Enano constitucionalista |
Equilibrio de poderes en una sociedad desequilibrada.
El dilema de Hamilton y las angustias de los constitucionalistas.
La Constitución diseña, imbuida del ideario republicano de la tripartición de poder.
La Constitución también incluye, mecanismos de frenos y contrapesos para asegurar esa separación.
La idea, como todos sabemos, es asegurar que los tres Palacios se mantengan independientes.
No aislados, no esquizofrenizados del poder, sino independientes, ecuánimes, al valorar y al decidir.
¿Y eso por qué? Porque el ser humano, basándose en la experiencia de las relaciones interpersonales más básicas, ha entendido que es imposible lograr objetividad si es la misma persona quien norma, ejecuta y juzga.
Hemos comprendido que no existe un ser omnisapiente y omnipresente, capaz de actuar sin atarse a pasiones ni intereses propios.
Entonces, para conjurar esta incapacidad, entendimos que había un solo mecanismo: el tercero.
Que sea otro el que juzgue, que sea otro el que legisle, que sea otro el que cumpla.
Este otro, es el ‘Otro’ del psicoanálisis lacaniano.
Es, debe ser para que el sistema funcione, una entidad completamente diferenciada.
Y todo sólo para lograr la objetividad al decidir, que evidentemente es un bien muy preciado.
Podemos decir sin equivocarnos que las constituciones tienen dos funciones básicas: asegurar los derechos del individuo y organizar la independencia de los poderes. O quizás una sola función desde Juan sin Tierra: resguardar los derechos individuales, porque la división de los poderes es también garantía de ellos.
Pero ahora, luego de hacer las mejores normas constitucionales, luego de interpretarlas en pro de la estanqueidad de los poderes, luego de hacer doctrina en pro de la independencia, luego de transitar centurias de constitucionalismo, no podemos evitar la angustia, tan clarividentemente presagiada por Alexander Hamilton, el más brillante de los constitucionalistas:
“El principio fundamental del gobierno republicano, reconoce el derecho del pueblo a alterar o abolir la Constitución en vigor en todo caso en que llegue a la conclusión de que está en desacuerdo con su felicidad, sin embargo no sería legítimo deducir de este principio que los representantes del pueblo estarían autorizados por esa circunstancia para violar las prevenciones de la Constitución vigente cada vez que una afición pasajera dominara a una mayoría de sus electores en un sentido contrario a dichas disposiciones, o que los tribunales estarían más obligados a tolerar las infracciones cometidas en esta forma que las que procedieran únicamente de las maquinaciones del cuerpo representativo.
Mientras el pueblo no haya anulado o cambiado la forma establecida, por medio de un acto solemne y legalmente autorizado, seguirá obligándolo tanto individual como colectivamente; y ninguna suposición con respecto a sus sentimientos, ni aun el conocimiento fehaciente de ellos, puede autorizar a sus representantes para apartarse de dicha forma previamente al acto que indicamos.
Pero es fácil comprender que se necesitaría una firmeza poco común de parte de los jueces para que sigan cumpliendo con su deber como fieles guardianes de la Constitución, cuando las contravenciones a ella por el Legislativo hayan sido alentadas por la opinión de la mayor parte de la comunidad.”
Y aquí llegamos al nudo de nuestra exposición, a lo que llamamos “la angustia de los constitucionalistas”.
Cuando el pueblo mayoritariamente aplaude los atropellos a las instituciones…
¿de qué servirá la férrea división del poder, la perseverante búsqueda de independencia, la paciente construcción del Otro?
En estos días, en que al igual que en los noventa, una bonanza económica cultiva una afición pasajera a conductas contrarias a las instituciones, y se defienden los incumplimientos y hasta se ensalzan las violaciones, no está demás volver a plantearnos el dilema de Hamilton.
Es indudable que alguna doctrina ya nos contestó hace décadas, es aquella teoría que se llamó ‘de la vigilancia contramayoritaria’ liderada por Bickel.
Se decía que nadie puede arrogarse un control de normas contra la voluntad de la mayoría. Se decía que es superior el poder aunque momentáneo del consenso democrático al poder anquilosado de cualquier norma. Se decía que es preferible la equivocación si todo el pueblo consiente en ella que el acierto sostenido por un grupo de jueces que vigilan el cumplimiento de normas obsoletas, contrarias a la voluntad mayoritaria actual. Se decía que la sociedad debía ser democrática y plebiscitaria, decidiendo en cada caso lo mejor sin atarse a normas cristalizadas anteriormente.
Esas mismas ideas parecen hoy gritarse desde las tribunas.
Es mucho más rápido cambiar la orientación del legislativo y del Ejecutivo que cambiar las normas. Entonces parece ser más sencillo violarlas, olvidarlas, burlarlas.
Hoy mismo, los constitucionalistas, que analizamos y defendemos normas de difícil modificación, y exigimos respeto por lo escrito, parecemos un grupo de viejitos cascarrabias defendiendo las Leyes de Indias…
Pero a eso vinimos.
Vinimos a decir que las normas constitucionales deben respetarse hasta tanto por el procedimiento solemne establecido sean modificadas.
Vinimos a decir que la división de poderes es un bien valiosísimo construido con sangre y lágrimas de gente que sufría injusticias superiores a las presentes.
Vinimos a decir que por mucho consenso que tenga un Presidente o un Congreso no pueden obviar las normas constitucionales.
Vinimos a decir que por más mayoritario que sea un consenso entre la comunidad, por muy fuerte que sea el entusiasmo, no se puede desoír la voz del acuerdo fundamental cristalizado en la Constitución Nacional.
Vinimos a cumplir con nuestro deber de sostener el delicado equilibrio de los poderes.
Vinimos a preferir las normas constitucionales a las aficiones pasajeras.
Vinimos a pasar por cascarrabias.