Legalícenla II

Carlos Santiago Nino, el más lúcido de los constitucionalistas argentinos en toda nuestra historia. El constitucionalista liberal que aún tenemos por descubrir. En un escrito ya clásico defiende clara y contundentemente que el consumo de drogas es una de las ‘acciones privadas de los hombres’, esas que según él son todas las que no perjudiquen gravemente a un tercero. También este importantísimo material es por primera vez colgado en internet. Por favor, citar fuente.

¿Es la tenencia de drogas con fines de consumo personal una de “las acciones privadas de los hombres”?
por CARLOS SANTIAGO NINO
LA LEY-1979-D-743/758
(http://www.domingorondina.blogspot.com/)

La cuestión de legitimidad de las leyes penales que reprimen, directo o indirectamente, el consumo de estupefacientes ha sido debatida ampliamente desde hace mucho tiempo. El objeto de este trabajo es mostrar que detrás de esa cuestión yacen algunos problemas de cierta complejidad que no han sido encarados con la suficiente atención tanto por los que defienden como por los que impugnan ese tipo de legislación.

En nuestro país, la ley 11.331 (Adla, 1920-1940, 195), agregó al Art. 204 del Cod. Penal una norma por la que se reprimía a los que “no estando autorizados a la venta, tengan en su poder las drogas a las que se refiere esta ley y que no justifiquen la razón legitima de su posesión o tenencia”.

Estando vigente este régimen penal la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal decidió, en el fallo plenario “González, Antonio” del 17 de octubre de 1930 (Fallos Plenarios de la Excma. Cámara Criminal y Correccional de la Capital, publicación del Boletín Oficial, 1970, t, I, p. 60 y en Plenarios de la Justicia Nacional, Ed. La Ley, p. 70), que el uso personal de alcaloides no importa una razón legitima de su tenencia. Por la opinión mayoritaria votó el doctor Ramos Mejía, con la adhesión de los doctores Ramos, Furgón Zavala y Oribe, alegando que el propósito de la ley, tal como surgía de los antecedentes legislativos, era claro en el sentido de considerar no autorizada la tenencia de alcaloides para el uso personal. El doctor Ortiz de Rosas a quien se adhirió el doctor Coll y el doctor Luna Olmos sostuvieron que, si bien el uso personal no es una razón legítima de la tenencia, la ley no está dirigida a castigar quienes poseen la droga con el fin exclusivo de uso propio, agregando el ultimo juez nombrado que lo contrario implicaría un ataque a la libertad personal consagrada en el Art. 19 de la Constitución Nacional. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

La misma doctrina fue ratificada por el tribunal en el fallo plenario “Terán de Ibarra, Asunción” del 12 de julio de 1966. Entre los votos que formaron la mayoría se contó el del doctor Prats Cardona – a quien adhirió el doctor Ure-, sosteniendo, entre otras cosas, que la mera tenencia de drogas, aun para el uso personal, constituye un peligro para los bienes que el derecho busca proteger. De la misma opinión fue el doctor Millán para quien no podía considerarse legítimo un vicio que es socialmente disvalioso, agregó que el argumento de la autolesión no es generalmente punible, no es válido puesto que hay casos en nuestro derecho en que ella lo es. El doctor Pena, uniendo también su voto al de la mayoría, sostuvo que la ley no castiga al vicio sino a quien tenga las drogas, y que hay muchos casos en nuestro orden jurídico en que se reprime la mera tenencia de ciertos objetos peligrosos. Los doctores Munilla Lacasa y Negri se adhirieron al voto anterior. El doctor Fernández Alonso votó también como la mayoría, aunque sostuvo que lo que la ley, consagra es una inversión de la carga de la prueba, presumiendo que es traficante quien no puede probar que es una mera víctima del vicio. El doctor Quiroga sostuvo que la mera tenencia de drogas, aún para consumo personal, constituye un peligro por la tendencia de los toxicómanos a involucrar a otros en el vicio, opinó también que la libertad personal no se ve avasallada, ya que aquí se está protegiendo un bien jurídico –la salud pública- que debe estar por encima del interés particular del individuo. En el mismo sentido votó en doctor Black. La opinión minoritaria fue expuesta por el doctor Vera Ocampo – quien se remitió a los votos de la minoría en el plenario anterior y a las conclusiones de la doctrina- y por el doctor Lejarza, quien sostuvo que si la mera tenencia para uso personal estuviera reprimida, el legislador se habría expresado con mas claridad en ese sentido.

En el año 1968 la ley 17.567 (Adla, XXVII-C, 2867), derogó la norma inducida por la ley 11.331, agregando al Código Penal original un artículo, el 204, en cuyo inc. 3º, se reprimía al “que, sin estar autorizado, tuviere en su poder en cantidades que exceden las que corresponden a un uso personal, sustancias estupefacientes.”
En la Exposición de Motivos se declaraba que no constituye delito la tenencia de una dosis de estupefacientes que es indudablemente para consumo personal.

La ley 17.567 fue declarada “ineficaz” en 1973 por la ley 20.509 (Adla, XXXIII-C, 2252), volviendo a imperar, en consecuencia, el régimen anterior. Poco tiempo después, en 1974, se dictó la ley 20.771 (Adla, XXXIV-D, 3312), actualmente vigente, que en su Art. 6º, dispone que será reprimido “el que tuviere en su poder estupefacientes, aunque estuvieran destinados a su uso personal”.

La constitucionalidad de esta última norma fue afirmada en el caso “Colavini, Ariel O.” por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en su fallo del 28 de marzo de 1978 (Rev. La Ley, t. 1978-B, p. 444) El Procurador General de la Nación descalificó en su dictamen el argumento de la defensa de que al ser la tenencia una condición materialmente necesaria para el consumo de alcaloides, se está reprimiendo este último, y de este modo, se está invadiendo el marco de libertad personal consagrado en el Art. 19 de la Constitución Nacional. Según el Procurador esto no es así puesto que el uso de estupefacientes excede las características de un mero vicio individual para convertirse, sobre todo por la posibilidad de propagación, en un peligro para el bienestar y la seguridad general y en un factor que perturba la ética colectiva. Agregó que la autolesión es punible, en ciertas circunstancias, cuando ella afecta un interés jurídico distinto. Concluyó diciendo que a los actos preparatorios pueden ser penados cuando ellos alcanzan una exteriorización suficiente, y que el argumento de que se está castigando un mero vicio puede llevar a discutir la eficacia preventiva de la norma pero no a sostener que la conducta viciosa es una de las acciones libres del individuo. Por su parte, la Corte Suprema recogió los argumentos anteriores, agregando que la influencia de la toxicomanía en la desintegración de los individuos, su gravitación negativa en la moral y en la economía de los pueblos, su incidencia en la delincuencia común y subversiva y en la destrucción de la familia, hace que los gobiernos civilizados deban instrumentar medios idóneos para combatirla. Uno de esos medios consiste, según el alto tribunal en reprimir la tenencia de la droga, pues ella constituye uno de los elementos indispensables del tráfico. De este modo, sostiene la Corte, no se puede argüir que la tenencia de drogas no trasciende los límites del derecho a la intimidad; debe tomarse también en cuenta el efecto de las drogas sobre la mentalidad individual que, a menudo, se traduce en acciones antisociales, lo que convierte en peligroso al consumo y en lícita toda actividad enderezada a evitar ese riesgo. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

II
Ninguna discusión responsable de las cuestiones que estas normas legales y decisiones judiciales plantean puede dejar de tomar en cuenta los argumentos fácticos que han alegado legisladores y jueces para justificar la represión de la tenencia de estupefacientes para el consumo personal.

Es indudablemente cierto, en primer lugar, que el consumo habitual de, por lo menos, muchas sustancias calificadas como estupefacientes acarrea serios trastornos físicos e incluso, eventualmente, la muerte de quien incurre en él. También es incuestionable que ese hábito puede dar lugar a graves perturbaciones psíquicas, sea por efecto directo de la droga o por efecto de la combinación entre la creciente dependencia de ésta y la dificultad para satisfacer la necesidad que esa dependencia genera. Uno de los tantos testimonios personales de la tremenda miseria psíquica a que puede conducir el abuso de estupefacientes lo proveen estas patéticas palabras de Thomas de Quincey en sus “Confesiones de un opiómano inglés” (1): “El opiómano no pierde nada de su sensibilidad moral o de sus aspiraciones; desea y quiere con más ardor que nunca la realización de lo que cree posible, de lo que siente como una exigencia del deber, pero su percepción intelectual de lo posible sobrepasa indefinidamente su capacidad, no sólo de ejecución, sino incluso de propósito y voluntad… Se halla a la vista de todo lo que le gustaría ejecutar… pero es tan impotente como un niño y no puede siquiera hacer un esfuerzo para moverse… Los cambios en mis sueños estaban acompañados por una ansiedad profunda y por una fúnebre melancolía, totalmente incomunicable por medio de palabras. Me parecía bajar todas las noches, no metafóricamente, sino de un modo literal, a precipicios y abismos insondables, de una profundidad inaccesible, de los que parecía imposible volver a salir… Y aun al despertar, no tenía la sensación de haber salido. En esto no me extiendo, pues el estado de desolación que seguía a esos terribles espectáculos, que terminaban en una oscuridad atroz, en una desesperación suicida, no puede expresarse con palabras”.

Algunos de estos efectos nocivos del consumo de estupefacientes pueden ser rápidamente confirmados, en forma mas objetiva, consultando los resultados de ciertas investigaciones. Por ejemplo, un estudio hecho en Puerto Rico, con el patrocinio del Instituto de Investigaciones en Defensa Social de las Naciones Unidas (2), determinó que el consumo de drogas había provocado, en el periodo de 1962-1973, 89 muertes por suicidio y 51 muertes por accidentes.

Tampoco puede dudarse que el consumo de estupefacientes por parte de ciertos individuos tiene consecuencias extremadamente perniciosas para la sociedad en conjunto. En primer lugar, como se ha dicho muchas veces, el circulo inicial de drogadictos tiende naturalmente a expandirse, como en el caso de una enfermedad comunicable, L. G. Hunt (3), ha formulado la hipótesis de que la drogadicción presenta las características de una verdadera epidemia, puesto que cada adicto introduce a otros en el vicio, los que, a su vez, introducen a otros, extendiéndose a la adicción en forma contagiosa, en segundo término, el consumo de drogas aparece asociado en la comisión de algunos delitos, principalmente delitos contra la propiedad. Esto ha sido verificado, por ejemplo, en el estudio realizado en Puerto Rico que se mencionó antes, el que muestra además, diferencias notables entre los ingresos legítimos de muchos adictos y las erogaciones necesarias para mantener su adicción (4). También el consumo de drogas se presenta vinculado a situaciones de desempeño (5), aunque aquí se debe ser cauteloso al establecer la dirección de la relación causal.

En la apreciación de los efectos sociales nocivos del consumo de drogas se debe tener también en cuenta la incidencia que la prohibición misma del tráfico de estupefacientes tiene en la generación de tales efectos. Por ejemplo, es indudable que el consumo de estupefacientes alimenta un tipo de delincuencia organizada con ramificaciones internacionales, que esta asociada con hechos de violencia, corrupción, y una amplia gama de otras actividades ilícitas; este tipo de delincuencia aprovecha la oportunidad para explotar cualquier actividad lucrativa que esté legalmente proscripta en cierto ámbito, como fue el caso de la fabricación y venta de bebidas alcohólicas en los Estados Unidos de los años 20, y lo es ahora en relación al juego clandestino, la prostitución, el tráfico de armas, etcétera.

Es posible que la percepción de los daños individuales y sociales que el consumo de estupefacientes genera no sea la única razón por la cual él es valorado negativamente por la moralidad media. Aun frente al caso hipotético en que, por las características de la droga consumida o por las condiciones en que se las consume, estuviéramos relativamente seguros de que el drogadicto no está expuesto a daños físicos serios o a perturbaciones psíquicas desagradables para él, y que su adicción no tiene consecuencias nocivas para otra gente o para la sociedad en conjunto, de cualquier modo su hábito de consumir drogas seria considerado disvalioso y reprochable por la opinión moral prevaleciente en el medio social. Se juzga a la drogadicción, independientemente de sus efectos nocivos, como un hábito degradante que manifiesta un carácter moral defectuoso. No es fácil articular la justificación de esta reacción moral, pero ella está posiblemente asociada a un ideal de excelencia personal que forma parte de nuestra cultura occidental, y que exaltada, por un lado, la preservación de nuestra capacidad de adoptar y llevar a cabo decisiones, en contraste con un auto-inhibición en tal sentido, y que enaltece, por otro lado, la adquisición de experiencias “reales” a través de nuestras propias acciones, en contraste con el goce de experiencias “artificiales” que no se corresponden con nuestra actuación en el mundo. Robert Nozick (6), hace explícitos algunos de los aspectos de esta ideal de excelencia humana al mostrar lo insatisfactorio que nos resultaría la alternativa imaginaria de pasar toda nuestra vida conectados a una fantástica máquina de experiencias que pudiéramos programar a voluntad de tanto en tanto, proveyéndonos la sensación de vivir la vida que consideramos mas satisfactoria. Preferimos tener una vida menos agradable pero que sea “nuestra” vida, o sea el resultado de nuestra actuación en contacto con la realidad. Los estupefacientes pueden ser vistos como un sustituto rudimentario de esa “máquina de experiencias”. Algunas de las palabras de De Quincey que trascripto son ilustrativas de cómo el consumo de drogas, independientemente de la miseria psíquica que puede producir y que el autor vívidamente describe, implica la frustración de ciertas exigencias de un ideal personal que nuestra cultura profesa.

Estas consideraciones muestran que hay, al menos, tres argumentos independientes para intentar justificar la punición legal del consumo de drogas o de la tenencia que tiene como fin exclusivo y que es materialmente necesaria para ese consumo personal:

a) El argumento perfeccionista que sostiene que la mera autodegradación moral que el consumo de drogas implica, constituye, independientemente de toda consideración acerca de los daños físicos y psíquicos, individuales y sociales, que ese hábito genera, una razón suficiente para que el derecho interfiera con ese consumo, induciendo a los hombres a adoptar modelos de conducta digna.
b) El argumento paternalista que afirma que es legítimo que el orden jurídico busque desalentar, por medio de castigos, el consumo de estupefacientes, con el fin de proteger a los consumidores potenciales contra los daños físicos y psíquicos que se auto-infringirían si se convirtieran en adictos.
c) El argumento de la defensa social que alega que la punición del consumo de drogas (o la tenencia con fines de consumo) está justificada en tanto y en cuanto se dirige a proteger a otros individuos, que no son drogadictos, y a la sociedad en conjunto, contra las consecuencias nocivas que se generan por el hecho de que algunos miembros de la sociedad consuman estupefacientes.

En lo que sigue voy atratar de evaluar, sucesivamente, cada uno de estos tres argumentos.

III

El argumento perfeccionista es muy pocas veces expuesto explícitamente como justificación del castigo de la tenencia de drogas con fines de consumo. Pero las connotaciones emotivas y morales de las expresiones que utilizan los que propugnan tal castigo (el hecho, por ejemplo, de explotar la ambigüedad de la palabra “vicio” dejan pocas dudas de que la auto-degradación moral del drogadicto no es indiferente para la postura en cuestión. En algunos casos, la ligereza con que se hace referencia a los daños emergentes de la drogadicción da pie para suponer que la consideración de esos daños, si bien es importante, no es decisiva para los que piensan que el consumo de drogas debe ser interferido legalmente.

A pesar de la timidez con que se suele introducir este argumento en las discusiones sobre el tema, el perfeccionismo no carece de razones en su apoyo. ¿Por qué no habría de ser la sola inmoralidad de un acto justificativo suficiente para proscribirlo legalmente? ¿Cuál es la razón última de intentar prevenir los delitos tradicionales si no es que el causar daño y sufrimiento es inmoral? ¿ No es acaso un objetivo legítimo del orden jurídico el promover formas de vida más puras y caracteres morales virtuosos?

La respuesta obvia que los defensores de una concepción liberal de la sociedad están dispuestos a dar a la última pregunta es que el señalado no es efectivamente, un objetivo legítimo del sistema jurídico, puesto que él está en pugna con la libertad de las personas de elegir y desarrollar sus propios planes de vida sin interferencia de otra gente y de los órganos estatales. El punto de vista liberal implica sostener que a los efectos de la justificación de regulaciones y medidas públicas, el bien de una persona está dado por la satisfacción de los fines que ella misma propone y no de ciertos fines postulados como válidos independientemente de la elección de los individuos; rechaza el modelo de una organización social globalizadora que abarca todos los aspectos de la vida de un individuo y en la cual las preferencias de cierta gente, respecto de cómo deberían desarrollarse las vidas ajenas, prevalecen sobre las de los titulares de esas vidas. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

Pero las dos primeras preguntas del perfeccionista necesitan una respuesta más elaborada por parte de los que sustentan una concepción liberal de la sociedad. A menos que adoptemos el principio moral utilitarista, según el cual la drogadicción, como cualquier otra conducta no es en si misma moralmente disvaliosa si se prescinde del sufrimiento u otras consecuencias perjudiciales que ella puede generar, no resulta clara la diferencia entre este caso y otros en los que la inmoralidad del acto es, en última instancia, la razón para proscribirlo legalmente.

Creo, como lo he expuesto en otras oportunidades (7), que el único camino que tiene abierto un liberal no-utilitarista para presentar su posición en forma consistente e inteligible consiste en distinguir dos dimensiones de cualquier sistema moral: una de ellas esta constituida por las reglas morales que se refieren a nuestro comportamiento hacia los demás, proscribiendo aquellas acciones que perjudican al bienestar de terceros u ordenando la realización de otras que promueven los intereses ajenos. La otra dimensión está constituida por las pautas morales que definen modelos en virtud personal y que permiten juzgar a las acciones por sus efectos en el carácter moral del propio agente, perjudiquen o no a terceros. Una acción puede ser moralmente incorrecta de acuerdo al primer tipo de reglas, pero no ser auto-degradante según cierto ideal de virtud personal (como en el caso de quien daña a otro involuntariamente); y una conducta puede incidir negativamente en la valoración de la personalidad del agente sin infringir ninguna prohibición referida al bienestar ajeno (como el profesar ideas supersticiosas).

El punto de vista liberal no conduce a sostener que el derecho debe ser indiferente a pautas y principios morales válidos y que la inmoralidad de un acto es irrelevante para justificar su punición jurídica. Implica, en cambio, limitar la vinculación entre derecho y moral a aquellas reglas morales que se refieren al bienestar de terceros. Los ideales de excelencia humana que integran el sistema moral que profesamos no deben ser, según este punto de vista, homologados e impuestos por el Estado, sino quedar librados a la elección de los individuos y en todo caso ser materia de discusión y persuasión en el contexto social. Esta es la libertad fundamental que los sistemas sociales totalitarios desconocen; la violación de muchos de los otros derechos individuales –como la libertad de culto, de opinión, de trabajo, de asociación- afecta en última instancia, el derecho de cada individuo a elegir su propio plan de vida y a adecuarse al modelo de virtud personal que, equivocadamente o no, considera válido, en tanto no interfiera con el ejercicio de un derecho igual por parte de los demás.
El reconocimiento de esta libertad fundamental está posiblemente asociado con una concepción de la persona humana como un ser capaz de elegir sus propios fines, y, como dije antes, con una concepción del bien personal que está basada en la satisfacción de los fines individuales libremente elegidos.

Es a la luz de este punto de vista liberal que debe interpretarse el Art. 19 de la Constitución Nacional. Esta norma consagra una libertad personal que tiene un carácter tan básico que la mayoría de los derechos reconocidos en el Art. 14 son, como acabo de sugerir, instrumentales en relación a ella; tales derechos (a diferencia de las garantías del Art. 18) no serían significativos si no estuvieran en función de la libertad de cada individuo de elegir su propio plan de vida y de juzgar por si mismos la validez de diferentes modelos de excelencia humana. Aunque el principio del Art. 19 no estuviera expresamente incluido en la Constitución – como no lo está en la de los Estados Unidos- él estaría presupuesto en el reconocimiento de los derechos enumerados en el Art. 14. Por otra parte, dado que el principio general del Art. 19 es más amplio que el conjunto de derechos consagrados en el Art. 14, ese principio general puede dar lugar, conforme al Art. 33 de la misma Constitución, al reconocimiento de otros derechos no mencionados en el Art. 14 y que son también necesarios para el ejercicio de la libertad que aquel principio establece.

La norma del Art. 19 sufre cierta trivialización cuando se la interpreta como si meramente consagrara un derecho a la intimidad, o sea un derecho a mantener un ámbito físico privado en el que la persona esté libre de intromisiones por parte de terceros. En realidad este último derecho no surge del Art. 19, sino que está presupuesto por el Art. 18 cuando consagra la inviolabilidad del domicilio, la correspondencia y los papeles privados.

El énfasis del principio adoptado por el Art. 19 no está puesto en la privacidad de las acciones; él no está dirigido a proscribir interferencias con la conducta de los individuos que se realiza en la intimidad. Cuando el artículo en cuestión habla de “acciones privadas de los hombres”, esta expresión debe interpretarse teniendo en cuenta que ella describe acciones que se distinguen de aquellas que “ofenden la moral pública”.El contraste que la norma establece no es entre las acciones que se realizan en privado y las que se realizan en público, sino entre las acciones que son privadas porque, en todo caso, ellas solo contravienen una moral privada y las acciones que ofenden la moral pública. En definitiva, la distinción que la norma formula es la que, según dije, está subyacente en la concepción liberal de la sociedad y que consiste en discriminar las pautas morales referidas al bienestar de terceros de los ideales de excelencia humana, que constituyen una moral privada. El alcance de la moral pública está definido por el propio Art. 19 al presuponer que las acciones que la ofenden son co-extensivas con las acciones que perjudican a terceros; la moral pública en la moral Inter-subjetiva. Por cierto que una acción realizada en la mas absoluta intimidad puede ser nociva para terceros y una acción auto-degradante ejecutada abiertamente y en público puede ser totalmente inocua para terceros (aunque, como luego lo veremos, la publicidad puede, en algunos casos, ser el factor que convierte en perjudicial o peligrosa a una acción que, de otro modo, sería inocua). (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

De modo lo que el Art. 19 de la Constitución Nacional proscribe en toda interferencia jurídica con acciones que no afecten intereses legítimos de terceros, aunque ellas representen una desviación de ciertos modelos de virtud personal y tengan el efecto de auto-degradar moralmente al sujeto que las realiza.

El argumento perfeccionista a favor de castigar la tenencia de estupefacientes con el fin exclusivo de consumo personal está descalificado por el principio liberal reconocido por nuestra Constitución. Cuando un autor, que defiende ese castigo (8), se pregunta “¿Es acaso el envilecerse y degradarse un derecho constitucionalmente consagrado?”, la respuesta no puede ser sino afirmativa; si solo hubiera derecho a hacer que es puro y digno de la norma del Art. 19 sería inoperante (no habría acciones objetables que están “solo reservadas a Dios”; todas estarían sujetas a la autoridad de los magistrados). Esto no implica, obviamente, que el envilecerse y degradarse no deba ser condenado en contextos no jurídicos; solo significa que, como decía Carrara (9), las funciones de un legislador, que no degenere en tiránico, no deben confundirse con las de un moralista; tal legislador debe poder decir a los súbditos, en palabras de ese autor: “Sed vicioso si os place; tanto pero para vosotros, yo no tengo derecho a inflingiros penas por ello…”.

IV

El argumento paternalista requiere una evaluación más compleja a la luz de los principios básicos de nuestro sistema jurídico. Según este argumento, el objetivo de castigarla tenencia de drogas para el consumo personal no es inducir a los hombres a adoptar modos de vida decentes sino de proteger potenciales drogadictos contra los daños físicos y el sufrimiento psíquico que padecerían si adoptaran el hábito. No se trata aquí de imponer ciertos ideales de excelencia humana sino de preservar la salud física y mental de los individuos, desalentando decisiones de ellos que la ponen en peligro. Los hombres pueden jurídicamente, según esta posición, adoptar cualquier plan de vida o profesar cualquier modelo de virtud personal, siempre y cuando ello no conduzca a auto-dañarse (y, por supuesto, a dañar a terceros).

Una ley paternalista es una ley dirigida a proteger los intereses de cierta gente contra la voluntad de los mismos titulares de esos intereses. Por supuesto, todo sistema jurídico moderno incluye multitud de tales normas: normas que imponen la vacunación obligatoria, normas que prohíben el duelo, normas que obligan a los motociclistas a usar cascos protectores, normas que hacen compulsiva la enseñanza elemental, normas que castigan la eutanasia voluntaria y la ayuda al suicidio, normas que prohíben bañarse en lugares peligrosos, normas que imponen condiciones de trabajo que el beneficiario no puede renunciar ( aunque como dice Gerald Dworkin (10), éstas ultimas normas son realmente paternalistas, puesto que no tienden a prevalecer sobre la voluntad del trabajador sino a hacerla eficaz, teniendo en cuenta que sería muy difícil para él, individualmente, convenir las condiciones de trabajo que desea).

En Principio, no se ve cómo estas leyes paternalistas pueden ser cuestionadas desde la perspectiva de una concepción liberal de la sociedad. Son los intereses de los propios individuos afectados los que estas leyes protegen; ellas no pretenden inculcar aquellos intereses que, se supone, un hombre virtuoso debería tener.

Sin embargo, algunos prominentes pensadores liberales han objetado también este tipo de legislación: entre ellos el que se ha pronunciado con más contundencia ha sido John Stuart Mill. Su posición está condensada en párrafos como éste (11):

“Tan pronto algún aspecto de la conducta de una persona perjudica los intereses de otros, la sociedad tiene jurisdicción sobre ella, y la cuestión de si el bienestar general será o no promovido en el caso de interferir con ella pasa a estar abierta a discusión. Pero no hay lugar para plantearse tal cuestión cuando la conducta de una persona no afecta los intereses de nadie a parte de los de ella misma, o no los afectaría a menos que los terceros los quisieran (siendo todas las personas involucradas de edad plena y con un grado ordinario de entendimiento). En todos los casos de esta clase debe haber perfecta libertad, jurídica y social, para realizar la acción y atenerse a las consecuencias”.

En este alegato en pro de la libertad parta realizar acciones “autor referentes”, Mill no distingue entre las acciones que degradan moralmente y las que lesionan física o mentalmente al propio agente (los pocos ejemplos que da pertenecen a ambas clases), y, en consecuencia, su ataque se dirige, indiscriminadamente, tanto contra el perfeccionismo como contra el paternalismo. Sin embargo, sus argumentos tienen un carácter diferente cuando se enfrentan con una y otra de las concepciones, El perfeccionismo está excluido a priori por el principio utilitarista básico que Mill adopta: – para formularlo con una terminología moderna- una acción es inmoral y no debe ser realizada si y solo si sus consecuencias implican mas frustración que satisfacción de los intereses y deseos del mayor número de gente. Por lo tanto, en cuanto al alegato de Mill está dirigido contra la interferencia social y jurídica con actos que no frustran los intereses de nadie, incluido los del propio agente, ese alegato constituye meramente una reafirmación del principio moral utilitarista. Esto introduce cierta dificultad para evaluar los argumentos que ofrece Mill en apoyo de ese alegato, porque como esos argumentos son en parte utilitaristas y en parte se basan en el valor intrínseco de la autonomía personal, resulte extraño que, por un lado, el principio utilitarista sea defendido con argumentos que lo presuponen, y, por el otro, que ese principio sea defendido sobre la base del valor independiente de la libertad no obstante que él es concebido como el principio moral último.

Esto hace pensar que, quizá, el principal blanco de ataque que Mill tiene en cuenta en “On Liberty” no sea el perfeccionismo sino el paternalismo. Que una conducta que frustra los intereses del propio agente puede ser, en principio, in moral, no solo no violenta el principio utilitarista, sino que incluso parece estar implicado por él, puesto que, en la apreciación de si las consecuencias de una acción son mas perjudiciales que beneficiosas para el mayor número de gente, hay que computar, obviamente, los intereses del propio agente. Siendo esto así, podría pensarse que Mill intenta mostrar que, a pesar de que los actos autolesivos atentan contra el principio utilitarista, la interferencia social y jurídica con tales actos afecta en mas alto grado ese principio, pues son mayores los daños que esa interferencia genera que los que el agente puede causarse a si mismo. Pero creo q no puede concluirse que el alegato de Mill se reduce a defender esa proposición. En primer lugar, como dice Gerald Dworkin (12), la idea de que la interferencia con actos autolesivos es siempre mas perjudicial que beneficiosa, es tan obviamente falsa que no es plausible suponer que Mill basara en ella todo su alegato a favor de la libertad para realizar tales actos. En segundo lugar, Mill no parece admitir siquiera que este tipo de actos contravienen el principio de utilidad. Pienso que el núcleo del alegato de Mill consiste, en cambio, en defender una interpretación “subjetiva” de los interesas cuya frustración proscribe la ética utilitarista, en contra de una posible interpretación “objetiva” de tales intereses, que conduce a atribuírselos a los individuos independientemente de que ellos los reconozcan o no.

Esto permite detectar cual es la objeción principal que algunos partidarios de la concepción liberal de la sociedad levantan en contra de la legislación paternalista: En la medida que tal legislación está dirigida a proteger intereses que sus propios titulares no perciben ni reconocen, el paternalismo se confunde con el perfeccionismo, puesto que los bienes protegidos no están en función de los fines libremente asumidos por los individuos, sino en función de los fines que, se supone, los individuos necesariamente tienen, los reconozcan o no.

El rechazo del perfeccionismo implica que la noción de daño debe definirse en relación a los deseos genuinos de cada individuo y a la posibilidad de satisfacer el plan de vida elegido por él. Hay bienes que pareciera que todo individuo racional reconoce, puesto que ellos son necesarios para cualquier otro fin que él elija perseguir; entre ellos se encuentran la salud y la preservación de la capacidad de elegir, dos bienes seriamente afectados por la drogadicción. Peor aun en relación a estos bienes se presentan casos en que ellos son desplazados por otros intereses de los individuos: los seguidores de una secta religiosa no aceptan las trasfusiones de sangre, y, en algunas ocasiones, un hombre puede considerar que sus intereses más importantes son promovidos si elige ahora algo que implica precluir la posibilidad de futuras elecciones.

Pero este desarrollo muestra que hay un tipo de paternalismo que debe ser aceptable para la concepción liberal de la sociedad, pues él no se confunde con el perfeccionismo: el paternalismo dirigido a proteger los intereses reales de los individuos, o sea los intereses que sus titulares genuinamente reconocen como tales, contra actos de ellos mismos que podrían afectarlos. El castigo de la tenencia de drogas con fines de consumo personal puede estar dirigido a proteger a aquella gente que valora efectivamente su salud física y mental por sobre cualquier otro interés que podría buscar satisfacer a través del consumo de drogas, pero que, no obstante, está expuesta a la tentación de experimentar con estupefacientes e incurrir, subsecuentemente, en un hábito compulsivo.

Este objetivo paternalista parece inobjetable. Sin embargo, se presenta el problema de si puede darse la situación que lo haría operativo. Sócrates y Platón, a diferencia de Aristóteles, negaron, en el plano moral la posibilidad del fenómeno denominado “debilidad de voluntad” (“agracia”). Según ellos, y algunos filósofos modernos como R. M. Hare (13), si una persona reconoce lo que debe hacer, y no está incapacitada física o psicológicamente para hacerlo, entonces necesariamente lo hace. La misma tesis podría extenderse al plano prudencial: si alguien tiene cierto interés predominante y reconoce que debe ejecutar determinada acción para promoverlo (o no frustrarlo), y no está incapacitado para hacerlo, entonces necesariamente la realiza; en caso contrario, habría que interferir que el interés en cuestión no era genuino o no era el interés predominante del individuo. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

Si esta tesis fuera cierta, no habría lugar para el tipo de política paternalista que estamos considerando. Las alternativas que se presentarían, en ese caso, serían las siguientes: a) Que el individuo que se auto-lesiona, por ejemplo consumiendo drogas, no valore su salud física o mental por encima de los intereses que pretende satisfacer a través de esa acción, en ese caso, compelerlo a abstenerse implicaría adoptar la actitud perfeccionista de imponerle cierto valor personal, haciendo caso omiso de sus preferencias genuinas. b) que el individuo en cuestión valore su salud física y mental pero no posea un conocimiento adecuado de los efectos nocivos de su conducta en relación a esos bienes; en este caso, sería absurdo recurrir a la compulsión, puesto que, salvo en casos de peligro inminente, la forma apropiada de subsanar deficiencias en el conocimiento de la gente consiste en difundir información y proveer elementos de juicio que puedan ser libremente apreciados por sus destinatarios. c) Que el individuo valore los bienes que serían afectados si incurriera en la conducta en cuestión y conozca los efectos dañosos de tal conducta, pero esté física o psicológicamente incapacitado para abstenerse de ella (esto, obviamente, se da en la situación de los que ya son drogadictos); en esta caso, la compulsión no es efectiva y hay que recurrir a procedimientos curativos.

Sin embargo, parece razonable admitir que, en algunos casos, el fenómeno de la “debilidad de voluntad” juega un papel relevante, y que los filósofos rechazan “a priori” lo hacen porque han adoptado un concepto de aceptación de un principio moral o prudencial tan fuerte que sólo permite afirmar que alguien acepta un tal principio cuando actúa de conformidad con él. Uno de los casos en que este fenómeno percibe con más claridad es en el ejemplo que comenta Gerald Dworkin (14): Uno puede valorar grandemente su vida e integridad corporal y saber que el uso de cinturones de seguridades los automóviles disminuye considerablemente el peligro para esos bienes, puede valorar como insignificante la molestia de abrocharse el cinturón cada vez que va a manejar, y puede no estar, en ningún sentido obvio, física o psicológicamente incapacitado para hacerlo; sin embargo, aun en presencia de todas estas condiciones, mucha gente omite adoptar esa precaución. Una posible explicación de este hecho curioso es, como dice el autor mencionado, que lo que uno percibe intelectualmente como el curso de la acción correcto no siempre consigue asumirlo emocionalmente de modo de disponerse a actuar.

En estos casos es bastante claro que la amenaza de una pena puede servir para fortalecer la voluntad del sujeto imprudente. El individuo que, a pesar de querer preservar su vida y de saber que el uso de cinturones de seguridad reduce considerablemente el riesgo de muerte, no logra compenetrarse lo suficiente con la realidad del peligro a que se expone como para incurrir en la molestia de abrocharse el cinturón, puede determinarse a hacerlo por la perspectiva mas inmediata y cierta de una sanción. Es posible, incluso, que el mismo individuo considere conveniente, en su propio caso, que el uso de cinturón sea compulsivo puesto que ello lo hace menos proclive al olvido y le permite eludir mejor ciertas reacciones sociales frente a su excesiva precaución. (Este último factor no es insignificante en el caso del duelo: el individuo que rechaza un desafío no estando prohibido el duelo tiene más dificultades para preservar su honor que cuando puede escudarse detrás de la prohibición legal).

La existencia de estos casos de “debilidad de voluntad” justifica, sin dudas, una injerencia paternalista cuando es razonable suponer que la conducta autolesiva tiene ese factor como origen en la mayoría de las situaciones: y esto ocurre, sobre todo, cuando la conducta prudente represente un costo ínfimo para gran parte de los individuos. Pero es ilustrativo comparar el caso de los cinturones de seguridad con el del consumo de tabaco. Dando por probado que el fumar entre uno y dos paquetes de cigarrillos por día acorta la expectativa de vida de los individuos en 6.2 años, y asumiendo que para la mayoría de la gente el fumar no es una experiencia tan extraordinariamente gratificante como para justificar incurrir en el hábito y exponerse, en consecuencia, a ese riesgo, alguna gente podría considerar apropiado que la voluntad del que se ve tentado a probar los primeros cigarrillos ( no obstante saber los riesgos que incurre y querer evitarlos) se vea fortalecida por la amenaza de una cierta sanción (sobre todo si la sanción es lo suficientemente moderada como para el que quiera intensamente, a pesar de todo, incurrir en el hábito, lo pueda hacer asumiendo el costo adicional que se le impone). En este caso se supone que el costo de la abstención es relativamente pequeño; pero esto no es así en el caso de los que ya son fumadores habituales y están expuestos a sufrimientos mas serios, que a veces implican una verdadera incapacidad psicológica, si se los compeliera a abandonar el hábito. En relación a esta ultima situación, ya no estamos tan dispuestos a favorecer una injerencia paternalista por vía de sanciones, porque los individuos pueden preferir –aunque parezca irrazonable- ver por disminuida su expectativa de vida a padecer las consecuencias de la abstinencia. Pero ¿Cómo distinguir un tipo de caso de otro a los efectos de la amenaza penal? Sería absurdo que se eximiera de pena a todo aquel que diga que valora más la experiencia de fumar y el verse libre de las perturbaciones psicológicas que sufriría de abandonar el hábito, que el aumentar su expectativa de vida.

Me temo que los inconvenientes que acabo de mencionar en relación al consumo de cigarrillos se dan, en forma todavía mas acentuada, también en el caso del consumo de drogas. También aquí una injerencia paternalista por medio de penas al consumo estaría justificada si pudiéramos aislar los casos de “debilidad de voluntad” de los casos de una valoración diferente de los bienes involucrados -en el paternalismo se convierte en perfeccionismo- de desconocimiento de los efectos perniciosos de los estupefacientes –en que lo apropiado no es recurrir a penas sino a medidas educativas e informativas- y de incapacidad física y psicológica, que en este caso es mucho mas frecuente y grave que en el del hábito de fumar tabaco y reclama medidas paternalistas de índole curativa. Pero no hay ninguna forma practicable de aislar el primer tipo de caso de estos últimos. Si se castiga la tenencia de drogas con fines de consumo, tanto el castigo efectivo como la compulsión implícita en la amenaza de pena se proyectan sobre todos los casos mencionados (cabe advertir que la posibilidad de una valoración diferente por parte de algunos individuos, y, en consecuencia, la posibilidad de incurrir en una actitud perfeccionista hacia ellos, es aquí algo mas común que el caso del consumo de tabaco). Podría eximirse de pena a quien se encuentra afectado por una incapacidad física y psicológica para abstenerse del consumo de drogas –aunque aun en estos casos se presenta la dificultad de que la distinción entre esa incapacidad y la mera “debilidad de voluntad” es demasiado tenue como para aplicarse a la práctica-, pero no podría hacerse lo propio, sin afectar la eficacia de la ley penal, respecto de quienes aleguen que valoran en forma diferente los bienes involucrados o que desconocían los efectos lesivos de la droga. Creo que esta imposibilidad de discriminar, a los fines penales, entre diferentes casos de consumo de drogas es lo que genera los agudos problemas que enfrentan los tribunales norteamericanos para hacer compatible la decisión de la Suprema Corte de los Estados Unidos en el caso “Robinson c. Califormia” (370 U.S. 660-668-1962). De que el castigo de la drogadicción viola la Enmienda Octava de la Constitución por representar una pena “cruel e inusual”, con la punición de la conducta de poseer drogas (tales problemas son exhaustivamente analizados en el caso “United State c. Moore” (486 F2nd 1139, DC Cir., 1973).

Es importante tener en cuenta que el hecho de que haya un tipo de política paternalista que es compatible con el principio liberal consagrado en el Art.19 de la Constitución Nacional permite justificar otras medidas contra el consumo de drogas que podrían, de otro modo, parecer violatorias de ese principio. La circunstancia de que haya individuos que incurren en el consumo de drogas por inmadurez, compulsión, desconocimiento o debilidad de voluntad, justifica que se haga sumamente difícil el acceso a las drogas, castigando severamente el tráfico y suministro, y que se encare medidas para rehabilitar a los drogadictos. Cuando más arduo sea el acceso a los estupefacientes, mas oportunidades habrá para que los individuos tomen conciencia de sus efectos nocivos y para que reflexionen si valoran tan intensamente lo que persiguen a través de las drogas como para exponerse a deteriorar radicalmente otros bienes personales. Por otra parte, el recurso a medidas de rehabilitación, aun de índole compulsiva, no parece objetable, sobre la base de que ellas implican imponer cierto modo de vida haciendo caso omiso de las preferencias de los individuos, puesto que es razonable suponer que ellas sólo son efectivas en los casos que se acaba de mencionar y no en las raras situaciones en que el individuo sustenta libre y concientemente una valoración diferente de los bienes involucrados. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

V
El argumento más común y persuasivo a favor de sancionar penalmente la tenencia de drogas con fines de consumo es el que está fundado en la defensa social. Dadas las consecuencias extremadamente perniciosas que para la vida social tiene el consumo de estupefacientes por parte de ciertos individuos, no parece que pueda cuestionarse la represión de la tenencia con fin de de uso personal, ya que, como lo ha dicho la Corte Suprema en el fallo citado, en este caso la acción del individuo trasciende los límites de la libertad consagrada en el Art. 19 para afectar derechos de terceros. Estaríamos frente a acciones que ofenden la moral pública y no meramente un cierto ideal de excelencia personal. Este argumento parece tan obvio que toda consideración perfeccionista o paternalista se presenta como superflua e irrelevante.

Sin embargo, conviene hacer aquí una pausa y examinar un presupuesto que presidió la discusión de las dos secciones anteriores. Allí hemos asumido que puede trazarse una línea tajante entre las acciones que son meramente auto-degradantes o auto-lesivas y las acciones que afectan el bienestar de terceros. ¿Es esto realmente así? Mill tiene algo que decir al respecto (15):

“La distinción aquí señalada entre la parte de la vida de una persona que solo concierne a ella misma y la parte que concierne a otros, será rechazada por muchos ¿Cómo (podría preguntarse) puede alguna parte de la vida de un miembro de la sociedad ser indiferente a otros miembros? Nadie es un ser completamente aislado; es imposible para una persona hacer algo que sea grave y permanentemente perjudicial para ella misma sin que el mal se extienda al menos a la gente más cercana a ella, y a veces aun mucho más lejos. Si un individuo daña su propiedad, perjudica a quienes, directa o indirectamente, derivan su manutención de ella y usualmente disminuye, en un grado mayor o menor, los recursos generales de la sociedad. Si deteriora sus facultades corporales, no solamente hace desgraciados a aquellos cuya felicidad depende en parte de él, sino que se descalifica para prestar los servicios que debe a sus prójimos; quizá se convierta incluso en una carga para su afecto y benevolencia; y si tal conducta se hiciera frecuente, difícilmente otro delito que pueda cometer restaría mas a la suma general del bien. Finalmente, si por sus vicios y locuras una persona no hiciera directamente daño a otras, ella sería de cualquier modo, (podría decirse) perniciosa por su ejemplo; y debe ser compelida a auto-controlarse en aras de aquellos a quienes la visión o el conocimiento de su conducta podría corromper o perturbar… Admito plenamente que el mal que una persona se hace a si misma puede afectar seriamente, tanto a través de sus simpatías como de sus intereses, a aquellos estrechamente conectados con ella, y, en menor medida, a la sociedad en conjunto”.

Apreciemos la gravedad de la cuestión que aquí se plantea. Difícilmente pueda pensarse en una conducta de un individuo que no pueda llegar a afectar, más o menos seriamente, los intereses de otros. Esto es el caso, obviamente, del consumo de bebidas alcohólicas y también del hábito de fumar (teniendo que el acortamiento de la vida del fumador habitual puede afectar a sus dependientes y disminuir su contribución a la sociedad). Lo mismo ocurre, menos obviamente, con el manejo no muy cuidadoso del propio patrimonio y con el entusiasmo intenso por alguna actividad no lucrativa o “socialmente útil” (como la de jugar al ajedrez). Ciertas lecturas o amistades pueden inducir al individuo a adoptar ideas que se traduzcan en comportamientos peligrosos. La elección de una determinada carrera puede ser disfuncional para la sociedad. La práctica de deportes peligrosos puede sentar un ejemplo que induzca a otros a arriesgar también sus vidas de esa forma. El contraer matrimonio con cierta persona puede tener consecuencias biológicas, económicas, etc. Que pueden llegar a afectar los intereses de terceros. Frente a esta realidad, alguien, podría afirmar que la distinción entre acciones “privadas” y acciones que ofenden la moral pública (por perjudicar a terceros) es insostenible: todas las acciones pueden tener consecuencias Inter-subjetivas. Esto significaría que no hay lugar para la libertad personal que el Art. 19 de la Constitución Nacional reconoce, y que toda conducta está sujeta, en principio, a ser predicada de acciones genéricas (o sea de clases de actos) sino de acciones individuales, con lo cual esa norma dejaría de establecer una inmunidad contra una posible legislación restrictiva y se limitaría a estipular una eventual causa de justificación que debería ser apreciada judicialmente en casa caso.

Una posible alternativa, a esta conclusión inquietante consisten sostener que el Art. 19 proveer un genuino derecho subjetivo y que la noción de derechos individuales incluye, como dicen Ronald Dworkin (16) y Nozick (17), la idea de establecer un límite o “restricciones laterales” a la persecución de objetivos sociales colectivos. Esto significa que cuando el interés de un individuo está protegido por un derecho, él no debe ser arrojado a una bolsa común de los deseos y preferencias de todos los miembros de la sociedad, para hacer un cálculo global de beneficios y perjuicios, sino puesto en balance con el bienestar general de la sociedad, teniendo en cuenta que no siempre los intereses de los más cuentan más. De este modo, los derechos individuales no deben, si es que se los reconoce seriamente como tales, ser considerados meros ítem a tomar en cuenta en la estimación del bien común, sino valorados independientemente de éste y contrastados con él para sopesar su fuerza relativa. La estipulación de derechos individuales resguarda a ciertos intereses, que pueden ser minoritarios, contra la posibilidad de que sean avasallados cada vez que se demuestre que la mayoría de la sociedad se vería beneficiada si esos intereses fueran frustrados. Si el bien común fuera el criterio último y exclusivo para la justificación de cualquier medida pública, no tendría sentido limitar de antemano la acción legislativa estableciendo derechos individuales; bastaría con prescribir al legislador que promueva el bienestar colectivo (que es, en definitiva, el bienestar de la mayoría de la población) y con establecer controles políticos y judiciales para verificar la satisfacción de ese objetivo. Por esta razón se podría sostener que la proposición de que una conducta cae fuera del ámbito de la libertad personal cada vez que ella tiene consecuencias más perjudiciales que beneficiosas para la sociedad en conjunto, implica interpretar el Art. 19 de la Constitución Nacional como si no estableciera un derecho argentino.

Sin embargo, esta línea de argumentación se enfrenta en este caso con una seria dificultad conceptual. El derecho que estamos considerando se distingue de otros – como la libertad de opinión, culto y de asociación- por el hecho de estar definido en relación a la falta de perjuicio para terceros de la conducta que es objeto de tal derecho. De este modo, no parece ser cierto que este derecho en particular constituya una restricción o umbral a la persecución del bienestar general; tan pronto los intereses de terceros se ven afectados, este derecho quedaría excluido por definición (esto permite poner en duda que la característica apuntada forme parte del concepto de derecho individual; parece, mas bien, que el limitar la persecución del bienestar general; en aras de la protección de ciertos intereses individuales, constituye solo una de las razones –tal vez la más importante- para establecer derechos que restringen la acción de los órganos representativos).

¿Cómo justificar, entonces, el juicio de que hay ciertas conductas genéricas que están amparadas por el derecho que el Art. 19 reconoce?
Creo que si examináramos con algún cuidado los ejemplos mencionados de acciones que son generalmente reconocidas como casos centrales de “acciones privadas”, no obstante su posible nocividad para terceros, estaremos en condiciones de formular una caracterización operativa de este derecho que permita hacer compatible la protección de aquellas conductas –como la de dedicarse a una cierta carrera, deporte o actividad artística- con la exigencia de falta de perjuicio para terceros.

Una característica que los ejemplos mencionados presentan es que la conducta de que se trata es, presumiblemente, valorada por el agente como parte importante del plan de vida que ha elegido. Esta parece ser una condición relevante para la configuración de este derecho. Si la actividad en cuestión fuera trivial o poco significativa para el propio agente, bastaría con que se demostrase que ella está asociada de algún modo, aunque sea remoto con un perjuicio a terceros para que la interferencia con ella esté justificada.

Otra característica de los ejemplos aludidos es que el perjuicio para terceros que se mencionó como posible consecuencia de las respectivas acciones (por ejemplo, la propagación imitativa de la práctica de un deporte peligroso) no es, en realidad, imputable a tales acciones de acuerdo a una interpretación más o menos estricta de los criterios corrientes de adscripción de causalidad. Por ejemplo, la atribución de un resultado causal a una cierta acción queda, en general, excluida cuando entre ella y el resultado interviniente otra acción voluntaria, sea de un tercero, de la “victima” o del propio agente (en cuyo caso, el resultado será, obviamente, efecto causal de la segunda acción) (18). Cuando la acción que se toma en cuenta conduce a una cierta omisión (como la omisión de contribuir a la productividad colectiva), debe advertirse que los criterios generalmente aceptados de atribución de efectos causales no permiten imputar tales efectos a una omisión si no hay una expectativa relativamente fuerte de actuación positiva (19). Cuando la conducta que se juzga coloca al agente en un estado del que pueden surgir daños para terceros, deben apreciarse la proximidad y probabilidad de esos daños en relación a la acción inicial. Estas consideraciones permiten sugerir que el derecho que estamos considerando sólo queda excluido cuando la conducta en cuestión genera causalmente un perjuicio a terceros y no cuando es meramente un antecedente necesario de ese perjuicio. (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

También debe destacarse que algunos de los perjuicios que pueden adscribirse a acciones como las mencionadas antes no constituyen un daño a intereses legítimos de terceros. En especial, no es computable a los efectos del Art. 19 el perjuicio que resulta de la frustración de preferencias de los demás acerca del modo de vida que el agente debería adoptar. Esta condición deriva del mismo fundamento de este derecho, que, como vimos, consiste en dar primacía a las preferencias del agente acerca de su modo de vida sobre las preferencias que los demás tienen acerca de cómo él tendría que vivir. Si tales preferencias “externas” (20), de los demás fueran en sí mismas relevantes, y si su frustración contara como un daño a terceros a los efectos del Art. 19 de la Constitución Nacional, el derecho que esta norma consagra sería vacuo.

La determinación de estas condiciones es, en parte, una cuestión de grado, y, cuando es dudoso hasta qué punto alguna de ellas está satisfecha, debe tenerse en cuenta en qué medida lo están las restantes. Si, por ejemplo, un cierto efecto dañoso asociado con la acción cuya legitimidad se cuestiona es relativamente remoto y es discutible que podamos adscribirlo causalmente a tal acción, debemos tomar en cuenta cuán intensamente el sujeto valora a tal acción como parte importante del plan de vida por él elegido.

Estas consideraciones nos permiten proponer una caracterización provisoria del derecho reconocido por el Art. 19: una conducta está exenta de toda interferencia estatal cuando ella es susceptible de ser valorada por el agente como relevante a su plan de vida libremente elegido y no implica un riesgo apreciable de generar causalmente perjuicios relativamente serios a intereses legítimos de terceros, excluyéndose, entre esos intereses, las meras preferencias de los demás acerca del modo de vida que el agente debería adoptar. Esta caracterización es considerablemente vaga, pero, aun así hace posible encarar con cierta soltura el caso de la drogadicción.

Si asumimos que, por aberrante y torpe que nos parezca, hay alguna gente que concientemente hace del consumo de estupefacientes una parte importante de su modo de vida, y si excluimos de los perjuicios para terceros el malestar natural que produce en nosotros esta práctica abominable, la pregunta que debemos plantearnos es si la conducta de consumir drogas (o de tenerlas con fines de consumo) suele generar causalmente serios perjuicios para intereses legítimos de terceros. El hecho establecido de que el fenómeno del consumo de drogas por un número considerable de individuos provoca graves perturbaciones para la sociedad en conjunto ¿implica necesariamente que la mayoría de los actos individuales de consumir drogas causa perjuicios para terceros tan definidos y serios como para precluir posibles preferencias intensas del agente de un modo de vida que incluye ese consumo? Para contestar esa pregunta crucial, consideremos algunos de los daños sociales que la drogadicción genera.

El primero y más notorio de esos perjuicios es el contagio de los que no son drogadictos, gracias a la tendencia de los que lo son a introducir a otros en el vicio. Aquí se presentan dos situaciones distintas:

a) La primera se da cuando la nueva víctima del vicio incurre en él en forma involuntaria (en un sentido amplio que incluye la incapacidad), sea que haya sido inducida directamente a hacerlo por el agente o sea que se haya dejado guiar por su ejemplo. En esta situación hay, o bien una acción voluntaria del drogadicto que es ulterior y distinta a la de consumir la droga (el proporcionar a otro la droga o el inducirlo a que la pruebe), o bien la acción de consumir drogas se ejecuta en condiciones particulares (por ejemplo, en público), que favorecen el comportamiento imitativo. En ninguno de estos casos se puede adscribir causalmente la propagación de la drogadicción al mero consumo de la droga por parte del agente: en un caso es la ulterior acción voluntaria de ese agente (o sea la de suministrar la droga o la de inducir a probarla) la que tiene ese efecto causal, y en el otro es el consumo de la droga en ciertas condiciones específicas (por ejemplo, en público) el que genera el comportamiento imitativo.

b) La segunda situación se da cuando la nueva víctima del vicio ha resuelto voluntariamente aceptar la droga ofrecida o imitar al drogadicto. En este caso, a la acción voluntaria ulterior del drogadicto o a su consumo de la droga en condiciones particulares, se le agrega la acción voluntaria de la propia “victima”, lo que hace todavía mas inapropiado adscribir al mero consumo de la droga (o a la tenencia de ésta con fines de consumo) por parte del primer individuo, el efecto causal constituido por la adicción en que incurre el segundo individuo.

Otro tipo de perjuicios sociales que la drogadicción genera está dado por la vinculación entre ésta y la comisión de acciones delictivas de distinta índole. También aquí conviene distinguir entre dos situaciones diferentes:

a) La primera de ellas está constituida por aquellos casos en que el individuo no actúa bajo los efectos de los estupefacientes sino que actúa con plena conciencia y control de sus actos; por ejemplo, cuando estando perfectamente sobrio asalta una farmacia para apoderarse de drogas. Si, como suponemos, la acción delictiva del sujeto fue voluntaria, sus efectos perjudiciales deben adscribirse a ella y no trasladarse a una acción anterior de consumir drogas o de poseerlas con fines de consumo.
b) La segunda situación se da cuando un individuo comete un delito bajo los efectos de las drogas. En este caso, que es análogo al que se suele discutir en relación a la ebriedad, el resultado perjudicial puede, efectivamente, adscribirse al consumo de drogas – si es que éste es condición suficiente de aquel resultado en las condiciones normales del contexto- y el sujeto puede ser responsabilizado – de acuerdo a la doctrina de la “actio libera in causa” por la producción de resultados, siempre y cuando se haya drogado para provocarlo o lo haya hecho sabiendo o debiendo saber que lo provocaría. Creo que no se puede afirmar razonablemente que la mayoría de los actos individuales de consumir estupefacientes constituyen una condición suficiente bajo condiciones normales, para que el agente cometa un delito distinto. Como en el caso en que se induce un comportamiento imitativo, es el consumo de drogas en ciertas circunstancias específicas el que tiene ese efecto causal perjudicial para los intereses de terceros.

Otra clase de daños sociales asociados con el consumo de drogas está constituida por la incapacitación del adicto para contribuir con su trabajo y esfuerzo al bienestar del los demás. En este caso lo que se atribuye al adicto es una omisión que está causalmente determinada por el consumo de drogas. Pero para adscribir a su vez, a esa omisión ciertos efectos causales nocivos debe haber una expectativa social de comportamiento activo jurídicamente reconocida (21). En una sociedad liberal no se espera de cada individuo que contribuya a incrementar el producto nacional. Si la indolencia determinada por el consumo de drogas fuera un factor decisivo para reprimir el consumo, también habría que reprimir a quien es indolente por cualquier otra causa, a quien se dedica a una actividad no productiva, etcétera. Por cierto que los individuos tienen el deber de contribuir a la subsistencia y bienestar de sus dependientes inmediatos, por lo que a su omisión de hacerlo es causa de las privaciones que ellos puedan, consecuentemente padecer: el sujeto puede, naturalmente, ser responsabilizado por esa omisión – y no por el consumo de drogas que la determinó- , aun cuando haya que recurrir a la doctrina de la “actio libera in causa” para tratar los casos de incapacitación voluntaria.

Hay, por supuesto, otros daños sociales que están vinculados al consumo de drogas. Pero los mencionados son, según me parece, los más importantes, y su consideración muestra que deba tenerse cuidado en pasar de la afirmación legítima de que el fenómeno del consumo de drogas tiene consecuencias gravemente perniciosas para la sociedad (en gran parte, por efecto acumulativo de los daños que los drogadictos se autoinfringen), a la afirmación de que la mayoría de los actos individuales de consumir drogas tienen efectos nocivos para terceros. Cuando nos referimos a actos particulares que afectan los intereses de otros, debemos recurrir a una descripción más precisa de tales actos, de la que podemos prescindir cuando hablamos de fenómenos más globales. De este modo, advertimos que no son los meros actos de consumir drogas los que perjudican o ponen en peligro los intereses ajenos, sino o bien tales actos cuando se ejecutan en condiciones particulares (como en público o en circunstancias tales que el sujeto tiende a delinquir), o bien otros actos asociados con el consumo de estupefacientes pero que se pueden distinguir claramente de esta última conducta ( y de la conducta de tener drogas para el propio consumo). En ambos casos los actos nocivos son perfectamente individualizables a los efectos de ser desalentados mediante la amenaza de pena y esto se puede – y se debe- hacer sin necesidad de proyectar la represión sobre una clase más vasta de actos que incluyen a los actos anteriores o están más o menos conectados con ellos.

Como he sostenido en otro lugar (22), hay un principio de prudencia racional en la persecución del objetivo de protección social que prescribe no reprimir una clase genérica de actos cuando lo que se quiere desalentar es una subclase más específica que puede ser identificada (por ejemplo, no se debe incriminar la tenencia de armas si lo que se busca prevenir es la tenencia de armas de fuego).El derecho debe ser un instrumento lo suficientemente preciso como para que sus normas represivas alcancen sólo a aquellas conductas que se pretende prevenir mediante ellas. El argumento que muchas veces se avanza en el sentido de que resulta difícil detectar algunos de los actos nocivos que el drogadicto es proclive a cometer, por lo que es necesario dirigir la represión hacia la conducta más fácilmente verificable de la tenencia de drogas, implica, como se ha alegado frecuentemente, crear una presunción de autoría; tanto daría presumir que todo aquel que no puede justificar el origen legítimo de una cosa que tiene en su poder, la ha hurtado. El argumento de que no se reprime el consumo de drogas sino la tenencia con fines de consumo no es convincente, no sólo porque el hecho de que, salvo en casos peculiares, el consumo requiera la tenencia hace que la represión de esta sea una forma indirecta de reprimir aquél, sino también porque, si admitimos que no se pretende prevenir el mero consumo de estupefacientes, no podemos intentar prevenir la conducta que es inequívocamente un acto preparatorio de tal consumo (esto es tanto como reprimir no la práctica de ciertas religiones, sino la tenencia de los libros de oraciones que son necesarios para tal práctica). Si aceptamos que el solo acto de consumir drogas no es necesariamente perjudicial para terceros (sino que lo que son perniciosas son otros actos o bien más específicos que él o bien asociados con él), menos lo será la conducta que está exclusivamente dirigida a hacer ese acto posible. Cuando se dice que hay otros casos que nuestro derecho castiga la tenencia de objetos peligrosos – como las armas de guerra o los instrumentos de falsificación de moneda- no se advierte que la tenencia de esos objetos está más inequívocamente conectada con la persecución de objetivos ilícitos que lo que lo está la tenencia de una pequeña dosis de droga apropiada para el consumo personal (asumiendo, como este argumento lo hace, que ese consumo personal no es en sí mismo ilícito).

VI
Creo, en consecuencia, que una adecuada articulación de las implicaciones de la norma del Art. 19 de la Constitución Nacional permite sostener que los argumentos perfeccionista, paternalista y de la defensa social no justifican concluyentemente la represión de la tenencia de drogas con el fin exclusivo de consumo personal. Tales argumentos no son, en absoluto, irrazonables, y es muy torpe suponer que la mera adhesión a ellos –sobre todo a los dos últimos- implica una profesión de fe autoritaria (al fin y al cabo en países tan sensibles al espíritu liberal como Gran Bretaña y Estados Unidos, se castiga también la posesión de algunos estupefacientes, aunque conviene hacer notar que en esos países se discute actualmente la eficacia y admisibilidad de esa represión, y que, de cualquier modo, nuestra legislación penal se ha mostrado tradicionalmente más fiel a ese espíritu liberal en relación a otros casos, como los de la represión de la homosexualidad, el incesto, la tentativa de suicidio, etcétera)(23). (http://www.domingorondina.blogspot.com/)

Cada uno de los argumentos que hemos discutido plantea sucesivamente dificultades adicionales que exigen ir precisando el alcance del derecho que el Art. 19 reconoce. Mientras el argumento perfeccionista puede ser objetado por desconocer directamente aquel derecho, el argumento paternalista solo lo es en cuanto la protección de los intereses genuinos de los individuos difícilmente puede llevarse a cabo en este caso sin imponer, indirectamente, intereses que no son reconocidos por sus supuestos titulares; por su parte, el rechazo del argumento de la defensa social requiere mostrar, adicionalmente, que ella puede ejercerse, sin mengua del derecho consagrado en el Art. 19, acotando con cierto rigor los actos que generan los prejuicios sociales que se busca legítimamente prevenir. Como es fácil advertir, el problema que debe preocuparnos no es principalmente el de si es admisible que se castigue a unos cuantos individuos que son hallados con cierta cantidad de drogas para su consumo personal (la mayoría de nosotros estamos tentados a tolerar ese castigo como un mal menor ante la opresiva realidad de la propagación de la drogadicción), sino el problema de si ese castigo puede ser justificado sin recurrir a una interpretación del Art. 19 que implique desnaturalizar su reconocimiento de un ámbito infranqueable de libertad personal. Por las consideraciones expuestas, me temo que la respuesta es negativa y que la justificación del castigo de la tenencia de drogas para el propio consumo puede, por razones de coherencia lógica, conducir a justificar otras interferencias en la vida de la gente que han sido tradicionalmente consideradas proscriptas por nuestro orden constitucional.

Por supuesto que el principio constitucional que se ha analizado constituye una norma contingente de nuestro sistema jurídico, y su revisión puede ser propuesta por quienes se sienten atraídos por el hecho de que las sociedades que no reconocen un principio semejante parecen hallarse sustancialmente exentas de males como el de la drogadicción. Pero quienes consideran que la libertad personal que ese principio ampara tiene algún valor, deben enfrentar el problema de cómo controlar un fenómeno tan nefasto como éste sin renunciar al mismo tiempo, a un principio de nuestra organización social que hace que valga la pena preservarla, protegiéndola contra este tipo de flagelos.

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(1) Centro Editor de América Latina, ps. 68 y 69, Buenos Aires, 1978.
(2) V. “Investigating Drug Abuse”, publicación del Unsdri, p. 35, Roma, 1976.
(3) En “Heroin Epidemics. A Quentitative Study of Current Empirical Data”, 1973.
(4) Op. Cit., p. 45
(5) V. El trabajo del UNSIDRI, cit. P. 47
(6) En “Anarchy, State and Utapia”, Blackwell`s ps. 42 y sigts. , Oxford, 1974.
(7) V. Un tratamiento mas amplio de este punto en Nino, C. S. “Una teoría liberal del delito”, Ed. Astrea, Buenos Aires. En prensa.
(8) Cook, Jorge R., “La tenencia de drogas para uso personal configura delito”, en Rev. LA LEY, T. 126, P.952.
(9) “Programa De Derecho Criminal”, vol. VI, 8 p. 13 Ed. Themis, Bogotá. 1973.
(10) En “Paternalism”, incluido en “Morality and the Law”. P. 112, Richard A. Wassertrom. Wadsworth, California, 1971.
(11) “On Liberty”, incluido en “Tree Esseys”, cap IV, ps. 92/93, Oxford, 1975.
(12) Op. Cit., p. 117.
(13) En “freedom and Reason”, cap. V, ps 67/85 Oxford, 1963. La parte relevante del desarrollo de Platón se encuentra en “Protágoras”, 351 b, 358d. trad. W. k.c. Guthrie, Harmondsworth, 1956. La posición de Aristóteles está expuesta en “The Nichormachean Ethics”, lib. VII, cap, 1-3 trad de D. Ross. 1925. V. un tratamiento amplio de este tema en el volumen colectivo “Weakness of the Hill”, Ed. G. W. Mortimore, Londres, 1971.
(14) Op. Cit., p. 121.
(15) Op. Cit., cap IV , ps. 98-99.
(16) En “talking Rights Seriusly”, ps. 90 y sigas., Harvard U.P. , 1977.
(17) En op. Cit., ps. 28 y siguentes.
(18) V. este punto en Hart H. L.a. y Honoré, A. M. “Causation in the law”, ps. 38 y sigts., Oxford, 1959. Noziclop. Cit. P. 127 menciona un posible principio moral que coincidiría con este criterio de adscripción causal: “un acto no es incorrecto y no puede, por lo tanto ser prohibido si no resulta dañoso a menos que se adopta una ulterior decisión de hacer algo mal”
(19) Analizo más extensamente este tópico en ¿Da lo mismo omitir que actuar? Rev. LA LEY, T 1979
(20) V. este punto en Dworkin, R. M., OP. CIT. PS 234-35
(21) V. mi artículo cit. En nota (19).
(22) V. “Una teoría Liberal del delito”, cit., cap. IV.
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(23) En Inglaterra la ley que pena la posesión de drogas es la Ñinuse of Drugs Acta de 1971. sec 5 (1) y (2); en Estados Unidos la posesión está reprimida en el ámbito federal por la Comprehansive Drug Abuse Prevention and Control Act. De 1970. En el caso de “United State c Moore”, citado, el juez Wright, hablando por la misma minoría del tribunal, objetó la eficacia de la represión de la posesión de drogas, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente: “Veinte años de aplicación rígida de las leyes penales en contra de adictos han traído a este país no solo un aumento dramático del crimen organizado, sino también una cosecha de crímenes callejeros sin precedentes en nuestra historia” (cita, en apoyo de esta afirmación, un informe de 1972 del comité especial en prevención y control de la drogadicción). En cuanto a la represión en Inglaterra de conductas relacionadas con la moralidad privada y la controversia que se ha desarrollado en ese país acerca de su admisibilidad, principalmente entre Lord Devlin y el profesor Hart, V. mi libro “Una teoría liberal del Delito”, citado.

CARLOS SANTIAGO NINO
LA LEY-1979-D-743/758
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