisado gracias a los contenidos de la
Constitución. Así, pues, en el marco de la ‘interpretación conforme’, las normas
constitucionales no son sólo ‘normas parámetro’, sino también ‘normas de contenido’ en
la determinación del contenido de las leyes ordinarias” (conf. Hesse, Konrad,
“Grundzüge des Verfassungsrechts”, Heidelberg, 1978, pág. 48), que imponen proceder
a la “valorización comparativa de los intereses jurídicamente protegidos, con el fin de
salvaguardarlos en la mejor forma posible, dentro de los criterios axiológicos que
surgen del mismo orden jurídico y de la medida de la protección que el legislador ha
considerado digno de revestir a unos y a otros” (cfr., Fallos 302:1284).
Resulta oportuno recordar en este punto -como lo hiciera el Ministro de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, doctor Petracchi, en su voto en el precedente de
Fallos, 314:1531-que “los conceptos empleados por la legislación común, que contienen
pautas y estándares de carácter valorativo genérico -tales como “bien común”, “buenas
costumbres”, “orden público” (arts. 33, 953 y 21 C.C.) (invocados -recordemos-por el a
quo en esta causa, para fundamentar la anulación dispuesta) deben ser comprendidos a
la luz de los principios que animan la Constitución Nacional. Ello, es cierto, debe
suceder con toda norma jurídica (conf. Fallos, 308:647, cons. 8) pero esa necesidad es
particularmente relevante en el caso de aquéllas que, por su amplitud, sólo pueden ser
aclaradas por la irradiación del “sistema material de valores” plasmado en la Ley
Fundamental. En tal sentido, resulta de especial aplicación al caso lo resuelto por el
Tribunal Constitucional de la República Federal de Alemania, (cuando dijo) que (…) “la
Ley Fundamental, que no resulta ser un ordenamiento valorativamente neutro, también
ha creado un orden valorativo objetivo en su catálogo de derechos individuales. Este
sistema de valores, que encuentra su punto central en la personalidad humana que se
desarrolla libremente dentro de la sociedad (…) debe imperar, como criterio decisorio
fundamental, para todos los campos del derecho: la legislación, administración y
jurisprudencia reciben de él sus lineamientos e impulsos” (Caso “Lüth”, BVerfGE 7,
198 (205))”.
No debe perderse de vista que los jueces cuando resuelven sus casos derivan (o deben
derivar) razonadamente desde “todo el derecho vigente” la solución justa para el
conflicto que disciernen imperativamente. De una manera explícita o implícita, en las
respuestas jurídicas está presente todo el ordenamiento jurídico, al modo -como
metafóricamente lo expresara Cossio-de una esfera que se apoya en un punto pero sobre
ese punto descansa todo el derecho. Esta visión sistemática del derecho implica
distinguir y jerarquizar sus distintos componentes, y en este punto considero acertada la
perspectiva que, además de normas, reconoce la existencia de principios y valores; es
que, precisamente el núcleo de validez jurídica primaria desde donde se ordenan y
justifican las normas son los principios, o sea, los derechos humanos, que a su vez
pueden ser atribuidos o remitidos a valores.
Ahora bien: la aludida pauta de la interpretación conforme a la Constitución de toda y
cualquier norma del ordenamiento “tiene una correlación lógica en la prohibición, que
hay que delitos” (sustento del deber de denunciar), y por el otro, el derecho a la
integridad física, a la salud o -incluso-a la vida de la encartada, que, en su concurrencia
con el derecho a la intimidad, imponen el secreto, de modo que quien cometió un delito
no se vea ante la disyuntiva de recurrir al hospital (corriendo el riesgo de ser
encarcelado) o bien evitar hacerlo y aceptar -como hipótesis extrema-la posibilidad de
morir.
Esta tesis, adoptada por la Sala -al punto que al denegar la concesión del recurso sub
examine, dijo que “en la concreta cuestión resuelta por el Tribunal, la colisión no se da
entre el derecho a la vida -ya extinguida-del feto y el secreto profesional, sino entre el
interés público en la preservación de la vida -de la madre-y el interés público en la
represión penal” (fs. 21 v.), agregando que “la circunstancia de ser un delito el aborto
(…) resulta ajena a la cuestión aquí debatida (…)”-no contempla, sin embargo, el
verdadero centro de la cuestión constitucional suscitada en el caso, que no es otra que la
relación existente entre el deber de denunciar los delitos -establecido en el artículo 180,
inciso 1, del Código Procesal Penal, bajo la sanción del artículo 277 del Código Penal
(según el cual se incurre en encubrimiento al “dejar de comunicar a la autoridad las
noticias que tuviere acerca de la comisión de algún delito, cuando estuviere obligado a
hacerlo por su profesión o empleo”), el deber del Estado de garantizar una aplicación
efectiva de la ley penal, el derecho de la imputada al secreto profesional y el derecho a
la vida del nasciturus, protegido por el artículo 88 del Código Penal, conflicto ante el
cual la Alzada se ha pronunciado por la absolutización del secreto médico, en una
elección que, en tanto conduce de hecho a la desincriminación del aborto, resulta
incongruente con exigencias objetivas de nuestro sistema jurídico (que no tolera la
consiguiente desprotección del derecho a la vida: “ningún deber es más primario y
sustancial para el Estado que el de cuidar la vida y la seguridad de los gobernados”, ha
destacado el Alto Tribunal de la Nación, in re “Scamarcia”, del 9 de diciembre de 1995)
y desatiende el sustancial interés del Estado en tutelar, desde el momento mismo de la
concepción, la existencia del nuevo ser que, con su aparición en este mundo, enriquece
a la Humanidad en su conjunto, y cuya supresión debe dar lugar al ejercicio de la
potestad punitiva por parte de aquél -lo cual, incluso, aparece como objetivamente
preferido por la ley, si se considera que el encubrimiento es sancionado con una pena
más severa que la violación del secreto profesional, y que mientras éste es un delito de
acción privada, aquél es de acción pública ejercitable de oficio-.
Reiterando consideraciones vertidas por los Ministros Frías y Guastavino en el citado
precedente de Fallos, 302:1284, entiendo que no puede olvidarse que -no obstante los
dichos del a quo-“es, pues, el derecho a la vida lo que está aquí fundamentalmente en
juego, primer derecho de la persona humana, preexistente a toda legislación positiva y
que, obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional y las
leyes”, un derecho cuyo status se advierte al considerar que “para ser titular de un
derecho, primero hay que ‘ser’; por eso el más fundamental de los derechos es el derecho
a la vida, manifestación de la autoposesión que la persona tiene sobre sí. Si no se tiene
el derecho a ser, no hay posibilidad de tener ningún derecho” (Herrera Jaramillo, F. J.,
“El derecho a la vida y el aborto”, EUNSA, Pamplona, 1984, pág. 132); el derecho a la
vida es “el necesario prius de todos los demás derechos fundamentales de la persona”
(Lledo Yagüe, Francisco, “Fecundación artificial y derecho”, Tecnos, Madrid, 1988,
pág. 83); de allí que pueda afirmarse que la lesión del derecho a la vida importa la
violación directa y necesaria del resto de los derechos de la persona.
Como lo ha dicho el Tribunal Constitucional de España, el derecho a la vida “es la
proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional -la vida
humana-y constituye el derecho fundamental esencial y troncal en cuanto es el supuesto
ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” (sentencia
del 16 de abril de 1985). En el mismo sentido, el ya citado fallo del Tribunal
Constitucional Federal alemán del 25 de febrero de 1975, cuando se sostuviera que “la
obligación del Estado de proteger la vida es de índole comprensiva. No se limita a los
requisitos obvios de la no interferencia del Estado en el desarrollo de la vida humana; el
Estado debe también fomentar y proteger la vida, en particular contra la interferencia
ilegal de terceros. La obligación del Estado de garantizar protección aumenta en
seriedad conforme al lugar que el objeto de protección ocupa en el sistema de valores de
la Constitución. La vida humana constituye, lo cual no necesita mayor análisis, un valor
supremo en el ordenamiento constitucional; es el fundamento vital de la dignidad
humana y el presupuesto de todos los otros derechos fundamentales”, doctrina reiterada
por el mismo Bundesverfassungsgericht en el fallo del 28 de mayo de 1993 (BVerfGE
88, 203), donde se destacara como fundamento de la decisión que el nasciturus tiene
desde el comienzo del embarazo el status de vida humana, relacionada de forma
inseparable con la dignidad humana y que, por ello, la persona por nacer se encuentra
protegida tanto por la garantía de inviolabilidad de la dignidad establecida por el
artículo 1, primer párrafo, de la Ley Fundamental, como por el derecho fundamental a la
vida (artículo 2, segundo párrafo, de la Ley Fundamental), de los que se deduce la
obligación del Estado de proteger toda vida en formación a través de medios eficaces.
En consecuencia, y teniendo en cuenta la pauta hermenéutica antes referida, resulta
claro que la tesis del a quo no puede aceptarse, porque menoscaba sustancialmente la
protección del derecho aquí comprometido, en contradicción con normas de rango
supremo, consagrando una solución que “supone una desaprensión ética y legal
particularmente reprobable, porque en la especie se encuentra en juego -nada más ni
nada menos-que el derecho a la vida, preexistente a toda legislación positiva y que,
obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución” (del voto del
Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Fayt, en la causa “B.R.E.
c. Policía Federal Argentina s/amparo”, cit.), lo cual, a su vez, permite recordar que,
como acertadamente enseñara Bidart Campos, “cuando desincriminar implica autorizar
conductas lesivas de derechos o bienes que la Constitución protege, entonces puede
concurrir inconstitucionalidad. Por ejemplo, cuando al desincriminar el aborto se está
facultando a abortar, pues en ese caso la supresión del delito de aborto funciona como
norma permisiva de una conducta que faculta a matar” (“Notas de actualidad
constitucional”, en E.D., T. 105, pág. 1016).
7. En el caso no se trata de desconocer las palabras de la ley (artículos 156 del Código
Penal y 180, inciso 2 in fine, del Código Procesal Penal), sino de dar preeminencia a su
espíritu, al conjunto armónico del ordenamiento jurídico y a los principios
fundamentales del Derecho, en el grado y jerarquía que éstos exhiben, cuando “la
inteligencia de un precepto, basada exclusivamente en la literalidad de uno de sus
textos, conduzca a resultados concretos que no armonicen con los principios axiológicos
enunciados precedentemente, o arribe a conclusiones reñidas con las circunstancias
singulares del caso o a consecuencias concretas notoriamente disvaliosas. De lo
contrario, aplicar la ley se convertiría en una tarea mecánica incompatible con la
naturaleza misma del derecho y con la función específica de los magistrados que les
exige siempre conjugar los principios contenidos en la ley con los elementos fácticos
del caso, pues el consciente desconocimiento de unos u otros no se compadece con la
misión de administrar justicia (conf. C.S.J.N., Fallos, 234:482, 241:277, 249:37,
255:360, 258:75, 281:146, 302:1284; 303:917).
Cabe recordar que la protección del derecho a la vida, presupuesto ontológico de los
demás derechos, y pilar fundamental de todo sistema jurídico, se encuentra presente de
manera expresa desde los primeros documentos del Derecho Patrio: así, el Decreto de
Seguridad Individual del 23 de noviembre de 1811, dictado por el Primer Triunvirato,
establecía en su Preámbulo que “Todo ciudadano tiene un derecho sagrado a la
protección de su vida (…). La posesión de este derecho, centro de la libertad civil y
principio de todas las instituciones sociales, es lo que se llama seguridad individual.
Una vez que se ha viciado esta posesión, ya no hay seguridad (…)”; el Estatuto
Provisorio del 5 de mayo de 1815, inspirado a su vez en el Proyecto de Constitución de
la Sociedad Patriótica de 1813, disponía en su Sección Primera, artículo I, que “Los
derechos de los habitantes del Estado son: la vida, la honra, la libertad, la igualdad, la
propiedad y la seguridad” -fórmula luego repetida por el Reglamento del 3 de diciembre
de 1817, sancionado por el Congreso de las Provincias Unidas de Sud América-; la
Constitución de 1819, por su parte, destacaba en su artículo CIX que “Los miembros del
Estado deben ser protegidos en el goce de los derechos de su vida, reputación, libertad,
seguridad y propiedad (…)”, regla reiterada esencialmente en el artículo 159 de la
Constitución de 1826 (“Todos los habitantes del Estado deben ser protegidos en el goce
de su vida (…)”.
La Constitución de 1853-60, apartándose de estos precedentes, no consagró
expresamente tal derecho, mas tal omisión no importó una desprotección del mismo,
toda vez que, además de la importante garantía que surgía (y surge) del artículo 29 –
según el cual es nulo de nulidad absoluta el otorgamiento de sumisiones o supremacías
por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de
gobiernos o persona alguna- el derecho a la vida fue cobijado, en todo caso, en el
artículo 33 -cuya fórmula actual responde a la Reforma de 1860-, conforme resulta de
las propias actas de la Asamblea Constituyente -cuyo valor interpretativo privilegiado
ha sido reconocido por el Alto Tribunal de la Nación en reiteradas oportunidades (así,
Fallos, 33:228; 77:319; 100:51 y 337; 114:298; 115:186; 120:373). Allí nos
encontramos, ante todo, con el informe de la Comisión Examinadora de la Constitución
Federal, de cuya lectura surge que tal cláusula se agregó con la inteligencia de que en la
misma “(…) están comprendidos todos aquellos derechos, o más bien principios, que son
anteriores y superiores a la Constitución misma, que la ley tiene por objeto amparar y
afirmar, y que ni los hombres constituidos en sociedad pueden renunciar, ni las leyes
abrogar. (…) Los derechos de los hombres que nacen de su naturaleza no pueden ser
enumerados de una manera precisa (…), fluyen de la razón del género humano (…) del
fin que cada individuo tiene derecho a alcanzar (…). Una declaración de los derechos
intransmisibles de los pueblos y de los hombres, en un gobierno que consiste en
determinados poderes limitados por su naturaleza, no podía ni debía ser una perfecta
enumeración de los poderes y derechos reservados. Bastaba la enumeración de
determinados derechos reservados, sin que por esto todos los derechos de los hombres y
de los pueblos quedasen menos asegurados que si estuviesen terminantemente
designados en la Constitución, tarea imposible de llenarse por los variados actos que
pueden hacer aparecer derechos naturales (…)”, ideas éstas que serían reafirmadas por
las intervenciones de convencionales como Sarmiento -“el catálogo de los derechos
naturales es inmenso (…) esos principios ahí establecidos son superiores a la
Constitución; son superiores a la soberanía popular” o Vélez Sársfield -“son (derechos)
superiores a toda Connstitución, superiores a toda ley” (cfr., Asambleas Constituyentes
Argentinas, 1813-1898, págs. 770 y ss.).
Lo mismo cabe predicar respecto de la Carta Magna de nuestra Provincia, que aunque
no ha consagrado expresamente el derecho a la vida, asegura implícitamente su tutela en
los artículos 6, 7 y 23, conforme a los cuales se establece, por una parte, que “los
habitantes de la Provincia, nacionales y extranjeros, gozan en su territorio de todos los
derechos y garantías que les reconocen la Constitución Nacional y la presente, inclusive
de aquellos no previstos en ambas y que nacen de los principios que las inspiran” y por
la otra, se dispone que el Estado “reconoce a la persona humana su eminente dignidad y
todos los órganos del poder público están obligados a respetarla y protegerla (…)” y
“protege en lo material y moral la maternidad, la infancia, la juventud y la ancianidad
(…)”. Percibiendo el signo de los tiempos, algunas Constituciones Provinciales no se
han limitado a reconocer expresamente el derecho a la vida, sino que han ido más allá,
declarando la protección de tal derecho desde el momento mismo de la concepción en el
seno materno (Constituciones de Córdoba -arts. 4 y 19, inc. 1-, Jujuy -art. 19, inc. 1-,
Tierra del Fuego -art. 14, inc. 1-, Salta -art. 10-, Formosa -art. 5, 2do. párr.-, Buenos
Aires -12, inc. 1-, San Luis -art. 13-, Tucumán -art. 35, inc. 1-, Chubut -art. 18-).
La propia Corte Suprema de Justicia de la Nación se ha encargado de destacar el
carácter de derecho “fundamental” que exhibe el derecho a la vida, en tanto condición
de todos los demás derechos humanos: así, en el ya citado precedente de Fallos,
302:1284, dijo que “(…) es, pues, el derecho a la vida lo que está aquí
fundamentalmente en juego, primer derecho natural de la persona humana preexistente a
toda legislación positiva que, obviamente, resulta conocido y garantizado por la
Constitución Nacional y las leyes. (Adviértase que en la nota al art. 16 del Código Civil,
que remite a los principios generales del derecho, el Codificador expresa: “Conforme al
art. 7mo. del Cód. de Austria”, y éste se refiere a “los principios del Derecho Natural”;
vide igualmente el art. 515 y su nota)(…)”, ideas reafirmadas en Fallos 310:112 -“(…)
esta Corte ha declarado que el derecho a la vida es el primer derecho de la persona
humana, que resulta reconocido y garantizado por la Constitución Nacional (…)”, en
Fallos, 312:1953 -“(…) por encontrarse comprometidos los derechos esenciales a la vida
y a la dignidad -preexistentes a todo ordenamiento positivo-no cabe tolerar
comportamientos indiferentes o superficiales (…)” y en Fallos, 312:826, cuando se
aludiera a la necesidad de considerar el bien jurídico protegido por el artículo 79 del
Código Penal, esto es, la vida humana, “condición necesaria para el goce de todos los
otros derechos garantizados por la Constitución y las leyes”.
Del mismo modo, algunos años después, el voto de los doctores Barra y Fayt en la
causa “Bahamondez, Marcelo” (Fallos, 316:479), donde se lee que “(…) el hombre es
eje y centro de todo el sistema jurídico y en tanto fin en sí mismo -más allá de su
naturaleza trascendente-su persona es inviolable. El respeto por la persona humana es
un valor fundamental, jurídicamente protegido, con respecto al cual los restantes valores
tienen siempre carácter instrumental (…) el sistema constitucional, al consagrar los
derechos, declaraciones y garantías, establece las bases generales que protegen la
personalidad humana y a través de su norma de fines, tutela el bienestar general (…). De
ahí que el eje central del sistema jurídico sea la persona en cuanto tal, desde antes de
nacer hasta después de su muerte”.
Igualmente, “Priebke”, del 2 de noviembre de 1995, donde se destacara que “supuestos
como el de autos constituyen atentados contra el derecho elemental de la vida, cuyo
reconocimiento se postula por la propia naturaleza humana, de modo tal que (…)
subsiste siempre la conservación, como intangible, de la protección al bien jurídico vida
dentro de un mínimo (…) que no se puede desconocer” (voto de los Ministros doctores
Nazareno y Moliné O’Connor, cons. 30; voto del Ministro doctor Bossert, cons. 30).
En sentido concordante, los fundamentos expuestos por el Tribunal Constitucional
español en la ya citada sentencia del 16 de abril de 1985: “si la Constitución protege la
vida con la relevancia a que antes se ha hecho mención, no puede desprotegerla en
aquella etapa de su proceso que no sólo es condición para la vida independiente del
claustro materno, sino que es también un momento del desarrollo de la vida misma; por
lo que ha de concluirse que la vida del nasciturus, en cuanto éste encarna un valor
fundamental -la vida humana-(…) constituye un bien jurídico cuya protección encuentra
fundamento constitucional”.
8. Por otra parte, y a los fines de una correcta interpretación, no debe olvidarse que la
reforma constitucional de 1994 ha incorporado con “jerarquía constitucional”, y como
complementarios de los derechos y garantías reconocidos en la primera parte de nuestra
Carta Magna, a los derechos consagrados en los tratados internacionales que menciona
el artículo 75, inciso 22 (cfr., C.S.J.N., causas “Gabrielli”, del 5 de julio de 1996, y
“Chocobar”, del 27 de diciembre de 1996), “en las condiciones de su vigencia” (“tal
como (el tratado) efectivamente rige en el ámbito internacional” -C.S.J.N., “Giroldi”,
del 7 de abril de 1995-, o sea, conforme el mismo obliga a nuestro país ante el resto de
las naciones, con las reservas y declaraciones interpretativas que se hubieren
formulado), lo cual ha significado ubicar a aquéllos en el nivel más alto de nuestro
sistema jurídico, integrando el “higher Law” argentino y ejerciendo un efecto de
irradiación sobre todas las normas positivas, al pasar los mismos a formar parte del
“sistema material de valores” iusfundamental (Cfr., expresiones del convencional
Rodolfo Barra, en “Obra de la Convención Nacional Constituyente, 1994”, Centro de
Estudios Constitucionales y Políticos, Ministerio de Justicia de la Nación, La Ley, Bs.
As., 1997, Tomo V, pág. 5194), toda vez que, por otro lado, la incorporación de tales
instrumentos ha significado que el propio Estado ha quedado internacionalmente
obligado “a que sus órganos administrativos y jurisdiccionales los apliquen a los
supuestos” que ellos contemplen (C.S.J.N., “Ekmekdjián”, julio 7, 1992, cons. 20),
asumiendo igualmente el compromiso de respetar los derechos reconocidos en aquéllos,
y de garantizar el libre y pleno ejercicio de los mismos a través de la adopción de “las
medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales
derechos” (cfr., en relación a los derechos vigentes en el sistema de la Convención
Americana de Derechos Humanos, lo dispuesto en los artículos 1.1 y 2 de esta última),
medidas éstas entre las cuales “deben considerarse comprendidas las sentencias
judiciales” (C.S.J.N., “Ekmekdjián”, cit., cons. 22).
Por ello, y teniendo presente que, según lo destacara la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, “toda pretensión de que se ha lesionado alguno de los derechos
(consagrados en la Convención) implica, necesariamente, la de que también se ha
infringido el art. 1, párrafo 1, de la Convención” (“Vélázquez Rodríguez”, del 29 de
julio de 1988, y “Godínez Cruz”, del 20 de enero de 1989) y que, como lo ha dicho
nuestro Alto Tribunal nacional, “reviste gravedad institucional la posibilidad de que se
origine la responsabilidad del Estado por el incumplimiento de sus obligaciones
internacionales” (C.S.J.N., “Riopar S.R.L.” -octubre 15, 1996- y “Monges” -diciembre
26, 1996-), no pueden escapar de la consideración de los jueces las cláusulas
convencionales protectorias del derecho a la vida, presentes en la Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (arts. I -“todo ser humano tiene
derecho a la vida …”-y VII -“toda mujer en estado de gravidez, (…) así como todo niño,
tienen derecho a protección, cuidado y ayuda especiales”-), en la Declaración Universal
de Derechos Humanos (art. 3 -“todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la
seguridad de su persona”-), en la Convención Americana sobre Derechos Humanos,
aprobada por la ley 23.054 (art. 4.1 -“toda persona tiene derecho a que se respete su
vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la
concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”-, precepto éste cuyo
objeto “es la protección al derecho a la vida”, “principio sustancial que domina todo el
asunto” -cfr., Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC
3/83, del 8 de septiembre de 1983, cons. 52 y 53), en el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos (-“el derecho a la vida es inherente a la persona humana. Este
derecho estará protegido por la ley. Nadie podrá ser privado de la vida arbitrariamente”
(art. 6.1), no se aplicará la pena de muerte “a las mujeres en estado de gravidez” (art.
6.5)-) y, específica y principalmente, en la Convención sobre los Derechos del Niño,
adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989,
y aprobada por ley 23.849, conforme a la cual los Estados Partes “reconocen que todo
niño tiene el derecho intrínseco a la vida” (art. 6.1), “garantizarán en la máxima medida
posible la supervivencia y el desarrollo del niño” (art. 6.2), “adoptarán todas las medidas
legislativas, administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño
contra toda forma de perjuicio” (art. 19.1) y “adoptarán todas las medidas eficaces y
apropiadas posibles para abolir las prácticas tradicionales que sean perjudiciales para la
salud de los niños” (art. 24.3), estableciéndose, además (en una definición que se
proyecta sobre todo nuestro sistema de Derecho) que “niño” es “todo ser humano menor
de dieciocho años de edad” (art. 1), precepto que “debe interpretarse en el sentido que se
entiende por niño todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18
años de edad” (declaración contenida en el artículo 2 de la ley 23.849).
La vigencia de estas disposiciones ha significado consagrar con la máxima jerarquía
normativa la tutela de la persona por nacer, en concordancia con el artículo 75, inciso
23, de la Constitución Nacional -que faculta al Congreso a dictar un régimen de
seguridad social especial en protección del niño en situación de desamparo, “desde el
embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental”-, con la protección
establecida en normas penales, con las reglas del Código Civil (como el artículo 70 –
“desde la concepción en el seno materrno comienza la existencia de las personas (…)”-;
la nota al artículo 63 -“las personas por nacer no son personas futuras, pues ya existen
en el vientre de la madre. Si fuesen personas futuras no habría sujeto que representar. El
art. 22 del Cód. de Austria dice: “Los hijos que aún no han nacido, tienen derecho a la
protección de las leyes, desde el momento de su concepción (…)-“; el artículo 264 -que,
en la redacción conferida por la ley 23.264, se refiere a la patria potestad como la
institución que se ordena a la protección de la persona y los bienes de los hijos ” …
desde la concepción de éstos …”-o los artículos 3290 y 3733 -referidos a la capacidad de
la persona por nacer-), e incluso con la posición sustentada por nuestro país ante los
foros internacionales (así, cuando en los comienzos de la década del sesenta se opuso en
la Organización de las Naciones Unidas al “control de la natalidad”, con fundamento
“en razones de orden ético religioso, pues partíamos de la base que el niño por nacer
tiene tanto derecho a la existencia como el ya nacido. Pero no solamente reconocemos
ese derecho a la criatura ya concebida (lo que convierte en homicidio al aborto
voluntario), sino también a la que pudo ser concebida y no lo fue, porque los que
pudieron ser los padres no quisieron” (Amadeo, Mario, “La política exterior argentina
en las Naciones Unidas durante la presidencia del Dr. Arturo Frondizi”, en la obra
“Arturo Frondizi, Historia y problemática de un estadista”, T. VI, Depalma, Bs. As.,
1994, pág. 319).estimar implícita, de cualquier construcción interpretativa o dogmática
que concluya en un resultado directa o indirectamente contradictorio con los valores
constitucionales” (García de Enterría, Eduardo, “La Constitución como norma y el
Tribunal Constitucional”, Civitas, Madrid, 1985, pág. 102); es que, según lo ha dicho el
Tribunal Constitucional de España, “la Constitución es una norma, pero una norma
cualitativamente distinta a las demás, por cuanto incorpora el sistema de valores
esenciales que ha de constituir el orden de convivencia política y de informar todo el
ordenamiento jurídico” (sentencia del 31 de marzo de 1981), ejerciendo un particular
“efecto de irradiación”, como lo destacara Robert Alexy (en su comentario al ya citado
caso “Lüth”, en “El concepto y la validez del Derecho”, Gedisa, Barcelona, 1994, pág.
159).
La cuestión radica, entonces, en valorar los derechos comprometidos “en las especiales
circunstancias de la causa y en el conjunto orgánico del ordenamiento jurídico” (Fallos,
302:1284, cit.). Precisamente, el punto más difícil es decidir o establecer cuáles son los
valores en juego: la primera tentación es decir que se enfrentan, por un lado, el valor
“persecución y castigo de los
9. Desde otro plano, no podemos dejar de destacar que la imputada ha realizado un acto
voluntario, motivada por el propósito de remediar las consecuencias no queridas de un
hecho ilícito deliberado, resultante de su propia conducta intencional; “el riesgo tomado
a cargo por el individuo que delinque y decide concurrir a un hospital público en
procura de asistencia médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento
del delito cuando, en casos como el de autos, las evidencias son de índole material”
(C.S.J.N., “Zambrana Daza, cit.). Además, y en atención a los valores en juego en el
proceso penal, resulta inadmisible plantear la cuestión -como lo hace el a quo-desde la
opción “prisión o muerte” -“(…) la tesitura opuesta conduce a la irrazonable
discriminación entre aquellos pacientes con medios económicos suficientes para acudir
a la atención médica particular, de quienes padecen la indigencia y estarían sometidos a
escoger entre su vida -necesitada del auxilio sanitario-o su procesamiento y condena por
el delito que afectara su salud-“, ya que el legítimo derecho de la imputada de obtener
asistencia médica en un nosocomio público debe conjugarse con los requerimientos
fundamentales impuestos por el derecho de la sociedad a defenderse contra el delito.
Si consideramos que “una de las pautas más seguras para verificar la razonabilidad de
una interpretación legal es considerar las consecuencias que se derivan de ella” (Fallos,
234:482; 302:1284; 303:917; 307:1018; 312:157; 314:1764; de esta Corte, A. y S., T.
117, pág. 216), no podremos dejar de tener en cuenta que la conclusión de la Alzada
lleva al absurdo resultado de que le basta al individuo que ha delinquido con concurrir a
un hospital público, para impedir automáticamente al Estado proceder a la investigación
y eventual castigo por hechos previstos en la ley penal como delitos de acción pública,
todo lo cual se traduce en un menoscabo del bien jurídico amparado por el tipo penal de
que se trate, y que, en el sub examine, es el de más relevante jerarquía: la propia vida
humana.
La nulidad de todo lo actuado, decretada por el a quo, resulta de suma y significativa
gravedad, toda vez que, con sustento en un mal entendido respeto al derecho a la
intimidad, “en el caso se ha venido a tornar prácticamente imposible la persecución
penal de graves delitos de acción pública en cuya represión debe manifestarse la
preocupación del Estado como forma de mantener el delicado equilibrio entre los
intereses en juego en todo proceso penal” (cfr. causa “Zambrana Daza”, cit.), más aún
cuando el delito en cuestión se vincula -reitero-con la protección debida al derecho a la
vida, que constituye uno de los “bienes humanos básicos” (cfr. Finnis, John, “Natural
Law and Natural Rights”, Clarendon Press, Oxford, 1980, pág. 86). Como enseñara
Georges Kalinowski, “el hombre tiene derecho a la vida -enunciado analíticamente
evidente-en todos los sentidos de este término, es decir, que tiene no solamente el
derecho de vivir, sino también el derecho de llevar una vida plenamente humana en
todos los niveles y en todos los planos, lo que impone a los responsables del bien común
el deber de organizar la vida comunitaria de manera que asegure, en la medida de lo
posible, las condiciones más favorables para la expansión de cada persona humana de
acuerdo con su propia vocación, empezando por la supresión de la miseria material”
(“Le droit a la vie chez Thomas d’Aquin”, en los Archives de Philosophie du Droit, nro.
30, Sirey, Paris, 1985, págs. 319 y ss.).
Desde otra tradición, Herbert Hart observaría que, dada la obvia vulnerabilidad de los
hombres para hacer frente a los ataques de otras personas, toda organización social, para
ser viable, debe contener entre sus reglas mínimas una que prescriba el “no matarás”,
castigando su violación. Más aun, “si la observancia de estas reglas elementalísimas no
fuera concebida como cosa corriente en cualquier grupo de individuos, vacilaríamos en
describir a ese grupo como una sociedad, y tendríamos la certeza de que no podría durar
mucho tiempo”, quedando reducido a una especie de “club de suicidas” (“El concepto
de derecho”, Abeledo Perrot, Bs. As., 1963, págs. 213 y 238).
El apuntado efecto desincriminatorio del fallo no puede escapar del análisis de esta
Corte, en atención a la función institucional que la misma desempeña. Como lo ha
observado O. Bachof, “más que el juez de otros ámbitos de la Justicia, el juez
constitucional puede y debe no perder de vista las consecuencias de sus sentencias”
(“Der Verfassungsrichter zwischen Recht und Politik”, en “Verfassungsgerichtsbarkeit”,
recop. de Peter Häberle, Wissenschaftliche Buchsgesellschaft, Darmstadt, 1976, pág.
287). En el mismo sentido cabe recordar al Chief Justice Oliver W. Holmes, quien ya en
el siglo pasado afirmaba que es deber del juez “sopesar las consecuencias sociales de su
decisión” (The Path of Law”, 10 Harvard Law Review, 1897, pág. 443), concepto
incorporado a la jurisprudencia argentina en diversos precedentes del Alto Tribunal de
la Nación (Fallos, 178:9; 211:162; 240:223; 302:1284; 313:1232; 316:2624). Es cierto
que la imputada acudió al nosocomio público preocupada legítimamente por el
restablecimiento de su salud, pero tal circunstancia no puede servir de excusa para
desincriminarla o para conferirle un “bill de indemnidad”; como lo expresara
agudamente el doctor Fernández Alonso en su voto en el plenario “Natividad Frías”, ella
“entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su gravidez, prefirió sacrificar el feto;
después debió elegir entre la propia vida y el proceso, y optó por éste. Creo que en la
escala de valores eligió mal la primera vez, y bien la segunda”. Tampoco puede
soslayarse la consideración de que, como lo sostuviera en su hora Alfredo Molinario, la
generalización de la tesis que postula la nulidad de las actuaciones originadas en la
denuncia de un profesional del arte de curar en los casos en que intervino prestando su
asistencia “llevaría a la antinomia (o contradicción) institucional de perseguir por un
lado el Estado la criminalidad en su faz tanto preventora como represora por medio de
los organismos constitucionales y, por otro lado, favorecerla amparando una impunidad
encubierta en los establecimientos asistenciales públicos” (“Derecho Penal”, Abeledo,
La Plata, 1943, pág. 400).
Además, “se advierte respecto del punto, por parte de muchos de los sostenedores del
plenario ‘Natividad Frías’, una deliberada sobreestimación de las eventuales
consecuencias de la denuncia, que tienden a reforzar la aparente gravedad del dilema
atribuido a la madre. Así, por ejemplo, se llega a decir que la mujer debe optar entre ‘la
cárcel y la vida’ o entre ‘la vida y el presidio’, cuando en la generalidad de los casos la
mujer no debe pasar detenida ni un día, y sólo será objeto -en su caso-de una condena en
suspenso” (T.S. Neuquén, voto del Dr. Iribarne, en la causa “M., M. E. y otra”, del 14 de
abril de 1988).
10. Asimismo, y en relación al “argumento de la desigualdad”, basado en que con la
tesis contraria a la protección del secreto profesional sólo se castiga a quienes carecen
de los recursos económicos necesarios para acceder a los “beneficios” de la medicina
privada, cabe señalar, ante todo, que si bien es un lugar común en el pensamiento de los
criminólogos modernos la idea de la discriminación social que genera el fenómeno de la
“cifra negra” en ciertos delitos, por los que sólo serían penados ciertos sectores de la
población, tal circunstancia -que, en todo caso, pondría en evidencia ciiertos defectos
inherentes al sistema penal- no es razón ni excusa suficiente para sustentar una tesis con
efectos desincriminantes como la adoptada por la Alzada; es que, según se afirmara en
causa análoga a la presente, “la existencia de ‘delincuencia de cuello blanco’, y aun el
eventual éxito de quienes logran, cometiendo delitos, sustraerse de la sanción penal, y
aun del proceso, no autoriza la derogación de normas punitivas (ni la desincriminación
postulada), sino que impone, más bien, el agotamiento de toda instancia que asegure la
correcta y general aplicación de la ley” (T.S. Neuquén, voto del doctor Iribarne, cit.);
además, y empleando expresiones vertidas por la convencional Méndez, durante los
debates de la Convención Nacional de 1994, “quienes sostienen este fundamento no
sienten como los pobres, no saben lo que ellos piensan ni lo que necesitan (…). Les
aseguro que los pobres no piden aborto, sencillamente porque tienen dignidad y
conocen el respeto por la vida humana. Entonces, esta no es una cuestión de pobreza o
de riqueza, sino (…) una cuestión de vida” (“Obra de la Convención Nacional
Constituyente”, cit., T. V, pág. 5256).
11. Por último, y si bien es cierto que es deber de los jueces declarar las nulidades que
adviertan, “aun de oficio, en cualquier estado y grado del proceso cuando implique
violación de normas constitucionales o lo establezca expresamente la ley” (artículo 164,
segundo párrafo, Cód. Proc. Penal), no puede olvidarse que, estrictamente -y apelando a
la letra de la ley-el inciso 2 del artículo 180 del Código Procesal Penal no contiene una
prohibición expresa de formular la denuncia, sino que se limita a disponer que aquélla,
cuando pueda estar comprometido el secreto profesional, no es obligatoria -lo cual
habilita a afirmar que es facultativa, pudiendo realizarse lícitamente cuando medie
“justa causa”-; en ese sentido, resulta obvia la diferencia existente entre el actual Código
y el anterior Código de Procedimientos en lo Criminal -cuyo artículo 129 establecía,
respecto de los médicos y demás profesionales del arte de curar, que “en ningún caso la
denuncia será obligatoria ni podrá hacerse cuando ella importare la violación del sigilo
profesional”. Tal extremo, a su vez, (y habiendo sentado que no concurre violación de
garantía constitucional alguna) determina la inadmisibilidad de la declaración de
nulidad (ante el principio de interpretación restrictiva que la rige), tanto más cuando la
misma -como queda dicho-fue decretada sobre la base de la mera interpretación de lo
dispuesto en normas de los Códigos Penal y Procesal Penal, omitiendo considerar el
espíritu que anima nuestra Constitución y las disposiciones de los Tratados
internacionales firmados por nuestro país, lo que constituye una flagrante violación a la
regla de supremacía de las normas, prevista en el artículo 31 de la Constitución
Nacional.
12. Considero que el caso brinda la oportunidad para dejar constancia de ciertas
preocupaciones e íntimas convicciones acerca del derecho y los juristas. Me temo que
no siempre está presente en el discurso argumentativo judicial el sentido último
justificador del derecho, que es servir al hombre y a la sociedad, y que más bien ocurre
en ciertas oportunidades que “el árbol impide ver el bosque”: así, hay una especie de
atención sectorial o parcial, y se pierde de vista lo más relevante e integral. Utilizando
una metáfora de Michel Villey, daría la impresión de que los jueces a veces son como
pasajeros de un tren que conocen al detalle todas las características técnicas de la
máquina en la que son transportados, pero que ignoran o se despreocupan por el lugar
adonde van. La aporía fundamental para el jurista desde siempre -recuerda la
hermenéutica-es dilucidar qué es lo justo aquí y ahora, porque, como lo expresara
MacCormick, la función del jurista es decir lo justo a través del derecho. Decir el
derecho al hombre y a la sociedad, a cuyo servicio se ha establecido, siendo ese servicio
lo que permite medir su legitimidad última. No resisto no transcribir un párrafo de la
lección que pronunciara el profesor Arthur Kaufmann cuando se despidiera de la cátedra
que ocupara en la Universidad de Munich: “la idea de toda filosofía del derecho de
contenido puede ser sólo la idea del hombre, y por eso sólo en el hombre en su totalidad
puede también fundarse siempre la verdadera racionalidad del derecho. La filosofía del
derecho no es ningún juguete para una élite de lógicos aventajados. Como todo derecho,
está allí por voluntad de los hombres y no al revés; así también la filosofía del derecho
debe plantearse constantemente la pregunta de hasta dónde sirve al hombre. Cultivar la
filosofía del derecho debe significar hoy más que nunca: tomar responsabilidad frente al
hombre y su mundo. (…) La filosofía del derecho de la época postmoderna debe estar
determinada por la preocupación por el derecho, y esto significa: la preocupación por el
hombre; aún más: la preocupación por la vida en general en todas sus formas” (“La
Filosofía del Derecho en la Posmodernidad”, Temis, Bogotá, 1992, pág. 67).
Me preocupan -como a Kaufmann-aquellos que transforman a las normas y al derecho
en un fin en sí mismo, y mucho más me preocupa cuando se margina el último núcleo
de validez jurídica que son los derechos humanos o, más concretamente, cuando la vida
humana comienza a ser medio para otros fines. Interpretar jurídicamente conlleva
forzosamente una dimensión axiológica, la cual nunca debe perderse de vista porque,
según la reiterada y acertada jurisprudencia del más Alto Tribunal de la Nación, -ya
citada-las soluciones notoriamente injustas o disvaliosas deben ser descalificadas
jurídicamente (conf. Fallos, 305:2040; 311:2223, etc.). En tal sentido, el testimonio de
Bobbio es elocuente para poner al desnudo las insuficiencias de las explicaciones
jurídicas meramente estructurales, y la necesidad de recuperar las comprensiones
teleológicas y no juridicistas, privilegiando el análisis funcional del derecho como
superación de aquel positivismo jurídico formalista, reemplazando la pregunta acerca de
“cómo se compone el derecho” (presente en la teoría general del derecho desde Ihering
hasta Kelsen) por la preocupación por responder al interrogante de “para qué sirve el
derecho”, o -más apropiadamente-“cuál es el fin del derecho” (“Zweck im Recht”, diría
el propio Ihering), cuáles son los “bienes” cuya realización se persigue (cfr., mi libro
“Perspectivas iusfilosóficas contemporáneas”, Abeledo Perrot, Bs. As., 1991, págs. 125
y ss.).
13. En consecuencia, no encontrándonos ante un caso donde el Estado -en contradicción
con el orden jurídico-se haya aprovechado de conductas ilícitas para desarrollar a partir
de ellas su misión de castigo de los delitos, cabe concluir en que el procedimiento
instado no puede ser descalificado desde el plano constitucional y debe proseguir su
curso, sin perjuicio de la eventual valoración que, al momento de efectuar el juicio de
reproche, deban realizar los jueces de la causa en cuanto a las condiciones personales de
la imputada y los eventuales motivos que pudieron llevarla a cometer el hecho por el
cual es objeto de este proceso.
Voto, pues, por la afirmativa.
A la misma cuestión el señor Ministro doctor Ulla dijo:
Coincido con los fundamentos vertidos por el señor Ministro doctor Vigo.
Sin perjuicio de ello, y reiterando ideas ya expuestas en mis votos en las causas “Atieni”
(A. y S., T. 90, pág. 92) y “Bacchetta” (A. y S., T. 132, pág. 67) (cfr., también, mi
artículo “Los derechos fundamentales en la Constitución de Santa Fe”, Zeus, T. 54, pág.
D-213), estimo conveniente destacar la tutela del derecho a la vida que resulta de la
Constitución de la Provincia de Santa Fe, cuando ésta, luego de sentar en sus primeros
cinco artículos las bases o pilares esenciales del Estado, se ocupa de consagrar el
“estatuto constitucional de la persona”, reproduciendo en primer lugar un tradicional
precepto (artículo 6) que asegura en la Provincia, tanto para nacionales como para
extranjeros, la vigencia de los derechos y garantías que les reconocen la Constitución
nacional y la misma Constitución provincial, “inclusive de aquellos no previstos en
ambas y que nacen de los principios que las inspiran”. Estos últimos son los
denominados “derechos implícitos” o “no enumerados” o “no previstos”, que en el texto
nacional emergen del artículo 33, y que están “en estado latente, para ser descubiertos y,
en su caso, puestos en práctica por el legislador, el juez o el intérprete, de acuerdo con
las circunstancias” (Barra, Rodolfo Carlos. “La acción de amparo en la Constitución
reformada: la legitimación para accionar”. L.L. T. 1994-E, pág. 1087). Es de hacer notar
que, dada su redacción, la norma constitucional santafesina tiene más amplitud que la
nacional, toda vez que ésta limítase “a los derechos y garantías no enumerados que
nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”,
mientras que la local se refiere “a los no previstos en ambas y que nacen de los
principios que las inspiran” impidiendo cualquier restricción que pudiera invocarse en
esta materia.
De todos modos recientemente se ha predicado una interpretación amplia del artículo 33
de la Constitución nacional, no limitativa de los derechos, partiendo del informe de la
“Comisión Examinadora de la Constitución Federal”, y las opiniones de Sarmiento y
Vélez Sársfield (Barra, Rodolfo Carlos. “La protección constitucional del derecho a la
vida”. Abeledo Perrot, Bs. As., 1996, págs. 11/15). No es para nada desdeñable este
aporte y, por lo que se dirá más adelante, es muy importante tener presente tanto el
informe de la Comisión Examinadora cuanto las opiniones vertidas en el debate
respectivo (en el mismo sentido, Sagüés N. P., “Elementos de Derecho Constitucional”,
Astrea, Bs. As., 1993, t. 2, págs. 23/25).
De ambas normas, que funcionan como verdaderas “válvulas de escape”, puede decirse
que surge el llamado “principio de expansividad de los derechos”, de modo tal que la
lista de ellos es insusceptible de ser clausurada, y resulta, en consecuencia, admisible la
incorporación y reconocimiento de otros que no figuran enumerados. Entiendo que la
lista de estos derechos debe referirse necesariamente a los derechos fundamentales y no
a cualquier otro de distinta categoría ya que, caso contrario, convertiríamos a la
Constitución en un mero código de fondo.
En Italia, tanto la doctrina cuanto la Corte Constitucional (ésta en tiempos recientes) han
deducido este “principio de expansividad de los derechos” del artículo 2 del texto
constitucional de ese país, en la parte en que “reconoce y garantiza los derechos
inviolables del hombre, sea como individuo, sea en las agrupaciones sociales donde
desenvuelve su personalidad” considerándola no ya como una norma simplemente que
compendia los artículos 13 y siguientes -de la Parte I. Derechos y deberes de los
ciudadanos. Título I. Relaciones civiles-sino como una norma abierta a todas aquellas
interpretaciones que resultan admitidas por los textos normativos a la luz del
sentimiento de justicia y de la conciencia social de los ciudadanos (Pizzorusso,
Alessandro. “Sistema Istituzionale del Diritto Pubblico Italiano”, Jovene, Napoli, 1988,
pág. 329; Cuocolo, Fausto. “Istituzioni de Diritto Pubblico”, 8a. ed. Giuffre, Milano,
1996, pág. 678; Biscaretti di Ruffia, Paolo. “Diritto Costituzionale”, XV ed., Jovene,
Napoli, 1989, pág. 826; Pescatore G., Felicetti F., Marziale G., y Sgroi, C. “Costituzione
e leggi sul processo costituzionale e sui referendum”, 2a. ed., Milano 1992, pág. 12;
Crisafulli, Vezio y Paladin, Livio. “Commentario breve alla Costituzione”, Cedam,
1990, pág. 2), regla ésta -empero-que no puede ser aplicada a los deberes, toda vez que
los textos de ambas constituciones (la nacional y la provincial) no contemplan hipótesis
semejantes, razón por la cual los previstos no pueden ser aumentados, dado que en un
Estado democrático y de Derecho, como es el nuestro, la interpretación de la
Constitución en la parte que prevé las relaciones entre la Provincia y sus habitantes,
debe estar dominada por el principio “in dubio pro libertate” cuya existencia es
innegable y no puede ser materia de discusión, salvo que esté en juego el bien común
(causa “Sojo”, Fallos, 32:120).
En el desarrollo de los mencionados derechos, la Constitución de Santa Fe abre el tema
en el artículo 7, cuando afirma que “el Estado reconoce a la persona humana su
eminente dignidad” y establece el deber de todos los órganos del poder público de
respetarla y protegerla, lo cual refleja con énfasis la repugnancia del constituyente frente
a regímenes que degradan la suprema dignidad de la persona humana sometiéndola al
vejamen de estructuras políticas en nombre, a veces, de concepciones absurdas. Este
principio de la “eminente dignidad de la persona humana” no es un derecho, como a
veces se afirma. Constituye la clave de bóveda de todo el sistema constitucional y como
postulado occidental y cristiano que es -caracterizado por algunos como “principio
fundamental de derecho natural”-se convierte en el fundamento político de los derechos
fundamentales, de los deberes y de sus respectivas regulaciones normativas. El Estado
democrático consagrado por nuestra Constitución local, tal como surge del Preámbulo,
del artículo 1 y de sus concordantes, ve en la persona humana, en su eminente dignidad,
el valor supremo de nuestro régimen político de modo que el Estado se halla a su
servicio y no la persona al servicio del Estado por cuanto considera que el ser humano
tiene fines propios que cumplir.
Las fuentes inspiradoras del constituyente santafesino respecto de este artículo 7 tienen
rancio linaje. Es preciso mencionarlas para no incurrir en errores ni en falsas
interpretaciones. Ellas son el Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, el
Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el artículo 29 de la
Carta de la O.E.A. (1948), los artículos 1.1. y 2.2. de la Ley Fundamental de la
República Federal de Alemania y artículos 2 y 24 de la Constitución de la República
Italiana. También se tuvieron en cuenta las enseñanzas de la Iglesia Católica y
fundamentalmente la Encíclica “Mater et Magistra” del Papa Juan XXIII. La persona,
entonces -y vale reafirmarlo-, es un fin y no un medio para objetivos extraños o ajenos a
los que le son privativos. Es por eso que los múltiples grupos sociales -incluso el mismo
Estado-espontáneamente formados o coactivamente creados por el hombre no deben
tener otra misión que la de funcionar en interés de los que los componen, limitándose,
por lo tanto, a secundar las respectivas voluntades individuales y a facilitar su libre y
natural desarrollo, en tanto sean compatibles con los derechos iguales a sus semejantes.
Esto no importa negar que en la colectividad puedan y deban encarnarse valores,
siempre que estos valores constituyan instrumentos o condiciones para la realización de
los valores del ser humano.
Todas estas razones justifican que la segunda parte del artículo 7 reconozca al individuo
el libre desenvolvimiento de su personalidad, ya en forma aislada, ya en forma asociada,
en el ejercicio de los “derechos inviolables que le competen”. La segunda parte de este
precepto, correlacionado con el fin del Preámbulo de “fomentar la cooperación y
solidaridad sociales” y con el artículo 1 en cuanto establece los “deberes de solidaridad
recíproca de los miembros de la colectividad”, sintetiza admirablemente los valores
fundamentales del humanismo y del pluralismo político social que están de acuerdo con
el genio occidental y latino y, en última instancia, con el derecho natural cristiano,
según la opinión del autor español Pablo Lucas Verdú, en el prólogo de su traducción
del Derecho Constitucional de Paolo Biscaretti di Ruffia (Madrid, 1965 pág. 55). La
afirmación contenida en esta cláusula es eminentemente política y de significado
programático, sirviendo para configurar una concepción de un distinto Estado
democrático pues reconoce y garantiza el “pluralismo” del ordenamiento y también el
“social” (artículos 22, 24, 26, 27 y 28, entre otros, C.P.) que resulta sustancialmente
ineliminable razón por la que asume el papel de “pluralismo institucional” como
instrumento esencial de la organización democrática estatal (artículos 106, 107 y 108,
C.P., entre otros) (Cuocolo, Fausto. “Istituzioni di Diritto Pubblico”, cit., pág. 680. Ver
también mi voto en “Federación de Cooperadoras Escolares”, A. y S., T. 90, pág. 40).
Se ha sostenido que las partes primera y segunda del artículo referido resultan
esenciales para la identificación del sistema de los derechos y libertades queridas por el
constituyente porque introducen el principio personalista en nuestro ordenamiento,
entendiéndoselo como supremacía de la persona humana sobre el propio Estado, razón
por la cual los derechos y libertades fundamentales constituirían un núcleo de
disposiciones munidas de fuerza superconstitucional y, por eso mismo, inmodificables
en su esencia ni aun siquiera mediante el procedimiento de reforma constitucional
(Cuocolo, op. cit. pág. 677; conf. Bidart Campos, G. “Tratado Elemental de Derecho
Constitucional Argentino”. Ediar. Bs. As., 1994, t. V, p. 99). Su revisión, aun cuando
formalmente admisible, hipotéticamente constituiría una ruptura de la Constitución
sustancial por lo que resultaría modificado o falseado el régimen político que ilumina o
inspira a nuestro Estado (Cuocolo, ibídem). Esta conclusión parece encontrar hoy, y en
principio, base constitucional en el artículo 36 de la Carta Magna de 1994. No
desconozco que hay doctrina contraria respecto de límites absolutos implícitos en
relación a la reforma de la Constitución, cuestión que no ha sido resuelta de modo
definitivo por la doctrina. Sin embargo en la Ley Fundamental de Bonn se establece que
el artículo 1 no puede ser objeto de reforma constitucional. En una palabra, la eminente
dignidad de la persona humana y los derechos humanos constituyen un límite absoluto
para la reforma del texto constitucional. La Corte Constitucional italiana en la sentencia
18 de 1982 admitió que “los principios supremos del ordenamiento -entre los cuales
ciertamente deben incluirse los que derivan del artículo 2, primera parte y de las normas
que sobre el plano sistemático de distinto modo se vinculan (artículos 3, 13, 14, 15, 21,
etc.)-cuando menos en su núcleo restringido y esencial, pueden verosímilmente
constituir un límite tácito al poder de revisión (en el sentido que entre los principios
supremos del ordenamiento ciertamente hay que incluir el de la tutela jurisdiccional)”.
Por último, también la sentencia 1146 de 1988.
Es indudable también que cuando la segunda parte del artículo 7 emplea la palabra
“competen” al referirse a los “derechos inviolables” -adviértase el principio de
inviolabilidad de la persona, instituido en forma expresa para que no quede duda alguna
al respecto-más que atribuirlos, los reconoce conforme a la expresión utilizada en el
artículo 6, y por esa razón le pertenecen al hombre en cuanto tal; es decir, el vocablo
asume un significado de reconocimiento y de garantía con valor declarativo pero no ya
constitutivo porque ellos existen antes e independientemente de cualquier intervención
estatal porque son innatos e insuprimibles (conf. Bidart Campos, G. y Herrendorf,
Daniel E. “Principios de Derechos Humanos y Garantías”. Ediar, Bs. As., 1991, pág. 79.
Ramella, Pablo, “Los Derechos Humanos”. Bs. As., 1980, pág. 12).
Debo poner de resalto que nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación afirmó que la
Constitución nacional “es individualista en el sentido de que reconoce al hombre
derechos anteriores al Estado, de los que éste no puede privarlo. Pero no es
individualista en el sentido que la voluntad individual y la libre contratación no pueden
ser sometidas a las exigencias de las leyes reglamentarias: “Conforme a las leyes que
reglamentan su ejercicio”, dice el art. 14; el art. 17 repite en dos ocasiones que los
derechos que reconoce pueden ser limitados por la ley y el artículo 19 fija como límites
a la autonomía individual “el orden y la moral pública” (Fallos 179:113).
En consecuencia, nuestra Constitución provincial mediante la disposición que se
examina, afirma solemnemente la existencia de derechos del hombre que no pueden ser
negados por el Estado, sino que, antes bien, deben ser reconocidos y garantidos por él
(Cuocolo, op. cit. pág. 677). Estos derechos, en amplia medida, están disciplinados por
ulteriores disposiciones (en especial, los artículos 9 y 15, C.P.) pero esto no significa
que pueda excluirse la afirmación de otras posiciones inviolables, integrando las
posibles lagunas o interpretando la evolución y el desarrollo del sentimiento de justicia
o la conciencia social de los individuos (Cuocolo, op. cit. pág. 678; Pizzoruso,
Alessandro. “Sistema Istituzionale del Diritto Pubblico Italiano”, cit., p. 329) y esto es
así porque “todos los derechos constitucionales deben actualizarse con arreglo a las
leyes que reglamentan su ejercicio, las que, siendo razonables, no pueden impugnarse,
con éxito, sobre base constitucional” (C.S.J.N. Fallos 255:293, considerando 2do., con
remisión a Fallos: 253:478; 254:169 y sus citas).
La confirmación de esta conclusión aparece de inmediata evidencia si se considera,
precisamente, que la Constitución de la Provincia no disciplina en disposición alguna el
derecho a la vida -a diferencia de otras Constituciones provinciales-, salvo de modo
indirecto, al consagrar el principio de la “eminente dignidad de la persona humana” y el
derecho de libertad corporal que indudablemente lo suponen. Sin embargo, es innegable
la existencia de este fundamental y prioritario derecho en nuestro ordenamiento cuya
presencia entre los derechos inviolables del hombre no puede ser discutida (Ulla, Decio
Carlos Francisco. “Los derechos fundamentales en la Constitución de Santa Fe”, Zeus,
Rosario, 11 de diciembre de 1990; del mismo modo, Biscaretti di Ruffia, Paolo. “Diritto
Costituzionale”, cit., pág. 827; Cuocolo, op. cit, pág. 678; en igual sentido, Corte
Constitucional italiana a partir de la sentencia 1956, Nro. 11, 1956).
La Corte Suprema de Justicia de la Nación -como lo expresara el señor Ministro
preopinante-reconoció el derecho a la vida, señalando a su respecto que “es el primer
derecho natural de la persona humana preexistente a toda legislación positiva que,
obviamente, resulta reconocido por la Constitución y las leyes” (6.11.1980,
considerando 8, Fallos 302:1284) y también “que el derecho a la vida es el primer
derecho de la persona humana, que resulta reconocido y garantizado por la Constitución
nacional y es comprensivo de la salud” (caso “Cisilotto, María del Carmen Baricalla
de”, cit., considerando 31, L.L. 1987-B, pág. 312; Fallos 310:112). En este sentido debe
destacarse el voto de los Ministros Dres. Barra y Fayt en el caso “Bahamondez, Marcelo
s. medida cautelar”, considerando 12.
Amado Chacra (“Los derechos humanos en la Argentina”, Cooperadora de Derecho y
Ciencias Sociales, Bs. As., 1964) sostiene que “en cuanto a la vida, no hay cláusula
expresa que la declare enfáticamente como el más alto bien protegido. Se lo
sobreentendería como primario y, por ello, implícito. Tanto es así que el informe de la
Comisión que proyectó la carta, consigna: “La Comisión ha creído resolverlo (el
problema de obtener reputación exterior y paz interior) por los medios consagrados en
las declaraciones y garantías … Es preciso que la práctica del régimen constitucional a
que aspiramos, dé, cuando menos, a nuestros sucesores, seguridad a la vida y
propiedad…”. Afirma que tal derecho innato del individuo surge del artículo 29 en
cuanto fulmina la mera amenaza de su violación (pág. 24). Sagüés es de la misma
opinión (op. cit. pág. 37). Concuerdan Carlos E. Colautti (“Derechos Humanos”,
Editorial Universidad, Bs. As., 1995, pág. 36) y Miguel A. Padilla (“Lecciones sobre
Derechos Humanos y Garantías”. Bs. As., 1993, 2da. ed. ampliada y actualizada, t. II, p.
11); puede verse también la aguda opinión de Barra, op. cit. págs. 18/19.
La Constitución enuncia, en este artículo 7, solamente de modo generalísimo la tutela de
los derechos basales que forman el patrimonio irrenunciable de la persona humana (J.
V. González, en su Manual, se refirió al “patrimonio inalterable”), mientras que, en las
normas sucesivas, salvo el artículo 8 que consagra el principio de igualdad formal y
sustancial, los mismos son singularmente considerados y, como tales, tutelados y
tutelables de distinto modo y medida en cuanto garantidos. Esto último responde a la
comprensible exigencia de la positivización de tales derechos evitando la incertidumbre
que derivaría como consecuencia de remitirlos al puro subjetivismo del intérprete, como
se ha sostenido; sin embargo, y de acuerdo con lo ya dicho, no puede desdeñarse
hipótesis alguna en cuanto objetivamente y fuera de toda duda razonable se demuestra
la existencia de un derecho inviolable (Cuocolo, op. cit. pág. 679).
En Italia se ha afirmado por Biscaretti di Ruffia que la Constitución al reconocer y
garantizar los “derechos inviolables del hombre” invoca explícitamente el “Derecho
Natural”. Lo mismo sucede cuando en el artículo 29 reconoce “los derechos de la
familia como sociedad natural fundada sobre el matrimonio”. Señala este autor que la
misma invocación se puede encontrar, con expresiones más o menos precisas y
detalladas en varias Constituciones modernas entre las cuales pueden citarse las
germánicas de 1919 (Weimar) y 1949 (Bonn), es decir, las sancionadas después de las
dos grandes guerras, comprendiéndose asimismo las de los diversos Länders. También
estas invocaciones se encuentran en la jurisprudencia constitucional de los Estados
Unidos y de la República Federal de Alemania (op. cit. pág. 67).
Estas conclusiones se pueden aplicar a nuestra Constitución local conforme a la
redacción de los artículos 7, 2a. parte -que menciona los “derechos inviolables”-, y 23 –
en relación a la “formación y defensa integral de la familia y al cumplimiento de las
funciones que le son propias…”-(sobre el jusnaturalismo en la Constitución nacional, ver
Mooney, Alfredo, “Derecho Público Provincial”, cit., t. II, pág. 219).
2. Desde otra perspectiva, el Magisterio de la Iglesia Católica, asumiendo la defensa de
valores fundamentales “que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y
tutelan la dignidad de la persona (…) (y que) por tanto ningún individuo, ninguna
mayoría y ningún Estado pueden nunca crear, modificar o destruir, sino que deben sólo
reconocer, respetar y promover” (Carta Encíclica “Evangelium Vitae”), enseña que “la
vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el comienzo de la
concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver
reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo
ser a la vida” (Congregación para la Doctrina de la Fe, instr. “Donum vitae”, I,1.).
“El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un
elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación: ‘Los derechos inalienables
de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la
autoridad política. Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos
ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado; pertenecen a
la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha
originado. Entre esos derechos fundamentales es preciso recordar a este propósito el
derecho de todo ser humano a la vida y a la integridad física desde la concepción hasta
la muerte. (…) Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la
protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante
la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo
ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos
mismos del Estado de derecho (…). El respeto y la protección que se han de garantizar,
desde su misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones
penales apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos’ (Congregación para
la Doctrina de la Fe, instr. “Donum vitae”, III)” (en Catecismo de la Iglesia Católica,
Conferencia Episcopal Argentina, 1993, págs. 565 y ss.).
Ello es así porque, como lo destacara Otfried Höffe, los sistemas normativos que no
satisfacen determinados criterios fundamentales de justicia no son órdenes jurídicos;
entre esos criterios fundamentales está, precisamente, el principio de la seguridad
colectiva, que exige -entre otras cosas-la prohibición de matar (cfr. Höffe, Otfried,
“Politische Gerechtigkeit”, Frankfurt am Mein, 1987, pág. 159.).
3. Las consideraciones precedentes, en su concurrencia con los fundamentos expuestos
por el señor Ministro doctor Vigo, demuestran la inaceptabilidad constitucional de las
conclusiones del a quo, que se sustentan en una interpretación despreocupada por la
realización del mandato de protección efectiva de los derechos individuales (consagrado
en la Carta Magna), defecto que resulta particularmente grave en el caso, donde se
encuentra involucrado el derecho humano más fundamental, que es el referido a la vida
misma de la persona, y cuya tutela aparece seriamente comprometida cuando, sin
fundamento, se impide a la justicia penal -instituida en todos los países civilizados
como garantía de sus habitantes (cfr. Fallos, 150:316; 154:157; 154:333; 166:173;
236:306, entre otros)-cumplir con sus elevados fines.
En la causa aquí planteada, la máxima jerarquía del aludido derecho, y la gravedad del
ilícito que se investiga, confieren innegable legitimidad a la conducta del profesional del
arte de curar, quien -al efectuar la denuncia-procedió de conformidad a deberes
impuestos por la ley positiva, y atendiendo a primarias exigencias del bien común, que
determinan -a su vez-la existencia de la “justa causa” prevista por el artículo 156 del
Código Penal (y la consiguiente ausencia de ilegitimidad en el acto que diera inicio a la
persecución punitiva por parte del Estado). No puede olvidarse, en tal sentido, que,
según lo expresara Tomás de Aquino, hay cosas confiadas en secreto que “son de tal
naturaleza que el hombre está obligado a manifestarlas en el momento en el que llegara
a su conocimiento; por ejemplo, si afectan a la corrupción espiritual o corporal de la
multitud, si han de causar grave daño a alguna persona o producir algún otro efecto
parecido. En estos casos, todo el mundo está obligado a revelar el hecho, ya por medio
de testimonio o denuncia, y la obligación del secreto no puede prevalecer aquí contra
ese deber” (Summa Theologiae, II-II, q. 70, a.1.), en razón de que se encuentra
comprometido el propio bien común de la sociedad -interesado en la protección de la
vida de sus miembros y en el castigo de quienes atenten contra la misma-, y frente al
cual no cabe despreocupación alguna, ya que “del Preámbulo y de su contexto se
desprende el concepto de que la Constitución se propone -precisamente-el ‘bienestar
común’, el bien común de la filosofía jurídica clásica” (Fallos, 98:52; 176:22; 179:113);
“el ‘objetivo preeminente’ de la Constitución, según expresa su Preámbulo, es lograr el
‘bienestar general'” (Fallos, 278:313); “los derechos de cada persona están limitados por
los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien
común, en una sociedad democrática” (Convención Americana sobre Derechos
Humanos, artículo 32).
“Está permitida la comunicación por propia determinación de un secreto sólo si ella es
exigida por una consideración superior. Tal el requerido por las más altas exigencias del
bien común” (Josef Mausbach, “Katolische moral Theologie”, Aschendorffsche Verlags
Buchshandlung, Münster, T.III, pág. 272); “revelar los secretos en perjuicio de una
persona es contrario a la fidelidad, pero no si se revelan a causa del bien común, el cual
debe siempre ser preferido al bien particular. Y por esto no es lícito recibir secreto
alguno contrario al bien común” (Summa Theologiae, II-II, q. 68, a.1).
Resultaba (y resulta) imperativo, en consecuencia, respetar el principio de “afianzar la
justicia”, enunciado en el Preámbulo de la Constitución, y verdadero “aspecto
primordial de la tarea de los magistrados” (Fallos, 253:267; 259:27), que determina que
éstos deban atender en la realización del derecho “a los principios que ampara la
Constitución Nacional y que surgen de la necesidad de proveer al bien común,
entendido éste como el conjunto de condiciones de la vida social que hace posible tanto
a la comunidad como a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de su
perfección” (Fallos, 295:157; 296:65; 311:105), y cuya prevalencia ha sido destacada en
reiteradas oportunidades (así, Fallos, 253:135; 258:171; 255:330; “en materia jurídica
ha de haber siempre una salida que lleve al resguardo del bien común”, Fallos,
313:1232).
El incumplimiento de tal mandato resulta patente en el pronunciamiento atacado, por lo
que, teniendo presente la advertencia de Alberdi -quien manifestara que “la propiedad,
la vida y el honor son bienes nominales cuando la Justicia es mala. La ley, la
Constitución y el gobierno son palabras vacías si no se reducen a hechos por las manos
del juez que, en última instancia, es quien los hace ser realidad o mentira”- no cabe sino
sostener que aquél carece de la debida fundamentación, extremo que -a su vezdetermina
la procedencia del recurso (artículo 95 de la Carta Magna provincial).
Voto, pues, por la afirmativa.
A la misma cuestión, el señor Ministro doctor Barraguirre dijo:
En el sub judice, el a quo declaró la nulidad de todo lo actuado con respecto a la
imputada con fundamento en los artículos 18 de la Constitución Nacional, 18, 21, 953 y
concordantes del Código Civil, 88 y 156 del Código Penal, y 161, 164 y 166 del Código
Procesal Penal, por entender que la persecución penal no había sido válidamente
ejercitada, en razón de que, en definitiva, la actividad jurisdiccional se había instado en
virtud de una comunicación hecha a la autoridad policial por parte de la profesional del
arte de curar interviniente, quien realizó un anoticiamiento antijurídico, al violar su
deber de guardar el secreto. El estudio del pronunciamiento impugnado permite concluir
que la Alzada arribó a tal conclusión a partir del “juego dogmático” de los preceptos de
los Códigos Penal y Procesal Penal (artículos 156 y 277; y 180, respectivamente),
considerando que “(…) en el actual estado de la cuestión resulta inaceptable diferenciar
la situación del médico consultado en su clínica privada de aquél que desempeña sus
tareas en un hospital público. El secreto conocido en el ejercicio de su profesión,
susceptible de provocar un perjuicio al transmitirlo, permanece vigente más allá del
eventual carácter de funcionario que pudiera asumir el facultativo, porque es
precisamente su calidad profesional la llave que abre la puerta del ámbito de la reserva
como consecuencia del poder que le confiere su saber especializado. Ni el imperativo
del digesto procesal, ni la simultánea condición de funcionario, ni las circunstancias
concretas de este proceso, configuran justa causa de revelación desincriminante (…)” y
que “(…) la tesitura opuesta conduce a la irrazonable discriminación entre aquellos
pacientes con medios económicos suficientes para acudir a la atención médica
particular, de quienes padecen la indigencia y estarían sometidos a escoger entre su vida
-necesitada del auxilio sanitario-o su proccesamiento y condena por el delito que
afectara su salud”.
Fundado de esa forma el carácter ilícito de la denuncia que dio lugar al proceso de
autos, la Cámara declaró inválidas sus consecuencias, por adhesión a la conclusión
mayoritaria del fallo plenario de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional de la
Capital Federal dictado en la causa “Natividad Frías”.
Frente a tales argumentos, el Ministerio Público Fiscal sostiene la inconstitucionalidad
del fallo por entender, entre otras razones, que a través del mismo la Alzada ha alterado
el principio de supremacía (artículo 31 de la Constitución Nacional) -al circunscribir el
análisis normativo a una “suerte de colisión” dada exclusivamente a nivel de los
Códigos Penal y Procesal Penal-, y no ha considerado la significativa mutación de
nuestro Derecho a partir de la Reforma Constitucional del año 1994 -destacando, en el
punto, la supremacía de los tratados internacionales sobre la ley interna (concretamente,
de la Convención sobre los Derechos del Niño y el Pacto de San José de Costa Rica), en
virtud del artículo 75, incisos 22 y 23, de la Constitución Nacional-.
2. Conforme surge del escrito recursivo, la esencia de la postulación fiscal consiste en
que la Alzada habría soslayado la consideración de disposiciones de jerarquía
constitucional (consagradas en la propia Carta Magna y en convenciones internacionales
con idéntica jerarquía -artículo 75, inciso 22, C.N.-) que beneficiarían a las personas por
nacer, y cuya presencia explícita en el caso habría dado razón para adoptar un criterio
distinto al finalmente sustentado.
El análisis de la cuestión planteada por el recurrente exige a esta Corte “ceñirse a un
estricto escrutinio jurídico del caso sometido a decisión, sin introducirse en valoraciones
morales, religiosas, sociológicas o políticas, que no son de su competencia ni, salvo
excepciones, útiles para la resolución de las causas judiciales. Tales valoraciones ya
fueron hechas por el constituyente, (y por) el legislador (…). A ellas debe remitirse la
sentencia, dándolas por presupuestas” (cfr. C.S.J.N., Fallos, 314:1531).
3. En el caso, entiendo que la alegada violación del orden jerárquico de normas
encuentra -prima facie-asidero en el presente, toda vez que el examen de la
argumentación desarrollada por el a quo pone de manifiesto la total ausencia de
referencias a los principios de rango superior que concurren a la solución del difícil
tema (“hard case”, en la terminología de Ronald Dworkin) sometido a decisión, que
aparece como un conflicto o colisión entre diversos principios jurídicos, como lo son los
que prescriben el respeto de los derechos individuales a la vida, a la salud, a la
intimidad, a la igualdad o a la no discriminación, o la propia obligación estatal de
perseguir y reprimir los delitos -en procura de una tutela efectiva de bienes jurídicos
estimados como “valiosos” por el legislador-. Más aún: tampoco se advierte que la
Alzada haya decidido concretamente si las cláusulas constitucionales y los principios
vinculados son o no aplicables al feto.
Frente a la “situación de tensión” planteada entre los aludidos principios –
abstractamente considerados del mismo rango-, las exigencias constitucionales de
fundamentación suficiente (artículo 95 de la Carta Magna) demandaban del Tribunal
una concreta labor de ponderación racional, que realizara una justa composición entre
los derechos aquí comprometidos atendiendo a las circunstancias fácticas de la causa,
tarea ésta que resulta particularmente insoslayable y operativa en el caso, donde “se
trata de conciliar el derecho del individuo de no sufrir persecución injusta con el interés
general de no facilitar la impunidad” (del voto del Ministro de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, doctor Fayt, en Fallos, 311:105); causa en la que, sin dudas,
concurren derechos fundamentales relacionados directamente con valores constitutivos
del orden jurídico -como los principios de dignidad e inviolabilidad de la persona
(artículo 7 de la Constitución local), que esencialmente procuran asegurar que todo
hombre sea tratado siempre como un fin en sí mismo, y nunca como un simple medio
para otros fines (cfr. mi voto en la causa “Atieni”, A. y S., T. 90, pág. 92; también,
C.S.J.N., Fallos, 312:1953).
Recordemos, en este punto, que el ordenamiento jurídico no es un simple “system of
rules”, sino que su estructura se integra, además de las reglas, con los “principios”, o
normas de primer grado, cuyos conflictos han de resolverse mediante una ponderación
de bienes que conjugue en el caso particular los diversos valores comprometidos a
través de una argumentación racional que posibilite su control o examen institucional
iusfundamental (cfr., por todos, Dworkin, Ronald, “Los derechos en serio”, Planeta-De
Agostini, Barcelona, 1993, págs. 72 y ss.; Alexy, Robert, “Teoría de los derechos
fundamentales”, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, págs. 81 y ss.).
El apuntado defecto discursivo determina que la solución adoptada ya no pueda
considerarse como el resultado de la “argumentación racional” que es dable exigir como
condición de validez de las sentencias judiciales (conf. Tribunal Constitucional Federal
alemán, sentencia del 14 de febrero de 1973, en BVerfGE 34, 269 (287)), por lo que, a
mi modo de ver, no resulta aquí satisfecho sino en modo aparente el requisito de que los
fallos constituyan derivación razonada del derecho vigente aplicable a los hechos
probados del caso (Fallos, 302:579; 303:378 y 2010; 307:1858; 312:287; de esta Corte,
“Ramírez”, A. y S., T. 142, pág. 228), extremo que torna procedente el recurso
interpuesto, sin que tal conclusión signifique abrir juicio sobre la decisión final que
corresponda adoptar en la materia traída a debate, toda vez que -claro está-el
acogimiento del recurso no implica que este Tribunal haga suyas las argumentaciones
contenidas en la impugnación del Ministerio Público Fiscal.
La anulación -en consecuencia-debe entenderse como un mandato emanado de esta
Corte -en su función de “guardián de la Constitución”-y dirigido al Tribunal al que
corresponda emitir un nuevo pronunciamiento, para que éste reexamine el caso con
estricto apego al principio de jerarquía de normas (artículo 31 de la Carta Magna),
ponderando razonablemente los derechos y los valores que colisionan en el presente.
Con el alcance que resulta de las consideraciones precedentes voto, pues, por la
afirmativa.
A la misma cuestión, el señor Ministro doctor Iribarren dijo:
1. El núcleo argumental de los agravios del agente Fiscal pueden centrarse en la omisión
por parte del a quo de valorar las circunstancias del caso atendiendo a aquellas
disposiciones de raigambre constitucional, que al ser de un rango superior a las normas
de derecho común, debían ser tenidos en cuenta, antes que resolver el problema
limitándose a un análisis de las normas adjetivas o sustantivas, que eventualmente, se
hallarían en contraposición con las disposiciones constitucionales sobre el tema.
2. Para entrar al análisis de la cuestión, considero necesario en primer lugar precisar que
una controversia, como la aquí debatida, en la cual se encuentran en juego intereses
jurídicos de raigambre constitucional, debe abordarse desde una perspectiva abarcadora
de todo el ordenamiento jurídico, es decir, no sólo limitada a un estudio de las
disposiciones de derecho común -ya sean de fondo o de forma- sino que también
teniendo en cuenta cuál es el criterio propuesto por la Carta Magna en ese sentido.
Ello por cuanto una interpretación a la luz de normas de derecho común no puede
contradecir el espíritu plasmado en la Ley fundamental.
En efecto, debe entenderse a las normas constitucionales no sólo como preceptos que
fijan pautas de interpretación, sino que también debe analizárselas en su contenido,
espíritu y finalidad, otorgándole la fuerza de convicción necesaria como para que, a
través de ellas, se logre la protección de los derechos básicos de toda sociedad.
En ese sentido, entiendo que tanto las normas expresamente previstas en el texto
constitucional, como las implícitamente referidas, exigen un respeto efectivo y
pragmático, para no quedar reducidas a meros enunciados nominales.
Así las cosas, advierto que en el caso de autos se encuentran confrontados dos valores
cuya ponderación por el ordenamiento jurídico es incuestionable. Ellos son el “derecho
a la vida del nasciturus” por un lado y el “derecho a la salud de la madre” por el otro.
Y ante estas especificaciones, no caben dudas, el derecho a la vida cuenta con la más
decidida protección tanto en las disposiciones de la Constitución nacional, como en los
numerosos antecedentes emanados del más Alto Tribunal, entendiéndoselo como un
derecho preexistente a cualquier otro y sin el cual no tendría razón de ser el cuidado de
los demás valores jurídicos.
Así, la Corte Suprema de la Nación considera que “…la vida humana es la condición
necesaria para el goce de todos los derechos garantizados por la Constitución y las
leyes” (“Martínez”, Fallos 302:832).
Dicho fundamento resulta claro, por cuanto no puede hablarse de derecho a la libertad, o
derecho a la salud -aquí comprometidos en relación con la vida- si no se cuenta con
aquel derecho que da origen a la persona para que esta pueda gozar de las demás
prerrogativas.
Es decir, el derecho a la vida es preexistente a todo, incluso al ordenamiento jurídico, ya
que el mismo constituye la base para el nacimiento de los demás derechos. Así lo
entendió el máximo Tribunal en el antecedente “Amante, Leonor” (Fallos 312:1953), al
referir que “…en el caso se encontraban comprometidos los derechos esenciales a la vida
y a la dignidad de la persona -preexistentes a todo ordenamiento positivo-“.
En definitiva, podemos afirmar que el derecho a la vida es un derecho absoluto, porque
sin su posesión ninguno de los otros es posible. Como consecuencia el Estado tiene,
siempre, una obligación absoluta de resguardar la vida con preferencia a cualquier otro
derecho, tal como lo reseñara el máximo Tribunal nacional en el antecedente
“Scamarcia” al expresar que “…ningún deber es más primario y sustancial para el
Estado que el de cuidar la vida y la seguridad de los gobernados…”.
Desde otra óptica, puede señalarse que, si bien la defensa del derecho a la vida no
contaba hasta la reforma de 1994 con una alusión expresa en la Constitución nacional,
la protección devenía incuestionable de conformidad a lo dispuesto en los artículos 31 y
33 de la Ley fundamental.
En efecto, al referir en esta última norma a los derechos implícitamente reconocidos, se
está aludiendo a las previsiones estipuladas en aquellos ordenamientos normativos que
regulan la cuestión de una manera decidida y enfática, como son no solo las normas de
derecho común -arts. 79 y 88 C.P., entre otros-, sino también en aquellos instrumentos
de derecho internacional como son los Pactos, Convenciones y Declaraciones que, al
referirse expresamente sobre Derechos Humanos, prestan especial atención al derecho a
la vida y algunos, incluso, llegan a referir expresamente que el mismo comienza desde
el momento de la concepción -art. 4.1. del Pacto de San José de Costa Rica-.
Pero, debe advertirse que tal situación, varió sustancialmente luego de la reforma
operada en el año 1994 a la Carta Magna, donde no solo se otorgó jerarquía
constitucional en las condiciones de su vigencia a los tratados a que allí se alude -art.
75, inc. 22-, sino que también se incorpora expresamente la protección del niño, desde
el embarazo, como así también las garantías del pleno goce de los derechos reconocidos
por la Constitución nacional y los Tratados sobre los Derechos Humanos.
A mayor abundamiento, se observa que idéntica situación se presenta en el ámbito de la
Constitución provincial. En efecto, si bien la misma no tiene una norma expresa que
refiera sobre el derecho a la vida específicamente, es dable observar que del artículo 7
de ella se desprende que el Estado debe reconocer la dignidad de la persona humana,
como así también que constituye una obligación a su cargo la protección de los derechos
esenciales del hombre.
A ello puede agregarse que el artículo 6 del referido ordenamiento constitucional
dispone que, los habitantes del territorio provincial gozan de los derechos reconocidos
por la Carta Magna nacional, ya sea aquellos que están expresamente enunciados en su
texto, como así también los implícitamente referidos y que nacen de los principios que
las inspiran.
3. Expuesto lo que antecede, debo señalar que tales imperativos no pueden ser
analizados en forma separada de la correspondiente obligación de toda la comunidad de
colaborar con la protección de los derechos aquí comprometidos.
En efecto, la sociedad, como destinataria de las consecuencias de las medidas que se
adopten desde el Estado en torno al resguardo de los derechos fundamentales, debe
comprometerse en colaborar con él para así hacer más efectiva la tarea de prevenir la
comisión de ilícitos.
Ese deber-compromiso no solo encuentra sustento en normas de derecho positivo que
imponen determinadas conductas -arts. 29 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y 32 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos-, sino que
también deviene de la necesidad de comprometerse con el desarrollo de la Nación y la
protección de valores trascendentales que, como vimos antes, constituye el resguardo
del derecho a la vida, y con mayor énfasis en aquellos momentos en que la posibilidad
de defensa de la eventual víctima se ve reducida a nada.
De todo lo expuesto, en confrontación con los argumentos esbozados por la Sala en su
decisorio, se desprende que el a quo no valoró adecuadamente las circunstancias de la
causa a la luz de los imperativos emanados de la Ley Suprema de la Nación, por lo que
la resolución en examen no constituye una derivación razonada del derecho vigente.
Voto, pues, por la afirmativa.
A la misma cuestión, el señor Ministro doctor Falistocco dijo:
1. De la lectura del decisorio emanado de la Sala Segunda de la Cámara de Apelación
en lo Penal se desprende que el a quo declaró “…la nulidad de todo lo actuado en la
presente causa respecto de la imputada … por haberse promovido la persecución penal
en virtud de la violación del secreto profesional de la médico interviniente…”.
Valoró para ello que la noticia suministrada por la profesional se identificaba con el tipo
previsto en el artículo 156 del Código Penal, definiendo la ilicitud del mecanismo
promotor de las investigaciones.
Consideró, además, que “…ni el imperativo del digesto procesal, ni la simultánea
condición de funcionario, ni las circunstancias concretas de este proceso configuran
justa causa de revelación desincriminante…”, fundamentando tal decisión en el fallo
Pleno “Natividad Frías”.
Finalmente, concluyó en que “Una concepción integral y teleológica del sistema
vigente, no permite que un anoticiamiento antijurídico -como el de autos- se aproveche
para relevaar eficazmente el presunto delito cometido por la víctima de la revelación
prohibida, en lugar de imponer una consecuencia tendiente a disuadir la reiteración de
comportamientos profesionales contrarios a derecho…impidiendo así que la
administración de justicia sea beneficiaria de un comportamiento ilegal”.
Contra tal pronunciamiento, el Fiscal de Cámaras interpuso recurso de
inconstitucionalidad, esbozando los siguientes agravios:
Postula que el fallo de la Alzada quebrantó los principios de defensa en juicio y de
debido proceso, por cuanto se estaría pronunciando sobre una cuestión que no había
sido sustanciada y de la cual no estaba habilitado para expedirse. Ello, agrega, sin
habérsele dado la correspondiente participación.
Indicó que, conforme lo sostiene la doctrina mayoritaria -entre ellos Soler-, en los casos
en que el conocimiento del hecho delictivo llega al profesional a través de la víctima, el
mismo no está impedido de revelar la noticia.
Añade que el problema se planteó al considerar el Tribunal a quo que la víctima en este
caso era la madre y no el feto abortado, cuando en realidad es éste el verdadero
perjudicado por cuanto fue a él al que se le privó de su vida. Agregó en ese sentido que
ante la confrontación de intereses jurídicos en juego -derecho a la vida, en el caso del
aborto y derecho a la libertad, en la violación de secretos-, el Tribunal debió inclinarse
por la protección del primero, en razón de la preeminencia lógica que la vida ostenta
sobre la libertad.
Expresa que a partir de la reforma de 1994 se otorgó jerarquía constitucional a los
tratados internacionales, entre ellos los relativos a derechos humanos, situándolos
incluso por encima de las normas internas.
Ello, señala el recurrente, no fue considerado adecuadamente por la Sala, la que sólo
limitó su análisis a la colisión entre artículos del Código Procesal Penal y del Código de
fondo, otorgando al artículo 156 de este último una entidad suficiente como para inhibir
el proceso penal, sin siquiera atender al nuevo orden jurídico existente a partir de la
reforma constitucional de 1994, apoyándose en jurisprudencia pretérita, obviando por lo
tanto que dicha reforma modificó el orden normativo vigente hace tres décadas atrás.
2. Para comenzar a desentrañar la temática del sub judice, considero indispensable
cotejar los agravios esgrimidos por el agente fiscal en relación a los argumentos
empleados por la Sala para fundamentar su decisorio, para lo cual será necesario
analizar éstos a los fines de determinar si se cumple el imperativo previsto en el artículo
95 de la Constitución provincial en lo que respecta a la fundamentación suficiente que
deberán tener las resoluciones emanadas del órgano judicial.
En primer lugar trataré el tema consistente en precisar si, tal como lo sostuvo la Sala, la
noticia que dio origen al procedimiento penal constituye una acción típica que encuadra
dentro del artículo 156 del Código Penal, razón por la cual no podría valer como una
denuncia válida a los fines de iniciar un proceso penal.
Para tales efectos, considero necesario especificar cuáles son las normas en cuestión
cuya interpretación hace a la controversia descripta.
El artículo 156 del Código Penal establece que “será reprimido…el que teniendo noticia,
por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte, de un secreto cuya divulgación
pueda causar daño, lo revelare sin justa causa”.
El artículo 180 del Código Procesal Penal de la Provincia estipula: “Tendrán deber de
denunciar los delitos perseguibles de oficio: inc. 1: los funcionarios o empleados
públicos que los conozcan en ejercicio de sus funciones; inc. 2: los médicos, parteras,
farmacéuticos y demás personas que ejerzan cualquier ramo del arte de curar, en cuanto
a los atentados personales que conozcan al prestar los auxilios de su profesión, salvo
que los hechos conocidos estén bajo el amparo del secreto profesional”.
Reseñado ello, corresponde previamente dilucidar un aspecto que surge de la opinión
vertida por el Tribunal a quo, relativa a la discriminación que se originaría al ser los
empleados o funcionarios públicos los únicos que tendrían la obligación de denunciar y
no así los médicos particulares, razón por la cual los pacientes que tuvieran la
posibilidad económica de concurrir a una clínica privada tendrían la tranquilidad de que
su actuar no sería puesto en conocimiento de autoridad alguna al no estar obligados los
profesionales que los atiendan, no así aquéllos que, por carecer de recursos económicos,
no contarían con otra alternativa que la de su atención en hospitales públicos.
En este sentido, debo expresar que coincido con lo sostenido por el doctor Iribarne en su
voto en la causa “M, M. E. y ot.” del Tribunal Superior de Neuquén, en cuanto a que
“…el razonamiento derivado del nivel socioeconómico de las encartadas … hacen
exigible la persecución del aborto en todos los niveles, pero no justifican en modo
alguno la desincriminación postulada. La existencia de “delincuencia de cuello blanco”,
y aún el eventual éxito de quienes logran, cometiendo delitos, sustraerse de la sanción
penal, y aún del proceso, no autoriza la derogación de normas punitivas, sino impone
más bien el agotamiento de toda instancia que asegure la correcta y general aplicación
de la ley” (E.D., T. 129, pág. 389).
A ello debe agregarse lo expuesto por el más Alto Tribunal nacional en el caso
“Zambrana Daza” del 12.8.1997, en el sentido de que la excepción contenida en el art.
167 del C.P.P.N. -que coincide con lo dispuesto en el 180 inc. 2 del C.P.P. de Sta Fe.-,
“…no alcanza a las autoridades o empleados públicos…”.
Pero, resulta dable destacar, de ese criterio de la Corte nacional no se deriva, sin más,
que los profesionales que presten servicios en instituciones privadas estén siempre
exentos del deber de denunciar los hechos ilícitos que pudieran llegar a tener
conocimiento.
Ello así, por cuanto además de la normativa adjetiva, que les impone tal
comportamiento -art. 180, inc. 2 del Cód. Proc. Penal de la Pcia., sin perjuicio de
considerar la excepción prevista en la última parte del referido inciso-, se ven
compelidos a efectuar la denuncia no sólo por lo previsto en el Código Penal que en el
artículo 277 prevé la figura del encubrimiento para “…el que sin promesa anterior al
delito, cometiere después de su ejecución, algunos de los hechos siguientes: inc. 1)
ayudare a alguien a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción
de ésta, u omitiere denunciar el hecho estando obligado a hacerlo”; sino también -y
como se verá seguidamente-, por las leyes específicas que regulan el ejercicio de las
ramas del arte de curar en nuestro país y en nuestra provincia.
Por lo tanto, la argumentación del a quo basada en una posible discriminación social,
llevaría no solo a desincriminar al médico y a la paciente de un hospital público por su
distinta responsabilidad penal, sino que paradójicamente también está anunciando
idéntica desincriminación si tales conductas ocurriesen en el ámbito de un sanatorio
privado.
3. Aclarado ello, corresponde ahora adentrarnos al tratamiento de la cuestión relativa a
si la divulgación de un secreto por parte de un profesional, conocido con motivo de su
trabajo, incurre dentro de la figura prevista en el artículo 156 del Código Penal, o si
existen excepciones a tal precepto, que de acuerdo a las circunstancias del caso,
tornarían lícita la revelación.
De ello se desprenden distintas consideraciones, las que abordaré en forma separada.
En primer lugar, cabe determinar si, dada la situación de haber asistido a la revelación
de una noticia consistente en la presunta comisión de un delito, el profesional está
compelido siempre a guardar el secreto al que accedió, o tiene la posibilidad de
denunciarlo sin temer que su accionar configure una conducta ilícita.
Ello nos coloca ante la problemática referida a la “absolutización” del secreto
profesional.
Así, el precepto legal del artículo 156 del código de fondo exige como uno de los
requisitos del tipo, que para que la divulgación del secreto sea punible, debe ocasionar
un daño. Ello me lleva a preguntarme cuál es el daño al que refiere la norma y del que el
ordenamiento intenta proteger.
De un primer análisis, se advierte que el ordenamiento penal se está refiriendo al
eventual perjuicio que se pueda ocasionar a la persona que confió el secreto a un
profesional. Ahora bien, qué pasa cuando la conducta del profesional consistente en
guardar el secreto, puede ocasionar, al mismo tiempo, un daño a la sociedad. Cuál es el
daño que el ordenamiento penal se propone evitar.
Para ello, deviene necesario especificar que “daño” es toda afectación ilegítima de un
interés jurídicamente protegido.
Ahora bien, en el caso tenemos que, a criterio de la Sala, se le infirió un daño a la
imputada consistente en la iniciación de un juicio penal con el consiguiente
procesamiento, el que tuvo como origen la revelación por parte de la profesional que la
atendiera, de la noticia que le fuera confiada.
Pero, el a quo no ha considerado que ese eventual daño no resultaba extraño al propio
comportamiento anterior de la imputada que la llevó a enfrentarse con el riesgo de ser
sometida a un proceso penal, que tenía su origen en una conducta que aparecía -en
principio- como violatoria del orden jurídico.
Es que en realidad ya mediaba otro daño, cual fue el soportado por la verdadera víctima
que no contaba con medios para defenderse, este es el niño abortado, víctima que
parecería no ser computada a estos fines, en el argumento del a quo, mediante el liviano
discurso de que su vida ya se había “extinguido”.
Y es que el tema del daño no puede analizarse al margen de si ha mediado o no en la
especie, justa causa que releve al médico de guardar secreto.
Así las cosas, para abordar ello debemos tener especialmente en cuenta que nos toca
decidir una cuestión innegablemente compleja, por cuanto nos encontramos en
presencia de una confrontación de valores jurídicos de trascendental importancia como
son el derecho a la vida por un lado, y a la salud y a la libertad por el otro, que
protegidos todos por el ordenamiento normativo, nos toca a nosotros hallar una fórmula
de convivencia entre ellos.
En este orden, resulta de aplicación el criterio expuesto en el antecedente “Holder” (A. y
S. T. 112, pág. 394), en el sentido que “…la Constitución es una estructura coherente y,
por lo tanto, ha de cuidarse en la inteligencia de sus cláusulas, de no alterar en este caso
el delicado equilibrio entre la libertad y la seguridad. La interpretación del instrumento
político que nos rige no debe, pues, efectuarse de tal modo que queden frente a frente
los derechos y deberes por él enumerados, para que se destruyan recíprocamente. Antes
bien, ha de procurarse su armonía dentro del espíritu que les dio vida (Fallos 312:508)”.
Y en dicha omisión, quiero aclarar que no pasó inadvertido para quien emite este voto,
las circunstancias económico-sociales de quien aparece como imputada, y
fundamentalmente el resguardo de la propia salud de la misma, circunstancias éstas que
rodearon la presente causa, más no pueden ser tomadas ellas, como eximentes a los
fines de la incriminación de una conducta como la aquí en cuestión.
Reseñado ello, considero que no caben dudas que de un análisis totalizador del
ordenamiento jurídico, se desprende que la finalidad perseguida por el mismo no es otra
que la de proteger el derecho a la vida por sobre los demás derechos, asegurándose así
el resguardo de la sociedad en su conjunto.
En ese sentido, el máximo Tribunal nacional consideró que “El respeto debido a la
libertad individual no puede excluir el legítimo derecho de la sociedad a adoptar todas
las medidas de precaución que sean necesarias no sólo para asegurar el éxito de la
investigación, sino también para garantizar, en casos graves, que no se siga
delinquiendo…” (causa “Todres”, Fallos 280:298).
En virtud de lo expuesto, cabe concluir que en el caso en examen, el perjuicio del cual
se intenta amparar a la sociedad -desincriminación del aborto- reviste un carácter más
significativo que el de preservar la libertad de acción de la imputada. Ello impacta
directamente con el alcance del secreto profesional, y por lo tanto, si el juego de
aquellos valores enunciados abría las puertas de la justa causa que aleja al profesional
de la conducta reprimida por el artículo 156 del código sustantivo.
Teniendo en cuenta que ese recaudo -que integra la norma en estudio, conforme lo
sostienen Nuñez, Soler y Creus- fue introducido por quien fuera el responsable de su
vigencia -esto es el codificador-, nada mejor que averiguar cuál era la finalidad
perseguida en aquel momento. En ese orden, la Corte Suprema de la Nación ha
ratificado reiteradamente que “La primera regla de interpretación de las leyes, es dar
pleno efecto a la intención del legislador” (por todos, caso “Baliarda”, Fallos 303:917).
Por ello, comienzo por destacar la posición del autor del Código Penal, Rodolfo Moreno
(h), quien en su comentario al artículo 156 de dicho ordenamiento expresó que “El
código habla de la revelación sin justa causa, lo que significa que si se hiciere mediando
aquélla, el delito no existiría” (“El Código Penal y sus antecedentes”, T. V).
También es dable destacar que a esta cuestión refieren las normas específicas que
regulan la actividad de los profesionales del arte de curar y fundamentalmente se
relaciona con los valores en juego, especialmente aquellos de raigambre constitucional,
tema que abordaré más adelante.
Así, el Código de Ética de la Confederación Médica Argentina en su artículo 70 dispone
que: “El médico sin faltar a su deber, denunciará los delitos de que tenga conocimiento
en el ejercicio de su profesión, de acuerdo con lo dispuesto por el C.P. No puede ni debe
denunciar los delitos de instancia privada contemplados en los arts. 71 y 72 del mismo
código”.
En nuestra provincia, dicha situación fue regulada por el Código de Ética de los
Profesionales del Arte de Curar y sus Ramas Auxiliares, decreto-ley 3648, confirmado
por la ley 4931, que en su artículo 80 reproduce la norma nacional antes transcripta.
Resulta de interés, asimismo, lo expuesto por Bonnet en este sentido, cuando expresó
que “…el profesional debe atenerse a la ley de fondo que es clara y concluyente. Si hay
´justa causa´(y la comisión de un delito de acción pública lo es), la denuncia
corresponde” (“Medicina Legal”, Bs. As. 1967, págs. 30 y 34).
Todos estos enunciados reafirman que el secreto profesional no es “absoluto” en cuanto
a las obligaciones que impone al facultativo de guardar el mismo, y no conducen sino a
admitir que, cuando existe justa causa, la revelación llevada a cabo por el profesional no
encuadra dentro del tipo previsto en el artículo 156 del Código Penal.
4. No obstante, y tal como lo anticipara, a mayor abundamiento puede señalarse que una
adecuada ponderación de los valores en juego, nos llevarían a precisar si en el caso
existió o no justa causa de revelación.
Para ello, estimo necesario en primer lugar, hacer una evaluación de los intereses
jurídicos en juego, debiendo valorar todas las circunstancias ocurridas en la causa,
tratando de impedir que se vulneren derechos fundamentales de la persona, con la
finalidad de arribar a una solución objetivamente justa en el caso concreto, por cuanto la
admisión de soluciones notoriamente disvaliosas no resulta compatible con el fin común
de la tarea judicial (Fallos 249:37; 281:146), no debiendo prescindirse además “…de las
consecuencias que naturalmente derivan de un fallo, toda vez que constituye uno de los
índices más seguros para verificar la razonabilidad de la interpretación y su congruencia
con el sistema en que está engarzada la norma” (Fallos 234:482); teniendo en cuenta, al
igual que lo consideró la Corte Suprema del Estado de Minnesota en el caso “Naftalín
vs. Kings” y lo adoptó nuestra Corte nacional en Fallos 303:917, que “…tales reglas
tienen como presupuesto una adecuada ponderación de las circunstancias tomadas en
cuenta para sancionar la ley y, además, la verificación de los resultados a que su
exégesis conduzca en el caso concreto…”. Para finalizar, debe señalarse lo expuesto por
Sagüés, cuando expresó que “Hay que desterrar la interpretación imprevisora, es decir
aquélla que omite la meritación del valor jurídico ‘previsibilidad'”, concluyendo que
“…la interpretación que ignora la consideración de las consecuencias o la verificación de
los resultados a que ella conduce, será considerada como temeraria, disvaliosa” (Sagüés,
Néstor Pedro, “La interpretación Judicial de la Constitución”, Ed. Depalma, Bs.As.
1998, págs. 118 y ss.).
En este aspecto, la Sala expuso en oportunidad de decidir la concesión del recurso de
inconstitucionalidad, que en ocasión de resolver la temática sometida a examen,
consideró que la confrontación de intereses jurídicos “…no se daba entre el derecho a la
vida -ya extinguida- del feto y el secreto profesional, sino entre el interés público en la
preservación de la vida -de la madre- y el interés público en la represión penal, habiendo
el Tribunal priorizado el primero en razón de su carácter fundamental…” (f. 21, Expte.
Cam. de Apel. en lo Penal, Sala 2, nro. 82/96).
Disiento con el criterio del Tribunal a quo. En efecto, creo que, de un análisis detenido y
pormenorizado de la situación, se desprende que en el caso se hallan en juego dos
valores fundamentales reconocidos por el ordenamiento jurídico.
Por un lado, puede plantearse la cuestión entre el “derecho a la vida del feto”, en
confrontación con el “derecho a la salud de la madre”; y por el otro, entre “la
administración de justicia” en pugna con la “aceptación de medios ilícitos que puedan
dar origen al proceso”.
Estos son los bienes jurídicos que debieron ser atendidos por el juzgador a la hora de
decidir una solución al conflicto, debiendo en este sentido, tener presente el criterio del
más Alto Tribunal nacional, a la hora de ponderar derechos de raigambre constitucional,
cuando sostuvo que “…la idea de justicia impone que el derecho de la sociedad a
defenderse contra el delito sea conjugado con el del individuo sometido a proceso, en
forma que ninguno de ellos sea sacrificado en aras del otro” (caso “Zambrana Daza” del
12.8.1997).
La cuestión radica, entonces, en valorar ambos derechos en las especiales circunstancias
de la causa y en el conjunto orgánico del ordenamiento jurídico, es decir, no solamente
atendiendo a normas de derecho común, sino también a lo estipulado por aquellas
disposiciones de nivel internacional que resultan aplicables en nuestro ordenamiento
jurídico interno; como así también en normas constitucionales que, sin duda,
constituyen el basamento principal de todo el ordenamiento normativo.
Reseñado ello, y entrando en el análisis referido a la confrontación entre el derecho a la
vida del nasciturus y la salud de la madre, debe destacarse que innumerables
antecedentes de la Corte nacional, confirman que el derecho a la vida cuenta con la más
decidida protección en nuestro ordenamiento normativo, al ser considerado como
derecho fundamental de la persona humana.
Así en el antecedente “Saguir y Dib” se expresó que “… el derecho a la vida,… es el
primer derecho natural de la persona humana, preexistente a toda legislación positiva,
que obviamente, resulta reconocido y garantizado por la Constitución nacional y las
leyes…”, agregando luego que “…No es menos cierto que la integridad corporal es
también un derecho de la misma naturaleza, aunque relativamente secundario con
respecto al primero…”, en obvia referencia a la vida.
En ese orden, en el antecedente “Scamarcia” (publ. en J.A. 1997-II-91), el máximo
Tribunal expresó que “…ningún deber es más primario y sustancial para el Estado que el
de cuidar la vida y la seguridad de los gobernados”.
De lo reseñado, puede colegirse que la jurisprudencia del más Alto Tribunal de la
Nación presta la protección más decidida al derecho a la vida, entendiéndolo como
previo a toda legislación y como necesario para el goce de los demás derechos.
5. Corresponde ahora determinar cuál es el amparo que merece el derecho a la vida en el
ordenamiento constitucional, como así también en las normas de derecho internacional
que, mediante la suscripción y ratificación por parte de nuestro país, rigen en el
ordenamiento jurídico interno.
Resulta apropiado en este punto reseñar lo expuesto por Sagüés cuando, citando a Karl
Loewenstein, expresó que cabe aludir a un “rol sistemático del Poder Judicial, en pro,
sustancialmente de la preservación y persistencia del sistema constitucional y de los
derechos personales. Mediante vetos a la actuación de los otros poderes y de adopción
de decisiones de aplicación y desarrollo constitucional, a la judicatura le cabe dar
‘fuerza normativa’ a la Constitución. El desempeño incompleto o deficiente de ese rol,
priva a la Constitución de realidad existencial y en esa misma proporción la transforma
en una ‘constitución nominal'” (Sagües, op. cit., págs. 24 y 25).
En efecto, como lo sostiene Jonathan Miller, “La fuerza con la cual los derechos
humanos son protegidos, aparte de depender de cuestiones sociológicas que determinen
su eficacia, depende en gran parte de las actitudes del Poder Judicial, en su función de
intérprete del derecho sustantivo…”, lo que adquirirá mayor relevancia cuando a través
de esa actividad judicial se llegue a la “…creación de nuevas normas protectoras, a
través de la interpretación de la Constitución nacional” (“Constitución y Derechos
Humanos”, Ed. Astrea, Bs. As. 1991, pág. 182).
Para llevar a cabo tal faena interpretativa, resulta necesario escindir el estudio en un
antes y un después de la reforma constitucional operada en el año 1994.
En efecto, antes de la aludida reforma, el derecho a la vida contaba con un
reconocimiento de la Carta Magna a través de lo dispuesto en su artículo 33, lo cual
permitía colegir que, aunque se trataba de un derecho que no estaba consagrado
expresamente en dicho texto, debía ser considerado como una garantía implícita y
merecedora del resguardo y protección que la Constitución nacional deparaba a las
explícitamente consignadas.
A ello, debe sumarse lo dispuesto por el artículo 31 del texto constitucional respecto a
los diferentes tratados internacionales, ratificados por nuestro país, y en especial en los
referidos a Derechos Humanos, en los que se hace una alusión expresa a la protección
del derecho a la vida.
Así, en el Pacto de San José de Costa Rica -ratificado por ley 23054-, su artículo 4.1.
estableció que “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará
protegido por la ley y, en general a partir del momento de la concepción. Nadie puede
ser privado de la vida arbitrariamente”.
Asimismo, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre en su
artículo VII se establece que tanto la mujer en estado de gravidez como todo niño tienen
derecho a protección, cuidado y ayuda especiales”; la Declaración Universal de
Derechos Humanos en su artículo 3 estipula que “Todo individuo tiene derecho a la
vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos en su artículo 6.1. expresa que “El derecho a la vida es inherente a la
persona humana. Este derecho estará protegido por la ley. Nadie podrá ser privado de la
vida arbitrariamente”; y por último la Convención sobre los derechos del Niño –
ratificada por ley 23849- que en el artículo 6 estipula: inc. 1 “Los Estados Partes
reconocen que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida”; en tanto en el inc. 2
prevé que “Los Estados Partes garantizarán en la máxima medida posible la
supervivencia y el desarrollo del niño”.
Si bien todos estos institutos de derecho internacional tenían vigencia en nuestro
ordenamiento jurídico, fue a partir de la reforma constitucional del año 1994 en que su
rango varió sustancialmente. En efecto, el artículo 75 inciso 22, estipula que los
Tratados, Declaraciones, Convenciones y Pactos que allí se enumeran “…en las
condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional…”.
6. Desde otra óptica, merece también destacarse la discusión que sobre la temática
relativa a la protección de los derechos humanos, se generó en el seno de la Convención
Constituyente reunida en 1994 a los efectos de reformar el texto de la Carta Magna.
Ello por cuanto, como ya se reseñara supra, resulta de gran importancia tener presente
cuál fue la intención del legislador, en este caso del constituyente, al momento de
elaborar el texto constitucional que nos ocupa.
En ese sentido, el máximo Tribunal nacional en el caso “Baliarda” -citado- consideró
que la “interpretación histórica” debe ser la prevaleciente, pero que esa exégesis volitiva
puede ser corregida apenas se tengan en cuenta, además de las palabras de la ley y de la
voluntad de su autor, los hechos que explicaron la sanción de la norma y la verificación
de sus resultados a que llevaría una interpretación judicial en los casos a resolver.
Queda así expuesta la importancia que reviste una correcta interpretación del
ordenamiento normativo, teniendo en cuenta asimismo las consecuencias que de la
misma pudieran derivar.
Volviendo ahora a lo referido en orden a desentrañar la voluntad del legislador, resulta
de interés el debate sostenido en la aludida Convención sobre si se debía dejar
estipulado expresamente en el texto constitucional la protección del derecho a la vida, y
específicamente, desde el momento de la concepción.
En esa oportunidad, el convencional Pettigiani señalaba que, desde ese instante -el de la
concepción- hasta el nacimiento, es uno de los momentos de mayor desamparo en que
se encuentra una vida humana, razón por la cual, debía preveerse una protección
especial, y que mejor que dejarlo plasmado en el texto constitucional.
Distinta opinión tenía el convencional Barra, quien sostenía que no era indispensable
dejar expresamente previsto en el texto constitucional que la vida comienza desde la
concepción, y por ende, a partir de ella su protección, por cuanto ello ya se encontraba
establecido en la Convención sobre los Derechos del Niño, como así también en el
Pacto de San José de Costa Rica y, a través de ellos, regía en el ordenamiento jurídico
interno (Obra de la Convención Constituyente 1994, Ed. La Ley, Bs. As., T. V, págs.
5317 y ss.).
Ahora bien, reseñada la voluntad del legislador, no solo por su intención sino por las
circunstancias y objetivos que lo rodearon en aquel momento, restaría averiguar si,
previendo los resultados a los que se podría arribar o las consecuencias que se
originarían, es posible concluir en que lo estipulado es algo útil, sensato y –
fundamentalmente- justo.
Y creo que esa discusión, rica en su contenido, resultó de una importancia trascendental
por cuanto, como consecuencia de ella, se logró incorporar al texto de la Carta Magna
una previsión tan específica y concluyente como la estipulada en el artículo 75 inciso
23.
7. Corresponde ahora determinar el alcance de los instrumentos de nivel internacional a
los que hice referencia, en relación al ordenamiento jurídico de nuestro país, y, en razón
de ello, las derivaciones que puede ocasionar su acatamiento o no por parte de los
distintos poderes del Estado suscriptor de los mismos.
En este aspecto, resulta de interés la opinión de Bidart Campos, quien sostiene que
“…los tratados sobre derechos humanos, si bien responden a la tipología de los tratados
internacionales, son tratados destinados a obligar a los Estados parte a cumplirlos dentro
de sus respectivas jurisdicciones internas, es decir a respetar en esas jurisdicciones los
derechos que los mismos tratados reconocen directamente a los hombres que forman la
población de tales Estados” (“El artículo 75, inciso 22 de la Constitución y los Derechos
Humanos”, Editores del Puerto S.R.L., Bs. As. 1997, págs. 77-88).
En el mismo sentido se ha expedido el más Alto Tribunal cuando consideró que la
aplicación de los tratados internacionales, le permite al Estado “…cumplir acabadamente
los compromisos asumidos en materia de derechos humanos…”; “…ya que lo contrario
podría implicar responsabilidad de la Nación frente a la comunidad internacional…”,
(caso “Giroldi”, publ. en J.A. 1995-III-571); “…revistiendo gravedad institucional la
posibilidad de que se origine la responsabilidad del Estado por el incumplimiento de sus
obligaciones internacionales” (caso “Monges”, Publ. en J.A. Rev. nro. 6075 del
4.2.1998).
De ello se desprende que los Estados suscriptores de los referidos Tratados tienen el
deber de velar para que las disposiciones en ellos contenidas sean efectivamente
aplicadas, siempre y cuando las situaciones cayeran dentro de su órbita, pudiendo
generar dicha inobservancia una responsabilidad por parte del país firmante.
Por todo ello, y atento a las previsiones señaladas, resulta incuestionable precisar que
los mismos tienen prevalencia sobre lo dispuesto en normas de derecho común, ya sean
de fondo o de derecho procesal.
De lo reseñado, no cabe sino concluir, que el a quo debió atender a aquellas
disposiciones cuyo rango es incuestionablemente superior, esto es, tanto lo previsto en
la Constitución nacional, como lo estipulado en los referidos tratados, y no limitar su
interpretación a lo dispuesto por los artículos 156 del Código Penal, y 180 del Código
Procesal Penal.
Razón por la cual deviene aplicable el criterio expuesto por la Corte nacional en el
antecedente “Calles” (Fallos 238:546), reafirmado luego en el aludido caso “Zambrana
Daza” -aunque si bien con referencia al tráfico de estupefacientes-, en el sentido de que
“…la sanción de nulidad decretada sobre la base de lo dispuesto en una norma de
derecho procesal… omitiendo aplicar las disposiciones de los tratados pertinentes
…constituye flagrante violación a las reglas de supremacía de las normas previsto en el
artículo 31 de la Constitución nacional”.
8. Expuesto lo que antecede, debemos ahora adentrarnos al tratamiento del segundo
planteo, esto es la confrontación que se presenta entre la “administración de justicia” y
“la aceptación de medios ilícitos que den origen al proceso”.
En este aspecto, la Sala declaró la nulidad de todo lo actuado por haberse promovido la
persecución penal en virtud de la violación de un secreto profesional, considerando para
ello que “Una concepción integral y teleológica del sistema vigente, no permite que un
anoticiamiento antijurídico -como el de autos- se aproveche para revelaar eficazmente el
presunto delito cometido por la víctima de la revelación prohibida…”. Agregó además,
que “La situación presentaría semejanza con la eficacia de las pruebas ilegítimamente
obtenidas, las que el más Alto Tribunal de la República ha descalificado como sustento
de un proceso válido y un pronunciamiento de condena (casos “Montenegro”,
“Rayford”, “Florentino”…) impidiendo así que la administración de justicia sea la
beneficiaria de un comportamiento ilegal”.
De tal afirmación, se infiere que el a quo consideró que lo acaecido en este caso tendría
semejanza con aquellos antecedentes en que se decidió la aplicación de la teoría de los
frutos del árbol venenoso o “regla de la exclusión”, en virtud de la cual los medios
probatorios obtenidos ilegalmente no podrían ser tenidos en cuenta para resolver un
caso.
En primer lugar, debe señalarse que esta teoría, de origen en los EE.UU. se limita a
reglamentar situaciones en aquellos supuestos en que se ha producido un
quebrantamiento de un requisito positivamente exigido respecto del procedimiento.
Así en el caso “Montenegro” se trató de una confesión obtenida mediante apremios
ilegales. En “Florentino” se excluyeron pruebas que habían sido obtenidas mediante un
allanamiento ilegal, al igual que en el antecedente “Rayford”.
En este sentido, es criterio del más Alto Tribunal nacional que, no obstante la categórica
formulación de la regla de la exclusión, la misma admite el concurso de factores que
pueden atenuar los efectos de una aplicación automática e irracional y “Que asimismo
resulta conveniente recordar que los jueces tienen el deber de resguardar, dentro del
marco constitucional estricto “la razón de justicia que exige que el delito comprobado
no rinda beneficios” (caso “José Tiboldi”, Fallos 254:320, consid. 13., criterio expuesto
en mi voto en autos “Mónaco”, A. y S. T. 145, pág. 1).
En efecto, en aquella causa -en la que se acudió a un criterio restrictivo en la
impugnación de medios probatorios ingresados al proceso penal-, se precisó que si
existían otros “cauces de investigación” con los que se podría acreditar la comisión de
un ilícito penal, los mismos debían ser tenidos en cuenta, no pudiendo invalidarse todo
el proceso, sino solamente a aquellas pruebas obtenidas ilegítimamente.
Considero que ese criterio de “acotar la regla de la exclusión” debe ser tenido en cuenta
al analizar el presente caso.
Ello así por dos motivos cuyos fundamentos paso a reseñar: el primero, que como ya
quedó expuesto con anterioridad, existe justa causa de revelación, lo que torna lícita la
conducta efectuada por el profesional que dio origen a las actuaciones judiciales.
En lo que hace al otro aspecto, debo señalar que en el caso en examen no existió, por
parte de la administración de justicia, un aprovechamiento ilegítimo en la obtención de
pruebas, por cuanto no se ha demostrado que la imputada fuera objeto de un despliegue
de medios engañosos para obtener los elementos probatorios del delito.
No obstante ello, resulta dable destacar que la debida tutela de las garantías del debido
proceso requiere un examen exhaustivo de las circunstancias que rodearon cada
situación en concreto, para arribar a una conclusión acerca de la existencia de vicios que
hayan podido afectar la validez de la denuncia efectuada.
En ese sentido, la Corte nacional en autos “Zambrana Daza” precisó que “…no cabe
construir sobre la base del derecho a la asistencia médica una regla abstracta que
conduzca inevitablemente a tachar de nulidad el proceso cuando el imputado recibe
tratamiento en un hospital público, pues ello impediría la persecución de graves delitos
de acción pública”. Añadió también que “…el riesgo tomado a cargo por el individuo
que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia
médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito…”.
Además, resulta dable advertir que en el presente nos encontramos ante una conducta
realizada por la imputada con la finalidad de ser atendida por las dolencias padecidas a
raíz de su propia actividad, esto es haberse autoprovocado el aborto.
De lo que se colige que no es posible, en tal hipótesis, afirmar que debía prevalecer el
resguardo de la vida de la imputada, conforme lo plantea la Sala, pues el mal que se
quería evitar no había sido ajeno al sujeto sino que, por el contrario, era el resultado de
su propia conducta.
En consecuencia, al decidir como lo hizo, el a quo desconoció el principio según el cual
en materia de procedimiento penal no existen más nulidades que las expresamente
previstas en la legislación adjetiva, o cuando se hubiera omitido las formas sustanciales
dispuestas por el código de rito (art. 161 C.P.P. Sta. Fe).
No obstante, y a mayor abundamiento, resulta dable destacar que el criterio seguido en
reiteradas oportunidades por la Corte nacional, apunta a que lo prohibido por la Ley
Fundamental es compeler física o moralmente a una persona con el fin de obtener
comunicaciones o expresiones que debieran provenir de su libre voluntad, pero no
incluye los casos en que la evidencia es de índole material o producto de la libre
voluntad del procesado (Fallos 255:18).
En ese orden, puede decirse que, se tiene en cuenta una de las finalidades del
ordenamiento penal, esto es, actuar como instrumento de prevención general, y así, a
través de la represión de determinadas conductas, anticiparse a la comisión de las
mismas, previéndoles una sanción, atendiendo no solo a la finalidad del legislador sino
también a las consecuencias que podrían originarse en equivocadas interpretaciones.
Ello así, por cuanto la persecución de conductas como la desarrollada por la imputada,
no solo tienen como objetivo sancionar la realización de las mismas -criterio lógico por
cuanto constituyen acciones típicas previstas en el Código Penal-, sino también
conllevan como finalidad la de prevenir que, a través de resoluciones como la
impugnada, se desincriminen ciertas conductas y, como consecuencia, se corra el riesgo
probable del incremento de su comisión dentro de la sociedad.
De todo lo expuesto, cabe concluir que en el caso el anoticiamiento efectuado por la
profesional de la salud no puede ser considerado como ilegítimo a los fines de servir
como notitia criminis en orden a dar inicio a un proceso penal.
Corresponde pues, la anulación de la resolución impugnada, no sólo porque en la misma
no se ha tenido en cuenta la prevalencia otorgada por la totalidad del ordenamiento
jurídico a los valores en juego, sino también porque ha existido una equivocada
interpretación por parte de la Sala de las normas de derecho común, tanto de fondo
como de procedimiento -arts. 88, 156 y 277 inc. 1 del C.P. y 180 del C.P.P.Sta. Fe-, que
hacen que la resolución impugnada no sea una derivación razonable del derecho
vigente.
Voto, pues, por la afirmativa.
A la misma cuestión, el señor Presidente doctor Álvarez dijo:
1. Considero que para la resolución de un caso como el que nos ocupa, debemos ser
conscientes en la decisión a adoptar por cuanto no sólo tendremos como objetivo lograr
un decisorio justo, sino también atender a las consecuencias que el mismo puede tener
dentro de la comunidad en su conjunto. Ello, por cuanto, se encuentran comprometidos
valores jurídicos de raigambre constitucional, cuya ponderación deberá hacerse de tal
modo que, privilegiando uno de los derechos en cuestión, se evite llegar a la
desaparición del otro, razón por la cual, nos cabe hallar una pauta de convivencia entre
ellos.
Debo destacar que, en este aspecto, la Corte Suprema de Justicia de la Nación consideró
que “…la idea de justicia impone que el derecho de la sociedad de defenderse contra el
delito sea conjugado con el del individuo sometido a proceso, en forma que ninguno de
ellos sea sacrificado en aras del otro, procurándose así conciliar el derecho del individuo
a no sufrir una persecución injusta, con el interés general de no facilitar la impunidad
del delincuente…” (Fallos 272:188 y 290:297); pero tampoco permitir que no se logre la
finalidad última de la justicia, teniendo en cuenta “…el interés público que reclama la
determinación de la verdad en el juicio, ya que aquél no es sino el medio para alcanzar
los valores más altos: la verdad y la justicia” (Fallos 303:1305).
En efecto, creo necesario especificar que un caso como el presente donde es indudable
la magnitud de los valores en juego, tiene que abordarse en el estricto plano de madurez
como para decidir la cuestión sin la influencia de los sentimientos, sino apegados al
texto explícito del ordenamiento normativo y en especial, del espíritu que del mismo se
deriva.
Expuesto ello, y antes de comenzar con el análisis de las cuestiones relativas a los
agravios deducidos por el agente Fiscal en confrontación con los argumentos esbozados
por la Alzada, estimo oportuno efectuar las siguientes consideraciones.
En primer lugar quisiera detenerme en un planteo esbozado por el a quo cuando refirió a
que con criterios como los del inferior, es decir con el procesamiento de la imputada, se
crea en esas personas eventualmente afectadas, un dilema cual es “…escoger entre su
vida -necesitada de un auxilio sanitario- o su procesamiento y condena por el delito que
afectara a su salud” (f. 89).
Por ello circunscribió a tales valores el desarrollo argumental de su decisorio, pero sin
advertir que en tal faena, obvió que la conducta que llevó a la imputada a concurrir a ese
centro asistencial no fue otra que la de terminar con una vida, como era la del
nasciturus.
Debo señalar que no considero acertado el planteo del Tribunal de Alzada en el sentido
de que la acusada debía optar entre su propia vida o la prisión, por cuanto, de un análisis
de las circunstancias del caso, como de las constancias de autos -vid. f. 8 vto. Expte.
nro. 289/94, del Juzg. de Inst. Nro. 14-, como así también de la sanción prevista en el
artículo 88 del Código Penal, puede deducirse que a la misma le podría caber, a lo
sumo, una pena de ejecución condicional, con lo que se desvanecería toda posibilidad
de la privación de su libertad.
2. Reseñado lo que antecede, corresponde ahora determinar cuáles son los valores
comprometidos en el caso en examen.
En este sentido, la tarea realizada por el Tribunal se dirigió derechamente a ponderar, en
primer término, “el derecho a la vida de la madre” en confrontación con la “persecución
penal”; en tanto que en segundo orden, se encargó de meritar la validez de un proceso
penal iniciado mediante la utilización de medios ilegales como era el anoticiamiento de
la comisión de un delito a través de la revelación de un secreto profesional.
Discrepo con la Sala en este sentido. En efecto, a mi criterio, el enfoque de la cuestión
debió inclinarse entre la valoración del “derecho a la vida del feto” por un lado y el
“derecho a la salud de la madre” por el otro; y, entre la “necesidad de la represión penal
de los delitos” y “el aprovechamiento de medios ilegítimos para la persecución de
dichas conductas”.
Una vez aclarado ello, y advirtiendo el rango de los valores afectados, estimo que no
debe dejarse de tener en cuenta que su ponderación no puede realizarse atendiendo
solamente a disposiciones de derecho común -normas del Código Penal, o aquéllas de
carácter adjetivo-, sino que además debe atenderse a cuáles son las disposiciones de
rango superior que necesariamente fijan el criterio orientador para todo el ordenamiento
jurídico.
Es decir, no se trata de desatender las disposiciones que emanan de las normas de
derecho común, sino de que sus interpretaciones no contradigan ni su propio espíritu, ni
el que deriva de las normas de rango superior.
Me estoy refiriendo a las reglas emanadas de la Constitución nacional, como así
también a lo dispuesto por aquellos Tratados que refieren a la materia de Derechos
Humanos.
Y, en este sentido, de un análisis de las normas de la Carta Magna se desprende que el
derecho a la vida cuenta con la más decidida protección, ya que, si bien antes de la
reforma de 1994, no existía en dicho cuerpo normativo una alusión expresa a su
reconocimiento, ello derivaba tanto de lo estipulado en su artículo 33, cuando efectúa un
reconocimiento implícito de los derechos no enunciados expresamente en su texto,
como así también lo previsto en el artículo 31 que refiere a los Tratados que integran el
ordenamiento jurídico interno, y que como se verá luego, en la mayoría de ellos se hace
alusión a la preponderancia y resguardo del derecho a la vida.
A ello puede agregarse lo dispuesto por el texto constitucional luego de la reforma de
1994, en que la protección del derecho aquí en examen no sólo es abordado como de
competencia del Congreso nacional -cuando en su artículo 75 inciso 23 prevé que será
el encargado de realizar acciones tendentes a la protección y respeto de todo lo
concerniente a Derechos Humanos-; sino también cuando se alude a la jerarquía
constitucional, en las condiciones de su vigencia, otorgada a los Tratados allí
enunciados -art. 75, inc. 22 C.N.-.
En efecto, los instrumentos de derecho internacional, en especial los que refieren a
Derechos Humanos, otorgan una especial relevancia a la protección del derecho a la
vida por sobre los demás derechos, surgiendo del espíritu de sus normas que aquél
constituye la condición para el goce de los mismos. Incluso, en el caso del Pacto de San
José de Costa Rica -ratificado por nuestro país mediante ley 23054-, específicamente se
refiere que la protección del aludido derecho comienza desde el momento de la
concepción, lo que ratifica el grado de jerarquía que ostenta en el ordenamiento jurídico
el derecho a la vida.
Desde otro punto de vista, es dable señalar que idéntico criterio es el adoptado por el
más Alto Tribunal nacional al expresar que “…la vida humana es la condición necesaria
para el goce de todos los derechos garantizados por la Constitución y las leyes” (Fallos
302:832); o cuando le tocó decidir sobre una causa igual a la presente, en que consideró
que “…se encontraban comprometidos los derechos esenciales a la vida y a la dignidad
de la persona -preexistentes a todo ordenamiento positivo-” (Fallos 312:1953).
A mayor abundamiento, puede citarse también lo referido por dicho Tribunal cuando
expresó que “…el derecho a la vida…primer derecho natural de la persona humana
preexistente a toda legislación positiva que obviamente, resulta reconocido y
garantizado por la Constitución nacional y las leyes…”, agregando luego que “…No es
menos cierto que la integridad corporal es también un derecho de la misma naturaleza,
aunque relativamente secundario con respecto al primero…” (Fallos 302:1284), en obvia
referencia a la vida; como así también lo dispuesto en el antecedente “Scamarcia” (publ.
en J.A. 1997-II-91), el máximo Tribunal expresó que “…ningún deber es más primario y
sustancial para el Estado que el de cuidar la vida y la seguridad de los gobernados”.
De todo lo expuesto, no cabe sino concluir que la protección brindada por todo el
ordenamiento constitucional, tanto el reconocimiento por parte de los Tratados
internacionales, como así también por la jurisprudencia de la Corte Suprema de la
Nación, me llevan a concluir que el derecho a la vida encuentra reconocimiento por
sobre cualquier otro.
Asimismo, quiero destacar que en mi voto en la causa “Holder” (A.y S. T. 112, pág.
394) expuse que “Los derechos humanos naturales no se oponen ni pueden oponerse,
sino que se coordinan. Ello es posible merced a una propiedad de los derechos que se ha
llamado su elasticidad. Un derecho puede comprimirse para dar espacio a otro o en
razón de un deber instituido por el ordenamiento. Con ello no desaparece totalmente
puesto que, terminada la causa de la compresión, recupera lo que podríamos llamar su
dimensión normal”.
Y ello se configura en el presente caso, pues como puede observarse del análisis
efectuado, el ordenamiento constitucional valora de una manera especial el derecho a la
vida, ubicándolo en un orden de prelación respecto de los demás derechos, pero sin que
esto signifique la desaparición de los mismos.
3. Ahora bien, si con lo hasta aquí expuesto quedaría sellada la suerte de la presente
causa, es decir si el a quo hubiera considerado el ordenamiento jurídico en su conjunto
para evitar que lo resuelto en base a normas de derecho común no contradiga lo
dispuesto por normas de rango superior; quiero igualmente manifestar que estoy
convencido de que, si el análisis efectuado a las normas tanto del Código Penal como de
las del Código Procesal Penal de la Provincia se hubiera realizado correctamente, el
resultado al que debería haberse llegado hubiera sido otro.
En efecto, en el caso se trata de descifrar la compleja controversia que se le presenta a
quien se encuentra en una situación un tanto ambigua, en el sentido de que el
comportamiento que eventualmente pudiera llevar a cabo el profesional podría
acarrearle dos consecuencias diferentes.
Es decir, si el profesional decide dar a conocimiento la noticia a la que tuvo acceso en
virtud de su trabajo, puede incurrir en la conducta tipificada en el artículo 156 del
Código Penal, esto es la revelación de un secreto profesional. Pero, por otro lado, si
decide callar tal situación, debe tener en cuenta que callar esa actitud le puede ocasionar
incurrir en la figura del encubrimiento, prevista en el artículo 277 inciso 1 del
ordenamiento sustantivo.
A ello debe sumarse el imperativo previsto en el artículo 180 del Código Procesal Penal,
en cuanto impone el deber de denunciar los delitos de acción pública tanto a los
empleados o funcionarios públicos -inc. 1-, como a los médicos, parteras, farmacéuticos
y demás personas que ejerzan cualquier ramo del arte de curar -inc. 2-, con la excepción
de que los hechos conocidos estén bajo el amparo del secreto profesional.
En este aspecto, y teniendo en cuenta la primacía que la ley de fondo tiene sobre la
adjetiva, considero que de una atenta lectura del texto del artículo 180 del Código
Procesal Penal de la Provincia, se desprende que el deber de denunciar -que como se
verá luego está dirigido a los profesionales allí enunciados, sin distinción entre los que
prestan servicios en reparticiones públicas o privadas-, debe analizarse siempre en
relación a la excepción aludida en la última parte del inciso 2 de dicha norma.
En efecto, no pretendo decir que ante cualquier noticia de la probable comisión de un
delito se tiene la obligación de poner en conocimiento del mismo a la autoridad que
corresponda, sino que primordialmente debe tenerse en cuenta que tal conducta no se
encuentre al amparo del secreto profesional.
Es decir, el deber de guardar secreto no es absoluto, sino que está supeditado a que no
se quebrante el secreto profesional.
Ahora bien, cuándo puede decirse que se viola el secreto profesional.
Para ello, nada mejor que analizar el texto de la norma en cuestión. En ese orden, se
observa que, conforme lo sostiene la doctrina penal clásica -Núñez, Soler-, la figura
delictiva del artículo 156 del Código Penal posee dos requisitos esenciales: por un lado,
que el secreto que se divulga ocasione un daño y en segundo lugar que cuando se
ocasionó el daño, haya sido sin justa causa.
O sea, que para que la divulgación de una noticia encuadre dentro de la figura de
violación de secretos, primero se requiere la causación de un daño, y luego precisar, una
vez ocasionado el mismo, que no haya existido justa causa que habilitara la referida
revelación.
En el caso en examen tenemos que la divulgación de la noticia evidentemente ocasionó
un daño a la imputada, cual fue la iniciación de un proceso penal.
Así las cosas, cabe preguntarse si ese daño que se le causó a la imputada le es
indiferente, o ella es responsable de que en virtud de una conducta suya anterior, es que
debió concurrir a un hospital en busca de auxilio médico movida por un estado de
necesidad.
Y ello fue lo que sucedió. En efecto, ante la realización de la presunta práctica abortiva,
la inculpada se encontró con un grave problema que afectaba a su salud, el que tenía su
origen en una probable conducta delictiva cual era la de haberse autoprovocado un
aborto. Ello me lleva a precisar que el mal que se quería evitar no le era ajeno, sino que
por el contrario era el resultado de su propia conducta intencional (arg. Art. 34, inc. 3
C.P.).
Corresponde analizar ahora, si en el presente caso existió justa causa para la
divulgación.
En este sentido, comparto el criterio de quien fuera el autor del Código Penal, Rodolfo
Moreno (h), quien en su comentario al artículo 156 del referido ordenamiento,
especificó que si existe justa causa que justifique la revelación, la denuncia debe
efectuarse.
Asimismo, señala Soler en este aspecto, que la justa causa consistirá en un verdadero
estado de necesidad, en el cual se legitima la revelación para evitar un mal mayor
(“Derecho Penal Argentino”, T. 4, Ed. Tea, Bs. As, 1988, pág. 142).
Y, si tal como lo sostiene el citado autor, hay casos en que por existir intereses jurídicos
por encima del interés del secreto, se impone el “deber de revelar” -tal el ejemplo de la
ley 11359 sobre enfermedades peligrosas, la ley 12317 sobre enfermedades contagiosas
y transmisibles-, me pregunto cómo no puede permitirse la revelación del secreto para
casos en que la noticia es nada más y nada menos que la eventual comisión de un
aborto, que sin dudas, reviste una repugnancia mayor a todo el ordenamiento jurídico
que las mencionadas con anterioridad.
Esto es, lo que a mi entender, constituye la justa causa de revelación que autoriza al
profesional a realizar el anoticiamiento. Es decir que si tenemos que en el caso existía
justa causa para revelar la noticia, y la probable comisión de un delito de aborto lo es –
por cuanto se está interrumpiendo el desarrollo de una vida humana-, la actitud del
profesional no puede bajo ningún punto de vista resultar ilegítima, por cuanto no
encuadra dentro del tipo penal previsto en el artículo 156 del código de fondo.
Puede agregarse, asimismo, las palabras de Santo Tomás que en su obra “Suma
Teológica” sostuvo que “…revelar los secretos en perjuicio de una persona es contrario a
la fidelidad, pero no si se revelan a causa del bien común, el cual debe siempre ser
preferido al bien particular. Y por esto, no es lícito guardar secreto alguno contrario al
bien común, pues tiene como consecuencia, amparar la impunidad”.
A mayor abundamiento, quiero reseñar el dispar tratamiento que se brindaría al tema del
secreto profesional, según cual es el delito cuya divulgación se intenta evitar.
En efecto, se presenta una situación compleja -sobre la que tengo tomada una decisióncual
es, qué actitud esperamos que tomen los profesionales de la salud que, toman
conocimiento de la comisión de un delito al llegar ante su presencia, un asaltante quien
le manifiesta fue herido en un robo y que concurrió a ese centro asistencial a curarse de
su dolencia; o aquel violador que en la comisión del delito, por algún motivo sufre una
lesión y concurre a hacerse atender por un médico.
Qué actitud asume el profesional. Denuncia la situación que se le presenta, o calla
amparandose en el secreto profesional.
Estoy convencido que si sucediera esto último, se haría mucho más complicada la ya
ardua tarea de persecución y represión del delito.
Entonces, si adoptamos tal postura ante la comisión de delitos como son el homicidio, la
violación o el robo, por qué proceder de una manera distinta cuando está en juego un
derecho fundamental que ha sido lesionado, como es el derecho a la vida del feto, y que
el mismo se produjo mediante la comisión de un delito tan aberrante como los citados,
esto es la probable provocación de un aborto.
Todas estas razones me llevan a considerar que el facultativo obró acertadamente al
poner en conocimiento de la autoridad la eventual comisión de una figura típica, como
es la realización de un aborto.
Ello atendiendo a que el ordenamiento penal no sólo busca que una vez cometido el
delito se brinde al imputado el tratamiento adecuado, proporcionándole los medios
necesarios que lo capaciten para su reinserción en la sociedad, sino que también apunta
a proteger a la comunidad de que se sigan cometiendo esta clase de delitos, y que con
resoluciones como la impugnada se pueda llegar a su desincriminación.
Y en este sentido, cabe remarcar el criterio de la Corte nacional cuando expresó que
“…no cabe construir sobre la base del derecho a la asistencia médica una regla abstracta
que conduzca inevitablemente a tachar de nulidad el proceso cuando el imputado recibe
tratamiento en un hospital público, pues ello impediría la persecución de graves delitos
de acción pública”. Añadió también que “…el riesgo tomado a cargo por el individuo
que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia
médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito…”.
4. Por último quiero hacer referencia a una cuestión que se presenta en razón de un
criterio esbozado por la Sala que, si bien podría resultar de menor importancia en lo que
hace a la resolución del caso, denota un especial interés en relación a la trascendencia
que puede originar en el conjunto de la sociedad. La misma consiste en la
discriminación que se ocasiona como consecuencia de que los únicos obligados a
declarar la comisión de un eventual delito serían aquellos profesionales que se
desempeñan en hospitales públicos, mientras que los que prestan tareas en sanatorios
privados no estarían obligados a efectuar la denuncia. Ello -según la Alzada- traería
aparejado que aquellos que tienen medios económicos como para concurrir a estos
sanatorios privados no deberían preocuparse por cuanto su conducta no podría ser
revelada, en cambio que los que carecen de esos medios tendrían que optar entre no
curarse de la afección de su salud o concurrir a esos centros asistenciales públicos, con
la seria probabilidad de que su conducta llegue a conocimiento de una autoridad que
puede acarrearle el inicio de un proceso penal.
En este orden, la Corte Suprema de Justicia de la Nación expresó que “…la excepción
contenida en el artículo 167 del C.P.P.N. -que coincide con lo dispuesto en el art. 180
inc. 2 del C.P.P.Sta. Fe-, no alcanza a las autoridades o empleados públicos…”.
Entiendo que, no obstante el criterio del Máximo Tribunal, no le asiste razón al a quo en
este aspecto, por cuanto más allá del eventual efecto vinculante del mismo, cabe señalar
que de una detenida lectura de las normas de derecho común -art. 180, incs. 1 y 2 del
C.P.P.- se desprende que el deber de denunciar los delitos perseguibles de oficio les
compete tanto a aquellos profesionales que prestan servicios en dependencias públicas,
como aquellos cuyas tareas se desarrollan en institutos privados.
Por todo lo expuesto, el recurso debe declararse procedente, correspondiendo anular la
resolución impugnada por cuanto el Tribunal de Alzada, además de no acertar en la
determinación de los bienes jurídicos que debían tenerse en cuenta a los efectos de su
valoración, efectuó una equivocada interpretación tanto de las normas de derecho
común -código de fondo y de formas-, como así también de las disposiciones de rango
superior -Constitución nacional y Tratados internacionales-, situaciones éstas, que
permiten concluir que la resolución en examen no sea considerada una derivación
razonable del derecho vigente.
Voto, pues, por la afirmativa.
A la tercera cuestión -en consecuencia, ¿qué resolución corresponde dictar?-el señor
Ministro doctor Vigo dijo:
Atento el resultado obtenido al tratar la cuestión anterior, corresponde declarar
procedente el recurso interpuesto y, en consecuencia, anular la sentencia impugnada,
con costas (art. 12, ley 7.055) . Disponer la remisión de los autos a la Sala que
corresponda a fin de que la causa sea nuevamente juzgada.
Así voto.
A la misma cuestión, los señores Ministros doctores Ulla, Barraguirre, Iribarren y
Falistocco, y el señor Presidente doctor Álvarez dijeron que la resolución que se debía
adoptar era la propuesta por el señor Ministro doctor Vigo y así votaron.
En mérito del acuerdo que antecede, la Corte Suprema de Justicia de la Provincia
RESOLVIO: Declarar procedente el recurso interpuesto y, en consecuencia, anular la
sentencia impugnada, con costas. Disponer la remisión de los autos a la Sala que
corresponda a fin de que la causa sea nuevamente juzgada.
Registrarlo y hacerlo saber.
Con lo que concluyó el acto firmando el señor Presidente y los señores Ministros por
ante mí, doy fe.
FDO.: ÁLVAREZ BARRAGUIRRE FALISTOCCO IRIBARREN ULLA VIGO
FERNÁNDEZ RIESTRA (SECRETARIA)