Legalícenla I

Nada menos que Bidart Campos, el padre putativo de todos los constitucionalistas de nuestra generación, alegando a favor de que el consumo de drogas entra en las ‘acciones privadas de los hombres’. Su comentario al fallo ‘Montalvo’ es uno de los escritos doctrinarios más importantes en el tema. Y por primera vez, lo colocamos en internet. Por favor, citar fuentes.

(http://www.domingorondina.com.ar/)
LA NUEVA JURISPRUDENCIA DE LA CORTE EN MATERIA DE DROGAS
Por Germán Bidart Campos
ED-141-469/475
I La Privacidad
1. Deslindar y desentrañar el área y el límite de la privacidad no es una cuestión puramente teórica: encierra finalidades prácticas muy importantes. Cuando el Art. 19 de la Constitución inmuniza las acciones “privadas” de los hombres que no ofenden el orden, ni la moral pública, ni los derechos de terceros, y sustrae tales acciones de autoridad de los magistrados para librarlas al juicio de Dios, crea una zona de reserva o autonomía personal que es libertad jurídicamente relevante, que es “derecho a la libertad”, libertad inofensiva para el bien común, campo de licitud jurídica.
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Todo ese sector preservado no es neutro ni indiferente al derecho, no es extra-jurídico no a-jurídico, sino al revés, tutelado por el derecho. Y por el derecho constitucional. ¡Vaya, pues, si inviste efecto práctico determinar lo que allí queda alojado como privacidad e intimidad detraídas a la jurisdicción del Estado!

2. La cuestión no es siempre fácil. Por ejemplo, a fines de 1990, la Corte Suprema ha dicho de nuevo que “tener” y “consumir” privadamente estupefacientes para uso propio es una conducta susceptible de razonable incriminación: no es una conducta privada “exenta” del poder estatal, no se resguarda en la intimidad inmunizada.

En cambio, ha dicho ya hace muchos años que declarar la religión que se profesa en ocasión de un trámite administrativo de radicación en el país por parte de un extranjero, sí es una cuestión privada que escapa a la autoridad publica. ¿Cuál es el criterio para trazar el límite? ¿Cómo se sabe si una cuestión, conducta o acción son o no son ofensivas para el bien común (orden, moral pública, derechos ajenos)? Se dirá que hay una pauta bastante objetiva: el daño, o el peligro real y actual para ese bien.

Sí; pero cuando la pauta se traslada desde su concepto racional a su aplicación en tal o cual caso, la duda puede dar lugar al error. Prueba de ello es que la declaración aludida de la religión profesada por un extranjero que aspiraba radicarse, fue reputada por la autoridad administrativa como óbice a su pretensión porque era Testigo de Jehová y se consideró que ello lo tornaba peligroso para la seguridad nacional. Vamos a ver, pues, algunos casos. (http://www.domingorondina.com.ar/)

3. Hace tiempo, supimos que una anciana que pasaba sus días en la puerta de una iglesia, vivía en un departamento de un ambiente, cerca de allí, y que estaba enferma. Nos llegamos a su domicilio, y el espectáculo nos fue penoso. Su lecho era un jergón de bolsas, cajones y papeles. Estaba postrada. Había roedores. La habitación hedionda estaba llena de basura, trapos y objetos. El baño también. Supimos que una vecina le alcanzaba algunos alimentos por la puerta de acceso, que permanecía siempre abierta. No solo faltaba la higiene, sino que la anciana incontinente padecía los efectos de su inmovilidad de su propio cuerpo y en el jergón que hacía de cama. Un pariente despreocupado no procuró nunca remediar la suciedad, la dolencia ni el abandono de la mujer postrada. Una abogada abnegada de nuestra amistad tomó cartas en el asunto, promovió una acción de amparo y logró que el juez ordenara internar a la enferma en un hospital, previa inspección de su vivienda, donde se hizo un inventario de los rezagos. Poco después, el “pariente” enterado logró frustrar el trámite y retrotrajo la situación a su penoso estado primitivo. Pero ésta no es más que anécdota.

La pregunta incisiva es ésta: ¿el hecho de vivir en la miseria, la mugre y la invalidez, sin atención médica, sin posibilidad de alimentarse, de higienizarse de movilizarse, es una cuestión privada e íntima sobre la cual el Estado está inhibido de intervenir? ¿Es una decisión personal que debe respetarse totalmente, o que debe librarse únicamente a la acción de la familia? ¿Importa si esa situación indigna e indecorosa obedece a la falta de recursos económicos, o a deficiencia mental, o a negligencia senil o a descuido e indiferencia de los parientes que pueda tener la persona sumida en la postración? ¡Cuántas preguntas! Unos dirán: todo hombre merece y debe vivir como persona, y el Estado tiene que velar para que así sea. Otros dirán: el Estado no debe “impedir” que cada cual viva o como persona y debe proporcionar las condiciones para ello, pero no puede ocuparse individualmente de que, ese cada quién viva o no como persona. Algunos dirán: si la decisión personal está inhibida o aminorada por la situación del sujeto (como parece que ocurriría en el ejemplo comentado), el Estado tiene que intervenir para suplir la carencia del sujeto o la inacción de la familia. Habrá quienes aclaren: el Estado debe actuar si el sujeto no cuenta con recursos económicos propios que sean suficientes. Otros observarán: aún en ese extremo, el Estado debe actuar solamente si la situación del sujeto repercute externamente en perjuicio de terceros (en el caso, por ejem. mal olor, invasión de roedores, perturbaciones de la higiene en detrimento de los vecinos y de la limpieza del edificio, etc.) (http://www.domingorondina.com.ar/)

4. Muy bien, pero en el problema subyace una grave disyuntiva constitucional: el derecho a la vida, a vivir dignamente, a la salud, a la atención médica, a la subvención de la hiposuficiencia, ¿es una cuestión privada e íntima que se reduce siempre y en todos los casos a la decisión y las acciones personales, cualquiera sea la situación del sujeto interesado y sus capacidades psíquicas, físicas, materiales y económicas? ¿El Estado debe guardar abstención y respeto por esa supuesta intimidad, o en aplicación del principio de subsidiaridad tiene que suplir la inacción personal en ciertas circunstancias de entidad o gravedad razonablemente importantes? Y de ser así, ¿puede intervenir aunque la situación personal no incida desfavorablemente en terceros, o en la higiene pública, o en el bienestar de los vecinos?

5. No hay una contestación uniforme. En el ejemplo de la anciana estaban dadas, a nuestro juicio, las condiciones objetivas razonablemente justificantes para que, mediante una acción de amparo, el Estado interviniera a efectos de removerla situación gravísima de la enferma y proveyera a su atención sanitaria. No había, pues, en ese caso, una esfera de intimidad que pudiera invocarse para preservar la privacidad de la autonomía personal y para oponer frente al estado una liberalidad jurídica inofensiva. Más que preguntarse en la aludida hipótesis si el cuidado de la salud de cada cual incumbe sólo al interesado, se trata de saber si siempre y en cualquier caso el Estado está obligado a omitir toda intervención prudente y razonable para suplir la falencia individual en la atención de la salud y la vida.

6. Pasemos ahora al alcoholismo. El estado puede combatirlo, no debe estimularlo, ha de coadyuvar a las campañas de preservación y recuperación. Todo eso es claro. Pero, ¿sería razonable prohibir la propaganda de bebidas alcohólicas, o la compraventa, o el expendio en comercios y locales públicos, o el consumo y, más aún, el cultivo, la elaboración, la industrialización? Sería absurdo, sería arbitrario. El hecho de que se pueda abusar de las bebidas alcohólicas no configura un peligro real y presente que funde válidamente medidas tan drásticas y disparatadas como las que propone la pregunta. Pero, ¿si alguien se embriaga en su casa, o en un bar, o habitualmente excede hasta ser un alcohólico consuetudinario, el Estado puede intervenir?¿Debe velar por la salud de quien se la deteriora bebiendo? Hay algo claro: si esa persona conduce un vehículo y causa riesgo y peligro; si golpea a su mujer o a sus hijos; si es agente público y se discapacita para cumplir su actividad; si es docente y da mal ejemplo público, etc., la respuesta se impone: el consumo de alcohol y la embriaguez en los casos relatados no pueden escudarse en el recato de la privacidad inofensiva.

Pero si soy un ebrio habitual, y no perjudico a nadie, no perturbo a mis vecinos, me echo a dormir con exceso, desatiendo a mi salud, me despreocupo de mi trabajo (acá el empleador mío podría sancionarme), etc., nos parece que sería vigilancia demasiado paternalista del Estado que, so pretexto de proteger mi integridad o mi virtud personales, invadiera mi acción privada neutra al bien común para combatir o evitar mi aflicción alcohólica. Acá habría base para postular una libertad jurídica de intimidad, no porque “moralmente” me sea lícito emborrachare, sino porque mi borrachera –ocasional o crónica- no ofende al orden, ni a la moral pública, ni a terceros. (http://www.domingorondina.com.ar/)

7. Poco mas o menos éstas disquisiciones sobre alcoholismo podrían trasladase al hábito tabacal, aún cuando el consumo de cigarrillos en orden de la salud personal, a la salud pública, a la higiene ambiental, a la discapacitación laboral, al siquismo, a las turbaciones de conducta, etc., no ofrezca caracteres paralelos o análogos en todos los casos con los que presenta la embriaguez o la ingestión alcohólica.

II EL CASO DE LAS DROGAS

8. En el caso “Montalvo”, la corte ha retomado – por mayoría- su jurisprudencia anterior a “Bazterica” y “Capalbo”, y ha convalidado la incriminación legal de la mera tenencia de drogas para consumo personal. El juez Petracchi ha mantenido, en disidencia, el criterio que sostuvo en los dos fallos de 1986 que declararon inconstitucional aquella incriminación. También el doctor Belluscio.

Tenemos ya harto difundida nuestra adhesión a la jurisprudencia de los casos “Bazterrica” y “Capalbo”, por lo que poco vamos a añadir, como no sean algunas reflexiones corroborantes.

9. Por supuesto que la política criminal del legislador le está, en cuanto a política criminal, reservada al Congreso. Pero la razonabilidad (que es igual a decir “constitucionalidad”) de esa política cae bajo la mirada invasora de los jueces, si es que no declinan el control judicial de constitucionalidad.

Y aquí hay un punto muy vidrioso, que también hemos sacado a colación muchas veces. En el examen judicial de razonabilidad no basta, a nuestro criterio, verificar si el medio elegido por la ley es conducente o no al fin propuesto (presuponiendo la legitimidad de éste fin), porque en menester añadir otro test: indagar si el medio escogido es conducente es, entre varios posibles, el menos gravoso o el más gravoso para los derechos que quedan limitados. Si habiendo un medio menos gravoso se ha optado en la ley por el mas gravoso, la ley no es razonable, sino arbitraria y, por ende, inconstitucional.

10. Un reciente artículo de Enrique Vera Villalobos en “La Nación” del 5 de Enero de 1991 sobre “Rectificación de la Doctrina sobre tenencia de drogas” (p. 7) se endereza a analizar la ineficacia de las legislaciones severamente represivas en materia de drogas.

El voto disidente de Petracchi en el caso “Montalvo” también trae referencias al tema (ver, por ej. su consid. 6ª).

En el caso de las revisaciones vaginales a las mujeres que visitan a sus familiares presos, el juez Fayt las descalificó por entender que existen medios que, sin herir el pudor, la intimidad y la dignidad personal, resultan más eficaces a los fines buscados con el control. (Ver ED, 136-700)

De alguna manera, va filtrándose en el Derecho Judicial la noción de que es menester – es imprescindible- poner bajo la lente revisora de la racionabilidad ese dato fundamental: si el medio elegido es, entre muchos posibles y conducentes a un fin legítimo, el más o menos restrictivo para los derechos personales afectados con una medida. (http://www.domingorondina.com.ar/)

Como idea básica nos queda, entonces, la de que una política criminal inocua, ineficaz, o hasta contraproducente para el fin perseguido, no es razonable.

Mucho de esto ronda en el problema que ha resuelto la Corte en materia de estupefacientes con un criterio que no compartimos y que rechazamos.

III
EL FALLO Y SUS DISIDENCIAS

11. La sentencia echa mano de numerosos standards de por sí vagos, que no se utilizan con criterio empírico para el caso concreto, sino que se formulan y acumulan con doctrinarismo generalizado y abstracto. Podrían servir tanto para las drogas como para el alcoholismo, el tabaquismo, los juegos de azar, etc., como bien lo puntualiza Vera Villalobos en su citado artículo.

“Peligro Abstracto”, “mera probabilidad de riesgo para la salud pública”, “peligro para la moral, la salud pública y hasta la misma supervivencia de la nación”, “conductas atentatorias de la propia supervivencia del estado y de sus instituciones”, “poder de policía de salubridad”, etc., vienen como slogans abigarrados en el dictamen del procurador general y en el fallo.

No son más que standards, como hemos dicho. Y una sentencia que los usa, necesita aplicarlos concretamente a cada conducta que en cada caso cae bajo juzgamiento penal, para corroborar la razonabilidad de su incriminación. No se han de usar esos standards para embolsar abstractamente la globalidad posible de conductas de todos y de cualquiera, con el resultado de digerir una política criminal del legislador so pretexto de que su “conveniencia” escapa al control judicial. Muchas veces la conveniencia ya no es pura conveniencia, sino exceso represivo en la elección de un medio que no es conducente al fin buscado, o que es el más gravoso en la alternativa de otros más benignos.

12. No hemos de glosar el voto del doctor Petracchi, que desbarata muchos de los argumentos de la mayoría. Así, al solo título de un ejemplo, recuerda que ninguna política criminal y ninguna legislación penal pueden tomar como destinataria la personalidad de un ser humano, sino únicamente a sus conductas concretas.

A nosotros se nos ocurre, sin tener dominio alguno del derecho penal, proponer una pregunta: cuando se sostiene que quien tiene drogas en dosis mínimas para consumo personal privado ha entrado en una cadena que arranca de quien la cultiva, y continúa en quien la industrializa, en quien la comercializa, en quien la trafica, en quien la consume, en quien vuelve a transmitirla, etc., etc., ¿no se está eslabonando sin solución de continuidad una serie de conductas de autores diversos, en algo así como una delictuosidad permanente en cuyo itinerario no se hace ningún corte individualizador?

Es verdad que el cultivo, la industrialización, el tráfico. La inducción a terceros. La oferta a otros, el consumo público, son conductas ajenas a la privacidad y susceptibles de incriminación. Pero sobrevienen dos cuestiones:

a) Una, saber si la política criminal que las penaliza cuenta con la razonabilidad apuntada en mérito a su eficacia o si es la más severa frente a otras menos gravosas e igualmente conducentes al fin pretendido;
b) Otra, saber si en la serie encadenada y anexada de aquellas conductas se intercala un corte que desengancha alguna conducta porque la reputa alojada en el ámbito de la privacidad.

13. Cuando se vuelve a decir que quien tiene drogas y las consume es estricta intimidad, de alguien las obtuvo, y que aquel de quien las obtuvo remonta a su vez una escalera de conductas que llega a lo mejor hasta la de quien planta y cultiva la sustancia, hay que decir: pues que se incrimine y reprima separadamente cada uno de esos comportamientos cuando respondan a la naturaleza de una conducta realmente delictuosa, pero no empaquetemos en cadena todo el íter supuestamente criminoso, como si los diversos autores compartieran la consumación de un delito permanente. La tenencia y el consumo estrictamente privados no resisten, a nuestro juicio, la conexión insertada en aquel supuesto íter delictivo.

14. Y ahora sobreviene otro punto. La mayoría se detiene en un argumento gramaticalista efectista. Dice que el Art. 19 de la Constitución sólo sustrae a la autoridad de los magistrados las acciones privadas que “de ningún modo” ofenden al orden, a la moral pública, ni perjudican a terceros. De allí infiere que cuando “de algún modo” producen esa ofensa, ya son atrapables por el Estado.

Pensamos, en primer lugar, que cualquiera sea el sentido y el alcance literal que se asigne a la locución “que de ningún modo” (y a su inversa “de algún modo”), hay que prestar atención al verbo “ofender” ¿Qué es ofender, que es ofensa? ¿Es cualquier proyección, cualquier tipo de incidencia social, cualquier clase de manifestación pública? (http://www.domingorondina.com.ar/)

Puede ser que a personas de puritanismo fundamentalista les ofenda (subjetivamente) la sola noticia de que hay prostitutas, lesbianas, homosexuales, comunistas, ateos, etc. ¿Hay objetivamente una ofensa al orden, a la moral pública, a derechos ajenos?

Es menester, pues, tomar tanta precaución frente a lo que quiere decir “ofender” como a lo que significa “que de ningún modo” ofenden.

Dice lúcida e irrebatiblemente el juez Petracchi que si toda conducta que “de algún modo” incide o repercute socialmente puede ser incluida en la jurisdicción del Estado, solamente evadirían ese espionaje estatal (esta palabra es nuestra) los puros actos de conciencia. Y es verdad.

Pero entonces desmantelemos la privacidad, dejamos al hombre inerme ante el monstruo de un Estado paternalista, acaso perfeccionista, que nos va a escudriñar lo mas recóndito de nuestro ser, lesionándonos la intimidad, la dignidad, la propia responsabilidad de las conductas autoreferentes.

15. No se puede ser ligero en atribuir a la frase “acciones… que de ningún modo ofenden a …” el alcance que le otorga la sentencia, porque el “de ningún modo” tiene el sentido y el propósito de no resguardar en la intimidad privada de conductas que, por ofender realmente, dañan. ¿Qué cosa? El orden, la moral pública, los derechos de otros. Es tanto como acoger el alterum non laedere romanista, y como prevenir que quien daña no puede retraerse a la jurisdicción del Estado.

Pero quien no daña ni ofende objetivamente, preserva sus conductas en la privacidad, aunque esas conductas se exterioricen y sean conocidas o susceptibles de conocerse. Y aunque molesten. Por que el artículo Art. 19 no habla de acciones que “no molestan” sino de acciones que “no ofenden”. La entidad de la ofensa no debe desligarse de las frases anteriores “que de ningún modo ofenden” o que “de algún modo ofenden”. (http://www.domingorondina.com.ar/)

El gramaticalismo literal, unido a los standards genéricos y abstractos que generaliza el fallo, sin detenerse en la concreta aptitud ofensiva y dañosa de las conductas que en el caso particular se pretende someter a la represión punitiva del Estado, toma partido por lo que, en teoría y lenguaje weberianos, llamaríamos la racionalidad del derecho formal (que sublima la lógica del sistema normativo), en oposición a la racionalidad del derecho material que, con múltiples criterios de valor (no sólo jurídicos), busca la justicia concreta del caso singular, bien empírico por cierto, porque se incardina en la vida biográfica de un hombre de carne y hueso: objetivamente justo en concreto. Con realismo.

16. No tiene desperdicio, por eso, lo que afirma Petraccchi: no es cualquier efecto sobre el mundo exterior lo que autoriza la intervención estatal, sino el daño o el peligro concreto respecto de derechos o bienes públicos o privados. La afectación real, ofensiva y dañina –agregamos personalmente- es lo que sirve para calificar a una conducta como capaz “de algún modo” de ofender al orden, a la moral pública, o de perjudicar derechos de terceros.

El retorno, pues, a una jurisprudencia que había sido superada en 1986, no nos parece para nada valioso, y lo lamentemos.

17. Habría que agregar, por otra parte, y de señalarlo también se encargara muy bien Petraccchi en los consid. 10 a 19 de su voto, que no es bueno y no es valioso el cambio frecuente de la jurisprudencia de la Corte cuando no ocurren poderosas razones, porque conspira contra la previsibilidad y la seguridad jurídicas, y deja la sensación y la duda de que los tribunales oscilen del lado de donde soplan los vientos políticos (políticos en el sentido de política oficial o gubernamental de turno). De esta suspicacia queda exento el juez Fayt, que ya había votado en disidencia con toda independencia (igual que el ex juez Caballero) en ocasión de los fallos de 1986. Tantas alusiones de la sentencia al peligro para las instituciones de la República, nos permiten añadir a nosotros que la línea de este fallo, hoy, nos parece peligrosa para las mismas instituciones.
Germán Bidart Campos
ED-141-469/475
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