El espiritu de la revolucion

LOUIS DE SAINT JUST, el arcángel del terror.

Uno de los políticos más interesantes de la Revolución Francesa ha sido injustamente olvidado. Compartimos aquí, como lectura para épocas de vacaciones, uno de sus textos más extraordinarios, discurso que -según dicen los que saben- fue una de las bombas decisivas en el proceso revolucionario francés.

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO PRIMERO

Capítulo primero – De los presentimientos de la revolución. Capítulo segundo – De las intrigas de la Corte. Capítulo tercero – Del pueblo y las facciones de París. Capítulo cuarto – Del ginebrino. Capítulo quinto – De dos hombres célebres. Capítulo sexto – De la Asamblea Nacional.

CAPÍTULO PRIMERO

De los presentimientos de la Revolución

Las revoluciones son menos un accidente de las armas que un accidente de las leyes. Desde hacía varios siglos la monarquía nadaba en sangre, pero no se desintegraba; existe, sin embargo, una época en el ordenamiento político en la cual todo se descompone mediante un germen secreto de consunción. Todo se deprava y degenera; las leyes pierden su natural sustancia y languidecen, y si en esas circunstancias se presenta en sus fronteras un pueblo bárbaro, todo se allana ante su furor y el Estado se regenera mediante la conquista. Si no es atacado por los extranjeros, su corrupción lo devora y se reproduce; si el pueblo ha abusado de su libertad cae en la esclavitud, pero si el príncipe ha abusado de su poder, entonces el pueblo es libre.

Europa, que por la naturaleza de sus relaciones políticas aún no tiene por qué temer a ningún conquistador, durante mucho tiempo sólo tendrá que hacer frente a revoluciones civiles. Desde hace varios siglos la mayoría de los imperios de este continente ha cambiado de leyes, y el resto no tardará en hacer otro tanto. Después de Alejandro de Macedonia y del Bajo Imperio, al haber dejado de existir el derecho de gentes, las naciones sólo campiaron de reyes.

El nervio de las leyes civiles de Francia ha mantenido a la tiranía desde el descubrimiento del Nuevo Mundo; dichas leyes triunfaron sobre las costumbres y el fanatismo, pero necesitaban de órganos que las hiciesen respetar. Esos órganos eran los parlamentos, y cuando éstos se alzaron contra la tiranía, la derrumbaron.

Como todo el mundo sabe, el primer golpe asestado a la monarquía salió precisamente de tales tribunales. Debe agregarse a esto que el genio de algunos filósofos de este siglo había convulsionado el carácter público y formado a gentes de bien o a insensatos igualmente fatales para la tiranía, que a fuerza de menospreciar a los grandes, empezaban a avergonzarse de su esclavitud, así como también corresponde decir que el pueblo, arruinado por los excesivos impuestos, se irritaba contra leyes tan extravagantes y que ese mismo pueblo fue afortunadamente alentado por ciertas débiles facciones. Un pueblo abrumado de impuestos siente poco temor a las revoluciones y a los bárbaros.

Francia rebosaba de descontentos dispuestos a manifestarse a la primera señal, pero el egoísmo de unos, la cobardía de otros, el furor del despotismo en sus últimos días, la multitud de pobres que devoraban la Corte, el crédito y el temor a los acreedores, el antiguo amor hacia los reyes, el lujo y la frivolidad de los más insignificantes, y en última instancia el cadalso, impedía la insurrección.

La miseria y los rigores climáticos del año 1788 conmovieron la sensibilidad popular. Las calamidadés y los beneficios unieron los sentimientos y el pueblo osó decirse a sí mismo que era desgraciado y se quejó.

La savia de las antiguas leyes se deterioraba día a día. La desgracia de Kornmann indignó a París, pues el pueblo, a causa de su fantasía y de su conformidad, se apasionaba por todo lo que significara infortunio, detestando a los grandes a quienes envidiaba. Estos se indignaron contra los gritos del pueblo; el despotismo se hace tanto más violento cuanto menos respetado es o cuanto más se debilita. El señor de Lamoignon, temeroso de los parlamentos, los suprimió, haciendo que el pueblo los echara de menos, pero finalmente fueron restablecidos. Luego vino el señor Necker, que multiplicó los resortes administrativos para controlar los impuestos, se hizo adorar, convocó a los Estados Generales, devolvió su altivez al pueblo e infundió celos en el ánimo de los grandes, provocando un enorme incendio. París fue bloqueado, haciendo que el espanto, la desesperación y el entusiasmo sobrecogieran a todo el pueblo. La común desdicha unió las fuerzas de todos, y todos se atrevieron hasta el fin, porque habían empezado por atreverse. El esfuerzo no fue grande, pero sí afortunado, y el primer chispazo de la revuelta derribó al despotismo, demostrando una vez más que los tiranos perecen a causa de la debilidad de las leyes qUe ellos mismos han enervado.

CAPÍTULO SEGUNDO

De las intrigas de la Corte

La multitud rara vez es engañada. Luis, simple en medio del fasto, más amigo de la economía que administrador, amigo de la justicia sin poder ser justo, dígase lo que se diga, siempre fue considerado como tal por su pueblo, que furioso, gritaba en las calles de París: ¡Viva Enrique IV, viva Luis XVI y mueran Lamoignon y los ministros!

Luis reinaba como hombre privado: era duro y frugal para consigo mismo, y débil Y brusco con los demás, y porque creía en el bien, se imaginaba estar haciéndolo. Ponía heroísmo en las cosas pequeñas y debilidad en las grandes; expulsaba al señor de Montbarey del ministerio por haber ofrecido secretamente una suntuosa comida, pero veía con sangre fría a toda su Corte saquear las finanzas del Estado, o más bien no veía nada, pues su sobriedad había tornado en hipócritas a quienes lo rodeaban. Sin embargo, tarde o temprano lo averiguaba todo, pero le importaba máS ser confundido con un simple observador que actuar como monarca.

Cuanto más veía el pueblo -infalible juez- que Luis era engañado al mismo tiempo que él, tanto más lo apreciaba en su propósito de manifestar su mala voluntad hacia la Corte. Esta y el ministerio que ejercía el gobierno, socavados por su propia depravación, por el abandono del soberano y el menosprecio del Estado, se bamboleaban definitivamente, y junto con ellos, la propia monarquía.

María Antonieta, más bien engañada que engañadora y más ligera que perjura, dedicada enteramente a sus placeres, parecía no reinar en Francia, sino tan sólo en el Trianon.

El hermano del rey tenía por toda virtud un ingenio bastante cultivado, pero no el suficiente para dejarse engañar.

La duquesa Jules de Polignac, único personaje oscuro de aquella Corte, engañó a sus iguales, al ministerio y a la reina, y se enriqueció; debajo de su apariencia frívola se ocultaba un alma criminal que la impulsaba a cometer, riendo, toda clase de horrores, y a depravar los sentimientos de aquellos a quienes quería seducir, terminando por último de ahogar su secreto en las peores infamias.

Prefiero guardar silencio respecto al carácter de tantos hombres que carecían de él. La imprudencia y las locuras del ministro Calonne y las sinuosidades y la avaricia del señor de Brienne, eran una muestra del espíritu de la Corte, en la que sólo se hablaba de costumbres, de libertinaje y de probidad, de modas, de virtudes. o de caballos. Dejo a otros la tarea de relatar la historia de las cortesanas y de los prelados, bufones de la Corte, en la que la calumnia mataba al honor y el veneno eliminaba a la gente de bien. Maurepas y Vergennes murieron; especialmente este último apreciaba el bien que nunca supo hacer. Era un sátrapa virtuoso, y después de su muerte, la Corte pudo librarse a un verdadero torrente de impudicias e indignidades que completó la ruina de las antiguas máximas. Apenas puede concebirse la bajeza de los cortesanos, pues los buenos modales disimulaban los más cobardes delitos, y la confianza y la amistad nacían de la vergüenza de conocerse y de la molestia que significaba tener que engañarse entre sí. La virtud era una palabra ridícula, el oro se vendía al oprobio, el honor se medía en su peso en oro y el trastorno de las fortunas era increíble. La Corte y la capital cambiaban diariamente de rostros a causa de la necesidad de huir de los acreedores o de ocultar la propia existencia; las ropas cortesanas cambiaban continuamente de manos, y entre aquellos que las habían vestido, uno estaba cumpliendo trabajos forzados, otro refugiado en algÚn país extranjero y el último se había ausentado para poder vender o lamentar la pérdida de las posesiones de sus antepasados. Así fue como la familia de los Guémené devoró la Corte, compró y vendió favores reales, dispuso a su antojo de los empleos y cayó finalmente por culpa de su orgullo, así como se había elevado gracias a su bajeza. La avidez del lujo atormentaba al comercio y ponía a las plantas de los ricos a toda una multitud de artesanos. Eso fue lo que mantuvo al despotismo, pero como a fin de cuentas el rico no pagaba, el Estado perdía en fuerza lo que ganaba en violencia.

Difícilmente podrá la posteridad imaginarse cuán ávido, avaro y frívolo era el pueblo, y hasta qué punto las necesidades que su presunción había forjado lo colocaban en situación de dependencia para con los grandes, pues estando los créditos de la multitud hipotecados sobre los favores de la Corte y las trapacerías de los deudores, el engaño llegaba por reproducción hasta el Soberano, descendiendo luego de éste hasta las provincias, y formando así en el cuerpo de la nación una cadena de indignidades.

Todas las necesidades eran extremas e imperiosas y todos los medios para remediarlas desesperados.

CAPÍTULO TERCERO

Del pueblo y las facciones de París

Nada he dicho de algunos hombres distinguidos por su nacimiento, pues sólo se preocupaban por satisfacer sus absurdos derroches. La Corte era una nación evaporada que no pensaba, como se pretende, establecer una aristocracia, sino tan sólo subvenir a los gastos de sus libertinajes. La tiranía existía y los cortesanos se limitaron a abusar de ella; imprudentemente espantaron a todo el pueblo mediante ciertos movimientos de los cuerpos de ejército, y el hambre, causada por la sequía de aquel año y la exportación del trigo, completó el cuadro. El señor Necker inventó el remedio de la exportación para alimentar el tesoro público, que aquel financista cuidaba como a la propia patria, pero el hambre sublevó al pueblo y el peligro perturbó a la Corte. Esta temía a París, que día tras día se tornaba más facciosa a través de la audacia de los escribanos, o la escasez de recursos, y porque la mayoría de las fortunas Se confundían, ahogadas, en la fortuna pública.

El nombre de facción de Orléans procedía de la envidia que provocaba a la Corte la opulencia, la buena administración y la popularidad de aquella casa principesca. Se sospechaba que tenía ciertas inclinaciones partidarias, a caUsa de su alejamiento de Versalles, y se hizo todo lo posible por causar su pérdida, porque no se logró domesticarla.

La Bastilla fue abandonada y tomada, y el despotismo que sólo se basa en la ilusión de los esclavos, pereció con ella.

El pueblo carecía de buenas costumbres, pero estaba vivo. El amor por la libertad nació como un brote y la debilidad dio origen a la crueldad. No sé que jamás se hubiera visto, excepto entre los esclavos, que el pueblo enarbolara la cabeza de los más odiosos personajes en la punta de sus lanzas, bebiera su sangre, arrancara sus corazones y los comiera. La muerte de ciertos tiranos en Roma constituía una especie de religión.

Algún día podrá verse, y quizá con mayor justicia, tan espantoso espectáculo en América, pero yo lo he visto en París y he oído los gritos de alegría del pueblo desenfrenado, jugando con los jirones de carne y chillando: Viva la libertad, vivan el Rey y el señor de Orléans.

La sangre de la Bastilla sacudió a toda Francia, y la inquietud antes irresoluta se desencadenó contra las Órdenes reales y el ministerio. Fue un instante público semejante a aquel en que Tarquino fue expulsado de Roma. Ni siquiera se pensó en la más importante de las ventajas, la huida de las tropas que bloqueaban a París, y el pueblo se limitó a regocijarse de la conquista de una prisión del Estado. Aquello que llevaba sobre sí la huella de la esclavitud que los abrumaba, impresionaba más sus imaginaciones que lo que amenazaba la libertad de que aún no disfrutaban. Era el triunfo de la servidumbre. El pueblo hacía pedazos las puertas de las calabozos, abrazaba a los cautivos aún encadenados, los bañaba en lágrimas, hizo soberbios funerales a las osamentas descubiertas durante el registro de la fortaleza y paseó en triunfo, a modo de trofeos, las cadenas, los cerrojos y otras muestras de esclavitud. Algunos de los prisioneros no habían visto la luz desde hacía cuarenta años y sus delirios despertaban interés, provocaban lágrimas e incitaban a compasión, dando la impresión de que el pueblo hubiese tomado las armas para terminar con las órdenes reales de prisión. Daba lástima examinar las tristes murallas del fuerte cubiertas de jeroglíficos lastimeros. Uno de ellos decía: ¡Jamás volveré, pues, a ver a mi pobre mujer y a mis hijos, 1702!

La imaginación y la piedad hicieron milagros y todo el mundo pudo imaginarse hasta qué punto el despotismo había perseguido a nuestros antepasados, mientras compadecía a sus víctimas, dejando, de paso, de temer a sus verdugos.

En un principio, el arrebato y la ingenua alegría hicieron inhumano al pueblo, pero su acción le devolvió el orgullo y éste lo hizo sentir celoso de su gloria. Por un momento volvió a tener sus mejores costumbres y se avergonzó de los muertos con que manchara sus manos. Felizmente fue lo suficientemente bien inspirado, ya sea por el temor o por las insinuaciones de las gentes de bien, para darse a sí mismo los jefes que necesitaba y obedecerlos.

Todo se hubiese perdido si las luces y la ambición de algunos no hubiesen dirigido aquel fuego que ya no se podía apagar.

Si el señor de Orléans hubiera tenido realmente su facción, se habría puesto entonces al frente de la misma, asustando y salvaguardando a la vez a la Corte, como otros lo hicieron en su lugar. Nada de ello hizo, como es sabido, limitándose a contar con el asesinato de la familia real, que estuvo a punto de ser cometido cuando todo París corrió hacia Versalles. Sin embargo, por poco que juzguemos con cordura las cosas, veremos que las revoluciones de estos tiempos se limitan a una guerra de esclavos imprudentes que se baten con sus propias cadenas y marchan hacia adelante como embriagados.

La conducta del pueblo se tornó tan fogosa, su desinterés tan escrupuloso y su rabia tan inquieta, que fácilmente se notaba que sólo aceptaba consejos de sí mismo. No respetó nada que significara soberbia, pues su brazo intuía la igualdad que aún no conocía. Depués de vencer en la Bastilla, y cuando se trató de conocer los nombres de los vencedores, casi ninguno se atrevió a dar el suyo, pero apenas Se sintieron seguros, pasaron del temor a la audacia. El pueblo ejerció entonces una especie de despotismo a su manera, y la familia real y la Asamblea de los Estados marcharon cautivos hacia Paris, en medio de la pompa más ingenua, pero también la más temible que hasta ese momento se había podido ver. Pudo entonces comprobarse que el pueblo no actuaba para elevar a nadie, sino para igualar a todos. El pueblo es un eterno niño; con todo respeto hizo obedecer a sus amos y después los obedeció con orgullo, estando en realidad más sometido a ellos en esos momentos de gloria que cuanto pudo haberlo estado antaño. Estaba ávido de consejos y hambriento de alabanzas, sin dejar por ello de ser modesto. El temor le hizo olvidar que era libre y nadie se atrevía a detenerse o hablarse en las calles, tomando cada cual a los demás por conspiradores: eran los celos de la libertad.

El principio se había sentado y ya nada detuvo sus progresos; el despotismo desaparecía y estaba disperso, sus ministros huían y el temor agitaba sus reuniones.

El cuerpo de electores de París, colmado de hombres desesperados, ebrios de miseria y de lujo, reunió en su derredor a muchos partidarios. Esta facción careció de principios determinados y no pensó siquiera en dárselos; por ello fue que se esfumó con el delirio de la revolución. Tuvo sus virtudes e incluso firmeza y constancia en determinado momento; se recuerda con respeto el heroísmo de Thuriot de la Rosiere, que intimó al gobernador de la Bastilla, y al señor de Saint-René que hizo huir a veinte mil hombres de la municipalidad, haciéndose traer pólvora y fuego; también a Duveyrier y a Du Faulx, aquel sabio anciano, que escribiera poco después la historia de la revolución. Ellos no fueron facciosos. Otros se enriquecieron, que era precisamente lo único que deseaban. El pequeño número de gente de bien no tardó en alejarse, y el resto se disipó, cargado de espanto y de botín.

CAPÍTULO CUARTO

Del ginebrino

El crédito del ginebrino (Referencia a Nequet) iba muriendo día a día, debido a que el azar había confundido su política y su seguridad. Los designios más sabios de los hombres ocultan con frecuencia un escollo que los destruye, y mediante un inesperado contragolpe lo cambia todo, los arrastra y hasta los confunde.

Si realmente es cierto que la verdadera virtud se reconoce por los cuidados que pone en esconderse, nada más sospechoso que el amor intemperante del ginebrino por el monarca y el pueblo. Este hombre había comprendido que no podía enrolarse en un partido más sólido que el del pueblo en momentos en que la Corte se desplomaba, ni tampoco más natural, dado su origen plebeyo. Recogió, pues, todas sus fuerzas cuando se trató la convocatoria a Estados Generales, y se puede decir que con la representación igualitaria de los tres órdenes asestó un golpe mortal a la tiranía. Su alegría fue profunda al producirse su deposición, aunque ignoro hasta dónde podían llegar sus esperanzas. Efectivamente, tal como él mismo se lo había predicho, Su retorno fue similar al de Alejandro a su regreso a Babilonia, y el peso de su gloria aplastó a sus enemigos y a él mismo. Puso menos virtud que orgullo en su tarea de salvar a Francia y no tardó en ser odiado en el fondo de los corazones de sus conciudadanos, por su condición de fabricante de impuestos.

La Asamblea Nacional, con el pretexto de honrar sus luces, lo humilló por este medio, y sacó provecho de su confianza y de su vanidad. El pueblo lo perdió de vista; París había recobrado su valor y dos hombres prodigiosos ocupaban la atención de todos. La Asamblea Nacional caminaba a pasos agigantados y el ginebrino, encerrado en su ministerio, fue temido y luego indiferente para todo el mundo. Había marrado su oportunidad y sólo era un hombre razonable que se envolvió en su gloria, convirtiéndose en enemigo de la libertad que ya de nada le servía. Había halagado al pueblo bajo el despotismo, pero cuando el pueblo alcanzó su libertad, halagó a la Corte; su política fue prudente, y le dejó como herencia la oreja del monarca que él había sabido salvar.

Aquel hombre de cabeza de oro y pies de barro, tuvo un admirable talento para simular; poseyó en su más suprema perfección el arte del halago, no sólo porque insinuaba con gracia y ternura la verdad que convenía a sus proyectos, sino además porque fingía hacia su amo el apego de un gran corazón.

Llevó la ambición hasta el desinterés, como lo haría el labrador que agota sus fuerzas sobre el campo que algún día querrá segar. La insurrección lo derribó porque elevó a todos los corazones por encima de él y hasta por encima de sí mismos. Creo que si el ginebrino no hubiese retornado, habría sojuzgado a Suiza, su verdadera patria.

CAPÍTULO QUINTO

De dos hombres célebres

Quienquiera que después de una sedición aborda al pueblo con franqueza y le promete la impunidad, lo asusta y lo tranquiliza, se compadece de sus desdichas y lo halaga, he ahí al Rey.

La obra maestra de esta verdad está en que dos hombres (Se refiere a Bailly, alcalde de París y al Marqués de Lafayett) hayan podido reinar juntos. El temor de todos los llevó a la cumbre y su común debilidad los unió.

El primero, que al principio fue virtuoso, se envaneció luego con su suerte y maduró audaces propósitos. Cada uno de ellos se apoderó de unas migajas: el primero, todopoderoso en la municipalidad, se beneficiaba en la Asamblea Nacional de un tranquilo crédito a su favor y tiranizaba a todos con suavidad. Viéndolo hacer cosquillas al pueblo y manejar todo con extrema blandura, ocultando su genio y eagañando a la opinión hasta el extremo de pasar por un hombre débil y poco temible, resultaba imposible reconocer en él la altura de carácter que mostrara en Versalles.

El segundo fue más altanero, cualidad que sentaba mejor a su cargo. Supo, sin embargo, ser amable y solícitamente falso, cortesano ingenuo y orgulloso con la mayor sencillez, y lo pudo todo sin desear nada.

La coalición de aquellos dos personajes fue notable por algún tiempo; uno tenía en sus manos el gobierno y el otro la fuerza pública. Entre ambos fomentaban las leyes que convenían a sus ambiciones, ordenaban los movimientos que convenían a París, desempeñaban en público el papel que cada uno conviniera para sí, y trataban a la Corte con un respeto lleno de violencia. Agreguen a todo ello un perfecto entendimiento, la popularidad, la buena conducta, el desinterés, su amor aparente al príncipe y a las leyes, la brillante elocución, y por si esto fuera poco la generosidad, y entonces se explicará que tuvieran a sus pies el cetro que se habría roto entre sus manos. Se convirtieron en los ídolos del pueblo entre quien los tesorOs del Estado eran pródigamente distribuidos con honestos pretextos. Ocupaban los brazos de los desdichados y manejaban con destreza las pasiones públicas; la reputación de aquellos dos hombres era algo así como una fiebre popular: eran adorados y tenían cautiva, gracias a ello, la libertad de la que siempre se manifestaban los más fervientes defensores y amigos. Después de la toma de la Bastilla, solicitaron astutamente recompensas para los vencedores y exhibieron por todas partes su presuntuoso celo por la libertad en oposición a la prudente tibieza de conducta de las comunas. Continuamente acicateaban al pueblo, pero la Asamblea sabía moderarlo sabiamente; ello era debido a que los primeros querían reinar por medio del pueblo, y la segunda deseaba que el pueblo reinara por intermedio de ella.

La Asamblea que penetraba en las intenciones de los hombres, comprendiendo que se le deseaba hacer sentir con exceso el precio de la insurrección de la capital, contemporizó mientras vio que los espíritus seguían inquietos, consiguió entretanto poner a las facciones bajo su yugo y utilizó sus propias fuerzas para destruirlas.

La sangre fría de las comunas fue para aquellos dos hombres lo mismo que el genio y la desconfianza de Tiberio fueran antaño para Seyano.

Les dejo el trabajo de adivinar el alcance de su ambición, si la paciencia no la hubiese consumido.

Los distritos de París formaban una democracia que lo hubiese trastornado todo si en lugar de ser la presa de los facciosos, se hubieran conducido de acuerdo a sus propios espíritus. El distrito de los Cordeliers, que se convirtiera en el más independiente de todos, fue por ello el más perseguido por aquellos héroes del momento, precisamente porque contrariaba sus proyectos.

CAPÍTULO SEXTO

De la Asamblea Nacional

Constituye un fenómeno inaudito en el curso de los acontecimientos vividos, el hecho de que, en la época en que todo estaba confuso, las leyes civiles impotentes, el monarca abandonado y el ministerio evaporado, haya habido un cuerpo político, débil vástago de la confundida monarquía, que tomara en sus manos las riendas, temblara al principio, se afirmara luego, afirmándolo todo a su vez, destruyendo de paso a los partidos, y haciendo temblar a sus enemigos; un cuerpo que a la vez fuera coherente en su política, constante en medio de tantos cambios, procediera con habilidad al principio para saber hacerlo luego con firmeza y finalmente con vigor, sin olvidar jamás de ser prudente.

Vale la pena ver con qué penetrante sabiduría la Asamblea Nacional supo elevarse por encima de todos, con qué arte domó el espíritu público, y cómo, a pesar de estar rodeada de trampas y desgarrada en su propio seno, logró prosperar cada vez más. También será útil analizar cómo encadenó ingeniosamente al pueblo a su libertad y lo ligó estrechamente a la constitución, erigiendo sus derechos en máximas y seduciendo sus pasiones; de qué modo sacó de las luces y vanidades de aquella época el mismo partido que supiera sacar Licurgo de las costumbres de la suya, y vale también la pena ver con qué previsión asentó sus principios, de tal modo que el gobierno cambió de sustancia y ya nada pudo detener su savia.

Es también en vano que algunos luchen contra esa prodigiosa legislación que sólo peca en pequeños detalles; cuando el Estado cambia de principios, no es posible dar marcha atrás. Todo aquello que pudiera oponérsele no es un principio, y el principio establecido arrastra todo consigo.

La posteridad sabrá mejor que nosotros qué móviles animaban a este prodigioso cuerpo legislativo. Debemos convenir en que la pasión amparada por grandes caracteres y brillantes inteligencias, dio el primer sacudón a sus resortes, y que el pobre resentimiento de algunos proscriptos caló a través de la ingenuidad de los derechos del hombre; pero debemos confesar también, por poco que la gratitud conceda importancia a la verdad, que tal compañía, la más hábil que se haya visto en mucho tiempo, estaba colmada de almas rígidas dominadas por el amor al bien, y por espíritus exquisitos iluminados por el amor a la verdad. El secreto de su andar a la luz del día fue efectivamente impenetrable, y precisamente por eso el pueblo se doblegó ante una razón superior que lo conducía aun a pesar suyo; todo era débil y huidizo en sus propósitos, y todo fuerza y armonía en las leyes que dictaba.

Pronto veremos cuáles fueron las consecuencias de aquellos afortunados acontecimientos.

Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Prefacio de Saint Just Libro segundo Biblioteca Virtual Antorcha

Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro primero Libro tercero Biblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO SEGUNDO

Capítulo primero – De la naturaleza de la Constitución francesa. Capítulo segundo – De los principios de la Revolución francesa. Capítulo tercero – De la relación, de la naturaleza y de los principios de la Constitución. Capítulo cuarto – De la naturaleza de la democracia francesa. Capítulo quinto – De los principios de la democracia francesa. Capítulo sexto – De la naturaleza de la aristocracia. Capítulo séptimo – Del principio de la aristocracia francesa. Capítulo octavo – De la naturaleza de la monarquía. Capítulo noveno – De los principios de la monarquía. Capítulo décimo – De las relaciones entre todos estos principios. Capítulo undécimo – Consecuencias generales. Capítulo duodécimo – De la opinión pública.

CAPÍTULO PRIMERO

De la naturaleza de la Constitución francesa

Un estado que al principio es libre, como Grecia antes de Felipe de Macedonia, que luego pierde su libertad, como la perdiera Grecia. bajo la férula de aquel príncipe, hará inútiles esfuerzos para reconquistarla. El principio ha dejado de existir, y aunque púdiera serle devuelta la libertad como se la devolviera la política romana a los griegos o le fuera ofrecida a Capadocia para debilitar a Mitríades, o como la política de Sila quiso devolvérsela a la propia Roma, todo sería inútil: las almas han perdido sU médula -si así se me permite decirlo-, y carecen de vigor suficiente para alimentarse de libertad. Aman todavía su nombre, la desean como desearían la holgura y la impunidad, pero ya no conocen sus virtudes.

Por el contrario, un pueblo esclavo que sale de pronto de las sombras de la tiranía, nunca más querrá volver a ellas, porque la libertad ha hallado en él almas nuevas, incultas y violentas, a las que educa por medio de máximas que jamás oyeran hasta ese momento y que las transportan, y que cuando se pierde el aguijón, dejan el corazón cobarde, orgulloso e indiferente, mientras que la esclavitud sólo lo tornaba tímido.

La calma es el alma de la tiranía y la pasión el alma de la libertad; la primera es un fuego que incuba y la segunda un fuego que se consume; una se escapa al menor movimiento y la otra sólo se debilita a la larga, y se apaga para siempre. Sólo se es virtuoso una vez.

Cuando un pueblo que ha logrado su libertad establece sabias leyes, su revolución esta hecha, y si esas leyes son propias del territorio, la revolución es duradera.

Francia ha coaligado la democracia, la aristocracia y la monarquía; la primera forma el estado civil, la segunda el poder legislativo, y la tercera el poder ejecutor.

En donde sólo existiera Una perfecta democracia, o sea la libertad exagerada, no podría coexistir la’ monarquía; de haber sólo aristocracia, no existirían leyes constantes, o si el príncipe hubiese sido lo que era antaño, no podría existir la libertad.

Era preciso que los poderes fuesen modificados de modo tal que ni el pueblo, ni el cuerpo legislativo, ni la monarquía adquiriesen un ascendiente tiránico. En tan vasto imperio se necesitaba un príncipe, pues el régimen republicano sólo conviene a un pequeño territorio. Cuando Roma creció, necesitó magistrados cuya autoridad fue inmensa.

Francia trató hasta donde pudo de adoptar la forma de un Estado popular y sólo tomó de la monarquía lo que no podía dejar de asimilar. A pesar de todo, el poder ejecutor siguió siendo la suprema ley, Con el objeto de no chocar con el amor que el pueblo sentía por sus reyes.

Cuando Codro murió, las personas de bien que querían implantar la libertad, declararon Rey de Atenas a Júpiter.

CAPÍTULO SEGUNDO

De los principios de la Revolución Francesa

Los antiguos legisladores lo habían hecho todo en bien de la República, pero Francia lo hizo en bien del hombre.

La antigua política exigía que la fortuna del Estado volviese a manos de los particulares, en cambio, la política moderna busca que la felicidad de los individuos se refleje en el Estado. La primera refería todo a la conquista porque el Estado era pequeño y estaba rodeado por otras potencias, y de su destino dependía el destino de los individuos; por el contrario, la segunda sólo tiende a la conservación, pues el Estado es vasto, y del destino de los particulares depende el destino del imperio.

Cuanto más pequeño es el territorio de las Repúblicas, más severas deben ser sus leyes, pues los peligros que corren son más frecuentes, las costumbres más vehementes y un solo individuo puede arrastrar a todo el mundo a su pérdida. Por el contrario, cuanto más vasto es, más suaves deberán ser las leyes, pues los peligros son menos frecuentes, las costumbres más moderadas y todo el mundo puede venir en ayuda de cada uno de sus ciudadanos.

Los reyes no pudieron subsistir en contra de la severidad de las leyes de una Roma en embrión; dicha severidad, aunque excesivamente atenuada, restableció a los reyes en una Roma en pleno crecimiento.

Los derechos del hombre habrían destruido a Atenas o a Lacedemonia. Tanto en una como en otra, los ciudadanos sólo conocían a su querida patria y se olvidaban hasta de sí mismos en su honor. Los derechos del hombre, en cambio, dan mayor solidez a Francia, donde la patria se olvida de sí misma en favor de sus hijos.

Los antiguos republicanos se entregaban a las más peligrosas tareas, al exterminio, al exilio o a la muerte, en aras de la patria, pero en Francia la patria renuncia a su gloria en bien de la tranquilidad de sus hijos y sólo les pide su propia conservación.

CAPÍTULO TERCERO

De la relación, de la naturaleza y de los principios de la Constitución

Si la democracia de Francia se pareciera a la que los ingleses trataron en vano de establecer, por ser su pueblo demasiado presuntuoso; si su aristocracia fuera como la de Polonia, cuyos principios se basan exclusivamente en la violencia, y si su monarquía se inspirara en las de la mayoría de los países de Europa, en que la voluntad del amo es la única ley, el choque entre esos tres poderes no hubiese tardado en destruirlos. Precisamente eso fue lo que pensaron los que afirman que algún día habrán de desgarrarse entre sí. Pero les ruego que examinen cuán sana es la complexión de Francia: la soberbia no es de ninguna manera el alma de la democracia, sino la libertad moderada; tampoco la violencia es el arma que esgrime la aristocracia, sino la igualdad de derechos, y la voluntad no es el móvil de su monarquía, sino la justicia.

De la naturaleza de la libertad

La naturaleza de la libertad está en que ésta resista a la conquista y a la opresión, y por consiguiente debe ser pasiva. Francia ha sabido comprender que la libertad que conquista necesariamente se corrompe, y con eso queda todo dicho.

De la naturaleza de la igualdad

La igualdad que instituyó Licurgo, que repartió las tierras, casó a las doncellas sin dote, ordenó que todo el mundo hiciera sus comidas en público y se cubriera con ropas idénticas; relacionada con la útil pobreza de la República, sólo habría servido para provocar revueltas o inducir a la pereza en Francia. Tan sólo la igualdad de derechos políticos era aconsejable en un Estado como Francia, cuyo comercio es parte inseparable del derecho de gentes, como habré de aclararlo más adelante. La igualdad natural servirá donde el pueblo sea déspota y no pague tributos. Conviene seguir de cerca las consecuencias naturales de semejante condición en relación con una constitución mixta.

De la naturaleza de la justicia

La justicia se dicta en Francia en nombre del monarca, protector de las leyes, no por voluntad sino tan sólo por intermedio de la palabra del magistrado o del embajador, y por consiguiente aquel que haya cometido prevaricato, no ofende al monarca sino a la patria.

El principio de la libertad

La servidumbre consiste en depender de leyes injustas; la libertad, de leyes razonables; y el libertinaje, de sí mismo. Nunca dudé que los belgas no podrían ser libres, pues no supieron darse leyes.

El principio de la igualdad

El espíritu de la igualdad no reside en que el hombre pueda decir al hombre: Soy tan poderoso como tú. No hay poderes legítimos; ni las leyes de Dios son poderes, sino solamente la teoría de lo que es justo. El espíritu de la igualdad consiste en que cada individuo sea una parte idéntica de la soberanía, es decir del todo.

El principio de la justicia

La justicia es el espíritu de todo lo que es bueno y el colmo de la sabiduría, que, sin ella, es solamente artificio y no podrá prosperar durante mucho tiempo.

El fruto más valioso de la libertad es precisamente la justicia, guardiana de las leyes, que son la patria misma. Mantiene viva la virtud en el pueblo y lo induce a amarla; por el contrario, si el gobierno es inicuo, el pueblo que solamente es justo cuando las leyes que lo gobiernan lo son también y lo estimulan a serlo, se torna engañoso y deja de tener patria.

Nunca he sabido que el propósito político de cualquier constitución antigua o moderna haya sido la justicia y el orden interno. La primera que ha perseguido ese fin ha sido la francesa; todas las demás, con inclinaciones a la guerra, a la dominación de los otros pueblos, o a la riqueza, alimentaban en sí mismas el germen de su destrucción, y la guerra, la dominación y la riqueza las corrompieron. El gobierno se volvió sórdido, y el pueblo, avaro y sin freno.

Consecuencias

Un pueblo es libre cuando no puede ser oprimido o conquistado; igual, cuando es soberano, y justo, cuando la ley lo gobierna.

CAPÍTULO CUARTO

De la naturaleza de la democracia francesa

Las comunas francesas podían elegir su camino entre dos escollos: o era preciso que la diversidad de clases diese el poder legislativo a la representación de las mismas, en cuyo caso, si la aristocracia y la monarquía hubiesen dominado la nación, el gobierno habría sido despótico, y si el pueblo se hubiese sobrepuesto sobre las otras dos, el gobierno habría sido popular; o bien era necesario que las tres clases confundidas formasen una sola, o mejor aun no formasen ninguna, en cuyo caso el pueblo sería su propio intermediario y por consiguiente, libre y soberano.

Las clases se prestaban más a la tiranía que una representación nacional; en las primeras el amo es el principio del honor político, y en la segunda, el pueblo es el principio de la virtud. En cuanto al legislador, necesita todo su talento para organizar esa representación, de modo que ella derive, no de la constitución sino de su principio, pues de lo contrario crearía Una aristocracia de tiranos.

El principio era la libertad, la soberanía; por ello es que no se creó ninguna graduación inmediata entre las asambleas primarias y la legislatura, y en lugar de regular la representación de acuerdo a los organismos judiciales o administrativos, se estableció en relación a la extensión del Estado, al número de sus habitantes, a su riqueza, o dicho de otro modo, de acuerdo al territorio, a la población y a los impuestos.

Conviene reflexionar respecto al principio de las antiguas asambleas de las bailías. ¡Cuánto trabajo cuesta imaginar que el honor político pueda crear virtudes! Los Estados Generales debían ser la Corte del Gran Mogol y la virtud tan fría como su propio principio. Por eso fue que cuando se vio a los representantes populares hollar con sus plantas el honor político, ya las primeras sesiones de los Estados en un verdadero torbellino de pasiones, la virtud estuvo a punto de hacerse popular y sacudió a la tiranía en sus cimientos hasta el momento en que, golpeada por sus propias manos, se desplomó definitivamente.

CAPÍTULO QUINTO

De los principios de la democracia francesa

Las democracias antiguas carecían de leyes positivas y fue por ello que se elevaron hasta la cúspide de la gloria que se adquiere con las armas, pero también fue lo que lo complicó todo: cuando el pueblo se reunía en asamblea, el gobierno dejaba de ser absoluto y todo se movía conforme a la voluntad de los discurseadores. La confusión era la libertad, y era el más hábil o el más fuerte el que se imponía sobre los demás. Fue así como el pueblo de Roma despojó al Senado de sus poderes, y los tiranos al pueblo de Atenas y de Siracusa de sus libertades.

El principio de la democracia francesa reside en la aceptación de las leyes y en el sufragio, y la forma de aceptación es el juramento. La pérdida de los derechos de ciudadano anexa a la negativa de prestarlo, no es un castigo, sino el propio espíritu de esa negativa. Tal juramento es sólo una pura aceptación de las leyes, y a éstas no se les puede exigir el carácter que se les rehusa, que se les quita a ellas mismas. Alguien dijo que la aceptación del rey no valía nada y que algún día el pueblo pediría cuentas de los derechos del hombre y de la libertad. ¿Pero qué es entonces el juramento que el pueblo ha prestado? Sin duda que tal aceptación es más sagrada, más libre y más verdadera que la aclamación de las asambleas; la aceptación depende del rey, pues sólo él es el soberano y nosotros seguimos siendo sus esclavos.

Hablaré más adelante de la sanción del monarca y demostraré que en un Estado libre no puede aquél ejercer su absoluta voluntad ni por consiguiente tener oposición.

Si el pueblo rehusara el juramento, habría que suprimir la ley, pues así como la negativa al juramento de la menor fracción del pueblo provoca la suspensión de la actividad, así también la negativa de la mayor parte de éste produce la abrogación de la ley.

Los sufragios en Francia son secretos, pues su publicidad hubiese perdido a la constitución; el secreto en Roma ahogó a la virtud porque la libertad declinaba día a día, pero en Francia produjo un efecto excelente, pues la libertad acababa de nacer. El pueblo era esclavo de los ricos y estaba acostumbrado a ser adulador y vil; el gran número de acreedores intimidaba, las asambleas eran poco numerosas y los compromisos demasiado conocidos estaban excesivamente multiplicados. La publicidad de los sufragios hubiese creado un pueblo de enemigos o de esclavos.

Se hicieron promesas a muchos bribones, y pocos de ellos consiguieron votos, aunque no faltaron algunos. El azar hubiese destruido la emulación, que quizá conviniera a los empleos municipales, pero que habría empañado el honor político que los hacía respetar; tampoco convenía a las magistraturas judiciales, pues interesa que los jueces sean aptos. La elección al azar sólo sirve en la República en la cual reina la libertad individual.

Como el principio de los sufragios es la soberanía, cualquier ley que pudiese alterarla es tiranía. El derecho que se arrogan los poderes administradores de transferir las asambleas fuera de sus territorios, es tiranía, y también lo es el poder que se atribuyen de enviar comisarios a las asambleas del pueblo o de ocupar en ellas un lugar de privilegio; al hacer tal cosa, sofocan la libertad que es su propia vida, llevando a ellas la calma y el orden que son su muerte. El comisario es sólo un individuo más en las asambleas populares; si alza su voz. para ser escuchado, debe ser castigado. La espada segaba la vida de los extranjeros que en Atenas osaban mezclarse en sus comicios, pues al hacerlo violaban el derecho de soberanía.

Todo aquello que atente contra una constitución libre es un crimen atroz y la mancha más insignificante que cae sobre ella contamina a todo el cuerpo legislativo. Nada suena tan agradablemente al oído de la libertad como el tumulto y los gritos de una asamblea popular. Gracias a ellos se despiertan los más grandes sentimientos, se desenmascaran las indignidades, el mérito personal brilla en todo su esplendor, y todo lo que es falso abre paso a la verdad.

El silencio de los comicios equivale a la languidez del espíritu público, y cuando es absoluto, significa que el pueblo se ha corrompido o se siente poco orgulloso de su gloria.

Existía en Atenas un tribunal que ejercía la censura en las elecciones. Tal censura es ejercida en Francia por los poderes administradores, pero es preciso no confundir la libertad con la calidad de los elegidos; la una es de la incumbencia de la libertad, y la otra, de la incumbencia de su gloria. Una es la soberanía, y la otra la ley.

La censura proscribe al extranjero que no puede amar a una patria en la que no tiene intereses personales; al infame que ha deshonrado las cenizas de su padre al renunciar al derecho de sucederlo; al deudor insolvente que carece de patria; al hombre que aún no ha cumplido veinticinco años y cuya mente aún no está formada; o al que no paga tributos por sus actividades, porque lleva una vida que lo convierte en ciudadano del mundo.

La censura en las elecciones se limita, pues, al examen de tales condiciones, y se ejerce sobre aquel que es elegido y de ningún modo sobre quien elige. La elección no es violada por el censor, sino tan sólo examinada por la ley.

CAPÍTULO SEXTO

De la naturaleza de la aristocracia

Alguien ha dicho que la división de clases perturbaba el sentido de aquel artículo de los derechos del hombre, que dice: No existirá más diferencia entre los hombres que la que creen sus virtudes y talentos. Podría decirse también que las virtudes y los talentos destruyen la igualdad natural, pero del mismo modo que el valor que se les atribuye se relaciona con las convenciones sociales, la división de clases Se relaciona con las convenciones políticas.

La igualdad natural era también falseada en Roma, donde según Dionisio de Halicarnaso, el pueblo estaba dividido en ciento noventa y tres centurias desiguales, cada una de las cuales sólo tenía un sufragio, aunque algunas de ellas fuesen menos numerosas en proporción a sus riquezas, a su mediocridad o a su indigencia.

Por el contrario, la igualdad natural subsiste en Francia. Todos participan por igual de la soberanía debido a la condición uniforme del tributo que reglamenta el derecho de sufragio; la desigualdad sólo afecta al gobierno, ya que todos pueden elegir, aunque no ser elegidos. La clase totalmente indigente es poco numerosa y está condenada a la independencia o a la emulación, y goza de los derechos sociales de la igualdad natural, de la seguridad y de la justicia. Aquel que no paga tributos, no padece esterilidad.

Si la condición del tributo no hubiese determinado la aptitud para los empleos, la constitución habría sido popular y anárquica; si esa condición hubiese sigo exagerada y única, la aristocracia habría degenerado en tiranía, y es por ello que los legisladores debieron adoptar Un término medio que no desanimase a la pobreza e hiciese innecesaria la opulencia.

Tal desigualdad no hiere los derechos naturales, sino tan sólo las pretensiones sociales.

Para establecer la igualdad natural en la República, deben repartirse las tierras y contener a la industria.

Si la industria es libre, se convierte en la fuente de la cual fluyen los derechos políticos, y entonces la desigualdad de hecho produce una ambición que es la virtud.

Dícese que en aquellas Repúblicas en que no estén separados los poderes, no existiría constitución posible, pero debería agregarse también que en donde los hombres fueran socialmente iguales, no habría armonía duradera.

La igualdad natural confundiría a la sociedad, dejaría de existir el poder y la obediencia y el pueblo huiría hacia los desiertos.

La aristocracia francesa, mandataria de la soberanía nacional, elabora las leyes a las que presta su obediencia y que el príncipe hace ejecutar; reglamenta los impuestos, y determina la paz y la guerra. El pueblo es a la vez moñarca sometido e individuo libre.

El poder legislativo es permanente, pero sus miembros cambian cada dos años. Tan incesantemente necesaria es la presencia y la fuerza del pensamiento a la conducta del hombre, como la sabiduría y el vigor del poder legislativo es perpetuamente útil a la actividad de un buen gobierno, y por ello debe velar sobre el espíritu de las leyes depositarias de los intereses de todos los ciudadanos.

Cuando se trató de reglamentar la duración de la representación, se descubrió que la mayoría de las personas sospechosas para la revolución opinaba a favor de un largo período. Contra tal opinión podrían alegarse varias buenas razones: la más sólida consiste en que la costumbre de reinar nos convierte en enemigos del deber. En una aristocracia totalmente popular, los legisladores son muy sabiamente elegidos y reemplazados por el pueblo; su representación debe ser inviolable o bien la aristocracia estaría perdida, y tampoco deberán responder de su conducta, ya que en realidad no gobiernan. La ley debe ser pasiva entre el veto suspensivo del príncipe y la prudencia de la legislación que se dictará.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Del principio de la aristocracia francesa

Las antiguas aristocracias, cuyo principio residía en la guerra, debían formar un cuerpo político impenetrable, constante en sus empresas, vigoroso en sus consejos, independiente del azar, y que al mismo tiempo que sujetaba las riendas de la natural soberbia del pueblo para mantener la paz interior, lo alimentara de orgullo republicano, haciéndolo intrépido y audaz en lo exterior.

Así como tales aristocracias estables e inamovibles podían acomodar sus actos a ciertas máximas peculiares que no eran leyes positivas, así también les resulta difícil a las comunas francesas, periódicamente renovadas, seguir adelante por la senda de la sabiduría, si dicha sabiduría no es la propia ley que las gobierna.

De tales consideraciones se deduce que la aristocracia francesa no siente inclinación por las conquistas, precisamente porque desea una serie de resoluciones que interrumpirían la vicisitud y el genio variable de las legislaturas.

Por eso será mejor que ame la paz y no se aparte de su propia naturaleza consistente en la igualdad y en la armonía interior; si en un momento dado se dejara arrastrar pbr el atractivo del poder, todo se derrumbaría a su alrededor. Los movimientos de protesta que se vería obligada a contener enervarían sus fuerzas, perdiendo en lo interior lo que ganara en el exterior, y sus victorias no serían menos fulmíneas que los desastres para su constitución en un pueblo insolente y versátil.

Tan pronto el pueblo romano terminó de conquistar el mundo, hizo lo propio con su senado, y cuando por fin sació sus apetitos, el delirio de su poder volvió a arrastrarlo a la esclavitud.

El principio de la aristocracia francesa es, pues, la estabilidad.

CAPÍTULO OCTAVO

De la naturaleza de la monarquía

La monarquía francesa es muy similar a la primera que reinara en Roma. Sus reyes proclamaban los decretos públicos, mantenían las leyes, mandaban los ejércitos y se limitaban en todo a ejecutar. Por ello fue que la libertad nunca dio un paso hacia atrás e incluso liquidó a la realeza. Pero esa revolución derivó menos del desarrollo de la libertad civil, por muy ardiente que ésta fuera, que del sorprendente poder que quiso de pronto usurpar el monarca por encima de las leyes vigorosas que lo rechazaron. Francia estableció la monarquía sobre la base de la justicia para que no pudiera tornarse exorbitante.

El monarca no reina, sino que, sea cual fuere el sentido de la palabra, gobierna. El trono es hereditario en su familia, y es, a la vez, indivisible. Más adelante trataré sobre este punto; ahora nos limitaremos a examinar el poder monárquico en su propia naturaleza.

La intermediación de los ministros hubiese sido peligrosa si el monarca fuera soberano, pero en cambio es el príncipe el verdadero intermediario: recibe las leyes del cuerpo legislativo y da cuenta a éste de su ejecución. Sólo puede apelar el texto, devolviendo a las legislaturas lo que hace a su espíritu.

Por intermedio de la sanción que pronuncia el monarca, ejerce menos su poder todopoderoso que una delegación inviolable del poder del pueblo; la forma de su aceptación, así como también la de su rechazo, es una ley positiva, de modo tal que dicha aceptación o rechazo es la práctica de la ley y no de la voluntad; es el freno, y no la defensa, de una institución precaria que requiere cierta madurez; es el nervio de la monarquía, y no de la autoridad real. Lo que pudiera haber de poder en el rechazo expira con la legislatura que engendrara la ley; el pueblo renueva en ese momento la plenitud de su soberanía y rompe la suspención relativa del monarca.

En un gobierno mixto, todos los poderes deben ser reprimentes, pues toda incoherencia es armonía, y toda uniformidad, desorden.

La libertad necesita un ojo que observe al legislador y una mano que lo detenga. Esta máxima puede ser buena, y lo es más aun en un Estado cuyo poder ejecutivo, que nunca cambia, es depositario de las leyes y de los principios que la inestabilidad de las legislaciones podrían conmover.

La monarquía francesa, inmóvil en medio de una constitución en continuo movimiento, carece de intermediarios y posee en cambio magistraturas que se renuevan cada dos años.

Unicamente es vitalicio el ministerio público, porque ejerce una permanente censura sobre los cargos continuamente renovados; como todo cambia en derredor de él, las magistraturas lo consideran siempre nuevo.

La monarquía, a diferencia de las clases medias del pueblo por donde circula la suprema voluntad, ha dividido su territorio en una especie de jerarquía que trasmite las leyes de la legislación al príncipe, de éste a los departamentos, de éstos a los distritos, y de estos últimos a los cantones, de tal modo que el imperio, cubierto por los derechos del hombre como lo está también de generosas cosechas, nos ofrece el espectáculo de la libertad siempre cerca del pueblo, de la igualdad cerca del rico, y de la justicia cerca del débil.

Parece ser que la armonía moral sólo es sensible mientras se parezca a la regularidad del mundo físico. Examinemos la progresión de las aguas, desde el mar que lo abarca todo hasta los arroyos que bañan las praderas, y tendremos la imagen de un gobierno que todo lo fertiliza.

Todo emana de la nación y todo vuelve a ella y la énriquece; todo fluye del poder legislativo y todo toma hasta él y allí se purifica, y ese flujo y reflujo de la soberanía y de las leyes, une y separa a los poderes que se repelen y se buscan unos a otros.

La nobleza y el clero, que fueran antaño el respaldo de la tiranía, desaparecieron con ella; la primera dejó de ser y el segundo sólo es lo que siempre debió ser.

En los siglos pasados, la constitución era la voluntad de un solo hombre y la omniporencia de varios; el espíritu público era el amor hacia el soberano, precisamente porque se temía a los grandes. La opinión pública era supersticiosa porque el Estado estaba repleto de monjes que rendían pleitesía a la ignorancia de los grandes y a la estupidez del pueblo; cuando éste dejó de temer a los grandes, humillados en el siglo pasado, y el crédito de los hombres poderosos abandonó a los monjes, el vulgo reverenció menos a los hábitos, la opinión se destruyó poco a poco y las costumbres siguieron el mismo camino.

Antes de que la opinión pública abriera del todo los ojos, los tesoros de una asamblea capitular llevados a la Casa de la Moneda, habrían servido para armar al clero. Todo era fanatismo e ilusión. Afortunadamente se ha despojado sin el menor escándalo a los templos y a las casas de religiosos; se han vaciado y demolido los lugares sagrados, llevando al tesoro público los ornamentos sagrados, los santos y los relicarios; en cierto modo se han desatado y suprimido los votos monásticos, pero los sacerdotes en ningún momento elevaron al cielo su indignación y por el contrario recibieron en su mayoría la noticia de su supresión como una bendición. La opinión ya no estaba en el mundo ni entre ellos y dejó de confundirse al incensario con Dios. Todo es relativo en este mundo; el propio Dios y todo lo que es bueno es un prejuicio para el débil, y la verdad sólo es sensible al cuerdo.

Cuando el cardenal de Richelieu humilló a los grandes y a los monjes, odiados a causa de la sangre vertida en las guerras civiles, se convirtió en un déspota y empezó a inspirar temor, preparando sin pensarlo el ánimo popular, matando al fanatismo que desde entonces sólo pudo exhalar sus últimos suspiros, y cambiando la opinión pública, que en lo sucesivo les fue cada vez más desfavorable.

El clero remedó al fanatismo cuando se quedó sin crédito popular y Port-Royal sirvió de arena de lucha para su polémica con la Sorbona. Nadie tomó seriamente partido en tales querellas y tan sólo sirvieron de diversión a modo de espectáculo en el cual Se reproducen las resoluciones de los imperios que han dejado de serlo.

En lo sucesivo todo quedaba unido entre sí por una dependencia secreta, en la que todo se sometía a la voluntad del tirano. La opinión fue el temor y el interés, y por eso aquel siglo fue el de los aduladores. Los ejércitos no necesitaban de la nobleza, que asustaba al despotismo, pero más tarde Luis XIV la echó de menos y la buscó para enterrarse con ella bajo los restos de la monarquía; sólo encontró esclavos, aunque la vanidad consiguió convertir a algunos de ellos en héroes. Bajo el reinado siguiente los cargos fueron devueltos a la nobleza, pero ya era tarde: el pasado la había corrompido. El pueblo sintió celos y despreció a quienes lo mandaban, sirviéndole sus desdichas a modo de virtud, hasta que por fin llegamos a la época en que estalla la revolución.

Habiéndose quedado sin nobleza, la monarquía se torna popular.

CAPÍTULO NOVENO

De los principios de la monarquía

Es posible que sea paradójico en política que una monarquía sin honores, y un trono que sin ser electivo como el de Moscovia o disponible como el de Marruecos, sea una magistratura hereditaria más augusta que el propio imperio.

He dicho monarquía sin honores porque el monarca ya no es la fuente de éstos, sino el pueblo, dispensador de los cargos; tiene, sin embargo, una virtud relativa que emana de los celos y de la vigilancia de que es objeto y motivo.

Me refiero al espíritu fundamental de la monarquía; ésta parecerá siempre popular, sea cual fuere su inclinación a la tiranía, así como también el pueblo se sentirá celoso por su monarquía, sea cual fuere su amor a la libertad.

La monarquía no tendrá súbditos y sus hijos serán su pueblo, porque la opinión habrá ridiculizado al despotismo; cuando ya no tenga híjos ni súbditos, el pueblo será libre.

Su carácter será benévolo, porque tendrá que tratar con miramientos a la libertad, y habrá de reconocer a la igualdad y dictar justicia.

Observará las leyes con una especie de sentimiento religioso para no tener que renunciar a su voluntad, ni para reprimir la de todos los demás; será compasiva cuando deba ser tiránica y severa cuando defienda la libertad.

El pueblo la querrá: porque sus sentimientos se adormecerán ante su blandura y sus ojos ante su magnificencia; sin embargo su imaginación hará un prejuicio de la libertad, y la ilusión será también una patria.

CAPÍTULO DÉCIMO

De las relaciones entre todos estos principios

A simple vista y como otros, he creído que los principios de la constitución francesa, incoherentes por propia naturaleza, se desgastarían con el andar del tiempo y no lograrían unirse entre sí; pero cuando logré penetrar a fondo en el espíritu del legislador, he visto cómo salía el orden de semejante caos, y cómo se separaban sus diversos elementos y creaban vida.

El mundo inteligente en medio del cual una República en particular es como una familia en la República misma, ofrece innumerables contrastes y a veces tan sobresalientes particularidades, que sólo pueden ser un bien relativo sin el gran designio de la constitución general, del mismo modo que en el mundo físico las imperfecciones de detalle concurren a la armonía universal.

En el estrecho círculo que abarca al alma humana, todo le parece desajustado como ella misma, porque lo ve todo desligado de su origen y de su fin.

La libertad, la igualdad y la justicia son los principios necesarios de lo que no es depravado, y todas las estipulaciones descansan sobre ellas como el mar sobre su base y contra sus orillas.

Nadie podía presumir que la democracia de un gran imperio pudiese producir la libertad, que la igualdad pudiese nacer de la aristocracia y la justicia de la monarquía; la nación recibió lo que creyó conveniente de libertad para ser soberana, la legislación se hizo popular gracias a la igualdad y el monarca conservó el poder que necesitaba para ser justo. ¡Qué hermoso es ver cómo ha discurrido todo en el seno del Estado monárquico que los legisladores han elegido muy juiciosamente para ser la forma de un gran gobierno, donde la democracia constituye, la aristocracia hace las leyes y la monarquía gobierna!

Todos los poderes derivan de sus respectivos principios y se elaboran sobre su base inmóvil; la libertad los ha hecho nacer, la igualdad los mantiene y la justicia reglamenta su práctica.

En Roma, en Atenas y en Cartago, los poderes eran a veces una sola magistratura, y la tiranía estaba siempre cerca de la libertad, por cuya razón se estableció la censura de diversas maneras. En cambio en Francia no existe un poder en el sentido estricto de la palabra; las leyes son la única autoridad, sus ministros dan cuenta de sus áctos unos a otros y todos ellos a la opinión pública que es el espíritu de los principios.

CAPÍTULO UNDÉCIMO

Consecuencias generales

En una constitución como ésa, en la que el espíritu se acalora y se enfría ininterrumpidamente, es de temer que ciertas personas hábiles, ignorando las leyes, logren ocupar el lugar que corresponde a la opinión pública llena de máximas que acrecientan la esperanza de la impunidad. Estoy cansado de oir decir que Arístides es justo, exclamaba un griego de sentido común.

Ha de temerse siempre al monarca, que, como Dios, tiene sus propias leyes a las cuales se somete, pero en cuyas manos está todo el bien que desea, sin poder hacer el mal. Si fuera guerrero, político o popular, la constitución se inclinaría peligrosamente sobre el abismo; sería preferible, entonces, que la nación fuera vencida a que triunfase el monarca, y personalmente deseo que Francia obtenga continuas victorias en su propio seno y derrotas en la casa de sus vecinos.

Los poderes deben ser moderados, las leyes implacables, y los principios incontrovertibles.

CAPÍTULO DUODÉCIMO

De la opinión pública

La opinión pública es la consecuencia y la depositaria de los principios. En todas las cosas el principio y el fin se tocan en el punto en que están dispuestos a disolverse. La diferencia que existe entre el espíritu público y la opinión, estriba en que el primero se nutre de las relaciones de la constitución o del orden, mientras que la opinión, por el contrario, se nutre exclusivamente del espíritu público.

La constitución de la antigua Roma representaba la libertad; el espíritu público, la virtud; y la opinión, la conquista. En el Japón, la constitución (si es posible utilizar ese término para el caso) es la violencia, el espíritu público es el temor, y la opinión es la desesperación. En los pueblos de la India, la constitución significa quietud; el espíritu público, menosprecio por la gloria y las riquezas; y la opinión tan sólo indolencia.

En Francia, constitución equivale a libertad, igualdad y justicia; espíritu público significa soberanía, fraternidad y seguridad; y opinión, es lo mismo que decir Nación, Ley y Rey.

Creo haber demostrado cuán verdaderos eran los principios de la constitución, poniendo de paso en evidencia la relación que existe entre ellos. Ahora trataré de buscar la relación de la constitución con sus principios y con sus leyes.

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Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro segundo Libro cuarto Biblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO TERCERO

Del estado civil de Francia, de sus leyes y de sus relaciones con la Constitución

Capítulo primero – Preámbulo. Capítulo segundo – De qué modo hizo la Asamblea General sus leyes suntuarias. Capítulo tercero – De las costumbres. Capítulo cuarto – Del régimen feudal. Capítulo quinto – De la nobleza. Capítulo sexto – De la educación. Capítulo séptimo – De la juventud y del amor. Capítulo octavo – Del divorcio. Capítulo noveno – De los matrimonios clandestinos. Capítulo décimo – De la infidelidad de los esposos. Capítulo undécimo – De los bastardos. Capítulo duodécimo – De las mujeres. Capítulo décimotercero – De los espectáculos. Capítulo décimocuarto – Del duelo. Capítulo décimoquinto -De los modales. Capítulo décimosexto – Del ejército de línea. Capítulo decimoséptimo – De las guardias nacionales. Capítulo décimoctavo – De la religión de los franceses y de la teocracia. Capítulo décimonono – De la religión del sacerdocio. Capítulo vigésimo – De las novedades del culto entre los franceses. – Capítulo vigésimoprimero – De los monjes.Capítulo vigésimosegundo – Del juramento. Capítulo vigésimotercero – De la federación.

CAPÍTULO PRIMERO

Preámbulo

La constitución es el principio y el nudo de las leyes; toda institución que no emane de la constitución es tiránica. He ahí por qué las leyes civiles, las políticas y las que hacen al derecho de gentes deben ser positivas y no dejar nada librado ya sea a la fantasía o a la presunción de los hombres.

CAPÍTULO SEGUNDO

De qué modo hizo la Asamblea Nacional sus leyes suntuarias

Se equivocan quienes creen que la Asamblea Nacional francesa se sintió inhibida por la deuda pública y que ésta empequeñeció su perspectiva legisladora. Todos los fundamentos estaban dados, y las leyes suntuarias, tan peligrosas de establecer, se ofrecieron ante la Asamblea por sí mismas. El lujo moría de inanición, la necesidad exigía imperiosas reformas, el feudalismo destruido daba mayor fuerza al pueblo y derribaba de su pedestal a la nobleza, y el pueblo, insultado durante tan largo tiempo, aplaudía con gusto su caída. La deuda pública fue un pretexto para apoderarse de los bienes del clero, y de ese modo los restos de la tiranía sirvieron para preparar una República.

Montesquieu lo previó al decir: Aboliendo en una monarquía las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza y de las ciudades, pronto tendréis ante vosotros un Estado popular o un Estado despótico; popular en el caso de que los privilegios fueran destruidos por el pueblo, y despótico si el golpe fuese asestado por los reyes.

Roma llegó a ser libre, pero si Tarquino hubiese regresado a Roma, la libertad lograda habría sido destruida aun más categóricamente de lo que lo fuera la de los locrenses por Dionisio el Joven. Otro tanto y aun más podría decirse de Francia, que para peor carecía de costumbres y que ya nunca podría tener leyes.

Cualquiera podía construir o reparar; en cambio las comunas mostraron su infinita sabiduría destruyendo y aniquilando.

Era preciso lograr una justa proporción entre dos extremos, según la reflexión del gran hombre que acabo de citar: tendréis ante vosotros un Estado popular o un Estado despótico. La obra maestra de la Asamblea Nacional consistió precisamente en haber sabido atemperar aquella democracia.

Veremos más adelante qué partido supo sacar de lo que he llamado leyes suntuarias; de qué modo sus instituciones supieron atenerse a su propia naturaleza, cómo el vigor de las nuevas leyes logro apartar definitivamente el vicio de que estaban imbuidas las antiguas, y cómo los usos, los modales y los prejuicios considerados más inviolables adoptaron el tono exacto de la libertad.

Bajo el reinado del primer y segundo emperadores romanos, el senado quiso restablecer las antiguas leyes suntuarias que la virtud antaño elaborara, pero tal propósito resultó impracticable por cuanto la monarquía estaba sólidamente establecida, y el imperio opulento se ahogaba en disipados placeres, ebrio de felicidad y de gloria. ¿Podía concebirse, pues, que el pueblo, voluntaria y alegremente, buscara otros placeres, otra felicidad y otra gloria, en la mediocridad? Habían conquistado al mundo y no creían seguir necesitando sus virtudes ancestrales.

La pobreza es tan mala enemiga de la monarquía que aunque la que gobernaba a Francia estuviese extenuada, el lujo había llegado sin embargo a su punto culminante, y fue preciso que la vergüenza y la impotencia amenazasen con imperiosas reformas, para evitar que los excesos llevasen a mayores excesos aun y finalmente a la mUerte.

Hubo que tomar delicadas precauciones, operando primero la reforma de las clases y de las administraciones, en lugar de la de los individuos.

Eliminando las pensiones graciables y los honores otorgados a los nobles, se satisfizo al celoso vulgo, el cual, más vanidoso que interesado, no vio al principio, y luego no pudo o no se atrevió a quejarse, de que el lujo perdido por los nobles se hubiese llevado consigo la fuente del suyo propio. Había más distancia desde el lugar en que se estaba hasta el lugar de donde se venía, que hasta aquel adonde se iba, y el cuerpo era demasiado pesado para volver sobre sus pasos. Licurgo sabía mejor que nadie que sus leyes serían difícilmente aplicables, pero que una vez que él lograra que éstas echaran raíces, las mismas serían muy profundas. Entregó el cetro de Lacedemonia al hijo de su hermano, y cuando estuvo seguro de que el respeto que inspiraba a su pueblo le haría conservar sus leyes hasta su retorno de Delfos, se dirigió al exilio y no volvió jamás, ordenando previamente que sus restos fueran arrojados al mar. Lacedemonia conservó sus leyes y cada vez fue más floreciente.

De todo ello puede deducirse que cuando un legislador ha sabido adaptarse inteligentemente a los defectos de un pueblo e incorporar a su personalidad las virtudes de ese mismo pueblo, habrá logrado lo que se proponía. Licurgo, por ejemplo, aseguró la castidad entre su pueblo violando el pudor, e indujo al espíritu público a la guerra gracias a su ferocidad.

Los legisladores franceses no suprimieron el lujo que tanto agradara a sus conciudadanos, sino a los hombres que alardeaban de él y eran detestados por la mayoría; aparentemente no quisieron atacar el mal sino buscar el bien.

La causa más importante de sus progresos en ese sentido, ha sido el hecho de qUe todos los hombres se despreciaban entre sí. El vulgo desdeñaba al vulgo y los nobles aparentaban la grandeza de que carecían, de modo tal que todo el mundo quedó vengado.

CAPÍTULO TERCERO

De las costumbres

Las costumbres son las relaciones que la naturaleza estableció entre los hombres, y comprenden la piedad filial, el amor y la amistad. En sociedad, las costumbres siguen siendo las mismas, pero desnaturalizadas; la piedad filial equivale a temor, el amor a galantería, y la amistad a familiaridad.

Una constitución libre es buena en la medida que acerca las costumbres a su origen primero, en que los padres son amados, las inclinaciones puras y los vínculos de amistad sinceros. Sólo entre los pueblos bien gobernados se encuentran ejemplos de estas virtudes que requieren por parte de los hombres toda la energía y la sencillez de la naturaleza misma. Los gobiernos tiránicos están repletos de hijos ingratos, de esposos culpables y de falsos amigos, y el mejor testimonio de esta aseveración es la propia historia de todos los pueblos. Mi propósito es referirme solamente a Francia, en cuyas costumbres civiles no hay virtudes ni vicios, y por el contrario aquéllas son muestras de su decadencia; la piedad filial equivale a respeto, el amor es un vínculo civil, la amistad, placer, y todas juntas, interés.

Existe otra especie de costumbres, las privadas, deplorable cuadro que a veces la pluma se niega a describir. Son ellas la inevitable consecuencia de la sociedad humana y derivan de la tormenta del amor propio y de las pasiones. Los alaridos de los declamadores no dejan de perseguirlas sin lograr reformarlas y la descripción que de ellas hacen sólo sirve para terminar de corromperlas. Con frecuencia se ocultan bajo el velo de la virtud, y el verdadero arte de la ley estriba precisamente en mantenerlas indefinidamente bajo ese velo. He ahí lo que quedó de los sagrados preceptos de la naturaleza, cuya sombra civilizada veremos más adelante.

La naturaleza ha surgido del corazón de los hombres y se ha escondido en su imaginación; no obstante, si la constitución sirve, logra reprimir las costumbres o las utiliza en su propio beneficio, al igual que un cuerpo sano se nutre de viles alimentos.

Las leyes de testamento y tutelas son el espíritu del respeto filial; y las leyes de bienes gananciales, de donaciones, de dotes, de separación y divorcio, son el espíritu del vínculo conyugal; los contratos son el espíritu del estado civil, o sus relaciones sociales, llamadas intereses. He aquí los desechos de la amistad y de la confianza; la violencia de las leyes hace que se pueda prescindir de la gente de bien.

Las leyes civiles francesas, a fuerza de ser infinitas, armoniosas e inagotables, parecerán admirables a quienquiera pueda profundizar los recursos que la naturaleza brindaba a los hombres al darles la razón. La sabiduría les ha dado por eternos fundamentos las diversas consideraciones del contrato social; en su mayoría tienen su origen en el derecho romano, es decir en la fuente más pura que haya existido jamás. Sólo es de lamentar que conviertan en obligación interesada a los más caros sentimientos del hombre y que su único principio sea la avariciosa propiedad.

Efectivamente, el derecho civil es el sistema de propiedad. ¿Es concebible que el hombre se haya alejado hasta tal punto de ese amable desinterés que parece ser la ley social de la naturaleza como para honrar a tan triste propiedad con el nombre de ley natural? Siendo como somos seres pasajeros bajo el cielo que nos cubre, ¿no nos enseñó acaso la muerte que muy lejos de que la tierra nos pertenezca, es nuestro estéril polvo quien pertenece a ella? ¿Pero de qué sirve traer a la memoria una moral que en lo sucesivo será inútil al hombre a menos que el círculo de su propia corrupción lo traiga de vuelta a la naturaleza? No pretendo ser visionario, pero sí quiero decir que la tierra debe ser repartida entre los humanos después de la muerte de su madre común, y que la propiedad tiene leyes que pueden estar imbuidas de sabiduría, e impiden que la corrupción se difunda y que el mal abuse de sí mismo. El olvido de tales leyes hizo nacer el feudalismo, y su rememoración sirvió para derribarlo; sus ruinas ahogaron a la esclavitud, devolviendo al hombre a su propia naturaleza, y al pueblo a sus leyes.

CAPÍTULO CUARTO

Del régimen feudal

La supresión de las reglas feudales destruyó la mitad de las leyes que deshonraba a la otra mitad. De no ser impropio irritarse contra el mal que ha dejado de tener vida, con gusto develaría los horrores que en nuestra era sirvieron de ejemplo de una servidumbre desconocida en la misma antigüedad, de una servidumbre basada en la moral y que llegara a convertirse en un culto absolutamente ciego.

Me he preguntado multitud de veces la razón de que mi país no hubiese quemado las raíces mismas de tan detestables abusos, de que un pueblo libre pagara derechos de mutación y de que los derechos útiles de la servidumbre hubieran seguido siendo redimibles. No podía convencerme de que nuestros sabios legisladores hubiesen podido equivocarse al respecto y preferí creer que los laudemios y ventas fueron conservados para facilitar la venta de los dominios nacionales, que por su naturaleza están exentos de tales tributos, así como también que habían sido conservados para no causar una auténtica revolución en la condición civil, pues de no haber existido, todo el mundo habría vendido y comprado. Finalmente prefiero decir que los derechos útiles fueron redimibles porque el mal se había erigido a la larga en una máxima, y era preciso por lo tanto limarlo de manera lenta, siendo por el contrario funesto tratar de destruirlo violentamente.

La libertad cuesta siempre muy poco, cuando sólo ha de pagarse con dinero. Las comunas francesas han conservado todo aquello que llevaba implícito un carácter de propiedad útil, lo que constituía el lado más sensible de los hombres de nuestra época. Antaño los nobles habrlan dicho: Lleváoslo todo, pero dejadnos la boca y la espuela; pero en la actualidad, la sangre de los nobles se ha enfriado hasta tal punto, que ellos mismos consideran a la nobleza como un simple derecho de peaje. Hablan de sus abuelos únicamente alrededor de la mesa familiar, y el pueblo, a su vez, sólo venera a los feudos movientes.

Se ha suprimido el derecho de servicio de caminos, dejando intactas a las avenidas, y se ha suprimido asimismo el honor, dejando sin embargo desnuda a la vanidad despojada; pero se ha respetado el interés, y yo creo que ello ha sido acertado. La propiedad hace solícito al hombre y ata los corazones ingratos al trozo de la misma que les corresponde. Cuando las prerrogativas honorificas dejan de tener atractivo entre las costumbres políticas, que son el trato mismo de la vanidad, toman arrogantes y perversos a los seres mezquinos.

El famoso decreto que destruyó al régimen feudal no obligó a los propietarios a devolver sus títulos, pero en su lugar el empadronamiento o el simple uso bastó para completar el censo. No se quiso frustrar al verdadero propietario, pero tampoco ignorar al usurpador.

CAPÍTULO QUINTO

De la nobleza

Las diferencias existentes entre las clases formaban parte de las costumbres políticas, y del destino de unas resultó también el de las otras. El famoso decreto relativo a la nobleza hereditaria purgó al espíritu público y destruyó por completo el falso honor de la monarquía. De todo aquello quedó tan sólo el recuerdo de algunos nombres afortunados como D’Assas, Chambord, Lameth o Luckner, y los nombres famosos de los héroes muertos dejaron de ser mancillados por las bajezas e indignidades de los vivos. Puede decirse que casi toda la nobleza entregada a la molicie y a la vida licenciosa carecía de abuelos y de posteridad, había abusado de sus máximas, ridiculizándolas y convirtiéndolas tan sólo en una sombra que se desvaneció a la luz del día.

Si la esclavitud ha sido un crimen en todas las épocas, podría decirse que la tiranía tuvo ciertas virtudes entre nuestros abuelos, algunos de los cuales fueron déspotas humanos y magnánimos. En cambio, en nuestros días sólo existían atroces sibaritas, que vivían del recuerdo de la sangre de sus abuelos.

La antigua gloria se había descolorido. ¿Qué bienes podía esperar la patria de aquel orgullo agotado que sólo lamentó la opulencia y los placeres de su pasado ascendiente? ¿Qué es más digno de admiración: un pueblo que lo arriesgó todo en busca de su libertad, o una aristocracia que nada osó en aras de su orgullo? El crimen estaba maduro y cayó por su propio peso, y para terminar, digamos que la nobleza fue devuelta a su propia naturaleza y la Iglesia a su Dios.

La ley no proscribió la virtud sublime, sino que quiso que cada cual la adquiriese por sí mismo y que la gloria de nuestros abuelos no nos tomara indiferentes respecto de nuestras virtudes personales.

La máxima del honor hereditario es perfectamente absurda. Si la gloria que hemos merecido es nuestra tan sólo después de nuestra muerte, ¿por qué aquellos que la han adquirido sin esfuerzo alguno habrían de poder disfrutarla audazmente durante todo el curso de sus ociosas vidas?

CAPÍTULO SEXTO

De la educación

Francia aún no ha legislado sobre educación hasta el momento en que escribo estas líneas, pero no me cabe duda alguna de que tales leyes habrán de desprenderse del tronco de los derechos del hombre. Por consiguiente sólo diré que la educación en Francia enseñará modestia, política y guerra.

CAPÍTULO SÉPTIMO

De la juventud y del amor

Los grandes legisladores se han distinguido principalmente por la audacia de sus instituciones relativas al pudor y por ello pido a Dios que no me permita tener el deseo de establecer la gimnasia entre nosotros. El culto severo que hoy día profesa Europa no permite el uso de tales enseñanzas y por mi parte me limito a lamentar que nos parezcan tan extrañas y que nuestra delicadeza obedezca tan sólo a nuestra corrupción. La antigüedad se vio colmada de instituciones que pueden producirnos vértigo, pero que son a la vez la prueba incontrastable de su graciosa sencillez.

El pudor se manifestó en forma de rubor cuando los sentimientos fueron culpables y los gobiernos se debilitaron. En ninguna parte son tan modestas y a la vez bulliciosas las mujeres como lo fueron o lo son en los Estados tiránicos. ¡Cuánto más conmovedora resultaba la ingenuidad de las vírgenes griegas! Todas las virtudes antiguas se convirtieron en simples miramientos en nuestra época, y todos nosotros en ingratos civilizados.

La educación moderna pule las costumbres de las jóvenes y las desgasta; las embellece y las hace disimuladas, pero como por otra parte no logra ahogar la naturaleza, sino que tan sólo la deprava, se convierte en un vjcio y se limita a esconderse. De ahí derivan las tristes inclinaciones que pervierten las costumbres y los imprudentes matrimonios que angustian a las leyes.

Francia debería envidiar a uno de sus vecinos su afortunado temperamento que induce a sus ciudadanos a casarse con otros de inferior condición sin sentir vergüenza alguna, y aun eso no es bastante, pues sería incluso preferible que lo hicieran sintiéndose honrados con ello. Cierto es que la flema de los hombres de ese clima, una inclinación furibunda al amor y una cierta altivez que los impulsa a contrariar sus verdaderas obligaciones son, mas aun que la virtud, la razón de dichas costumbres. Sea cual fuere el principio, no es menos cierto que es favorable a la libertad y que vengan a la naturaleza, tal y como la ley de los cretenses toma a lo natural al permitir la insurrección y la vida licenciosa.

CAPÍTULO OCTAVO

Del divorcio

Roma tenía una costumbre indigna de sus virtudes: el repudio, que espiritualmente representa algo más repugnante que el propio divorcio. Este equivale en cierto modo a la voluntad unánime, mientras que el primero es la voluntad de un solo individuo. Cierto es que las casos de repudio estaban determinados por las leyes, y que éstas, por la fuerza misma del carácter público, favorecían a las costumbres públicas y privadas, pero no menos cierto es también que tales instituciones no habrían tardado en pervertir a ciertas naciones en las que reina el libeninaje.

¿Qué sentimientos podían experimentar quienes pretendían admitir el divorcio en Francia, o cuáles las ilusiones que los guiaban? No se ha vuelto a hablar de semejante tema. La separación es igualmente una infamia que mancilla la dignidad del contrato social: ¿Qué habré de responder a tus hijos cuando me pregunten dónde está su madre?

Cuanto más disolutas son las costumbres privadas, más importante es también que se dicten leyes justas y humanas contra tales desarreglos. La virtud no debe ceder un ápice a los hombres en particular.

No existe pretexto valedero para el perjurio que cometen los esposos que se abandonan. En la época en que existían los votos religiosos, estaba establecido que ni siquiera Dios podía alterar tan sagrados vínculos, y los esposos en ningún modo podían apartarse al pie de los altares. Su carácter era indisoluble, como el de hermano y hermana -decía Teofilacto. Sea cual fuere la religión o las creencias, el juramento de estar unidos es Dios propiamente dicho. El judío o el musulmán que se convierte no podrá utilizar su conversión para alterar el vínculo que lo ata a su cónyuge; el contrato primitivo es imprescriptible, y la conversión, lejos de alterarlo, es una prevaricación.

Los pueblos que practican el divorcio sin peligros son monstruos o prodigios de virtud, y los que admiten la separación se burlan del espíritu del juramento prestado. ¿Por qué os separáis si no os alejáis el uno del otro?

Las separaciones ultrajan no sólo a la naturaleza, sino también a la virtud, y lo más frecuente es que su único propósito sea engañar a los acreedores.

CAPÍTULO NOVENO

De los matrimonios clandestinos

El falso honor de las monarquías ha creado los matrimonios clandestinos. Era éste un vicio más de la República romana, atribuible al austero orgullo de clases que no permitía que éstas contrajeran alianzas entre sí. Roma desbordaba de peligrosas leyes que habrían de arruinarla después de haberla llevado hasta la cumbre. No fue César quien sojuzgó su patria, sino sus leyes degeneradas, y Roma caminaba a pasos agigantados hacia la monarquía.

Hacia la declinación del imperio, hizo su aparición esta famosa ley: Movemur diuturnitate et numetro liberorum, pero por muy hermosa y sublime que fuera intrínsecamente, resultó inútil. El honor la llamó a silencio y sólo sirvió de aliento al mal.

Los matrimonios clandestinos no parecen tener efectos civiles ni en la monarquía ni en la República, pues las leyes no pueden permitir nada que sea hecho a escondidas. Si desanimáis el honor ridículo o el interés excesivo, no necesitaréis nunca más de leyes violentas.

Los Estados despóticos que carecen de honor no conocen la clandestinidad del matrimonio, lo que vendría a ser una desgracia de la esclavitud. Existen por el contrario Estados libres que la conocen, y ello es una desgracia de la libertad.

CAPÍTULO DÉCIMO

De la infidelidad de los esposos

Se ha dicho muchas veces que la dependencia natural de la mujer hacía que su infidelidad fuese más culpable que la del marido. No deseo analizar en este momento si tal dependencia es natural o política y sólo deseo que reflexionéis sobre el particular; quiero no obstante que me expliquéis de una buena vez por qué el marido que deja hijos adulterinos en la casa de otro o de otros, es menos criminal que la mujer que sólo podrá procrear uno en la suya. Existe un contrato entre los esposos -y no me refiero precisamente al contrato civil- que queda anulado si cualquiera de las partes afectadas pierde algo; decir que el esposo infiel no es culpable, equivale a afirmar que se ha reservado en dicho contrato el privilegio de ser malo, en cuyo caso tal contrato resulta nulo en su principio natural y no menos aun en su principio político, puesto que su libertad tiene forzosamente que infringir el contrato de un tercero, lo que atenta inevitablemente contra el pacto social. Aquellos que elaboran leyes en contra de las esposas y no de los maridos, deberían establecer asimismo que el criminal no es el asesino, sino su víctima, si bien todo lo anteriormente dicho depende fundamentalmente de las costumbres. Y de ello, vosotros, los hacedores de las leyes, tendréis que responder algún día, pues en última instancia las buenas costumbres dominan los imperios.

CAPÍTULO UNDÉCIMO

De los bastardos

Particularmente virtuosa será la madre de los infortunados a quienes la vergüenza haya negado la leche y las caricias de la naturaleza. Al huérfano le quedan al menos las manos que lo educan y que él besa fervorosamente; a veces le hablan de su madre, cuyos rasgos quizá el arte ha podido conservar para él, pero el bastardo, mil veces más desafortunado, se busca a sí mismo en el mundo, preguntándole a todo lo que ve a su alrededor el secreto de su vida, y como su juventud está generalmente empapada de amarguras, la desgracia lo torna industrioso a una edad más avanzada.

¿Hay acaso algo más interesante que ese triste desconocido? De existir realmente la hospitalidad religiosa, nunca lo será más grande que la de quien recoge a aquel que la naturaleza le envía; es la obra de bien más sublime que pueda hacerse en este mundo y también la más desinteresada, pues el bastardo está definitivamente perdido para el corazón de una madre.

Una joven a quien su debilidad ha perdido no es criminal para las leyes de su país y sí culpables las leyes para con ella. Es un prejuicio la causa de su deshonra y eso sólo contribuye a hacerla más desdichada a nuestros ojos.

También son culpables las leyes para con el bastardo, pues persiguen a un miserable a quien por el contrario deberían consolar.

Cuanto más consentidas sean las costumbres, tanto más severa será la opinión; sólo una buena constitución trastorna los prejuicios y cura las costumbres.

Las leyes reinan sin fuerza alguna en donde las costumbres civiles han sido sometidas a la tiranía.

CAPÍTULO DUODÉCIMO

De las mujeres

En los pueblos verdaderamente libres, las mujeres son libres y adoradas y pueden vivir una vida tan agradable como la merece su interesante debilidad. Frecuentemente me digo a mí mismo en París: ¡Ay! En este pueblo esclavo no puede existir mujer feliz alguna, y el arte con que cuidan su belleza prueba con creces que nuestra infamia las ha hecho apartarse de la naturaleza, pues nada hay mejor que la modestia de una mujer, para reconocer a través de ella el candor de su esposo.

En este pueblo filósofo y veleidoso, a fuerza de despreciar a los demás y a sí mismo, todo el mundo amaba únicamente su propia imagen; todo el mundo llevaba un corazón falso debajo del armiño y la seda, y hasta las caricias de los esposos debían ser disimuladas.

Seguramente que dentro de veinte años habré de ver con inmensa alegría a ese mismo pueblo que hoy recobra su libertad, recobrando también sus costumbres …

Quizá nuestros hijos se avergüencen entonces de los cuadros afeminados que representen a sus padres. Menos enervados que nosotros por la vida licenciosa o la molicie, sus pasiones serán menos brutales que las nuestras, pues nada raro es hallar sentimientos implacables en los cuerpos debilitados por el vicio.

Cuando los hombres se quedan sin patria, no tardan en hacerse malvados; por ello es preciso perseguir a cualquier precio la dicha que huye de nosotros. Las ideas cambian incesantemente y a veces hallamos la dicha en el crimen.

¡Dadnos, legisladores, leyes que nos obliguen a amarlas! La indiferencia por la patria y el excesivo amor a sí mismo es la fuente de todo mal, y por el contrario, la indiferencia por uno mismo y el amor a la patria son la fuente de todo lo que es bueno.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO

De los espectáculos

Los griegos fueron los hombres más sabios del mundo en el arte del espectáculo, que en cierto modo fue hijo de la libertad de que disfrutaron aquellos pueblos. En.cambio en Roma sólo fue tolerado cuando sus habitantes perdieron sus costumbres; los procónsules y los generales regresaban cargados con los despojos del mundo y la libertad romana yacía moribunda bajo el peso del oro y de la vida licenciosa.

Los ricos de la Grecia antigua disipaban asimismo sus bienes en juegos y en espectáculos, y la ley que los obligaba a tales extremos era útil para aquella aristocracia, puesto que le impedía perturbar la vida del Estado; sin embargo, aquellos inauditos espectáculos que servían para enriquecer las artes, destruyeron al mismo tiempo las leyes, y ninguno de nosotros ignora cuál fue finalmente la suerte que corrió Atenas.

Francia, cuyo Estado difiere substancialmente del griego, será algún día la nación más comerciante o la que más se entregue a la molicie. Posee espectáculos al igual que los demás pueblos de este continente, pero influyen bien poco en el carácter público. El espectador lleva hasta ellos su aburrimiento y sale de ellos colmado de repugnancia. La libertad que reina en el teatro hará desaparecer irremediablemente las obras maestras de la antigüedad.

CAPÍTULO DECIMOCUARTO

Del duelo

El duelo no es un prejuicio, sino un amaneramiento; el primero es un vicio de la constitución, mientras que el segundo constituye un vicio del espíritu público. Los prejuicios nacían de la corrupción de un principio, del mismo modo que se torna basto aquel que se ha olvidado de la piedad, fanático quien ha perdido su devoción, y vanidoso aquel que ha mancillado su honor. El falso honor degenerado de la virtud caballeresca es en este caso el prejuicio. y el duelo es tan sólo un amaneramiento ciego, que a veces sólo exige una gota de sangre, y otras la vida misma. Al sentimiento que lo ha engendrado se suceden el pesar y la piedad; el arrebato se apaga, pero el prejuicio permanece vivo.

Cualquier ley que pudiera dictarse contra el duelo sería forzosamente violenta, y sólo lograria convertir en asesinos a los sobrevivientes. Bastaría con que se establecieran contra el duelo leyes que sirvieran para dar al hombre un espíritu nuevo para que el prejuicio dejase de existir y el duelo muriera para siempre.

El duelo es hijo del despotismo y de la libertad;cuando ambos están reunidos, el primero daña las leyes y la segunda a los hombres, y por consiguiente ha de ser la violencia la que decida entre ambos. Hace ya varios siglos que nuestros reyes dictaron terribles edictos contra este crimen, pero su único resultado fue darle aun más vida en lugar de desterrarlo para siempre. Eran leyes injustas, que impedían la venganza sin desterrar la injusticia; en ningún momento pretendían desterrar la tiranía, forzando tan sólo a los espadachines a ocultarse. Como el falso honor subsistía a pesar de todo, la virtud misma se vio obligada a elegir entre el asesino y el verdugo, la vergüenza y la infamia. Todo bien posible deriva de la bondad de las leyes, así como todo mal de su corrupción.

Era tan grande la impotencia de tales edictos, que en cierta oportUnidad llegó a verse a las partes condenadas pedir razón de sus condenas a sus propios jueces, terminando así por batirse entre ellos, ya que el juez que se hubiese negado a aceptar el reto, habría sido inevitablemente considerado un infame. Y era lógico que así fuera, pues la ley era mala, ya que condenaba a la espada sin deshonrar al brazo que la esgrimía.

La inviolabilidad de los representantes de la nación fue una quimera contra el duelo; cualquier reglamento que hubiera podido imaginarse contra aquel abuso habría sido considerado simplemente el pretexto para ocultar la propia cobardía en semejante ocasión. El duelo de Castries y Lameth conmovió realmente a París, pero no nos llamemos a engaño: tal conmoción obedeció a que el pueblo temía perder a sus defensores.

Si la constitución es vigorosa, el duelo se consumirá por sí mismo. Los vicios provienen de su debilidad, perecen con ella y no se corrigen nunca.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO

De los modales

El francés no ha perdido nada de su íntimo carácter al ganar su libertad, pero sí cambió de modales. Como antaño la pobreza carecía de pretext0s, el lujo se sobrepasaba a sí mismo y se convertía en una pasión impotente y furiosa. Después de la revolución, y al tornarse excesivos y religiosos los tributos y la igualdad cada vez mayor a causa de la indigencia, la sencillez se originó en el orgullo.

Habiéndose conservado la vieja sal de la nación, la tiranía pareció algo ridículo, la libertad sólo una broma y el espíritu una virtud.

Abundaron los declamadores porque había más espíritu que sentido común; la cabeza era libre pero el corazón había dejado de serlo.

Los buenos modales se tornaron afectuosos, y ya no se saludó sino que se besó. Aparecieron infinidad de personas de bien y de genios ardientes, la libertad fue más bien una pasión que un sentimiento, y los amigos de la patria formaron sociedades en las que reinaba el más hábil. La de los jacobinos fue la más famosa; estaba acaparada por cuatro hombres verdaderamente grandes, de los cuales hablaremos algún día, pues hoy aún no han madurado lo suficiente las cosas.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO

Del ejército de línea

La naturaleza de un ejército de línea es la servidumbre, ¿pues qué honradez podría esperarse de un puñado de hombres que se hacen matar por dinero? El soldado es verdaderamente un esclavo, y un esclavo armado sólo sirve en el seno de un pueblo guerrero.

Cuando Alemania y Egipto dejaron de ser pueblos conquistadores, los esclavos conquistaron su libertad o alteraron sus leyes.

La insolencia de un soldado corrompe las costumbres de un pueblo libre, pero como no existe vicio alguno que el arte del legislador que no sea un tirano no pueda doblegar ante la libertad, es posible que el ejército llegue a convertirse en una escuela de virtud y en el principio mismo de la educación.

Suprimid y devolved a la gleba esta innumerable multitud de personas a sueldo de las leyes (utilizando la expresión del inmortal Rousseau); que la juventud, en lugar de gastar su vida en medio de los deleites y del vicio ocioso de las capitales, aguarde en el ejército de línea a que llegue la época de su mayoría de edad; que se adquiera el derecho de ciudadanía después de servir durante cuatro años en el ejército, y muy pronto veréis que nuestra juventud será más seria y que el amor por la patria se habrá convertido en una pasión pública. Las costumbres y los usos de las naciones libres derivan de sus leyes; en la monarquía, del príncipe; y en el despotismo, de la religión. He ahí la razón ge que en el primer caso todo concurra a la libertad, en el segundo todo tienda a buscar el apoyo del monarca, y en el tercero, todo sea superstición.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

De las guardias nacionales

Fue en medio de la anarquía y de las tempestades de la libertad, que esta peligrosa institución sirvió para calmarlo todo. El pueblo se abandonó en sus manos y aprendió a dominarse a sí mismo; el orden nació de la confusión y la gente aprendió a respetarse porque a cada instante cada cual caía en dependencia de su prójimo. Terribles rumores hábilmente esparcidos moldeaban el espíritu público y ayudaban a tolerar el peso de las armas y el cansancio de las horas de vigilia. Cada ciudadano se convirtió en depositario de la ley y ya no quedó nadie para violarla. Por un lado el pueblo apreció su gloria y fue generoso, y por el otro conoció su fuerza y dejó de sentir temor.

No faltó quien predijera que el pueblo se cansaría muy pronto de tantos sacrificios, lo que equivalía a afirmar que se cansaría de su propio orgullo, cuando en realidad era mucho más factible que en lo sucesivo no se detuviera nunca más. Fue más necesario contenerlo que estimulado. Trascurrió poco tiempo hasta poder someter al ejército a las órdenes del ministerio público; de no haberse logrado esto, la opinión se habría militarizado y las magistraturas habrían sido más sangrientas.

He visto a muchos quejándose en alta voz de la humillación de que fuera víctima la guardia ciudadana al obligarla a colaborar en la percepción de los tributos; ello obedecía a cierto prejuicio que calificaba de infames a los impuestos establecidos por el despotismo. La protección, cuando éstos han sido libremente aceptados o consentidos, es un título de soberanía que el propio monarca ejercía antaño. Cuando la patria ejerce autoridad, nada es vergonzoso, y el soldado de un Estado libre es más importante que el visir de un déspota.

¡Qué ingenio tan penetrante el de quienes supieron hacer virtuosos a los súbditos de una monarquía y crear a la vez una opinión que aunase la fuerza a los principios! Yo lo calificaría de colmo de habilidad y de la razón más clara que puede darse de la tranquilidad que sucedió a la insurrección.

CAPÍTULO DECIMOCTAVO

De la religión de los franceses y de la teocracia

Si Cristo renaciera en España, volvería a ser crucificado por los curas como si fuese un faccioso o un hombre demasiado sutil, que bajo un disfraz de modestia y de caridad meditara la ruina del Evangelio y del Estado. Efectivamente, fue él, como legislador, quien dio un golpe mortal al imperio romano. El reino de la virtud, de la paciencia y de la pobreza, terminaría por abatir el orgullo de la monarquía al modificar las costumbres.

Examínese el espíritu de la religión de Cristo en los diferentes Estados europeos desde que la Iglesia destruyó al imperio romano, del cual éstos son simples fragmentos, y veremos que las regiones en las que el Evangelio mantuvo su pureza, adoptaron ideas republicanas; por ello fue que Italia, centro de esa legislación, quedó cubierta de Repúblicas, y por ello también, que los pueblos de costumbres severas recobraron su libertad.

El cristianismo hizo pocos progresos en Oriente, en Asia, en Africa y en todos aquellos países en los cuales la naturaleza del clima se oponía al espíritu de la libertad y se inclinaba a la monarquía. Los pueblos que viven en libertad simplificarían siempre mucho más la moral que aquellos que, en su excesiva soberbia, se enorgullecen de vivir bajo el yugo de un solo individuo; en los primeros el sacerdocio carecerá de fastuosidad, pero será rígido observador de sus deberes; los dogmas serán sencillos y los ritos llenos de modestia, y en los segundos, el sacerdote participará en el gobierno, adaptará a su conveniencia los principios de la modestia a los de la política, los dogmas serán tiránicos y los ritos misteriosos.

España será el último pueblo de Europa que logre conquistar su libertad por ser precisamente el que ha volcado más orgullo en su religión; por esa misma razón Inglaterra se sacudió de encima la tiranía antes y además más fácilmente que los demás países, debido a que su clima era poco propicio a la superstición y a la jactancia de sus sacerdotes.

Suele decirse que el cristianismo no era propicio al estado social. Los que tal afirmación hacían, confundían el Evangelio con el chismorreo de los sacerdotes. El menosprecio por las cosas de este mundo, el perdón de las injurias, la indiferencia hacia la esclavitud o la libertad y la sumisión al yugo de los hombres bajo pretexto de que tal yugo es sólo el brazo de Dios que pesa sobre ellos … todo ello no es el Evangelio sino simplemente su disfraz teocrático. El Evangelio se limitó a formar al hombre sin mezclarse para nada en la formación del ciudadano, y sus virtudes, que la esclavitud convirtió en políticas, son solamente virtudes privadas.

Que sea necesario obedecer a los poderosos no quiere decir precisamente que se deba obedecer a los tiranos, sino a las leyes decretadas por el soberano; que el mal deba ser perdonado, no quiere decir tampoco que se deba ser indiferente para con la patria y perdonar a los enemigos que provocan su devastación. Debemos perdonar a nuestros hermanos todo aquello que nos hiera personalmente, pero no todo lo que ofenda a las leyes del contrato; ampliar hasta semejante extremo los principios de la caridad, equivaldría a convertir al hombre en un animal para esclavizarlo en nombre de Dios.

El Evangelio es la vida civil puesta entre las manos de los tiranos, pero tan sólo la vida doméstica en estado de libertad, y es precisamente esta última el principio de la virtud. Así como en estado de esclavitud la religión está por encima de los sacerdotes porque éstos pretenden representar la soberanía del mundo, en el régimen republicano la religión reina sobre ellos, puesto que el fin vale por el principio mismo y la soberanía está entonces, no representada sino figurada por la soberanía de la nación que constituye un todo.

Es en vano atacar a los pontífices hebreos y a los vicarios de Cristo y sus poderes, pues nada justifica a los tiranos, y la soberanía de la nación es tan imprescindible como la del Ser Supremo, aun cuando ésta haya sido usurpada.

He hablado del culto y del sacerdocio y he debidó referirme también a la religión. Cuando en alguna otra parte de este libro diga que el trono y el altar son inquebrantables si marchan unidos entre sí, me referiré solamente al Estado teocrático y no a la República. Diré entonces si una congregación religiosa ha sido capaz de ocupar el lugar del soberano y tener pretensiones a la propiedad del dominio.

Dejo en manos del lector el cuidado de aplicar estos principios a la religión católica, apostólica y romana de los franceses.

CAPÍTULO DECIMONONO

De la religión del sacerdocio

Los antiguos carecían de leyes religiosas y el culto era supersticioso o político. Grecia presenció un solo acto de fanatismo que más bien fue una treta de Filipo de Macedonia, cuando instigó a Tebas y a Tesalia contra los focenses para vengar el supuesto desprecio de Apolo.

Tanto los primitivos romanos como los griegos y los egipcios, fueron cristianos, pues cuidaban sus costumbres y ejercían la caridad, esencia del verdadero cristianismo. Aquellos que recibieron el nombre de cristianos desde la época de Constantino, fueron en su mayor parte sólo un grupo de salvajes o de locos.

El fanatismo nace del poder absoluto de los sacerdotes europeos. Un pueblo que logra dominar la superstición ha hecho mucho en favor de su libertad; no obstante ello debe cuidar de no alterar la moral, que es la ley fundamental de la virtud.

Francia no destruyó su iglesia, pero sí dio nuevo brillo a los cimientos con que fuera construida; supo tomar el pulso de las pasiones públicas y se limitó a eliminar lo que caía por su propio peso. Los escrúpulos canónicos de los obispos se asemejaron a lo que realmente eran, es decir, simples sofismas, porque las convenciones habían cambiado y dichos escrúpulos se apoyaban en fórmulas y no en proverbios.

Se prescribió la obligación de prestar un juramento que dio carácter civil al sacerdocio, pero fue muy acertado no imponer a la negativa de prestarlo más castigo que la pérdida del poder temporal; mediante dicha medida el sacerdote fanático se vio reducido a la mendicidad o a traicionar sus avariciosos sentimientos. El ministerio eclesiástico fue electivo; de haber sido otorgado a título de favor, lo que hubiese nacido de la adulonería habría ahogado a la libertad.

Fue asi como cayó vencida aquella terrible teocracia que bebiera tanta sangre; y así también como Dios y la verdad fueron liberados del yugo de los sacerdotes.

CAPÍTULO VIGÉSIMO

De las novedades del culto entre los franceses

Sea cual fuere la veneración que merezcan de nosotros la piedad de nuestros padres, la infinita grandeza de Dios y los méritos de su Iglesia, la tierra pertenece a los brazos de los hombres y los sacerdotes a las leyes del mundo en el espíritu de la verdad. Esta verdad desciende de Dios Eterno y es la armonía inteligente que sólo puede ser ofendida por lo que es malo en sí mismo y no por lo que lo es en relación a una voluntad anterior.

Las leyes francesas no han cambiado el orden, la misión de los sacerdotes, el culto a la moral, como tampoco alteraron en lo más mínimo la posible inteligente armonía, sino únicamente el modo en que se persigue el mismo propósito.

Sucede lo propio con las restantes leyes que pueden ser derogadas cuando de ello se obtiene algún beneficio y cuando debido a la evolución de las diversas épocas, han dejado de ser útiles al orden moral. Sólo es sagrado lo que es bueno, y lo que ha dejado de serlo pierde su carácter sagrado: sólo la verdad es absoluta.

Dios proveyó de malas leyes a los hebreos. Esas leyes eran relativas y sólo eran inviolables en tanto los judíos fueran malos; se tornaban beneficiosas en comparación con semejantes ingratos, así como hubiesen sido malas si se las hubiera comparado con unos santos. Todo camino que conduzca al orden es puro, al igual que lo es el que no nos aleja de la sabiduría y nos acerca hacia Dios.

¡Cuán humano es el lenguaje de estos piadosos ciegos que buscan a Dios fuera de la propia armonía y lo convierten en el origen de un absoluto desorden! Dios jamás confunde las épocas o los hombres; su sabiduría torna variables sus consejos, pero es imperturbable en medio de las revoluciones y ve a través de ellas.

La Asamblea Nacional se negó a convertir a la religión católica en religión del Estado, y actuó sabiamente al adoptar esa actitud, pues tal ley habría sido fanática y lo hubiese echado todo a perder. Examinad con cuánta sabiduría la ley aludida se ha implantado por sí misma. La religión católica atañe sólo al sacerdocio público y al episcopado. La ley que otorgó a los protestantes la calidad civil de elector en el nombramiento de las dignidades eclesiásticas, confunde sus creencias en lugar de alterar las nuestras.

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO

De los monjes

Una de las causas que impedirán que la libertad penetre en la India es la excesiva abundancia de brahmanes. Los ritos encadenan a la mayoría de aquellos míseros pueblos, así como el temor tiranizó durante siglos a Europa. Los estragos de la ignorancia después de la caída del Bajo Imperio: fueron increíbles, y la responsabilidad debe imputársele a la tiranía de los monjes y a la estupidez de su vida. La institución de la vida monacal originada en el espanto de los dogmas, sacudió todas las leyes y creó estoicas virtudes inútiles para el mundo que las presenciaba. La vida celestial que se desarrolló en la tierra infantilizó poco a poco al fanatismo, que desde entonces desgarró íntimamente a la monarquía.

Las guerras de religión fueron haciéndose cada vez menos frecuentes en las regiones de Europa a medida que el crédito de los monjes era menos santo y menos reverenciado. Las virtudes hurañas tornan atroces las costumbres.

Los prodigiosos bienes que acumularan los institutos monásticos hablaban más en su contra que a favor de las almas piadosas que los habían fundado.

Aquellos que en el seno de la Asamblea Nacional proponían la autorredención de la primera existencia del clero, o bien pretendían destruir la constitución o simplemente la desconocían.

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO

Del juramento

El juramento que ha de prestarse en Francia es el vínculo mismo del contrato político. Para el pueblo equivale a un acto de consentimiento y de obediencia; en el cuerpo legislativo, a un testimonio de su disciplina, y en el monarca, al respeto por la libertad. Es así como la religión es el principio de todo gobierno. Acepto que se diga que en Francia la religión se haya visto curiosamente debilitada, pero sostengo, sin embargo, que la vergüenza a cometer perjurio sigue subsistiendo donde la piedad ha dejado de ser, y que aun después de perder su religión un pueblo conserva todavía el respeto por sí mismo, que volverá a traerlo al seno de la religión si sus leyes logran restablecer sus costumbres.

CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO

De la federación

La primera asamblea federativa francesa poseyó un carácter particular del que carecerán las asambleas posteriores. Aunque a simple vista dicha asamblea parezca ser un admirable resorte para fortalecer el espíritu público, debe admitirse que en realidad era el efecto de las maquinaciones de un pequeño número de hombres que ansiaban difundir su popularidad. Como no se ignoraban sus propósitos, fue con repugnancia que tal popularidad se aceptó, a pesar de ser conveniente. El momento aún no había llegado, no obstante lo cual no se podía rechazar algo que llevaba impreso en sí mismo cierta apariencia de patriotismo. La Asamblea Nacional vio con inquietud el excesivo número de sus miembros, que forzosamente habría de estar compuesto de espíritus tornadizos. Los prejuicios, los descontentos, las enemistades y los celos particulares de las provincias no tardarían en inundar la capital, e iba a poder apreciarse de cerca un cuerpo político demasiado lleno de ilusiones. Quedaba la posibilidad de que, siendo populares sus diversas facciones, todo se desarrollaría en el seno de la libertad, pero también podía ocurrir, como por otra parte muchos lo esperaban, que la presencia del monarca inundase de compasión a sus componentes. La intriga lo obligó a desempeñar el papel de un gran rey, y sus cortesanos mostraron al pueblo el delfín, cubierto con los restos ignominiosos de su pasada gloria y a modo de desdichado saldo de la sangre de tantos reyes. Tan enternecedor espectáculo no podía menos de impresionar vivamente la imaginación popular.

Los hombres que sugirieron la idea de una federación habían hallado el último recurso para cambiar la faz de las cosas y confundir a la libertad, a la que atacaron con sus propias armas. Aparentemente todo era amor e igualdad, pero en realidad sólo trabajaban a favor de los reyes. Ningún recurso mejor para atacar a los hombres que utilizar contra ellos sus propias debilidades o virtudes; pero todo fue en vano, pues el pueblo amó al rey sin compadecerse de él. Como además era fácil engañarlo, se le permitía usar un lenguaje afectuoso que era muy de su agrado, pero cuyo destino su ingenuidad era incapaz de desenredar.

Difícil sería imaginar algo tan tierno como su respuesta a los diputados: Decid una vez más a vuestros conciudadanos que hubiese querido hablarles a todos ellos como en este momento os hablo a vosotros. Decidles también que su reyes su padre, su hermano, su amigo, que sólo la felicidad de todos puede hacerle feliz a él, que su grandeza es el fruto de la gloria común, su poder nace de la libertad de todos, sus riquezas de su prosperidad y sus dolores de sus males. Comunicadles las palabras, o mejor aun los sentimientos de mi corazón, en el seno de sus humildes chozas y en los refugios de los más desafortunados. Decidles que si bien es cierto que no puedo llegar hasta ellos en vuestra compañía, deseo estar a su lado por medio de mi afecto y por las leyes protectoras de los débiles que habrán de dictarse, así como también velar por ellos, vivir por ellos y morir incluso por ellos de ser necesario. Decid, también, por último, a las diversas provincias de mi reino, que cuanto antes las circunstancias me permitan cumplir la promesa que me hice a mí mismo de visitarlas en compañía de mi familia, antes estará contento mi corazón. Como los sentimientos de los franceses no alcanzaban a entender semejante lenguaje, era evidente que deseaba inspirar piedad, pero sólo logró inspirar amor.

Mientras duró tan peligrosa ceremonia, la Asamblea Nacional no vio afectada ni debilitada en lo más mínimo su seguridad en sí misma. Discutió sobre comercio y colonias y su conducta fue grave y afirmativa; sólo requirió de Francia un juramento cívico, perdonándole los gritos de alegría que se lleva el viento.

Esta federación tan ingeniosamente imaginada para desnaturalizar el espíritu público fue, en cambio, el sello que la convirtió en eterna. El ejército partió descontento de aquellos que lo habían adulado y lleno de estima hacia la Asamblea Nacional a la que había podido ver de cerca.

Si el triste honor de la monarquía llegara a perecer en Francia; la igualdad se habrá debido en gran parte a las asambleas federativas, que habrán logrado balancear parcialmente la fuerza del Estado político, si éste perdiera parte de su popularidad; pero quiera Dios que se logre prevenir las discordias civiles y que podamos conservar durante largo tiempo el amor a la paz en medio del genio de las armas.

Reflexión sobre el estado civil

Cualquier pretensión de los derechos de la naturaleza que ofenda a la libertad es un mal, y cualquier práctica de la libertad que ofenda a la naturaleza, un extravío.

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EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO CUARTO

Del estado político

Capítulo primero – De la independencia y de la libertad. Capítulo segundo – Del pueblo y del príncipe de Francia. Capítulo tercero – La ley sálica. Capítulo cuarto – Del cuerpo legislativo en sus relaciones con el Estado político. Capítulo quinto – De los tribunales, de los jueces, de la apelación y de la recusación. Capítulo sexto – Atribuciones diversas. Capítulo séptimo – Del Ministerio Público. Capítulo octavo – De la sociedad y de las leyes. Capítulo noveno – De la fuerza represiva civil. Capítulo décimo – De la naturaleza de los crímenes. Capítulo undécimo – De los suplicios y de la infamia. Capítulo duodécimo – Del procedimiento penal. Capítulo décimotercero – De las detenciones. Capítulo décimocuarto – De la libertad de prensa. Capítulo décimoquinto -Del monarca y del ministerio. Capítulo décimosexto – De las administraciones. Capítulo decimoséptimo – De los impuestos y de su necesaria relación con los principios de la Constitución. Capítulo décimoctavo – Reflexión sobre la contribución patriótica y sobre dos hombres célebres. Capítulo décimonono – De los tributos y de la agricultura. Capítulo vigésimo – De las rentas vitalicias. – Capítulo vigésimoprimero – De la enajenación de las propiedades públicas.Capítulo vigésimosegundo – De los asignados. Capítulo vigésimotercero – De los principios de los impuestos y de los tributos. Capítulo vigésimocuarto – De la Capital. Capítulo vigésimoquinto – De las leyes de comercio. Capítulo vigésimosexto -Consideraciones generales.

CAPÍTULO PRIMERO

De la independencia y de la libertad

Quisiera saber qué significa la independencia del hombre en estado de naturaleza y qué su libertad en la ciudad. De acuerdo a la ley de la naturaleza el hombre se halla en estado de dependencia cuando ha empezado a civilizarse sin principios, y sumido está en la esclavitud en la ciudad, cuando antepone a su conservación los placeres y la felicidad.

El corazón humano se encamina de la naturaleza a la violencia, y de la violencia a la moral. No debemos creer que el hombre haya tratado desde un principio de convertirse en un ser oprimido, pues el espíritu aún sigue intentando discernir una larga alteración entre la primitiva sencillez y la idea de conquista y de conservación.

Asentado este principio, hallaremos qUe la libertad es una corrupción de la independencia y que sólo es aceptable en la medida en que nos devuelve a la vida sencilla mediante la fuerza de la virtud.

De otro modo la libertad sólo sería el arte del humano orgullo, y desafortunadamente ha sido en tal sentido que el ginebrino Rousseau se ha referido siempre a ella.

Examinemos si la ciudad francesa ha dado algún paso positivo hacia la naturaleza y observaremos que sólo lo ha hecho hacia la felicidad. En estado de naturaleza el hombre carece de derechos precisamente porque es independiente.

Sin duda tal lenguaje debe resultar extraño, tanto más cuanto que pareciera querer arrojar al hombre hacia los bosques; pero preciso es tomarlo todo de sus mismas fuentes para no seguir equivocándose en lo sucesivo, y sólo el conocimiento exacto de la naturaleza nos permitirá adaptarla a nuestros gustos con más artificio.

En estado de naturaleza la moral se limita solamente a dos puntos: la alimentación y el reposo. En el sistema social debemos agregarle la conservación, puesto que el principio de dicha conservación para la mayoría de los pueblos es la conquista.

Ahora bien: para que un Estado se conserve necesita una fuerza común, que es precisamente el soberano de dicho Estado, y para que esa soberanía se conserve, se requieren leyes que reglamenten sus infinitas relaciones, y finalmente, para que dichas leyes se conserven, es preciso que la ciudad tenga costumbres y actividad, pues de no ser así, la disolución del soberano estaría muy próxima.

Las leyes francesas son buenas precisamente porque consiguen el efecto de que la ciudad gane y el soberano gaste. Las magistraturas, y las funciones civiles, religiosas y militares, son pagadas por el tesoro público, única razón de que esa innumerable multitud de asalariados sirva de algo. Poco importa que el magistrado dicte justicia o que el soldado vele sus armas, pues un pueblo que posea sabiduría no necesita para nada de justicia o de soldados.

Montesquieu ha dicho, muy inteligentemente, que una sociedad corrompida debe, a pesar de todo, conservarse, pero además deberá tratáar de mejorarse, ya que de no hacerlo no lograría su conservación, sino tan sólo posponer el momento en que habría de recibir el golpe mortal. Del mismo modo, aunque Francia haya creado jueces y ejércitos, debe ante todo hacer de modo que su pueblo sea más justo y valiente. Todas esas instituciones secundarias no lograrán jamás reemplazar a la virtud original, pero los impuestos riguroSos que su mantenimiento exige, evitan que el pueblo se vea mimado por la opulencia hasta el punto de creerse independizado del contrato.

Cuando Rousseau sostiene que las prestaciones personales son menos funestas a la libertad que los impuestos, parece no haberse dado cuenta de que las primeras irritan el alma, mientras que los segundos sólo enervan generalmente los placeres. Un hombre libre prefiere la pobreza a la humillación.

CAPÍTULO SEGUNDO

Del pueblo y del príncipe en Francia

Si el pueblo francés no sintiera celos de sU príncipe, la libertad perecería, pero si el pueblo envidiara a su príncipe, sería la propia Constitución la que perecería.

Montesquieu ha dicho que el purblo romano disputaba al Senado todas las ramificaciones de su poder legislativo porque estaba sumamente celoso de su libertad, mientras que por el contrario no le disputaba en lo más mínimo su poder ejecutor, por sentirse sumamente celoso de su gloria. El obispo de Meaux, Bossuet, dice aproximadamente lo mismo en su admirable Historia Universal, aunque lamentablemente no sea exactamente verdad.

Efectivamente, el pueblo romano, tan ilustrado, hábil y pronto en la ejecución de los negocios públicos o particulares, no sería en tal caso más que una masa acanallada incapaz de actuar en defensa de su propia gloria; ese ejército que jurara vencer y no morir, y sin citar otros ejemplos que llenan los libros de historia, la sabiduría que supone el haber sabido apreciar la prudencia del senado, ¿no indica acaso que ese pueblo no carecía de prudencia y sabía, sobradamente, razonar por sí mismo? ¿A qué obedece, pues, semejante amor por la soberanía y esa indiferencia por la ejecución? A que el pueblo, lejos de creerse inferior al senado, conocía su verdadera dignidad; cuando llegó a envidiar los honores y el manejo del tesoro de la República, se apoderó a su vez de la ejecución y perdió su soberanía, que pasó entonces a manos de los tiranos.

La justicia es dictada en nombre del príncipe, y en Roma lo era en nombre del pueblo; pero como el príncipe no es soberano, todo ello es una ley de simplificación, lo que no quita que ese atributo del príncipe ponga en sus manos la libertad civil que sólo depende esencialmente del soberano. Es preciso creer, pues, qUe los romanos deben haber tenido una gran opinión de tal derecho de dictar justicia, considerando que los procesos se efectuaban en la plaza pública, y que tan sólo en los grandes Estados podía decretarse la condena a muerte de un ciudadano. Se precisaba una ley, asegura Montesquieu, para imponer una pena capital; ahora bien, esa ley presupone una voluntad soberana, lo que quiere decir entonces que el derecho de muerte pertenecía al soberano, quien por otra parte jamás abusó de él, porque intuía la importancia y la atrocidad de su mismo derecho. Entre nosotros, un tribunal pronuncia la pena civil o capital, y con tal motivo nuestras funciones públicas se convierten en oficios viles y soberbios. En Roma, en cambio, se constituían comisiones especiales y se nombraba a un investigador para estudiar las razones y hallar a los responsables de un crimen o para ciertos asuntos determinados; una vez instruido el caso, aquél dejaba de actuar y de tener significado alguno, y en consecuencia el pueblo romano dejaba de ser esclavo de su gobierno. En nuestro país, por el contrario, cualquier oficial de justicia es un tirano.

Sorprende reflexionar respecto a la opinión pública de los pueblos. Las ideas más sanas se derriban por sí solas, hasta el punto de que ignoro qué podría responder el más independiente de los hombres de hoy a quien se me ocurriera pedirle cuenta de su libertad.

Siento verdadera avidez por saber qué Derecho Civil recibirá algún día mi país, que sea adecuado a la naturaleza de su libertad.

Toda ley política que no esté fundada en la naturaleza es mala, así como toda ley civil que no se base en la ley política lo es igualmente.

La Asamblea Nacional ha cometido varios errores, cuya responsabilidad debe achacársele a la propia estupidez pública.

CAPÍTULO TERCERO

De la ley sálica

Marculfe calificaba de impía a la ley que excluía a las mujeres de la sucesión de los feudos, calificación que habría sido sumamente acertada de no haber sido la propia existencia de los feudos una espantosa herejía. Parece ser que los francos confundieron a la ley sálica que ellos habían traído de Germania, convirtiéndola en una institución tiránica, aunque era sin embargo una ley justa y sabia entre los germanos y los godos; el espíritu de dicha ley se había perdido. El propio abuso de esa ley que otorgó el trono a la línea masculina, erigiendo en feudo a la diadema, fue a su vez el origen de los restantes feudos y de la servidumbre. El rey utilizó a su pueblo como si éste fuera un bien que le correspondiera por herencia, y el señor a sus vasallos, como si Se tratara de animales uncidos a la gleba.

El espíritu de la ley sálica de los germanos era indudablemente la economía, como lo observara juiciosamente un gran hombre, pero más aun un amor salvaje a la tierra natal que tan bien sabían defender y que no querían confiar a la debilidad y a la inestabilidad de las hijas que cambian de lecho, de familia y de nombre. Por otra parte éstas hallaban en la casa del extraño lo que perdían al dejar la suya, toda vez que eran aceptadas sin dote. No se trata de analizar ahora el tema de la sucesión colateral, pero sí corresponde decir que los germanos preferían a las hijas porque aportaban un varón a la casa sálica.

Ya hemos podido ver los terribles estragos que hizo en Francia esta ley de libertad disfrazada, de qué modo todo quedó desnaturalizado, convirtiendo a un pueblo en una cohorte de animales, cubriendo a Francia de hombres fuertes y de locos, tornando hipócrita a la religión y creando temibles familias señoriales que pasaban su tiempo desperdiciando la sangre de sus vasallos. Hemos visto, repito, de qué modo esa ley oprimió al reino hasta el momento en que mediante un afortunado giro provocado por el propio mal, colocó en el trono a Enrique IV, quien logró atemperar la tormenta. Después del reinado de aquel gran hombre hecho para la libertad, la ley sálica degeneró en una ley puramente civil y finalmente en un simple alodio, como lo fuera antaño.

La ley que deposita la corona francesa en poder de la casa reinante, de varón a varón y excluyendo por completo a las mujeres, ha devuelto a la ley sálica con relación exclusiva al trono, el sentido que le otorgaran los germanos. No es la tierra lo que pertenece al varón, sino éste quien pertenece libremente a la tierra. En el propio espiritu de esta ley está el hecho de que las ramas de la casa de los Borbones; actualmenté reinantes en Europa, no tengan derecho alguno sobre la corona, ya que como acabo de decirlo, ésta no pertenece en ningún modo a los Borbones.

Seria igualmente insensato que un pueblo libre pasase a manos de los extranjeros o de las mujeres; los primeros odiarían la constitución, y las segundas serían más amadas por sí mismas que la propia libertad.

La ley que excluye a los extranjeros es favorable al derecho de gentes, y no cabe duda que la extinción del tronco reinante incendiaría a toda Europa.

La ley de los germanos se asemeja mucho a la de Licurgo, que ordenaba que las hijas fueran casadas sin dote, pero en realidad dicha semejanza sólo es aparente. La ley de Licurgo obedecía a la pobreza y a ciertas costumbres de los lacedemonios, mientras que la de los germanos derivaba de su misma sencillez. Tanto una como otra son contrarias a las conveniencias de Francia, pues la primera sólo sirve para crear guerreros, y la segunda, soldados, y entre ambas, tiranos.

Los bárbaros, que de tales sólo tenían el nombre, instituyeron el reintegro de sucesión para atemperar la ley sálica; después de la conquista la constitución cambió y la ley sálica se corrompió. Las razones políticas que ligaban al varón a la gleba, no existen en el estado político de Francia. Algo muy distinto ocurre con la corona; la tierra, en el estado civil, es propiedad de los súbditos, pero un pueblo no puede pertenecer a nadie más qUe a sí mismo. Puede darse un jefe pero no un amo, y el contrato que comprometiera su libertad o su propiedad quedaría automáticamente roto por la naturaleza.

En Francia ei monarca pertenece a la patria, principio que resulta inapreciable para la libertad. Puede renunciar a la corona, ya que ésta es una dignidad y de ningún modo un carácter.

CAPÍTULO CUARTO

Del cuerpo legislativo en sus relaciones con el estado político

El cuerpo legislativo se asemeja a la luz inmóvil que distingue la forma de todas las cosas y al aire que las alimenta, pues contribuye a mantener el equilibrio y el espíritu de los poderes, por medio del severo ordenamiento de las leyes.

Es el punto hacia el cual todo converge y el alma de la constitución, al igual que la monarquía es la muerte del gobierno.

Es, también, la esencia de la libertad, puesto que si el cuerpo legislativo delibera respecto a los accidentes públicos, ninguna ley puede ser restringida o extendida, ningún movimiento puede ser dado o recibido, si no emana de su legislación.

El uso de los comités consultivos resulta maravilloso para conservar las leyes, aunque se podría temer que llegaran a convertirse algún día en oráculos semejantes a los de los tiempos antiguos, que solían decir lo que se les quería hacer decir.

El juez o el hombre público que corrompe las leyes es más culpable pata con la constitución que el parricida o el envenenador que las quebranta, y debe ser expulsado y castigado severamente.

Más adelante habré de referirme al derecho de hacer la paz y la guerra.

CAPÍTULO QUINTO

De los tribunales, de los jueces, de la apelación y de la recusación

Sorprende examinar cuán favorable al despotismo es la apelación, y cuán beneficiosas a la libertad son las recusaciones.

La apelación, de caída en caída, va llevando los intereses de los súbditos hasta las propias manos de los tiranos, entre las cuales de nada sirve la razón o la humanidad, puesto que siendo todo favor, también todo es injusticia.

El inextricable dédalo de los diplomas mantiene al Estado dividido, y el despotismo se ve asediado por multitud de aduladores que corrompen a la propia corrupción.

Los tribunales de apelación son otros tantos colosos que amenazan al pueblo, y a los que indefectiblemente éste se ve obligado a adorar. No es ya la ley el objeto de sus invocaciones sino el inevitable juez, que vende, si así lo prefiere, sus intereses. Por ello es que no oiréis hablar en una tiranía de otra cosa que no sean protecciones o regalos, los cuales carcomen los principios de la libertad.

La apelación absoluta a los tribunales directos equivale a la defunción de las leyes y a la libertad de los esclavos, que hallan por todas partes a hombres que ocupan el lugar de las leyes, mientras que la recusación o la apelación a los tribunales indirectos es la negativa de los hombres en busca de las leyes.

Los nuevos tribunales franceses han destruido los mayores resortes de la tiranía, sustituyendo las irascibles justicias de los señores por jurisdicciones de paz cuyo nombre por sí solo atenúa la idea que originaban los primeros. Su competencia se limita a la naturaleza de los intereses del pobre, que incluso en determinados casos puede también recusarlos. Un tribunal de padres nombra tutores para los inocentes; los secretos y la honra de las familias Se confunden en su seno, y de ese modo la virtud política del Estado es más respetada por doquier. Por encima de las jurisdicciones de paz se hallan las de los distritos cuyo poder es más extenso, pero a su vez limitado por recusaciones y apelaciones relativas en número ilimitado, que permiten a las partes el derecho de requerir justicia a los tribunales de varios departamentos, y en algunos casos a los de todo el reino según les convenga. Podría decirse que esto es el committimus de la libertad.

Las recusaciones son también un remedio violento contra la injusticia, y como además las mejores leyes son a veces malas cuando los hombres pueden ser buenos, las conciliaciones a qUe el hombre debe someterse antes de ser autorizado a presentar demanda son excelentes instituciones. El éxito en los procesos corrompe la virtud de un pueblo libre.

Las conciliaciones jurídicas son posiblemente rigurosas, y es posible, también, que el respeto humano y la ignorancia, o la desproporción en los medios, puedan todavía seducir o engañar a algunos. En tales casos queda siempre el recurso de acudir a los árbitros, pues en definitiva sólo hay una ley, la verdad.

CAPÍTULO SEXTO

Atribuciones diversas

En una constitución en la que todo lo que gobiema emana del pueblo, en la que las graduaciones se originan y son mandatarias unas de otras, ¿a quién pertenece el derecho a juzgar respecto de la regularidad con que es ejercido el derecho de soberanía?

He aquí a dónde nos conduce incesantemente la corrupción del carácter público. En todas partes es preciso que el pueblo y la ley velen armados, para impedir que cualquiera de ambos pretenda imponerse sobre el otro.

¿Debe ser la administración quien juzgue en lo contencioso relacionado con las asambleas populares, o bien el cuerpo judicial? Si habéis de prestarme oídos, ni la una ni el otro, a menos que quienes ejerzan tales poderes, y mientras dure su ejercicio, renuncien al derecho de soberanía.

No necesito daros razones para sostener esta afirmación, y me limitaré a señalar que quienquiera esté empleado al servicio del gobierno, debe renunciar a su parte de soberanía.

Pero cuando se trata de un pueblo que necesita una fuerza represiva, ¿qué tribunal podrá juzgar respecto a la mala fe de los granujas que pertenezcan a sus asambleas? Si el escrutinio ha sido violado, si la astucia de algunos ha sabido eludir la verdad del sufragio, o si ocurre cualquiera de esas contingencias que facultan el abuso de lo que es bueno, ¿qué tribunal habrá de examinar tales delitos? Pues no podía menos de llegar a utilizar esta palabra, ya que no cabe duda de que lo son, y en consecuencia deben ser, no oficialmente, sino por intermedio de un acto de soberanía, llevados contradictoriamente por la parte perjudicada ante los tribunales que pueden juzgarlos debidamente. Si la causa fuese llevada ante los poderes administrativos, todas las partes afectadas serían condenadas por contumacia, y hasta podría suceder que los componentes de dichos poderes se convirtieran en jueces de sus propios casos. En nuestro país los poderes administrativos son excesivamente numerosos y por consiguiente demasiado diseminados. Jamás se los recusa ni tampoco los ciudadanos se defienden ante ellos, y si se les acuerda el derecho de fallar respecto a tales dificultades, sucede entonces que dichos poderes ejercen de oficio la soberanía arbitraria; pero si los ciudadanos llevan sus quejas ante los tribunales, entonces es el pueblo quien se queja, pues la ley lo juzga según sus propias convenciones.

He dicho anteriormente que tales materias eran un problema administrativo debido a que la administración era el árbitro de la propiedad, pero es preciso diferenciar las atribuciones fiscales de las atribuciones políticas, pues de lo contrario equivaldría a afirmar que el compás es el juez moral del espíritu del geómetra.

He dicho también que los parlamentos, al usurpar el poder político, habían puesto entre el pueblo y el trono una barrera cuya única llave ellos poseían. No podía menos de regocijarnos ese hecho, pues de no ser así el trono nos hubiese aplastado. Imaginémonos la jurisdicción de los parlamentos en manos del fisco, y pensemos por un instante en cuán grande hubiese sido nuestra miseria. El poder judicial es el nervio de la libertad; de todos los resortes políticos, es el que menos se corrompe y se gasta, porque es también el que camina siempre a cara descubierta. y sin descanso.

Hemos dicho también que si los tribunales judiciales juzgasen a las asambleas populares, sus poderes serían exorbitantes. En ello nos hemos equivocado, pues debimos haber dicho que tales poderes hubiesen sido más extensos (a veces son sólo las palabras las que nos causan espanto). Ahora bien, no es necesariamente la extensión de un poder la que lo hace tiránico, sino los principios en que se sustenta y de acuerdo a los cuales actúa.

De todos los poderes de la ciudad, es éste el menos peligroso no a causa de su debilidad sino porque es el más pasivo y el mejor reglamentado.

¿Quién podría ser mejor garante de mi soberanía que aquel a quien yo mismo he investido con el poder de garantizar mi vida y mi fortuna?

Una vez mas quiero decir que no debe darse a los funcionarios públicos otras facultades que aquellas que el pueblo sea incapaz de desempeñar por sí mismo. Cualquier clase de poder arrancado al pueblo tiene cierta semejanza con las sangrías que aumentan nuestra debilidad, y es por esa razón que quiero reafirmar este principio general y absoluto: sean cuales fueren las heridas que el pueblo reciba, éste debe hablar y explicarse con sus propias palabras, pues si alguien se arroga el derecho de hacerlo en su nombre, o bien no lo hará o simplemente lo hará indebidamente.

Si el pueblo habla por sí mismo, dejadle al menos sus tribunales, pero si pretendéis ser sus eternos mandatarios y representarlo en todas las ocasiones lo convertiréis en un desdichado fantasma al que hacéis a un lado con sumo miramiento, y sólo seréis unos tiranos sumamente habilidosos para despojarlo, y para dejarle sólo el goce de su propia sombra.

No deseo de ningún modo que me arranquéis mis armas para defenderme ni tampoco parecerme a esos príncipes débiles ante quienes marchaba victoriosa el águila romana, mientras llevaban en sus manos un huso.

Una última reflexión me obliga a afirmar que muchos errores se originan en el hecho de que los funcionarios públicos se creían mandatarios del pueblo y depositarios de su poder, cuando en realidad no lo son de ningún modo.

Como los derechos de los pueblos son incomunicables, las funciones del ministerio público no son de ninguna manera mandatos del soberano, sino tan sólo actos de su convención.

Como la delegación que el pueblo haría de sus derechos sólo actuaría contra sus propios intereses, y como en ningún caso el pueblo puede actuar contra sí mismo, debemos pues calificar al ministerio de las leyes públicas de simple mandato del poder ejecutivo, que a su vez es solamente un mandato del pacto social.

Una determinada administración pretendió calificarse a sí misma de mandataria de todos y cada uno de los individuos de su departamernto, olvidando o desconociendo los principios que justificaban su misma existencia. De no ser así, la constitución no habría tardado en degenerar, convirtiendo a los poderes que de ella emanan en una nueva aristocracia.

No, el pueblo francés no está representado por sus funcionarios. Por el contrario, su voluntad reside en el cuerpo legislativo.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Del Ministerio Público

En aquellas regiones en que reinan los mortales en lugar de las leyes, el ministerio público acusa a los hombres. Por el contrario, en aquellos lugares donde las leyes son único soberano, el ministerio público se limita a denunciar los crímenes.

Francia ha instituido una censura protectora de las leyes y del pueblo contra los magistrados, y de éstos contra sí mismos. Esta censura no puede acusar, pero sirve para depurar las acusaciones; no puede juzgar, pero sí verificar los juicios, protegiendo al débil Y al inocente contra el abuso de las leyes.

Antaño, el ministerio público persiguió de oficio los delitos. Sean cuales fueran las ventajas de esa institución, ello no impedía que fuese tiránica. Las leyes espantaban a los hombres y el gobierno aparentaba ser en todas las ocasiones su más mortal enemigo.

Bajo un gobierno severo, las leyes son violadas por el magistrado; cuando el gobierno es débil, es el pueblo quien las viola. Cuando son las leyes propiamente dichas quienes reinan con todo vigor, el gobierno no es ni débil ni severo.

CAPÍTULO OCTAVO

De la sociedad y de las leyes

Las leyes no son simples convenciones, mientras que la sociedad sí lo es. Las leyes son las posibles relaciones de la naturaleza de dicha convención, y es por ello que aquel que comete un delito no ofende a la sociedad -que sólo es una reunión de individuos sin ningún derecho sobre la libertad o la vida del culpable, el cual en ningún modo puede sentirse ligado a ella por una simple convención-, pero sí ofende a las leyes al alterar el contrato.

Quiero decir con esto que la sociedad, cuya moderación y mano blanda son su propia razón de ser; no puede juzgar los delitos, pues de hacerlo se convertiría en una tiranía, cuyas leyes serían sus verdugos.

De tal modo que si los crímenes fueran trasladados a la sociedad, las penas que ésta habría de imponer deberían ser espantosas para que cada uno de sus componentes pudiese sentirse vengado y al mismo tiempo le sirvieran de enseñanza. En aquellos países en que los crímenes son sometidos al ámbito de la ley, la sociedad permanece tranquila, y la ley impasible, avergüenza o perdona.

CAPÍTULO NOVENO

De la fuerza represiva civil

¡Desdichado el gobierno que desconfía de los hombres! Siento una extraña aflicción cuando pasa a mi lado uno de sus servidores y me examina con excesiva curiosidad, y mi corazón no puede menos de exclamar: ¿Quién habrá podido esclavizarme hasta el extremo de que las sospechas me acompañen a donde yo vaya? Todo pueblo virtuoso y digno de ser libre, debe necesariamente rebelarse contra cualquier fuerza particular que no dependa del soberano. Podría argumentarse que no quedaría entonces nadie para proteger nuestras vidas y bienes, o que poco importa una fuerza que nunca habrá de hacernos sentir su peso, puesto que sólo ha sido creada para los malos. Pues yo respondo: ¡Véte, cobarde, vé a Constantinopla, a vivir entre un pueblo que ha perdido la razón a causa de la naturaleza de sus leyes y cuyo cetro es un cadalso! Por mi parte me niego a someterme a una ley que me supone ingrato y corrompido.

Por mucha veneración que pudiera yo sentir hacia la autoridad de Jean Jacques Rousseau, jamás podría perdonar a tan gran hombre el haber justificadp el derecho de muerte, pues si el pueblo no puede transferir el derecho de soberanía, ¿cómo habría de poder transferir los derechos sobre su propia vida? Antes de consentir en dar muérte, sería necesario que el contrato consintiera ser alterado, puesto que el crimen no es a su vez más que una consecuencia de esa misma alteración. Preguntémonos, entonces, de qué modo el contrato alcanza a corromperse, y llegaremos a la conclusión de que es a causa dd abuso de las leyes que permiten que las pasiones se despierten, abriendo de ese modo las puertas que conducen a la esclavitud. Armaos, entonces, contra la corrupción de las leyes, pues si lo hacéis contra el crimen, estaríais tomando al hecho por el derecho, y no habré de repetir lo qUe dije en otra ocasión al hablar de los suplicios. Ignoro si estas verdades son tan evidentes al surgir de mi pluma tal cual yo mismo las experimento, pero sí habré de decir que según mi criterio y considerando que cualquier fuerza represiva es simplemente un dique contra la corrupción, de ninguna manera puede ser una ley social, puesto que en el mismo instante en que el contrato social se ha pervertido, dicho contrato es nulo, y nuevamente el pueblo habrá de reunirse en asamblea para dictarse a sí mismo un nuevo contrato que lo regenere.

El tratado social, según Rousseau, tiene por objeto y propósito la conservación de los contratantes, a quienes se los preserva por medio de la virtud y no de la fuerza. Imaginad a un desdichado a quien se pretendiera matar para curarlo de sus males.

Observad asimismo que cuando un pueblo emplea la fuerza civil, sólo castiga los crímenes cometidos con torpeza, de tal modo que la cuerda de la horca no contribuye más que a refinar la astucia de los granujas. Rousseau se ha equivocado al decir que para no ser víctima de un asesino, acepta morir en caso de que él pudiera ser capaz de cometer un crimen semejante. Yo afirmo que de ningún modo Rousseau debería aceptar tal posibilidad, pues al hacerlo viola la naturaleza y la inviolabilidad del contrato, y la duda de tal crimen presupone que le sería posible atreverse a cometerlo. Cuando el crimen se multiplica, se necesitan otras leyes, pues la coacción sólo sirve para darle más fuerzas, y como todo el mundo desafía al pacto social, la propia fuerza que reprime el delito se corrompe, impidiendo a la vez que subsista algún juez íntegro. El pueblo que se gobierna a sí mismo gracias a la violencia merece, sin duda, semejante castigo. Mirando a mi alrededor, veo por todas partes gente armada, tribunales, centinelas, y me pregunto: ¿dónde están, pues, los hombres libres?

CAPÍTULO DÉCIMO

De la naturaleza de los crímenes

Donde reinan los déspotas, la policía es el freno que se da a sí misma la esclavitud y las penas son terribles; por el contrario, donde los gobiernos son humanos, ella es el freno al servicio de la libertad y las penas son blandas y sensibles.

Todos los crímenes son consecuencia de la tiranía, que es el primero de todos ellos. Los salvajes, entre quienes la naturaleza ha encontrado su mejor refugio, carecen casi por completo de castigos porque no tienen interés en administrarlos.

El outaouas que rompe su arma cazando, entra en una cabaña y pide otra en préstamo, que inmediatamente le es entregada; y aquel que ha logrado matar dos castores se apresura a ofrecer uno de ellos al que tuvo menos suerte y no cazó ninguno. Los salvajes están familiarizados con el pudor debido a la sencillez de su propia naturaleza, y sólo tienen una virtud politica: la guerra. Sus placeres no son pasiones y experimentan satisfacción ante las manifestaciones más simples de la naturaleza; la danza es la expresión de su inocente alegría y la pintura de sus afectos, y si a veces son crueles, ello significa que acaban de dar un paso que los acerca a la civilización.

Os suplico me perdonéis estas reflexiones que me inspiran los salvajes, pueblo maravilloso, demasiado lejos de mi vista pero muy cerca de mi corazón.

La policía ha sido siempre muy sencilla entre los diversos pueblos, según éstos fueran libres por completo o netamente esclavos, según tuvieran multitud de costumbres o carecieran de ellas; la diferencia estriba en que en un régimen despótico, es el juicio lo que es sencillo, porque las leyes son despreciadas y sólo se pretende castigar, mientras que donde reina la libertad, la pena es sencilla porque las leyes son reverenciadas y sólo se desea salvar.

En el primer caso todo es delito, sacrilegio y rebelión, y la inocencia se siente perdida; y en el segundo, todo es salvación, piedad, perdón.

En estado de esclavitud, todo lastima al hombre, porque la convención carece de leyes; en libertad, todo lastima a las leyes, porque éstas ocupan el lugar de los hombres.

Cuando dije anteriormente que el crimen ofendía únicamente a las leyes, quizá podía interpretarse que he pretendido infringir los justos derechos de la patria ofendida, cuando por el contrario la he considerado como una cosa sagrada. Al hacer esa afirmación me refería al crimen en sí mismo y no a sus efectos. La reparación de los delitos es un principio de la ley, pero concierne más bien a la indemnización que al castigo.

Tanto existen crímenes como virtudes; los primeros y las segundas deben ser perseguidos, y recompensadas, respectivamente, en proporción a su misma importancia. Los delitos de opinión son quimeras originadas por las costumbres, y de su existencia sólo pueden ser culpadas las leyes. Los efectos nunca retrogradan, y es en vano pretender corregir las costumbres, si a la vez no se corrigen las leyes.

Cantar la palinodia al cielo es una ley del fanatismo, y la reparación del honor es una ley de la corrupción. En todos los casos, el hombre que blasfema en la tierra sólo ofende la ley que prohibe hacerlo; el que deshonra a un semejante peca contra la ley que prohibe la impostura. De no ser así, los hombres serían inmisericordes entre ellos.

Las leyes tienen el mismo rango que Dios, la naturaleza y el hombre, pero nada deben a la opinión y tienen que someterlo todo a la moral, incluyéndose a sí mismas.

La existencia de un tribunal para los crímenes de lesa patria es un vértigo de la libertad que sólo puede soportarse por breves momentos, cuando el entusiasmo. y las licencias de la revolución se han apagado. Semejante magistratura es un veneno tanto más terrible cuando más dulce es; en una palabra, sólo se ofende a la sociedad cuando se corrompen las mejores leyes. Es fácil deducir que he querido referirme a la prisión del Chatelet, que en cierto momento ocupó el lugar de la propia opinión pública. Al principio hizo temblar a los perversos, para acabar aterrorizando, finalmente, a la gente de bien.

Paso por alto la ley marcial, que fuera en su momento un remedio violento. Con esta ley ocurre lo mismo que con el tribunal que acabo de mencionar, pero si llegara a subsistir, deberá ser semejante al templo de Jano, cerrado siempre en época de paz, y abierto solamente cuando amenaza algún peligro verdadero.

CAPÍTULO UNDÉCIMO

De los suplicios y de la infamia

Cuando la virtud es hasta tal punto el alma de una constitución que llega a identificarse con el carácter nacional, y que todo es patria y religión, resulta imposible reconocer el mal y ni siquiera se sospecha la existencia del bien, al igual que una virgen ingenua desconoce la realidad de su inocencia. A medida que las leyes se enmohecen, se recompensa el bien y se castiga el mal; el premio y el castigo aumentan con la corrupción y no tardan en aparecer el suplicio de la rueda y la recompensa del triunfo. Cuando la virtud pierde su paladar, el vicio se torna insensible. El procedimiento penal de los ingleses es sabio, humano y justo, pero en cambio sus leyes penales son crueles, injustas y feroces. ¿Es posible que el primer paso que condujera a ese pueblo a la verdad, no lo haya también llevado a la moderación? Cierto es que se salva al inocente, pero no menos que se asesina al culpable.

Hace ya mucho tiempo que es admirado ese sentido filosófico del espíritu público inglés que no atribuye ninguna calificación vergonzosa a los suplicios. Nunca he sabido que ni en el Japón, ni en Cartago, ni entre los señores feudales, la opinión pública se haya manchado tan atrozmente. ¿Quiere eso decir, acaso, que lo único que necesitáis es sangre? ¿Y de qué servirán los tormentos si no son ejemplares? Equivale al degüello del crimen, y quizá opinéis que así quedará expiado, pero yo os contesto que será en vano. Cuando un estado es lo bastante desdichado para necesitar recurrir a la violencia, necesita también marcar a ésta con el signo de la infamia, como si fuera un timbre de honor. Si suprimís la marca infamante, los tormentos sólo serán crueldades jurídicas, estériles para la opinión pública. El suplicio es un crimen político y el juicio que provoca la pena de muerte, un parricidio de las leyes. Os pregunto qué puede valer un gobierno que juega con la cuerda y que ha perdido el pudor del cadalso. ¡Y pensar que mucha gente admira tamañas atrocidades! ¡Cuán bárbara es la cortesía europea! Si la rueda del suplicio no es una cosa vergonzosa, ¿es que acaso respetáis el crimen? El culpable muere, y muere inútilmente en medio de la rabia y las angustias de una desgarradora agonía. ¡Qué indignidad! Es de ese modo como se desprecia tanto a la virtud como al vicio, y se dice a los hombres: sed traidores, perjuros y perversos, si queréis, pues no debéis temer a la infamia, pero sí a la espada del verdugo, y hasta os aconsejo que digáis a vuestros hijos que también le tengan temor. Es preciso afirmar claramente que las leyes que reinan por intermedio de los verdugos perecen también con sangre y con infamia, ya que necesariamente habrán de caer sobre alguien.

La libertad inglesa es violenta como el despotismo; parece como si fuera la virtud del vicio y que combate contra la esclavitud hasta la desesperación. El combate será prolongado, pero la libertad se matará a sí misma cuando éste termine.

La mejor prueba de que tales suplicios son indignos de los hombres reside precisamente en que resulta imposible concebir la existencia de verdugos. Por ello es que era preciso no desprestigiarlos para que el patíbulo no deshonrase a nadie.

¿Es posible concebir tanta inconsecuencia humana, y seguir creyendo aún que el hombre se haya reunido en sociedad para ser feliz y razonable? No, más bien podría creerse que, cansado de tanto descanso y de la infinita sabiduría de la naturaleza, quisiera ser nuevamente miserable e insensato. A mi alrededor sólo logro contemplar constituciones ahítas de oro, orgullo y sangre, y por ninguna parte alcanzo a distinguir la amable humanidad o la equitativa moderación que debieran ser la base del tratado social. Como todo está vinculado estrechamente a su moral, buena o mala, el olvido de la verdad provoca falsas máximas y arrastra todo tras de sí. Pero es en vano querer volver a la sabiduría cuando se ha salido de su seno, pues entonces los remedios para lograrlo serán más terribles que el propio mal desencadenado. La probidad equivaldría a espanto y las leyes, a su vez, perecerán en el patíbulo.

La ley francesa declara que las faltas son personales, y en consecuencia de nada sirven los suplicios que en ningún caso pueden provocarse sin su irremediable dosis de infamia qUe siempre se comparte.

La efigie que representa al suplicio podría ser, acaso, la obra maestra de las leyes en estado de corrupción, ¡pero malhadado el gobierno que no puede prescindir de la idea de la tortura o de la infamia! ¿De qué sirve la efigie donde no existe vergüenza, y para qué los castigos cuando esa efigie está presente?

CAPÍTULO DUODÉCIMO

Del procedimiento penal

Bienaventurada sea la región del mundo en que las leyes protectoras de la inocencia instruyesen contra el crimen antes de sospechar de su autor hasta que el crimen lo acusase por sí mismo, y en donde se lo juzgara luego, no ya para hallarlo culpable, sino débil; donde el acusado pudiera recusar, no sólo a varios jueces, sino también a muchos testigos, y en la cual el propio acusado pudiese deponer contra ellos después de la sentencia, así como también contra la ley y su castigo. Y bienaventurado mil veces el país donde el castigo fuera el perdón; el crimen enrojecería muy pronto de vergüenza, en lugar de palidecer de temor.

Francia le ha pedido a voz en grito a la Asamblea Nacional la reforma de su procedimiento penal. Esa reforma se inició con el decreto que acuerda al acusado un consejero, un sumario público y varias recusaciones, lo que para ese primer momento significaba bastante, especialmente después de caída la tiranía. El mal debe desaparecer con mesura, y además es siempre conveniente cambiar las costumbres antes de modificar los castigos.

El árbol del crimen es duro, pero sus raíces son tiernas. Haced que los hombres se tornen mejores de lo que ya son, y no los estranguléis.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO

De las detenciones

El tan temido decreto dictado contra las detenciones después de la toma de la Bastilla fue un verdadero rasgo de sabiduría. A veoes se echaba en cara a la Asamblea el haber insistido excesivamente en los detalles, pero yo opino que éstos sirvieron para implantar los cimientos de la Constitución y ayudaron al espíritu público, lleno de debilidad. Frenar la injusticia era el mejor modo de inspirar a la virtud.

CAPÍTULO DECIMOCUARTO

De la libertad de prensa

Esta libertad se ha convertido en la propia libertad del espíritu humano y en uno de los resortes de la libertad civil, al descorrer el velo que ocultaba a la opresión. Este fue un descubrimiento que faltó a la franqueza que reinara en la antigüedad; cierto es que hasta determinado punto esta libertad era reemplazada por las arengas populares, pero en ocasiones ocurría que los sermoneadores enmudecían, como por ejemplo, cuando los tiranos se convertían en absolutos. La tranquilidad y el espíritu de nuestras monarquías no requieren discursos en las plazas públicas; sólo sería útil tal actitud en ocasión de apremiantes peligros similares a los de aquellos días de la toma de la Bastilla. Nunca como en aquellos días la gente oomprendió hasta qué punto el espíritu, y más aun, el corazón humano, ardía de amor por la libertad. Pero aquellos oradores que preparaban las bases de la Constitución habrían terminado por derribar el apacible gobierno. Las arengas devoraban a las facciones; las figuras y los movimientos populares eran sumamente audaces, y las imágenes de los hombres salvadores de la patria y de las leyes, restringidas. Impulsada contra el común enemigo, la elocuencia ejercía parte de la soberanía, aunque tal influencia sólo fue cosa de aquellos hermosos e inolvidables días, de tan corta duración que la libertad de los autores sirvió de excelente alimento a la virtud. Cuando el temor, la corrupción y la repugnancia hacia las grandes causas los hicieron callar, las leyes a su vez no tardaron en silenciarse. Por esa misma razón solemos ver que la decadencia de las Repúblicas es el epílogo obligado de la decadencia de las letras.

La letra impresa nunca se calla; es una voz impasible y eterna que desenmascara al ambicioso, lo despoja de sus artificios y lo entrega a las meditaciones de todos los hombres. Es también un ojo ardiente que ve todos los crímenes y los pinta sin miramiento, y más aun, un arma tanto para la verdad como para la impostura. Ocurre con la imprenta lo mismo que con el duelo: que las leyes que se dictasen contra ella serían forzosamente malas, ya que estudiarían el mal lejos de su verdadera fuente.

Sean cuales fueren el ardor y la pasión del estilo literario de Camille Desmoulins, éste sólo pudo ser temido por quienes merecían con creces que se informase en su contra, y el orador, por cierto estimable, que lo denunció, justificó ampliamente los gritos que surgieron en la tribuna pública, al convertirse por ello en amigo o víctima inocente de los mismos a quienes aterraba la censura.

No se puede menos de admirar la intrepidez de Loustalot, que ya no está con nosotros, y cuya pluma vigorosa declaró la guerra a la ambición. Fue él quien dijo en otras palabras que le aburría la celebridad de un desconocido.

Marat hubiese sido Un escita de haber nacido en Persépolis. Su penetración fue genial en su búsqueda de profundidad en las menores acciones de los hombres. Era un alma sumamente sensible aunque demasiado inquieta.

Villain d’ Aubigny, de las Tullerías, fue menos conocido porque sus palabras no aparecían en letras de imprenta, pero no cabe duda que sabía discurrir con extraordinario vigor.

Carra poseyó demasiado espíritu para la libertad reinante en su época, careciendo en cambio de suficiente sangre fría para luchar contra la flema de los granujas.

Mercier desplegó abiertamente el valor que el despotismo persiguiera en otras épocas, pero la ligereza de miras de una revista no concordaba con la altivez de su carácter.

Danton fue más admirable a causa de su firmeza de espíritu que por sus discursos plenos de fuerza. Paso por encima a los Lameth, Mirabeau y Robespierre, cuya energía, sabiduría y ejemplo, dieron extraordinaria fuerza a las nuevas máximas.

Estos escritores y oradores establecieron una censura equivalente al despotismo de la razón y casi siempre de la verdad; las paredes hablaban, las intrigas no tardaban en llegar al público, las virtudes eran sometidas a duros interrogatorios y los corazones eran fundidos en un crisol.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO

Del monarca y del ministerio

Algunos hombres creyeron que ser libres equivalía a dejar de tener intendentes, empleados, prestaciones o cazas exclusivas. A esto se limitaba el egoísmo de los esclavos; pero otros, que sólo tenían en cuenta sus virtudes y personales locuras, creyeron que ya no se necesitaban reyes o ministros. Aquello era el delirio de la gente de bien, pero imaginaos lo que hubiera sido de la libertad si la aristocracia hubiese colocado en lugar de los ministros del poder ejecutivo a los comités del poder legislativo, si en vez de ser los primeros simples oficios pasivos de por sí bastante temibles, se hubieran convertido en verdaderas magistraturas.

El buen sentido no podía levantar una barrera bastante poderosa entre la legislatura y la ejecución, y afortunadamente se manifestó en la creación de la ley que no permite a los miembros del poder legislativo pretender formar parte del ministerio hasta después de trascurridos dos años desde la terminación de su período legislativo, así como tampoco ejercer cualquier otra magistratura u oficio público durante sus mandatos. Es preciso reconocer que aquellos hombres debieron haber estado profundamente imbuidos de la necesidad de sus principios para haber decretado tan profundas disciplinas en contra de sus propios intereses. Confesémoslo ingenuamente, y digamos que quienes los censuran en ningún momento trataron de imitarlos. ¿Cómo creer, entonces, que pudiesen aventajarlos?

Haced a un lado al ministerio de Estado y a los reyes, y la monarquía habrá dejado de ser; cierto es que esta última institución ha caído en grandes abusos, pero actualmente sólo conserva un poder relativo. Poco a poco, los legisladores fueron suprimiendo sus leyes arbitrarias y establecieron la responsabilidad ministerial, cuyas penalidades no fueron utilizadas en los primeros tiempos, previendo la posibilidad de que el pueblo se tornara licencioso. La Constitución se irguió frecuentemente frente al pueblo para no violar sus propios principios, y no puede menos de admirarnos la firmeza con que la Asamblea Nacional tapó sus oídos a los gritos de la multitud que, o bien pedía rendición de cuentas o directamente exigía la destitución de los ministros.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO

De lasadministraciones

Los cuerpos administrativos debieron en gran parte su prosperidad a las afortunadas elecciones del pueblo, pues por sí mismos carecían casi por completo de leyes positivas. Ejercían una suprema inquisición sobre la armonía política, que obligaba a que se les derivasen muchas materias contenciosas que excedían a su propia competencia, y decidían arbitrariamente porque no tenían leyes por las cuales guiarse. La apelación de sus deliberaciones se llevaba ante el poder ejecutivo que pronunciaba sus fallos del mismo modo; las deliberaciones se instruían una por una, pues no existían previas investigaciones, y el ministerio, indeciso aparentemente entre el juez y la parte, daba siempre razón a la autoridad, cuya aplicación nada garantizaba. No existía competencia directa entre los pueblos y los poderes superiores, de lo que se derivaba el hecho de que sus quejas jamás llegaban a los oídos que deseaban alcanzar. Cuando una administración era acusada por hechos de detalle, se le devolvía el recurso y se la juzgaba de acuerdo a su parecer. Las más deplorables infracciones a la austeridad de los principios eran así santificadas y los poderes separados, pero confundidos en la práctica, se ligaban entre sí y sin quererlo, contra la libertad.

Diré en general que todos los caminos deben ser abiertos a la libertad de los que obedecen y de ningún modo cerrados al buen sentido de los que mandan. Todas las armas posibles están en las manos del poder ejecutivo para agobiar al pueblo; éste no tiene leyes, o mejor dicho, tribunos para defenderlo.

Las leyes que obstruyen los canales por donde discurre la libertad y mantienen abiertos aquellos por donde circula el poder, ligan entre sí a los poderes y forman una aristocracia ejecutiva. Es en vano pretender separarlos unos de otros, pues lo único que se logra es apartarlos del pueblo. No es precisamente en el gobierno donde tal precisión es beneficiosa, sino en la propia Constitución. Todo debe actuar y reaccionar a su voluntad sobre la base de un fundamento inalterable, del mismo modo que en el mundo físico todo obedece a una ley positiva y a un orden indisoluble, y todo cambia y se reproduce por causas estables y no debido a accidentes particulares.

Si la administración circula incluso entre los poderes, ¿quién podrá responder de la libertad? Los desafortunados irán a gritar a las puertas de los palacios de las legislaturas, pero como éstas carecen de leyes de los detalles, juzgarán como los demás. En materia de aplicación, los legisladores son siempre incompetentes, porque tal es el espíritu de la ley. Nadie puede ser condenado en virtud de una ley anterior al delito cometido, y los que hacen las leyes son invariablemente malos jueces. Una buena ley vale más que todos los hombres, a quienes la pasión arrastra, o la debilidad contiene. Todo languidece entonces, o todo se destruye precipitadamente.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

De los impuestos y de su necesaria relación con los principios de la Constitución

Sólo el comercio puede hacer florecer hoy día a un Estado libre, pero, por otra parte, el lujo no tardará en envenenarlo. Es pues necesario que los impuestos pesen sobre el consumo y no sobre los negocios, convirtiéndolos entonces en el caro fruto de la libertad, en lugar de ser como antaño un pozo del despotismo.

La libertad de comercio deriva naturalmente de la libertad civil. Un gobierno sabio deja al hombre su industria y estruja al lujo. Como ya lo dijera anteriormente, la industria es 1a fuente de la igualdad política, que suministra al pobre la vida, el lujo y la contribución.

Este modo de establecer el impuesto sobre lo superfluo es una ley suntuaria que concuerda perfectamente con la moral de las nuevas máximas francesas. No tiene la severidad de las leyes suntuarias de la República ni la debilidad de las mismas leyes de la monarquía, y es en realidad una modificación de ambas.

El pueblo se siente tan identificado con la letra de las cosas, que pagará de buen grado un impuesto sobre sus caballos, sus sirvientes, sus cristales o su equipaje, así como pagaría a disgusto un tributo real.

Se es avaro con lo que se gana y se es pródigo con lo que se compra, debido a que el interés hace la caja y la vanidad la gasta.

Los impuestos deben seguir la evolución de las mercaderías y aumentar o disminuir a la par de éstas. La razón estriba en que si las mercaderías son caras, se las compra con menos entusiasmo, aunque no por ello se deja de adquirirlas; si están regaladas se consume en mayor grado, y por último, los medios se agotan si la mercadería está fuera del alcance del consumo.

Si se pretendiera mantener invariables los impuestos, sería necesario arruinar a las colonias o a la metrópoli, o bien reglamentar las ventas.

Si se estudia detenidamente los impuestos, veremos que ellos son algo así como el timón de la nave pública; al mismo tiempo que fecundan el gobierno, influyen sobre las costumbres del estado civil y mantienen el equilibrio en el estado político de ambos mundos.

CAPÍTULO DECIMOCTAVO

Reflexión sobre la contribución patriótica y sobre dos hombres célebres

Nadie ha conocido más de cerca al pueblo y a la fortuna que el impenetrable Mirabeau. Llegó a Aix como aquel hombre de la antigüedad que se presentó desnudo, con la maza en la mano, en medio de los consejeros de un rey de Macedonia; una vez llegado a la Asamblea Nacional, Mirabeau puso de relieve su intrepidez y justificó las quejas que exhalara bajo la tiranía. Aquel hombre hábil perjudicó en sumo grado al señor Necker, al arrancarle a la Asamblea Nacional el voto del decreto que adoptó la contribución patriótica del ministro. El señor Necker se vanagloriaba excesivamente de su popularidad; el pueblo admiró el bien que pretendía hacer, pero no le perdonó tampoco el que hizo, porque lo hizo mal. Caído Necker, nadie quiso aparentar saber el porqué de su caída, porque nadie se atrevió a decir que odiaba el impuesto que aquél estableciera.

Mirabeau supo siempre conducirse con justicia y penetración y muy en especial conoció e1 delicado arte de burlarse de las calumnias y de disimular con arte maestro.

CAPÍTULO DECIMONONO

De los tributos y de la agricultura

El tributo a la tierra es un absurdo moral, a menos de ser invariable y leve, o bien si deja de tener por objeto la representación determinada por el territorio y la actividad reglamentada por la contribución. Si la agricultura, madre de las costumbres, es abrumada por los impuestos, el encargado del cultivo de la tierra se desanimará o se tornará avaro. No es el propietario quien soportará el peso de tales impuestos, sino los brazos del labrador o de sus jornaleros. Los arrendamientos se subastan a voz en grito y la miseria sigue disputándoselos del mismo modo que el hambre tarda en deshacerse de los huesos que roe. Es una infamia decir que las tierras aliviadas de impuestos y sometidas tan sólo a un simple tributo, no estarán tan bien cultivadas como las demás, y que la pereza le negará al siervo el jugo que el impuesto habría sabido sacarle más fácilmente, pues jamás es el valor lo que habrá de faltarle al campesino, sino los brazos. Dejadle a sus hijos, a quienes sólo habéis sabido convertir en malos soldados; dejadles a los excelentes habitantes de la campiña disfrazados de sirvientes en la ciudad, y permitid que el campesino pueda enriquecerse por sí mismo y no por intermedio de arrendatarios. Sus virtudes, entonces, no tardarán en abonar los surcos y muy pronto dejaréis de ver pobres por todas partes. La agricultura, convertida en fuente de abundantes bienes, será honrada como merece serlo, y el rico propietario no llamará ya la atención cuando se dedique a labrar sus tierras y confunda su sudor con el de sus padres. El propietario en apuros económicos que arrastra por las ciudades su orgullosa estrechez, volverá a cavar alrededor de su choza, encontrando en ella un asilo contra los impuestos, contra el celibato obligado o contra la necesidad de arruinarse y de echarlo todo a ganancias y pérdidas.

CAPÍTULO VIGÉSIMO

De las rentas vitalicias

Las rentas vitalicias son un abuso de la tiranía, aceptando por principio que pueda abusarse de ellas. Se permite gracias a su existencia que sea posible hacer lo que fuere por satisfacer un lujo que honra a quien lo disfruta, y protegerse a la vez por su intermedio contra una pobreza que equivale a oprobio. Dondequiera todo es violencia o donde no hay patria, tampoco hay entrañas ni prosperidad, se pierde todo sentimiento de la naturaleza. porque ésta se convierte en un crimen o en un ente razonable, y porque donde tales cosas ocurren se gobierna como se haría en un mundo donde el desorden fuera precisamente el principio y la armonía.

¡Oh, sagrada libertad! ¡Bien poca cosa serías para los hombres si no sirvieras al menos para hacerlos felices, recordándoles sus orígenes y trayéndolos nuevamente de vuelta a sus virtudes originales!

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO

De la enajenación de las propiedades públicas

De no haber sido la filosofía el motivo de inspiración para las comunas francesas en su aventurado propósito de darse constitución, la necesidad lo habría sido en su lugar. La monarquia estaba plagada de deudas y o bien iba camino a la bancarrota o debería cambiar todas sus estructuras. Cuando nuestros antepasados alteraban las bases de la monarquía colmando de bienes a la Iglesia, no sabían preparar el advenimiento de la libertad.

Law habia creado su banco basándose en la violencia del despotismo y las impertinencias del Mississippi. Ocurrió luego que el pueblo engañado se consoló mediante la usura, y que los intereses privados, comprometidos por aquella aventura, sirvieron al menos para evitar la ruina universal.

Desde aquel momento el despotismo se tornó más odioso que sus similares de Oriente, donde los impuestos son generalmente moderados, y el pueblo, a pesar de su envilecimiento, vive al menos tranquilo en sus cadenas. El trono francés se convirtió en una peligrosa sucursal bancaria; cuantos más capitales absorbía, más detestables se tornaron sus exacciones, precisamente a causa de que era necesario conservar los créditos pagando al menos los intereses. Quedaba en pie el comercio, que seguía sosteniendo el desfallecimiento popular, pero también aquél fue devorado, poco a poco, pues la sed del despotismo era insaciable. Era por su culpa que se hacía necesario llegar hasta las deliciosas Antillas; la exportación arrebataba al artesano su agradable bienestar, y Francia se convertía a pasos agigantados en un país de remeros, nobles y mercenarios.

Fue entonces cuando en vista de que los negocios se arruinaban y se hacían cada vez más sórdidos, y que el gobierno habíase agotado merced a sus propias violencias, se debió echar mano al último recurso: un banco de descuentos que puso a la industria entre dos abismos. El monarca se convirtió en traficante, banquero, usurero y legislador, pues la misma mano que apretaba, sin compasión, las venas del pueblo, servía también para trazar las líneas que formaban sus paternales edictos. Habíasele arrancado al pueblo su opulencia, su mediocridad y hasta su propia miseria, si se me permite decirlo así, hasta que finalmente y mediante un cruel monopolio, obra maestra del espíritu ginebrino, Se logró arrancarle también su pan. El hambre y los malos alimentos reinaron en París y las provincias fueron presas de epidemias y de crímenes, obligando al pueblo a cambiar de ideas y a que la indignación que lo dominaba lo indujera a sublevarse y a luchar por su libertad. Cuando se piensa por unos instantes en el miserable estado a que había sido reducido y en los irresistibles desbordes de la Corte, forzoso resulta confesar que la revolución del pueblo en contraposición a la revolución de los grandes que lo gobernaban, sirvió sin duda para salvar al imperio. La Asamblea Nacional, gracias a sus moderadas leyes, que supo además ejecutar con prudencia, aplacó en cierto grado las extravagancias del fisco y se apresuró a la vez a redactar una Constitución libre que reunió en manos de la patria imprescriptible los robos del fanatismo y de la superstición. Previó, asimismo, que la venta de las propiedades públicas sería muy difícil de realizar debido a los temores de que eran presa los capitalistas y a la escasez de numerario, y supo tranquilizar a los primeros por medio de las leyes que dictó y reemplazar al segundo mediante una habilísima especulación. La nación, aún espantada por lo ocurrido anteriormente, sintió al principio una repugnancia instintiva a aceptar dicha solución, pero la moral no tardó en arrastrar a todos.

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO

De los asignados

El señor Claviere ha sabido emitir sabios conceptos sobre esta moneda, y no es de mi incumbencia el referirme a este tema en todas sus relaciones civiles, ya que éstas son una emanación directa de los principios de la revolución.

Enseñad a un pueblo las virtudes públicas y haced de modo que esa nación confíe en sus leyes porque de esa suerte podrá sentirse segura de su libertad; divulgad por todas partes una moral que ocupe el lugar de los acostumbrados prejuicios y aunque luego hagáis circular entre ese mismo pueblo monedas de cuero o de papel, éstas serán más sólidas que el oro.

El señor Necker fue un ingrato para con Francia cuando, por medio de sofísticos resultados, arruinó intencionalmente la magnífica especulación de las propiedades públicas. Todos los golpes que él dejó caer sobre dicho proyecto tenían por mira la moral, y aquel extravagante personaje quiso que el vil metal ocupara el lugar que correspondía a las virtudes francesas.

En tiempos de libertad utilizaba el mismo lenguaje que quizá correspondiera usar con los antiguos monarcas, lo que prueba a mi criterio que aquel hombre carecía de genio y de virtudes.

Justificando en cierto modo a Law, podría decirse que solamente fue un imprudente, que olvidó reflexionar respecto al peligro que suponía atribuir moral a un pueblo de granujas que carecían de leyes. Si la depravación del gobierno no hubiese hecho tambalear al sistema de Law, dicho sistema hubiese traído consigo la libertad.

CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO

De los principios de los impuestos y de los tributos

Los tributos, como ya dijera anteriormente, sólo deben servir de base a la representación y a la actividad, es decir que son una ley fundamental de la constitución. Los impuestos, por su parte, son una ley fundamental del gobierno, no porque subvengan a los gastos del Estado, sino porque pueden ejercer una tremenda influencia sobre las costumbres.

El tesoro público, fiel y agradecido hacia quienes contribuyen a engrosarlo, debe mantener los puertos, cuidar los caminos y los ríos, devolver al comerciante el barco que la tempestad ha hundido, recompensar el mérito verdadero, el talento útil a la sociedad, y las virtudes ciudadanas, y tender la mano al infortunio reconocido.

Merced a él el pueblo dejará de conocer la pobreza, hija de la esclavitud, y la prostitución, hija del orgullo y de la miseria.

CAPÍTULO VIGESIMOCUARTO

De la capital

La Asamblea Nacional, con infinita paciencia y sabiduría, puso al pueblo de París bajo el yugo de sus máximas, suprimiendo oportunamente pero no demasiado pronto, los nombres más apreciados de los distritos promotores de la libertad. Puso ante sus ojos el ejemplo de las provincias, y convirtió en leyes las viltudes que la revolución había vuelto a despertar, conservando vivo su espíritu y destruyendo las ilusiones más vanas. Alguien dijo entonces en letras de molde que todo estaba perdido porque se había substituido el nombre de distrito por la nueva denominación de sección, lo que habría equivalido a decir que nadie llevaría otras armas que no fueran las picas que se utilizaron para derrotar a la Bastilla. Para que las leyes no degeneren, es preciso ante todo que hablen a los hombres de su patria, y nunca de ellos mismos.

Dentro de veinte años las costumbres de la capital habrán cambiado radicalmente. Ignoro de qué modo podrá seguir sosteniéndose su lujo cuando deje de ser el centro vital de la monarquía y cuando los hombres dejen de sentir la obligación de ser fatuos o aduladores, o cuando todos los recursos disponibles se vuelquen al comercio o a la agricultura y Francia tenga consigo misma, exclusivamente, las mismas relaciones que hasta entonces sólo tuviera con su capital.

CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO

De las leyes de comercio

Una de las mejores instituciones francesas estriba en el hecho de que los jueces de comercio sean elegidos entre los mismos comerciantes. Dicha ley convierte en virtuoso a un orden social que hasta entonces sólo conociera la razón del interés.

La ley que concede plena libertad á todos los franceses para ejercer el comercio con las Indias no es menos admirable que la anterior, pues no sólo alienta al comercio y la economía, hoy día tan favorable a los hábitos de libertad, sino que además abre una carrera a quienes la virtud de un Estado regenerado hubiese dejado ociosos.

Francia ha ganado más ventajas adoptando la ley ginebrina que condena a los hijos a pagar las deudas de sus padres o a vivir deshonrados el resto de sus vidas, que sometiendo a sus plantas a la República que sirviera para inspirarla, lo que equivale a decir que es preferible conquistar leyes que provincias.

Las juntas de corporaciones podrán ser, quizá, ventajosas para el comercio, pero de ningún modo para las corporaciones de oficios. Obligan al comerciante a fijar residencia y lo convierten en ciudadano en lugar de ser un simple avaro vagabundo, a la vez que hacen conocer la solidez de su crédito. En lo que al artesano se refiere, sus costumbres tienen menos importancia para la riqueza pública, y si su propósito es ganar confianza, deberá ante todo fijar su domicilio.

CAPÍTULO VIGESIMOSEXTO

Consideraciones generales

Europa tiene infinidad de instituciones muy adecuadas para favorecer a la libertad, desconocidas en el mundo de la antigüedad. Favorecen a la libertad porque son una fuente de impuestos indirectos y de alivio para los tributos.

Los correos y las aduanas poco perjudican al pobre, aunque sería una desgracia que tanto unos como otras fuesen exclusivos. Pueden, por el contrario, ser una rama de la industria pública.

El correo postal se relaciona con los principios de la misma constitución, puesto que la libertad debe asegurar el secreto de los negocios privados, lo que quizá no ocurriría siempre si el correo fuera objeto de servicios particulares.

El registro de los actos públicos y privados es un recurso más para el tesoro que no agota a los habitantes ni al país, y no me tomo la molestia de referirme a su autoridad en los contratos civiles.

El sello es un robo evidente, pues no tiene objeto ni moral y tan sólo merece el crédito de un ladrón armado.

Las contribuciones sujetan también el freno de las costumbres públicas, y habrían sido muy favorables a la política de Mahoma, ya que éste sólo temía la vida licenciosa, tan fatal a la esclavitud como a la libertad; sin embargo el derecho a imponer una contribución invariable sería un enorme abuso, puesto que en los años en que la cosecha es muy abundante, el impuesto, demasiado módico, no impedirá la disolución provocada por el vino a bajo precio, mientras que en años de sequía, aun teniendo el mismo monto, se convertirá en excesivo y contribuirá a acrecentar las necesidades públicas.

Esta ley es buena para un tirano a quien poco importe que sus esclavos tengan buenas costumbres, con tal de que él logre amasar inmensas riquezas, o para un Estado donde sea peligroso alterar los impuestos; por el contrario es mala para un pueblo cuya libertad no deba tolerar privaciones o el abuso de lo superfluo, sino la justa abundancia en esta útil mercancía.

Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro tercero Libro quinto Biblioteca Virtual Antorcha

Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro cuarto Apéndice – Documental sobre la Revolución Francesa Biblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO QUINTO

Derecho de gentes

Capítulo primero – Del amor a la patria. Capítulo segundo – De la paz y de la guerra. Capítulo tercero – De los embajadores. Capítulo cuarto – Del pacto de familia y de las alianzas. Capítulo quinto – Del ejército de tierra. Capítulo sexto – De la armada naval, de las colonias y del comercio. Capítulo séptimo – De las gabelas. Capítulo octavo – De los bosques. Capítulo noveno – De los monumentos públicos. Capítulo décimo – Conclusiones.

CAPÍTULO PRIMERO

Del amor a la patria

Donde no hay leyes no hay patria. Es por eso que los pueblos que viven bajo un régimen despótico no tienen patria, y desprecian y odian a las demás naciones.

Donde hay leyes, a veces tampoco hay patria, si no existe la fortuna pública. Pero hay una verdadera patria que es el orgullo de la libertad y de la virtud, y es de su seno de donde Se ve salir a esos hombres cuyo amor a la ley se asemeja muchísimo al fuego del cielo, cuya sangre corre con alegría en los combates y que hacen frente con maravillosa impasibilidad a los peligros y a la muerte.

El honor político de la monarquía y el honor violento despótico se parecen a veces a la virtud, pero conviene no llamarse a engaño: el esclavo busca la fortuna o la muerte. Por eso es que la historia otomana está llena de hechos inauditos que aventajan con exceso el vigor romano o la temeridad griega, aunque tales hechos no obedecen nunca al amor a la patria, sino al amor que sienten por sí mismos los musulmanes.

El derecho francés de gentes, una vez perdido su espíritu de conquista, ha logrado depurar en grado sumo el amor a la patria. Un pueblo que gusta de conquistas, ama solamente la gloria y termina menospreciando las leyes que lo gobiernan. Es algo muy hermoso el no hacer uso de las armas más que para defender la propia libertad, pues aquel que atenta contra la de sus vecinos manifiesta con esa actitud qué poco le importa la suya propia.

Ya nunca más el suelo extranjero habrá de regarse con sangre francesa. Alemania, Italia, la cruel Sicilia, España y toda Europa, en una palabra, están cubiertas por los huesos de nuestros antepasados, y la patria es el féretro adecuado para nuestros monjes y tiranos.

Para que un pueblo ame siempre a su libertad, es preciso que no sea ambicioso, así como para que la conserve, es necesario que el derecho de gentes nO esté a disposición de sus príncipes. En los regímenes tiránicos, sólo un hombre, el monarca, encarna la libertad e incluso la patria.

¡Cuán ciega fue la libertad de Roma! Por eso, también, acabó convirtiéndose en el bien exclusivo de un hombre. Una sola palabra de Séneca me induce a sentir lástima de Catón cuando éste viene a mi memoria. Con todas sus virtudes, Catón apenas consiguió ser pretor, pero nunca alcanzó la dignidad de cónsul. En Roma ya no había patria y todo lo que ella significaba se resumía en el César. Cuando piensa en qué debían terminar la disciplina y la frugalidad de tantos héroes, que tal fue la suerte que tuvieran las constituciones más rebeldes y que la libertad perdió en todas las ocasiones sus principios a causa de sus propias conquistas territoriales, que Roma murió con Catón y que el exceso de su propio poder produjo monstruos más execrables y soberbios que los mismos Tarquinos, el dolor desgarra mi corazón y detiene la mano que sostiene mi pluma.

CAPÍTULO SEGUNDO

De la paz y de la guerra

Renunciando a toda clase de hostilidades ofensivas, Francia ejercerá una extraordinaria influencia sobre las federaciones europeas. Como esta ley fundamental es la más sana de su libertad, debe haberla puesto forzosamente al abrigo de la corrupción. Por la misma razón que el poder legislador no puede ni debe encargarse de la ejecución de las leyes, porque enervaría a éstas en su propia fuente de vida, tampoco el monarca puede deliberar, porque al hacer tal cosa colocaría los principios al servicio de su ambición. Es pues razonable llegar a la conclusión de que la paz y la guerra sean el fruto de la deliberación de las comunas, y que el monarca debe pues limitarse a ejecutar sus mandatos.

No es menos prudente concluir afirmando que las deliberaciones del poder legislador deben ser sometidas a la aceptación real. Ambos poderes se repelen entre sí y entre los dos concurren a lograr la ruina de los proyectos individuales.

Sería absurdo que la opinión popular fuese consultada en tales deliberaciones, no sólo a causa de la lentitud de su manifestación, sino también a causa de su imprudencia. Si el consentimiento o la negativa del pueblo fuesen puestos de manifiesto por los directorios, el destino del Estado sería fácil presa de las intrigas y la aristocracia perdería todo su vigor. En todo organismo cuyos pies piensan, los brazos deliberan y la cabeza marcha hacia adelante.

CAPÍTULO TERCERO

De los embajadores

Las embajadas permanentes son un vicio peculiar de la constitución europea y una infracción cometida contra la libertad de las pueblos. Un ejército permanente dispuesto a cualquier conspiración crea un estado de desconfianza que altera la virtud del derecho de gentes.

Cierto es que la cortesía ha servido para disfrazar eficazmente tales costumbres, pero os invito a que os imaginéis un país dande la amistad equivale a temor, la buena fe a los ojos de un embajador y la paz a un eterno estado de guerra.

Imaginaos a dos pueblos que se abrazan con las espadas delante de sus pechos, que se envidian el uno al otro su prosperidad y se declaran mutuamente la guerra cuando uno cualquiera de ellos, o ambos, se enriquecen o se vuelven demasiado poderosos. Pues no debéis olvidar que en Europa el comercio sirve solamente para acumular bienes para hacer la guerra, y la guerra solamente para empobrecerse.

Un pueblo que desprecia la guerra, a menos de ser atacado en su propio territorio, no tiene necesidad de embajadorés, y su destino será prodigioso si tiene la suerte de ser gobernado con acierto.

CAPÍTULO CUARTO

Del pacto de familia y de las alianzas

El señor De Vergennes, que creía amar a Francia por el solo hecho de ser amigo de los Borbones, coaligó a esa familia, ya no contra la libertad, sino contra la industria de varios pueblos europeos. Europa está habitada por reyes y no por hombres, y en ella los pueblos son, como el hierro, objetos mecánicos. El propósito que inspiraba a la confederación de los Borbones no era en ningún modo la amistad o el impulso de la sangre, sino simplemente una secreta envidia. Con tal motivo la política europea se representaba en forma de miseria, de orgullo y de oro. Los pueblos se sentían bastante felices con la fortuna de sus amos y gemían gloriosamente bajo el yugo de su cruel ambición.

El oro y la sangre de esos pueblos iban pues a correr generosamente sobre la tierra hasta que los proyectos de una familia lograran triunfar o fuesen malbaratados. Era en medio de tan especiosas indignidades que se disfrazaban bajo el nombre de la gloria de sus sujetos, que las naciones, carentes ya de derecho de gentes, perdían una vez más sus derechos políticos a causa de la inhumana necesidad de los edictos. Europa se convertía en un pueblo de locos por culpa de la extravagancia de las leyes, y su urbanidad era mil veces más despreciable que su antigua barbarie. El genio de las naciones era la más atroz avaricia, y la guerra un juego más; los hombres se batían entre sí, no por afán de conquista o en defensa de sus libertades, sino simplemente por ansias de matar o de robar. El derecho de gentes existía únicamente entre los reyes, que utilizaban a los hombres igual que a caballos de carrera, y por esa misma razón se desentendían por completo de los bienes y de la vida de sus súbditos con tanto más desenfado cuanto que sabían de sobra lo fácil que era embriagarlos con la sagrada copa del interés.

Si por una parte examináramos la avidez de los europeos por la riqueza, y por otra su indiferencia hacia la libertad, o si reflexionáramos respecto a la furiosa inclinación de los europeos por la riqueza, y por otra su indiferencia hacia la libertad, o si reflexionáramos respecto a la furiosa inclinación de los soberanos a gastar o a guerrear. no podríamos menos de llegar a la conclusión de que cuando el lujo haya logrado colmar su saciedad, irremediablemente habrán de desaparecer los Estados. Los Estados que viven del lujo, perecen el día menos pensado en medio de la miseria, y será en vano que traten de apoyarse unos en otros pues sólo lograrán inmunizarse contra la fuerza de sus vecinos, sin lograr turbarse a causa de sus propios vicios internos. Ese fue precisamente el origen del pacto de los Borbones, quienes aunaron sus comunes debilidades contra el vigor de los ingleses que poco a poco iba consumiéndolos. Francia fue la primera en ser vencida, e irremediablemente los demás aliados sufrirán el mismo destino. Pero la mejor prueba de su extrema debilidad consiste precisamente en que continuaron manteniendo con esa nación libre y guerrera, un pacto cuyo principio es precisamente la servidumbre y el vicio de las leyes. Cierto es que tales aliados preferían quizá morir antes que pedirle socorro a Francia.

Nada hay más temible para la libertad que la alianza de una monarquía con varias Repúblicas. La paciencia, la tranquila resolución y el poder absoluto de un solo hombre, consumen la efervescencia y la inquietud de estas últimas, que invariablemente acabarán peleando entre sí, como ocurriera antaño a una Grecia unida a Felipe de Macedonia. Tampoco hay nada más formidable para la tiranía que la alianza de varios Estados despóticos con un Estado libre; necesariamente la virtud de este último servirá para arrancar de raíz los vicios de los primeros, tal como ocurriera cuando la República romana se convirtió en aliada de varios reyes de Asia.

Cuando la faz de las cosas cambió gracias a la revolución francesa, el pacto de familia había dejado hasta tal punto de ser un pacto de naciones, que la Asamblea Nacional, a pesar de su derecho de gentes, se vio obligada a tratar con circunspección ese pacto que amenazaba la libertad.

CAPÍTULO QUINTO

Del ejército de tierra

Cuando el señor de Mirabeau, pocos días después del lamentable combate de Nancy, exclamó que era necesario desintegrar y rehacer el ejército, algunos de sus oyentes no quisieron reconocer el buen sentido de la presencia de ánimo de aquel gran hombre, y otros más ingratos creyeron percibir en sus palabras determinado rasgo de genio que lesionaba a la constitución.

Cierto es que la disolución de la fuerza pública habría tenido por efecto la definitiva destrucción de la disciplina, ya que es preciso no confundir la insubordinación con el amor a la libertad. Viendo cómo los regimientos pedían cuentas a sus estados mayores, no me costó trabajo imaginarme a los númidas africanos sublevados, en vez de los motines republicanos de los soldados romanos.

A causa de su constitución demasiado blanda, la institución militar francesa tiene en sí algo violento que carece de principio o de objeto. Jamás se podrá convertir en ciudadanos a los componentes de una tropa pagada que no depende de las leyes civiles. Recordamos a modo de ejemplo a los mamelucos en Egipto, a los genízaros en Turquía o a la guardia pretoriana de Roma, verdaderos extranjeros cuya ley era el acero, y el campo de batalla, su patria. Da la impresión de que el ejército de línea se había tornado pasivo en medio de los guardias nacionales; ese fue precisamente el motivo de la envidia, o de una secreta rivalidad.

Francia declaró que renunciaba al espíritu de conquista. Será mejor que guste de la paz o que licencie a sus tropas en vísperas de una guerra ofensiva.

CAPÍTULO SEXTO

De la armada naval, de las colonias y del comercio

La armada naval no tiene los inconvenientes del ejército de tierra. El comercio es su objeto, y la política europea se presenta hoy día de tal modo que ningún Estado puede prosperar a menos que posea una marina considerable. Las colonias se han convertido en el sistema nervioso de las metrópolis, hasta que las primeras corrompan a las segundas o hasta que logren sacudir tan injusto dominio. Para entonces se habrá perdido el espíritu comercial que hoy domina toda la actividad de Europa, y ocupará ese lugar vacante el espíritu de conquista, que convertirá a Europa en una tierra de bárbaros dominada por gobiernos tiránicos. Quizá entonces florecerán los demás continentes.

El comercio ha seguido los pasos de todas las revoluciones que ha habido en el mundo. Después de la ruina de Cartago, Africa perdió su libertad y sus costumbres al mismo tiempo que su comercio; del mismo modo Asia perdió todo su esplendor cuando Roma y los demás puertos de Italia se convirtieron en su metrópoli. Desde entonces esas partes del mundo languidecieron lentamente, a causa de haber descuidado sus establecimientos comerciales y sus barcos.

Hubo, incluso, una época en que el comercio desapareció casi por completo en todo nuestro universo. Me refiero a la época que trascurrió desde la decadencia del Imperio hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo; entonces no había metrópolis, y a causa de esa ausencia, el despotismo cubrió casi toda la Tierra.

Debido a la naturaleza de su clima, Europa deberá conservar durante mucho más tiempo que los otros continentes su constitución y sus negocios. He dicho constitución, ya que Europa es solamente un pueblo; el mismo comercio ha producido los mismos peligros e idénticos intereses. Pero si algún día llegase a perder sus colonias, será el más desdichado de los continentes por haber conservado su avaricia. Si en ese entonces hay en Europa algún pueblo libre, cuya moral no sea puramente comercial, no tardará en subyugar a todos los demás.

La fortuna general está pues ligada a las relaciones de los diferentes pueblos con las colonias, y a las de esas mismas potencias entre sí. La marina incluye en su propósito todas esas relaciones, haciendo a Europa temible para el Nuevo Mundo e incluso para sí misma.

Cuanto más apuesta al lujo sea el genio de la constitución, más peligroso será ejercitar el camercio; pero si las mercancías superfluas están recargadas de impuestos, el lujo viene en ayuda de la agricultura, y el comercio deja de estar relacianado con el derecho de gentes y se hace económico.

El Estado tendrá entonces la ventaja de enriquecer a sus colonias, a su marina y a su comercio y tesoro público, empobreciendo tan sólo a los vicios con mesura.

CAPÍTULO SÉPTIMO

De las gabelas

Cuando éstas se exigían a la puerta de todas las ciudades del reino, el pueblo francés era en relación al fisco lo mismo que las naciones extranjeras son en relación a él desde que las gabelas han sido llevadas a sus fronteras.

Quizá algún día dejen de existir por completo las gabelas, y los pueblos, al igual que los individuos, llegarán a comprender que son hermanos.

Las naciones dejarán entonces de ser rivales y habrá un solo derecho común a todo el universo. Del mismo modo que entre nosotros sólo hay franceses, en el mundo sólo habrá seres humanos: los nombres de las naciones se desvanecerán y la Tierra será definitivamente libre.

Pero para ese entonces los hombres se habrán vuelto tan sencillos y sabios que nos mirarán, a pesar de toda nuestra actual filosofía, con los mismos ojos con que nosotros miramos hoy en día a los pueblos antiguos de Oriente, o a los vándalos y hunos. Pues en el mundo, por muy confuso que éste parezca, es fácil observar que existe siempre un propósito de perfección, y por ello es que me parece inevitable que después de una larga serie de revoluciones, el género humano, a fuerza de adquirir mayores luces, logre al fin retornar a su natural sabiduría y sencillez.

CAPÍTULO OCTAVO

De los bosques

Los bosques, fruto de la economía de los siglos pasados, eran al comienzo del actual uno de los principales recursos de la industria francesa, sirviendo para enriquecer a la manufactura y a la marina nacional. Esa riqueza forestal sirvió para atenuar parcialmente las pérdidas provocadas por las grandes casas señoriales de la época de Law, y para cubrir los excesivos gastos de los grandes señores y de los nobles en épocas de Luis XV. Lamentablemente esa riqueza no era inagotable, y hoy día esos bosques se hallan talados en gran parte; su precio, en estos últimos tiempos, está fuera de alcance, especialmente en la capital. Debido al incentivo de sus múltiples atractivos, París devoraba rápidamente la opulencia y los recursos de los ricos, y éstos recobraban a peso de oro los recursos que su menesterosa avaricia sometía a dura puja en las provincias.

Si el lujo no disminuyera en Francia o si los ricos continuaran permaneciendo ociosos, los bosques, sobre los cuales ejerce tanta influencia el lujo como las costumbres políticas, seguirán siendo saqueados, y muy pronto el comercio y la marina se arruinarán. Nunca podrá admirarse lo suficiente el secreto designio que hace que las revoluciones sigan su camino despaciosamente, para estallar de pronto violentamente. El más tenue abuso en el orden político provoca un contragolpe espantoso y eterno, que equivale a la repercusión del aire en la atmósfera.

CAPÍTULO NOVENO

De los monumentos públicos

El público agradecimiento debe a los grandes hombres desaparecidos, sea cual fuere la patria que los viera nacer, los monumentos que eternicen su memoria y mantengan en el mundo la pasión por las grandes acciones. La moderna Europa, lo suficientemente educada para estimar a los hombres de genio, aunque poco inclinada a reverenciar su memoria, persigue en vida a los hombres generosos y los abandona cuando han muerto. Ello obedece a las constituciones europeas, carentes de máximas y de virtudes. Por todas partes donde dirija mi vista, veo las estatuas de los reyes cuyas manos siguen sosteniendo sus cetros de bronce. Los únicos monumentos de Europa dignos de la majestad humana son tres: el de Pedro I, el de Federico el Grande y el de Enrique IV. ¿Dónde están las estatuas de los Dassas, Montaigne, Pope, Rousseau, Montesquieu, Duguesclin y tantos otros? En sus libros y en el corazón de cinco o seis hombres de cada generación, Me ha sorprendido siempre, al observar a las naciones encadenadas a los pies de Luis XIV, que Europa entera no se haya levantado en armas para exterminar a Francia, como se coaligara antaño la virtuosa antigüedad para rescatar a Helena, raptada por Héctor.

La Asamblea Nacional mandó derribar tan cobarde monumento; sin embargo, se armó de entusiasmo y dejó al imperioso monarca expuesto a las bromas de un pueblo libre. Nunca se respeta demasiado a los reyes, pero tampoco se humilla nunca en demasía a los tiranos.

Me sorprende que en plena sedición, el pueblo de París no haya derribado los insolentes bronces que aún lo adornan. Quizá eso explique el espíritu público de esa época, y la conclusión sea que el pueblo no odiaba a los reyes.

He visto incluso al gran Enrique IV adornado con una bufanda con los tres colores de nuestra bandera. Los excelentes confederados de las provincias se sacaban él sombrero ante él; no miraban a los otros reyes, pero tampoco los insultaban.

Por fin Francia acaba de conferir a Rousseau el honor de una estatua. ¿Por qué habría de morir tan gran hombre?

CAPÍTULO DÉCIMO

Conclusiones

He recorrido mi camino y deseo recogerme conmigo mismo para moralizar respecto a los diferentes temas que han pasado por delante de mis ojos. He dado a la Asamblea Nacional el nombre de cuerpo político, el más conveniente al sentido que tenían mis palabras en ese momento, pero sera preferible que acabe de completar mis ideas.

La Asamblea Nacional, únicamente legisladora, careció de poder legislativo y de carácter representativo; fue el espíritu del soberano, es decir, del pueblo. Después que éste hubo sacudido su yugo, la Asamblea abdicó los poderes que recibiera de la tiranía, incluso aquellos que se convirtieron en injustos desde que la nación recobrara su libertad. Me parece estar viendo a Licurgo, a quien ya citara anteriormente, abandonar su imperio y desprenderse de su autoridad para dejar sus leyes. Convirtió el título de Estados Generales en el de Asamblea Nacional; el primero equivalía a un mensaje y el segundo a una misión. No ejerció su misión como Licurgo, Mahoma o Jesucristo, en nombre del Cielo, pues éste había dejado de habitar en el corazón de los hombres, que ahora necesitaban de otro aliciente más próximo al humano interés. Como la virtud aún sigue siendo un prestigio para los mortales orgullosos y corruptos, lo que es bueno simplemente, a éstos les parece hermoso. En consecuencia todo el mundo se embriagó con los Derechos del Hombre, y la filosofía y el orgullo no tuvieron menos prosélitos que los dioses inmortales.

A pesar de la tan sencilla denominación de Asamblea Nacional, como el legislador se dirigía a los hombres para hablarles únicamente de sí mismos, consiguió infundirles un vértigo sacrosanto y los hizo sentirse felices. Sin embargo jamás utilizó su autoridad directa para no ser culpable respecto a su soberano. Sólo los falsos dioses necesitan la fuerza del trueno, y cuando la sabiduría y el genio no bastan a quienes se proponen llevar a cabo una legislación, su reino será necesariamente corto o funesto. He hablado una y otra vez de la prudencia, la destreza y la paciencia de la Asamblea Nacional, y no quiero repetir estos calificativos una vez más, pero sí diré que supo modificarlo todo, de tal modo que sólo se apartaron de la disciplina que aquel cuerpo implantara aquellos que la turbaban en su propio seno por ignorancia, locura o seducción.

Si me atreviera a poner por escrito una reflexión que todo el mundo se hizo en alguna oportunidad, diría entonces que Francia no tardó en tomar por amos a las personas de sus legisladores, y al hacerlo perdió su dignidad. Si la Asamblea Nacional carece realmente de proyectos ulteriores, sólo ella es virtuosa o sabia, pues no ha querido tener a sus plantas esclavos y ha roto las cadenas de un pueblo que sólo parece haber sido hecho para cambiar de amo. Nadie omitió nada para probarle a la Asamblea que todos estaban sometidos a sus mandatos. Se denominó a sus miembros augustos representantes, y los oficiales, que dándoles el nombre de hermanos tiranizaban al pueblo soberano, se inclinaban ante los legisladores a quienes sólo estaban obligados a respetar y a amar. ¡Cobardes! ¡Creíais que eran reyes porque vuestra debilidad sólo conocía la esperanza o el temor!

La Asamblea Nacional no fue de ningún modo una legislatura. Este tipo de institución recién habrá de nacer después de que la Asamblea desaparezca, y es por eso que su misión está solamente limitada por la terminación de su obra. Tan justa como profunda, obedece a sus propios decretos. Fue ella quien votó aquella ley que tanto a mí como a todo hombre libre encantara, que decretaba que los sacerdotes que formaban parte de la Asamblea deberían enviar a sus municipios de origen el acta de sus juramentos cívicos.

No faltará quien me pregunte si yo pienso seriamente que la Constitución francesa, tal como ha sido concebida, representa la voluntad de todos. Le responderé que no, porque es imposible que cuando un pueblo contrae una nueva obligación, debido a que la anterior ha sido mancillada o se ha perdido, los granujas y los desventurados no terminen formando dos diferentes partidos. Pero también digo que sería un curioso abuso de la letra de un contrato, el confundir la resistencia de un pequeño número de locos con una parte de la voluntad popular. Constituye una regla general el hecho comprobado de que toda voluntad inclinada a la perversidad, aun siendo soberana, es nula. Rousseau no completó el pensamiento cuando afirmó que la voluntad es incomunicable, imprescriptible y eterna, pues a mi entender debe ser también justa y razonable. No es menos criminal el hecho de que el soberano sea esclavo de sí mismo o de un tercero, pues si lo es, las leyes que de él emanan derivarán de una fuente impura y por consiguiente el pueblo sería esclavo o licencioso y cada individuo una porción misma de la tiranía y de la servidumbre. La libertad de un pueblo perverso es una perfidia general, que aunque no ataque el derecho de todos o a la soberanía muerta, atacará sin embargo la naturaleza que dicha libertad representa. Vuelvo a mi pensamiento original y agrego que estoy convencido de que la institución recibida con alegría y mediante la fe del juramento popular, es inviolable siempre y cuando la administración sea justa.

He dicho también que la Asamblea Nacional había despojado a sus poderes de un valor excesivo. Sus decretos puramente ficticios, sólo tenían fuerza de ley una vez sancionados. Cuado el legislador confirió el honor de la estatua, acertó en erigir éstas en nombre del pueblo en lugar de hacerlo en el suyo propio. Tanto el agradecimiento como la voluntad de una nación sólo pueden proceder de su boca y de su corazón. Usurpar los derechos de su libertad equivale a ejercer la tiranía, así como usurpar los de su virtud sería sacrilegio, y el crimen es aun mayor. Si la Asamblea hubiese levantado una estatua en su nombre en honor de Jean Jacques Rousseau, quizá habría parecido a algunos un monumento adecuado para consagrar la usurpación bajo el disfraz del reconocimiento público, pero la mentira habría podido derribar más adelante dicho simulacro, para conferir ese honor a cualquier otro.

Fue mediante esa precisión que utilizó para marcar los límites de su misión que la Asamblea fue inducida al propósito de limitar sus poderes. Un cuerpo social habrá fallado en sus intenciones si sus poderes no se hallan suficientemente delimitados unos de otros, o bien si el pueblo está demasiado cerca del gobierno o demasiado sometido, de modo tal que sienta más íntimamente la obediencia que la virtud o la fidelidad; así como también habrá fallado si el poder legislativo se halla demasiado cerca de la soberanía y demasiado distante del pueblo, de tal modo que éste incluso esté representado, o que el príncipe se encuentre excesivamente encerrado entre la legislación y el pueblo hasta el extremo de que la primera le choque y oprima al segundo al que solamente consigue alejar. Los legisladores franceses han logrado el más perfecto equilibrio. Es preciso no confundir las administraciones con el príncipe, a menos de arriesgarse a no entender todo lo que acabo de explicar hasta este momento.

Mire a donde mire, sólo descubro maravillas. Me había reservado hasta ahora una determinada palabra respecto al derecho de guerra, repitiendo precisamente la que el legislador utilizara: Francia renuncia a las conquistas. Gracias a tan sabia resolución, su población y poderío habrán de crecer rápidamente, pues la guerra, como diría el tirano. debilita a un pueblo excesivamente vigoroso.

Una guerra ofensiva sólo podrá ser emprendida por todo un pueblo, y es preciso que éste, aunque fuera más numeroso que las arenas de un desierto, haya consentido unánimemente en emprenderla. Pues en caso de guerra, además de la madurez de tamaña empresa, la libertad natural del hombre sería violada en la propiedad de sí mismo. Por el contrario, en una guerra defensiva no es preciso votar o deliberar, sino tan sólo vencer. Aquél que negara sus brazos a esa empresa estaría cometiendo un crimen atroz, pues habría violado la seguridad del contrato. En el caso de un pueblo inmenso, será preciso renunciar a la guerra, o bien depender de una metrópoli tiránica como Roma o Cartago. Cuando Rousseau alaba la libertad de Roma parece haber olvidado que el universo entero está encadenado.

Me he referido al culto y al sacerdocio y tenía la pretensión de referirme luego a la religión de los sacerdotes. Se ha acusado a los legisladores de1 espantoso crimen de haber vendido los bienes de la Iglesia, así como también se les acusó de haber despreciado el anatema del último concilio. No puede negarse que ese reglamento haya sido muy sabio en su época, puesto que consiguió unir estrechamente el trono y el altar, inquebrantables cuando están unidos, y cuya unidad intentaban destruir ciertas ambiciones particulares. El siglo del Concilio de Trento fue precisamente el de las disensiones civiles. Los grandes disputaban entre sí el imperio y eran solamente tiranos a quienes convenía reprimir. La Iglesia era una casta en aquella época, mientras que en la nuestra se le ha devuelto el pudor a una desvergonzada, y lo que no habrían podido hacer antaño sin cometer un crimen los particulares del reino que querían elevarse por encima de sus semejantes, lo ha sabido hacer un pueblo para ser libre. Nada hay imprescriptible ante la voluntad de las naciones y los contratos particulares cambian con el Contrato Social. Si éste es abrogado por el soberano, aquel que presenta a todo un pueblo las leyes que han dejado de ser tales, como si pretendiera prescribir la razón, merece el exilio, y aquel que se arma en contra de la voluntad suprema del soberano, o sea la de todos, merece la muerte.

Tal es la reforma francesa. Ha sido menos mi pretensión probar que Francia era libre, que demostrar que podía serlo, pues bien sabido es que día tras día el cuerpo más robusto pierde parte de su vigor a causa de algún vicio imprevisto. El gobierno es a la Constitución lo que la sangre es al cuerpo humano: tanto una como otra mantienen el movimiento y la vida. En ello es en lo que la naturaleza y la razón hallan el inevitable resultado de sus principios. Cuando la sangre se debilita, el cuerpo adquiere el fuego de la alteración o el frío de la muerte, así como cuando el cuerpo político está mal gobernado, todo se torna licencioso o cae en la esclavitud.

La libertad de los franceses puede mantenerse durante mucho tiempo por medio de la tranquilidad y el reposo, pero si llegara a ser repentinamente agitada por el prestigio de un hombre poderoso, todo se inclinaría a favor de éste y volvería a repetirse el retorno de Alcibíades.

La igualdad depende en gran medida de los impuestos. Si ellos obligan al rico indolente a abandonar su ociosa mesa y a recorrer los mares, o a crear talleres, éste acabará perdiendo la mayoría de sus hábitos. La vida activa fortalece las costumbres, que sólo son altaneras cuando son blandas. Los hombres que trabajan se respetan entre sí.

La justicia será sencilla cuando las leyes civiles, despojadas de las sutilezas feudales, consuetudinarias y beneficiarias, sirvan simplemente para apelar a la buena fe de los hombres, o cuando el espíritu público, encaminado hacia la razón, deje desiertos los tribunales. Cuando todos los hombres sean libres, serán iguales, y cuando sean iguales, serán también justos. Lo que es honesto deriva de sí mismo.

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