El Castillo de Franz Kafka

Franz Kafka, el torturado

 

Compartimos la mejor novela jurídica de la historia, a mi gusto mejor aún que El Proceso. Sólo un abogado como Kafka logró plasmar la sensación opresiva y sin final posible de los procedimientos estatales. Como dice el refrán “Las cosas de Palacio van despacio” pero las del Castillo en que se esconden, ni siquiera despacio…

 

FRANZ
KAFKA
EL
CASTILLO
I
LA LLEGADA
Cuando
K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de
nieve. Del castillo no se podía ver nada, la niebla y la oscuridad lo rodeaban,
ni siquiera el más débil rayo de luz delataba su presencia. K permaneció largo
tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al
pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente.
Se
dedicó a buscar un alojamiento; en la posada aún estaban despiertos, el
hostelero no tenía ninguna habitación para alquilar, pero permitió, sorprendido
y confuso por el tardío huésped, que K durmiese en la sala sobre un jergón de
paja. K se mostró conforme. Algunos campesinos aún estaban sentados delante de
sus cervezas pero él no quería conversar con nadie, así que él mismo cogió el
jergón del desván y lo situó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos
permanecían en silencio, aún los examinó un rato con los ojos cansados antes de
dormirse.
Pero
poco después le despertaron. Un hombre joven, vestido como si fuese de la
ciudad, con un rostro de actor, ojos estrechos y cejas espesas permanecía a su
lado junto al posadero. Los campesinos todavía seguían allí, algunos habían
dado la vuelta a sus sillas para ver y escuchar mejor. El joven se disculpó muy
amablemente por haber despertado a K, se presentó como el hijo del alcaide del
castillo y después dijo:
—Este
pueblo es propiedad del castillo, quien vive aquí o pernocta, vive en cierta
manera en el castillo. Nadie puede hacerlo sin autorización del conde. Usted,
sin embargo, o no posee esa autorización o al menos no la ha mostrado.
K,
que se había incorporado algo, se alisó el pelo, miró desde abajo a la gente
que le rodeaba y dijo:
—¿En
qué pueblo me he perdido? ¿Acaso hay aquí un castillo?
—Así
es —dijo lentamente el joven, mientras aquí y allá se sacudía alguna cabeza
sobre K—, el castillo del Conde Westwest .
—¿Y
hay que tener una autorización para pernoctar? —preguntó K como si quisiese
convencerse de que no había soñado las informaciones aportadas con anterioridad.
—Hay
que tener la autorización —fue la respuesta, y K captó un tono de burla cuando
el joven preguntó al hostelero y a los huéspedes con el brazo extendido:
—¿O
acaso no hay que tener una autorización?
—Entonces
tendré que recoger la autorización —dijo K bostezando y se quitó la manta con
la intención de levantarse.
—Sí,
¿y quién se la va a dar? —preguntó el joven.
—El
señor conde —dijo K—, no me queda otro remedio.
—¿Solicitar
ahora, a medianoche, una autorización del conde? —exclamó el joven,
retrocediendo un paso.
—¿No
es posible? —preguntó K con indiferencia—, entonces ¿por qué me ha despertado?
Pero
el joven entró en cólera.
—¡Maneras
de vagabundo! —exclamó—. ¡Exijo respeto para la autoridad condal! Precisamente
le he despertado para comunicarle que debe abandonar en seguida el condado.
—Basta
de comedias —dijo K con un tono llamativamente bajo, volvió a echarse y se
cubrió con la manta—. joven, ha llegado demasiado lejos y mañana volveré a
ocuparme de su conducta. El posadero y estos señores serán testigos, en el caso
de que necesite testigos. Por ahora conténtese con saber que soy el agrimensor solicitado
por el conde. Mis ayudantes vendrán mañana en coche con los aparatos. No quise
perderme un paseo por la nieve, pero por desgracia me he desviado algunas veces
del camino y por eso he llegado tan tarde. Que era muy tarde para presentarme
en el castillo es algo que ya sabía yo mismo ates de su lección. Por esta razón
me he conformado con este albergue nocturno que usted, dicho con indulgencia,
ha tenido la descortesía de perturbar. Con esto he concluido mis explicaciones.
Buenas. noches, señores.
Y
K se volvió hacia la estufa.
—¿Agrimensor?
—oyó aún que preguntaban dubitativamente a sus espaldas, luego se hizo el
silencio. Pero el joven se recobró de la sorpresa y le dijo al posadero en un
tono lo suficientemente apagado para interpretarse como una actitud de respeto
hacia el sueño de K, pero lo suficientemente elevado como para que le fuese
comprensible:
—Me
informaré por teléfono.
¡Cómo!
¿Hasta un teléfono había en esa posada de pueblo? Estaban perfectamente
establecidos. Ese detalle sorprendió a K, aunque en verdad lo había esperado.
Resultó que el teléfono estaba situado casi encima de su cabeza, su somnolencia
lo había pasado por alto. Pero si el joven quería telefonear no podría impedir,
ni con toda su buena voluntad, perturbar el sueño de K. Se trataba de si K
debía dejarle llamar, y decidió permitirlo. Pero entonces ya no tenía sentido
simular que estaba dormido, así que volvió a ponerse boca arriba. Vio a los
campesinos arrimarse tímidamente y hablar entre ellos: la llegada de un
agrimensor no era algo baladí. La puerta de la cocina se había abierto,
ocupando todo el umbral se encontraba la poderosa figura de la posadera; el
posadero se acercó a ella de puntillas para informarla de lo sucedido. Y
entonces comenzó la conversación telefónica. El alcaide dormía, pero un
subalcaide, uno de los subordinados, un tal Fritz, estaba allí. El joven, que
se presentó como Schwarzer, explicó que había encontrado a K, un hombre en la
treintena, bastante andrajoso, durmiendo tranquilamente en un jergón de paja
con una minúscula mochila como almohada y con un bastón nudoso al alcance de la
mano. Era evidente qué le había resultado sospechoso, y como el posadero había
descuidado ostensiblemente su deber, la obligación de Schwarzer consistía en
llegar al fondo del asunto. El hecho de despertarle, el interrogatorio, la
amenaza derivada del deber de expulsarlo del condado, habían sido tomados con
indignación por parte de K, por lo demás, según había resultado al final, con
razón, pues afirmaba ser un agrimensor solicitado por el conde. Naturalmente
que suponía al menos un deber formal comprobar esa afirmación, y Schwarzer le
pedía por ese motivo al señor Fritz que averiguase en la secretaría central si
realmente se esperaba a un agrimensor de ese tipo y que telefonease la
respuesta en seguida.
Entonces
volvió el silencio. Fritz averiguaba por su cuenta y allí se esperaba la
respuesta. K permaneció como hasta entonces, ni siquiera se dio la vuelta, no
pareció mostrar curiosidad alguna, se limitaba a mirar ante sí. El relato de
Schwarzer, en su mezcla de maldad y cautela, le dio una idea de la formación
diplomática de la que disponía en el castillo gente inferior como Schwarzer. Y
tampoco carecían de diligencia, la secretaría general tenía servicio nocturno.
Por añadidura, daba visiblemente una rápida respuesta, ya sonaba la llamada de
Fritz. Ese informe pareció muy corto, pues Schwarzer, furioso, colgó en seguida
el auricular.
—¡Ya
lo había dicho! —gritó—. Ninguna huella de un agrimensor, un vulgar vagabundo
mentiroso, tal vez algo peor.
Por
un momento K pensó que todos, Schwarzer, los campesinos, el posadero y la
posadera, se iban a arrojar sobre él; para al menos evitar la primera acometida
se acurrucó debajo de la manta, desde allí volvió a sacar lentamente la cabeza
y oyó cómo sonaba el teléfono, pareciéndole que lo hacía con una fuerza
inusitada. Pese a que era muy improbable que volviese á referirse a K, todos se
quedaron estáticos y Schwarzer regresó al aparato. Allí escuchó una larga
aclaración y luego dijo en voz baja:
—¿Así
que un error? Esto me resulta muy desagradable. ¿El mismo jefe de oficina ha
telefoneado? Extraño, muy extraño. ¿Cómo se lo voy a explicar ahora al señor
agrimensor?
K
escuchó. Así que el castillo le había nombrado agrimensor. Eso era por una
parte desfavorable, pues mostraba que el castillo sabía todo lo necesario
acerca de él, que había equilibrado las fuerzas y que emprendía la lucha sonriendo.
Por otra parte también era favorable, pues eso demostraba, según su opinión,
que se le menospreciaba y que gozaría de más libertad de la que había pensado
desde un principio. Y si creían que se le podría mantener en un estado de
continuo terror mediante ese reconocimiento de su condición de agrimensor, que,
ciertamente, les otorgaba cierta superioridad moral, se equivocaban, sólo le
causaba un ligero escalofrío, nada más.
K
hizo una señal negativa a Schwarzer cuando intentó acercarse a él con actitud
sumisa; se negó a trasladarse al dormitorio del posadero, sobre lo que se le
insistió, se limitó a aceptar del hostelero una bebida para favorecer el sueño,
de la hostelera una jofaina con jabón y una toalla y ni siquiera tuvo que
solicitar que se vaciase la sala, pues todos se apresuraron a salir escondiendo
el rostro para que no se les pudiese reconocer al día siguiente; apagaron la
lámpara y finalmente tuvo tranquilidad. Durmió profundamente, sólo molestado
una o dos veces por las ratas que se deslizaban por la habitación, hasta que
llegó la mañana.
Después
del desayuno, que, como toda la manutención, según indicaciones del posadero,
corría a cargo del castillo, quería dirigirse inmediatamente al pueblo. Pero
como el posadero, con quien sólo había hablado hasta ese momento lo necesario
en recuerdo de su conducta del día anterior, no paraba de vagar a su alrededor
con un semblante de muda súplica, sintió compasión de él y le invitó a sentarse
un rato a su lado.
—Aún
no conozco al conde —dijo K—, al parecer paga con generosidad el trabajo bien
hecho, ¿es cierto? Cuando alguien como yo viaja tan lejos de su mujer e hijo,
siempre quiere llevar algo a casa.
—A
ese respecto el señor no debe preocuparse, nadie se queja aquí de salarios
bajos.
—Bien
—dijo K—, no soy una persona tímida y también le puedo dar mi opinión a un
conde, pero siempre resulta mucho mejor resolver todos los problemas de forma
pacífica.
El
posadero se había sentado frente a K en el borde de la repisa de la ventana, no
se atrevía a sentarse con más comodidad, y contempló a K todo el tiempo con
unos grandes y temerosos ojos castaños. Al principio había hecho esfuerzos por
acercarse a K, ahora parecía como si prefiriese huir de él. ¿Temía que le
preguntara sobre el conde? ¿Temía la desconfianza del «señor» por el que ahora
tomaba a K? K tuvo que cambiar de conversación. Miró la hora y dijo:
—Pronto
llegarán mis ayudantes, ¿podrás ofrecerles aquí alojamiento?
—Por
supuesto, señor —dijo—, pero, ¿no vivirán contigo en el castillo?
¿Acaso
renunciaba tan fácilmente y encantado a sus huéspedes que los quería relegar a
toda costa al castillo?
—Eso
aún no es seguro —dijo K—, antes tengo que conocer qué trabajo quieren que
realice. Si tuviera, por ejemplo, que trabajar aquí abajo, entonces sería
razonable vivir aquí abajo. También temo no adaptarme a la vida arriba en el
castillo. Siempre quiero ser libre.
—No
conoces el castillo —dijo el posadero en voz baja.
—Es
cierto —dijo K—, no se debe de juzgar con anticipación. Por el momento, del
castillo no sé más que allí saben elegir al agrimensor adecuado. Tal vez haya
otras ventajas.
Dicho
esto, se levantó para liberarse del posadero que, intranquilo, no cesaba de
morderse los labios. Desde luego no se podía ganar fácilmente la confianza de
ese hombre.
Mientras
K se alejaba le llamó la atención un retrato oscuro en un marco también oscuro.
Ya se había fijado en él desde su lecho, pero no había podido apreciar los
detalles desde esa distancia y creía que el cuadro había sido retirado quedando
sólo una mancha negra. Pero, como podía comprobar ahora, se trataba de un
cuadro, el busto de un hombre de unos cincuenta años. Mantenía la cabeza tan
inclinada sobre el pecho que apenas se podían distinguir los ojos; esa
inclinación parecía causada por la elevada y pesada frente y una nariz grande y
aguileña. La barba, a causa de la posición de la cabeza, permanecía aplastada
contra el mentón, pero volvía a recobrar su amplitud más abajo. La mano
izquierda se hundía abierta en los cabellos, como si quisiese levantar la cabeza
sin conseguirlo.
—¿Quién
es? —preguntó K—. ¿El conde?
K
permanecía ante el cuadro y ni siquiera se volvió hacia el posadero.
—No
—dijo el posadero—, el alcaide.
—Buen
aspecto tiene el alcaide del castillo —dijo K—, lástima que tenga un hijo que
no le llegue a los talones.
—No
—dijo el posadero, atrajo un poco a K hacia sí y le susurró en el oído:
—Ayer
Schwarzer exageró, su padre no es más que un subalcaide e incluso uno de los
últimos.
En
ese momento el posadero le pareció a K un niño.
—¡El
muy granuja! —dijo K sonriendo, pero el posadero no sonrió con él, sino que se
limitó a decir:
—También
su padre es poderoso.
—¡Vete!
—dijo K—. Consideras a todos poderosos. ¿Acaso a mí también?
A
ti —dijo con timidez y seriedad— no te considero poderoso.
—Compruebo
que tienes una gran capacidad de observación —dijo K—. Dicho en confianza, no
soy realmente poderoso. En consecuencia no tengo menos respeto que tú frente a
los poderosos, sólo que no soy tan sincero como tú y no siempre quiero
reconocerlo.
Y
K dio unas palmadas en la mejilla del posadero para consolarle y ganar su
favor. Entonces sonrió un poco. En realidad parecía un adolescente con su
rostro suave y casi barbilampiño. ¿Cómo era posible que se hubiese podido casar
con esa mujer tan gruesa y de edad tan avanzada, a la que en ese momento se
podía ver a través de una ventana cómo trabajaba en la cocina con los codos
bien separados del cuerpo? K, sin embargo, no quería seguir sondeando a ese
hombre y terminar borrando la sonrisa que tanto le había costado obtener de él,
así que le hizo una señal para que le abriese la puerta y salió a la hermosa
mañana invernal.
Ahora
pudo ver el castillo nítidamente destacado en el aire luminoso, con su contorno
aún más realzado por la ligera capa de nieve que lo cubría todo imitando todas
las formas. Además, en la montaña donde estaba situado el castillo parecía
haber menos nieve que en el pueblo, donde K se desplazaba con no menos esfuerzo
que el día anterior en la carretera principal. Allí alcanzaba la nieve hasta
las ventanas de las casas y se acumulaba pesada sobre los bajos tejados, pero
arriba, en la montaña, todo se elevaba libre y ligero, al menos eso parecía
desde allí abajo.
En
general, el castillo, como se mostraba desde la lejanía, correspondía a lo que
K había esperado. No era ni un viejo castillo medieval ni un nuevo edificio
suntuoso, sino una extensa construcción consistente en unos pocos edificios de
dos pisos situados muy próximos unos de otros. Si no se hubiera sabido que era
un castillo, se habría tenido por una pequeña ciudad. K sólo pudo ver una
torre, si pertenecía a una vivienda o a una iglesia era algo que no se podía
saber. Bandadas de cornejas la rodeaban.
Con
la mirada fija en el castillo, K siguió su camino, sin que le inquietase nada
más. Pero al aproximarse, el castillo le decepcionó: en realidad sí que se
trataba de un miserable villorrio, compuesto de casas de pueblo, y sólo se
distinguía porque tal vez todo estaba construido de piedra, pero la pintura
hacía tiempo que se había caído y la piedra parecía desmenuzarse. K se acordó
fugazmente de su pueblo natal: apenas tenía nada que envidiarle a ese supuesto
castillo; si K hubiese venido sólo para visitarlo, la larga marcha no habría
merecido la pena y habría sido más razonable haber vuelto a visitar una vez más
su lugar de nacimiento, donde hacía tiempo que no había estado. Y comparó en su
mente el campanario de su pueblo natal con la torre de arriba. El campanario,
es cierto, no podía dudarse, se erguía recto, rejuveneciéndose en la parte
superior, y coronado por un techo ancho de tejas rojas, un edificio terrenal
—¿qué otra cosa podíamos construir?—, pero con una finalidad muy superior a la
del achaparrado villorrio y con una expresión más luminosa que la otorgada por
el sombrío día laboral. La torre de allá arriba —era lo único visible— era la
torre de una vivienda, como ahora se mostraba, quizá la del castillo principal,
un edificio redondo y uniforme, en parte cubierto piadosamente por la hiedra,
con pequeñas ventanas que destellaban por la luz del sol —su aspecto tenía algo
de descabellado—, y acababa en una especie de azotea, cuyas almenas, inseguras,
irregulares, rotas, mordían el cielo azul y parecían haber sido diseñadas por
un niño descuidado o acobardado. Era como si algún habitante afligido que
tendría que haberse mantenido encerrado en la habitación más alejada de la
casa, hubiese roto el techo y se hubiese alzado para mostrarse al mundo.
K
se detuvo una vez más, como si al estar quieto poseyera más capacidad de
juicio. Pero algo le perturbó. Detrás de la iglesia del pueblo, al lado de la
cual se había detenido —en realidad era sólo una capilla, ampliada ligeramente
para poder acoger a los feligreses— se encontraba la escuela. Ésta era un
edificio largo y bajo que aunaba extrañamente el carácter provisorio y lo
antiguo. Estaba situado detrás de un jardín cercado con una verja que ahora
estaba cubierto de nieve. En ese preciso momento salían los niños con el
maestro. Se apiñaban a su alrededor, dirigiendo hacia él todas las miradas y
sin parar de hablar entre ellos. K no podía entender su forma de hablar tan
rápida. El maestro, un hombre joven, pequeño y estrecho de hombros, pero, sin
que resultase ridículo, muy recto, ya se había fijado en K desde lejos, si bien
K era, aparte de su grupo, la única persona que podía verse en el lugar. K,
como forastero, saludó primero a ese hombrecillo de aspecto autoritario.
—Buenos
días, señor maestro —dijo.
Los
niños enmudecieron de golpe, ese repentino silencio como preparación a sus
palabras debió de agradar al maestro.
—¿Contempla
el castillo? —preguntó con más amabilidad de lo que K había esperado, pero con
un tono como si no aprobase lo que K estaba haciendo.
—Sí
—dijo K—, soy forastero, ayer por la noche llegué a este lugar.
—¿No
le gusta el castillo? —preguntó rápidamente el maestro.
—¿Cómo?
—respondió K un poco confuso y repitió la pregunta de una forma más suave:
—¿Que
si no me gusta el castillo? ¿Por qué supone que no me gusta?
—A
ningún forastero le gusta—dijo el maestro.
Para
no decir nada inapropiado, K cambió de conversación y dijo:
—¿Conoce
al conde?
—No
—dijo el maestro, y quiso alejarse, pero K no cedió y volvió a preguntar:
—¿Cómo?
¿No conoce al conde?
—¿Por
qué tendría que conocerlo? —preguntó el maestro en voz baja y añadió en voz
alta en francés—: Tenga consideración con la presencia de niños inocentes.
K
se creyó entonces con derecho a preguntar:
—¿Podría
visitarle, señor maestro? Permaneceré aquí largo tiempo y ya me siento un poco
abandonado; no me identifico con los campesinos, y tampoco con los habitantes
del castillo.
—Entre
los campesinos y el castillo no hay ninguna diferencia —dijo el maestro.
—Puede
ser —dijo K—, pero eso no altera mi situación. ¿Podría visitarle alguna vez?
—Vivo
en la calle Schwannen, en la casa del carnicero.
Eso
era más la información de una dirección que una invitación; no obstante K dijo:
—Bien,
iré.
El
maestro asintió con la cabeza y siguió su camino con los niños apiñados a su
alrededor que ya habían reanudado su griterío. Al poco tiempo desaparecieron
por una callejuela que descendía abruptamente.
K
estaba preocupado, enojado por la conversación. Por primera vez desde su
llegada se sentía realmente cansado. El largo camino hasta allí parecía no
haberle afectado en nada —¡cómo había caminado día tras día, tranquilamente,
paso a paso!—; ahora, sin embargo, se mostraban las consecuencias de ese
esfuerzo enorme, y a destiempo. Se sentía irresistiblemente impulsado a buscar
nuevos conocidos, pero cada nuevo conocido aumentaba su fatiga. Si ese día, en
el estado en que se encontraba, se obligaba a prolongar su paseo al menos hasta
la entrada del castillo, habría hecho más que suficiente.
Así
que continuó su camino, pero era un largo camino. Además, la calle, esa calle
principal del pueblo, no conducía al castillo, sólo pasaba cerca; después, sin
embargo, como intencionadamente, torcía y, aunque no se distanciaba del
castillo, tampoco se aproximaba a él. K siempre esperaba que la calle
finalmente se dirigiese hacia el castillo y sólo fundándose en esa esperanza
seguía avanzando; en apariencia dudaba en abandonar la calle a causa de su
cansancio, también se quedó asombrado por la longitud del pueblo que no conocía
fin, una y otra vez se sucedían las casuchas con las ventanas cubiertas de
hielo, la nieve y la soledad; finalmente se apartó de esa calle y le acogió una
callejuela estrecha, con una capa de nieve aún más profunda, donde sólo podía
avanzar con gran esfuerzo al hundírsele los pies en el manto blanco; el sudor
comenzó a correr por su frente; de repente se detuvo y ya no pudo seguir.
Bueno,
no estaba aislado, a derecha e izquierda había casas de campesinos; hizo una
bola de nieve y la arrojó contra una ventana. En seguida se abrió una puerta
—la primera puerta que se abría durante toda la caminata por el pueblo— y un viejo
campesino, con una chaqueta de piel de cordero, con la cabeza inclinada,
apareció en el umbral, débil y amable.
—¿Puedo
entrar un rato en su casa? —dijo K—, estoy muy cansado.
No
pudo oír lo que le dijo el anciano, aceptó agradecido que le colocasen una
tabla, que le salvaran de la nieve y que con unos pasos se hallara en una sala.
Una
gran sala en la penumbra. El que venía de fuera al principio no podía ver nada.
K tropezó con un cubo y una mano femenina le retuvo. Desde una esquina llegaron
los lloros de un niño pequeño, de otra se elevaba humo convirtiendo la penumbra
en tinieblas, K parecía estar entre nubes.
—Pero
si está borracho —dijo alguien.
—¿Quién
es usted? ¿Por qué lo has dejado entrar? —se oyó que decía una voz dominante
dirigida al anciano—. ¿Acaso se puede dejar entrar a cualquiera que se arrastre
por las calles?
—Soy
el agrimensor del condado —dijo K, intentando así justificarse ante la persona
aún invisible que había hablado.
—¡Ah!,
es el agrimensor —dijo una voz femenina y luego siguió un completo silencio.
—¿Me
conocen? —preguntó K.
—Claro
que sí —dijo brevemente la misma voz.
El
hecho de que le conocieran no le pareció ninguna recomendación.
Al
fin se disipó algo el humo y K pudo orientarse lentamente. Parecía un día de
limpieza general. Cerca de la puerta se estaba lavando ropa. El humo, sin
embargo, procedía de la esquina izquierda, donde, en una cubeta de madera tan
grande como K no la había visto en su vida —tenía las dimensiones de dos camas—
se bañaban dos hombres en agua caliente. Pero aún más sorprendente, sin que se
pudiera precisar en qué consistía la sorpresa, era la esquina derecha. De un
gran tragaluz, el único en la pared del fondo, procedía, del patio, una pálida
luz blanca de nieve que daba al vestido de una mujer, que casi yacía con
aspecto cansado en un sillón en lo más profundo de la esquina, una apariencia
sedosa. Tenía un bebé al pecho. A su alrededor jugaban un par de niños, hijos
de campesinos, como se podía comprobar, pero ella no parecía ser de su misma
clase, si bien la enfermedad y el cansancio también otorgan delicadeza a los
campesinos.
—¡Siéntese!
—dijo, resollando, uno de los hombres, uno con barba y bigote. Indicó,
cómicamente, con la mano sobre el borde de la cubeta, un baúl, y al hacerlo
salpicó el rostro de K con agua caliente. En el baúl se sentaba ya aletargado
el anciano que le había dejado entrar. K estaba agradecido de poder sentarse al
fin. Entonces nadie se preocupó de él. La mujer que hacía la colada, rubia, en
plena juventud, cantaba en voz baja mientras trabajaba; los hombres en el baño
pataleaban y se daban la vuelta, los niños querían acercarse a ellos, pero eran
rechazados una y otra vez por chorros de agua que tampoco respetaron a K; la
mujer en el sillón yacía como inánime, ni siquiera miraba a la criatura que
tenía al pecho, sino hacia un lugar indeterminado en las alturas.
K
contempló esa invariable imagen triste y hermosa a un mismo tiempo, pero luego
debió de quedarse dormido, pues al ser llamado por alguien en voz alta, se
asustó y descubrió que su cabeza se apoyaba en el hombro del anciano que estaba
a su lado. Los hombres, que habían terminado de bañarse —ahora le tocaba el
turno a los niños que se movían por la cubeta vigilados por la mujer rubia—, se
encontraban vestidos ante K. Resultó que el gritón de la barba era el más
ordinario de los dos. El otro, no más alto que el de la barba, aunque con menos
barba, era un hombre silencioso y pensativo, de ancha figura y rostro también
ancho, que mantenía la cabeza inclinada hacia abajo.
—Señor
agrimensor —dijo—, aquí no puede quedarse. Perdone la descortesía.
—Tampoco
quería quedarme —dijo K—, sólo descansar un poco. Ya lo he hecho y me voy.
—Es
probable que se sorprenda de la poca hospitalidad —dijo el hombre—, pero para
nosotros la hospitalidad no es costumbre, no necesitamos huéspedes.
Refrescado
por el sueño y más perspicaz que antes, K se alegró por las sinceras palabras.
Se movió con más libertad, apoyó su bastón aquí y allá y se acercó a la mujer
tendida en el sillón; por lo demás, él era el más alto en la habitación.
—Cierto
—dijo K—, para qué necesitan huéspedes. Pero en un momento u otro se necesita
alguno, por ejemplo a mí, al agrimensor.
—Eso
no lo sé —dijo lentamente el hombre—, si le han llamado, es probable que le
necesiten, eso es una excepción; nosotros, sin embargo, gente humilde, nos
atenemos a las reglas, eso no nos lo puede reprochar.
—No,
no —dijo K—, sólo les puedo estar agradecidos, a ustedes y a todos los
presentes.
E
inesperadamente para todos, K se dio la vuelta y quedó ante la mujer. Ella
miraba a K con sus ojos azules y cansados, un pañuelo de cabeza transparente de
seda. le llegaba hasta la mitad de la frente, la criatura dormía en su pecho.
—¿Quién
eres? —preguntó K.
Con
desdén, aunque no quedaba claro si su desprecio se dirigía a K o se refería a
su propia respuesta, dijo:
—Una
mujer del castillo.
Todo
eso sólo había durado un instante, pero K ya tenía a su derecha e izquierda a
cada uno de los hombres y, como si no hubiera ningún otro medio de
comunicación, le llevaron hasta la puerta en silencio pero aplicando todas sus
fuerzas. El anciano se alegró de algo y aplaudió, también la mujer que lavaba
se rió cuando los niños comenzaron repentinamente a hacer ruido como locos.
K
se encontraba en la callejuela y los hombres le vigilaban desde el umbral de la
puerta. Otra vez caía nieve, sin embargo parecía haber aclarado algo. El de la
gran barba gritó impaciente:
—¿Adónde
quiere dirigirse? Por aquí se va al castillo, por allí al pueblo.
K
no le respondió, pero al otro, que a pesar de su superioridad le parecía el más
tratable, le dijo:
—¿Quién
es usted? ¿A quién tengo que agradecerle la hospitalidad? —Soy el maestro
curtidor Lasemann, pero no le tiene que agradecer nada a nadie.
—Bien
—dijo K—, quizá volvamos a encontrarnos.
—No
lo creo —dijo el hombre.
En
ese instante exclamó el de la barba con la mano levantada:
—¡Buenos
días, Artur! ¡Buenos días, Jeremías!
K
se dio la vuelta. ¡Así que en ese pueblo salía la gente a la calle! De la
dirección del castillo venían dos jóvenes de estatura media, los dos muy
delgados, con trajes estrechos, muy parecidos de rostro, de tez muy morena,
pero con unas perillas tan negras que aun así destacaban. Para la condición en
que se hallaba la calle avanzaban sorprendentemente deprisa, dando grandes
zancadas rítmicas con sus piernas delgadas.
—¿Adónde
vais? —preguntó el de la gran barba.
Sólo
se podía hablar con ellos a gritos, tan rápido caminaban y no se detenían.
—¡Negocios!
—exclamaron riéndose. —¿Dónde?
—¡En
la posada!
—¡Hacia
allí me dirijo yo también! —gritó K.
De
repente, y más que cualquier otra cosa, sintió la gran necesidad de que le
llevaran con ellos; trabar conocimiento con ellos no le pareció muy productivo,
pero parecían alegres compañeros de camino.
Ellos
oyeron las palabras de K, se limitaron a asentir con la cabeza y ya habían
pasado de largo.
K
aún permanecía en la nieve y tenía pocas ganas de levantar el pie para volver a
hundirlo una vez más un poco más allá. El maestro curtidor y su compañero,
satisfechos por haberse desembarazado definitivamente de K, se retiraron
lentamente, no sin dejar de mirarle desde la casa por el resquicio de la
puerta. K se quedó solo— rodeado de nieve.
—Una
buena oportunidad para desesperarse un poco —pensó—, si me encontrase aquí por
casualidad y no por mi propia voluntad.
En
la casa situada a la izquierda se abrió de repente una ventana minúscula
—cerrada había parecido azul oscura, tal vez por el reflejo de la nieve—, y era
tan pequeña que al permanecer ahora abierta no se podía ver todo el rostro de
la persona que miraba por ella, sólo los ojos, unos ojos castaños y ancianos.
—Allí
está —oyó K que decía una voz femenina y temblorosa.
—Es
el agrimensor —dijo una voz masculina. Entonces fue el hombre quien miró por la
ventana y preguntó no de una manera descortés, pero sí como si le preocupase
que todo estuviese en orden delante de su casa.
—¿A
quién está esperando?
—A
un trineo que me lleve —dijo K.
—Por
aquí no pasa ningún trineo —dijo el hombre—. En esta calle no hay tráfico.
—Pero
si es la calle que conduce al castillo —objetó K.
—A
pesar de eso —dijo el hombre con cierta inflexibilidad— por aquí no hay
tráfico.
Los
dos callaron. Pero el hombre meditaba algo, pues aún mantenía abierta la
ventana, de la que salía humo.
—Es
un camino bastante malo —dijo K por mantener la conversación.
El
hombre, sin embargo, se limitó a decir:
—Sí,
es cierto.
Después
de un rato añadió:
—Si
quiere le llevo con mi trineo.
—Sí,
por favor —dijo K con gran alegría—. ¿Cuánto me va a cobrar?
—Nada
—dijo el hombre.
K
se asombró.
—Usted
es el agrimensor —dijo el hombre explicándose— y pertenece al castillo. ¿Adónde
quiere ir?
—Al
castillo —dijo rápidamente K.
—Allí
no voy —dijo el hombre en seguida.
—Pero
si pertenezco al castillo —dijo K repitiendo las palabras del hombre.
—Puede
ser —dijo el hombre algo reservado.
—Entonces
lléveme a la posada —dijo K.
—Bien
—dijo el hombre—, ahora salgo con el trineo.
La
conversación no le dio la impresión de amabilidad, sino la de un empeño
egoísta, temeroso y casi pedante de retirar a K de la entrada de la casa.
Se
abrió la puerta del patio y por ella apareció un trineo para cargas ligeras,
completamente plano y sin ningún asiento, tirado por un pequeño y débil
caballo, detrás salió el hombre, no un anciano, sino un hombre débil,
encorvado, cojo, con un rostro delgado, colorado y con aspecto de acatarrado,
que daba la impresión de ser muy pequeño debido a la bufanda de lana que
rodeaba el cuello. El hombre estaba visiblemente enfermo y sólo había salido
para poder desembarazarse de K. Éste hizo una alusión al respecto, pero el
hombre la rechazó con señas negativas. K sólo pudo enterarse de que era el
cochero Gerstäcker y que había cogido ese trineo tan incómodo porque ya estaba
preparado y sacar otro habría necesitado mucho tiempo.
—Siéntese
—dijo, y señaló con el látigo la parte trasera del trineo.
—Me
sentaré junto a usted —dijo K.
—Entonces
me marcharé —dijo Gerstäcker.
—Pero
¿por qué? —preguntó K.
—Me
marcharé —repitió Gerstäcker y sufrió un ataque de tos que le sacudió tanto que
se vio obligado a afirmar fuertemente sus piernas en la nieve y a sujetarse con
las dos manos en el borde del trineo. K no dijo nada más, se sentó en la parte
trasera del trineo, la tos se fue calmando lentamente y partieron.
El
castillo allá arriba, extrañamente oscuro a esa hora, y que K había tenido la
esperanza de alcanzar ese mismo día, se alejaba una vez más. Como si le
quisiera dar una despedida provisional, en el castillo se oyó el repicar de una
campana con un tono alegre y alado, que al menos durante un instante hizo
temblar el corazón, como si le amenazase —pues el son también era doloroso— el
cumplimiento de lo que él anhelaba con inseguridad. Pero al poco tiempo esa
gran campana enmudeció y fue reemplazada por una campanita débil y monótona,
quizá arriba o quizá ya en el pueblo. Ese repique se adaptaba mejor al lento
avance y al lastimoso pero implacable cochero.
—Eh,
tú —exclamó repentinamente K (ya se hallaban cerca de la iglesia, el camino
hacia la posada no estaba lejos, así que K podía osar algo)—, me sorprende
mucho que te atrevas a llevarme por los alrededores por tu propia cuenta.
¿Puedes hacerlo?
Gerstäcker
no le prestó atención y continuó la marcha junto a su caballito.
—¡Eh!
—exclamó K, cogió algo de nieve del trineo, hizo una bola, la lanzó y acertó en
la oreja de Gerstäcker. Éste se detuvo y se volvió. Pero cuando K le vio así
tan cerca de él —esa figura encorvada y en cierto modo maltratada; el rostro
colorado, delgado y cansado, con mejillas disparejas, una plana, la otra caída;
la boca abierta, con actitud de sorpresa, en la que sólo se veían unos pocos
dientes— tuvo que repetir con compasión lo que antes había dicho por maldad: si
Gerstäcker no podía ser castigado por transportarle.
—¿Qué
quieres de mí? —preguntó Gerstäcker sin comprender, y no esperó ninguna
aclaración, llamó al caballito y reanudó el camino.
Cuando
ya se hallaban cerca de la posada —K se dio cuenta de esta circunstancia al
tomar una curva—, para su sorpresa comprobó que ya había oscurecido. ¿Tanto
tiempo había estado fuera? Según sus cálculos, sólo una o dos horas, y había
salido por la mañana. Tampoco había sentido hambre, y hacía poco aún había
percibido la claridad del día, no obstante ahora ya anochecía.
—Días
cortos, días cortos —se dijo, bajó del trineo y entró en la posada.
Arriba,
en la pequeña escalera del vestíbulo, le agradó ver al posadero alumbrando con
un farol ante sí. Acordándose fugazmente del cochero, K se detuvo, oyó que
alguien tosía en la oscuridad y comprobó que estaba detrás de él. Bien, ya le
vería próximamente. Sólo cuando llegó arriba, donde estaba el posadero, que le
saludaba con humildad, comprobó que había un hombre a cada lado de la puerta.
Tomó el farol de las manos del posadero e iluminó a las dos personas; eran los
dos jóvenes con los que se había encontrado y a los que se habían dirigido con
los nombres de Artur y Jeremías. Ahora le saludaron. Sonrió en recuerdo de su
servicio militar, de aquellos tiempos felices.
—¿Quiénes
sois? —preguntó, y miró de uno al otro.
—Sus
ayudantes —respondieron.
—Son
los ayudantes —confirmó en voz baja el posadero.
—¿Cómo?
—preguntó K—. ¿Sois mis antiguos ayudantes a los que dije que viniesen después
de mí y a los que he estado esperando?
Ellos
asintieron.
—Está
bien —dijo K después de un rato—, está bien que hayáis venido.
—Por
lo demás —dijo K después de otro rato—, os habéis retrasado mucho, sois
negligentes.
—Era
un largo camino —dijo uno de ellos.
—Un
largo camino —repitió K—, pero me he encontrado con vosotros cuando regresabais
del castillo.
—Sí
—dijeron sin más aclaraciones.
—¿Dónde
tenéis los aparatos? —preguntó K.
—No
tenemos ninguno —dijeron.
—Los
aparatos que os había confiado —dijo K.
—No
tenemos ninguno —repitieron.
—Pero,
¿qué clase de gente sois? —dijo K—. ¿Entendéis algo de agrimensura?
—No
—respondieron.
—Si
sois mis antiguos ayudantes, tenéis que entender algo —dijo K.
Ellos
callaron.
—Así
que esas tenemos —dijo K, y los empujó delante de él hacia el interior de la
casa.
2
BARNABÁS
Los
tres estaban sentados juntos ante una mesita en la taberna de la posada, bebían
cerveza y guardaban silencio. K en el centro, a derecha e izquierda sus
ayudantes. Había otra mesa ocupada por campesinos, como en la noche anterior.
—Resulta
difícil con vosotros —dijo K, y comparó sus rostros como había hecho frecuentemente
con anterioridad—, ¿cómo os voy a distinguir? Sólo os diferenciáis en los
nombres, en lo demás sois idénticos como… —se interrumpió y continuó
maquinalmente—, como serpientes.
Ellos
se rieron.
—Se
nos diferencia bien —dijeron como justificación.
—Lo
creo —dijo K—; yo mismo he sido testigo de ello, pero yo sólo veo con mis ojos
y con ellos no puedo distinguiros. Por eso os trataré como a un solo hombre y
os llamaré a los dos Artur, así se llama uno de vosotros ¿quizá tú? —preguntó K
a uno de ellos.
—No
—dijo éste—, yo me llamo jeremías.
—Bueno,
da igual —dijo K—, os llamaré Artur a los dos. Si envío a Artur a algún lado,
os vais los dos juntos, si le encargo a Artur un trabajo, lo hacéis los dos,
aunque eso tiene para mí la gran desventaja de que no os puedo emplear en
trabajos distintos; sin embargo, tiene la ventaja de que los dos tenéis una
responsabilidad indivisible sobre todo lo que os encargue. Cómo os repartáis el
trabajo que os encargue, me resulta indiferente, pero no me podéis hablar uno
después del otro, para mí sois un solo hombre.
Ellos
meditaron un instante y dijeron:
—Para
nosotros sería muy desagradable.
—Cómo
no —dijo K—; es natural que os resulte desagradable, pero así lo haré.
Ya
desde hacía un rato había observado K que uno de los campesinos rondaba la
mesa: finalmente se decidió, se acercó a uno de los ayudantes y quiso
susurrarle algo en el oído.
—Disculpe
—dijo K, golpeó con la mano en la mesa y se levantó—, éstos son mis ayudantes y
ahora tenemos una entrevista. Nadie tiene derecho a molestarnos.
—¡Oh!,
perdone, perdone —dijo el campesino atemorizado y regresó a su grupo.
—Esto
tenéis que tenerlo muy presente —dijo K volviéndose a sentar—, no podéis hablar
con nadie sin mi permiso. Yo soy aquí un forastero y si sois mis antiguos ayudantes,
también vosotros sois forasteros. Nosotros, los tres forasteros, tenemos, por
consiguiente, que mantenernos juntos; estrechadme entonces vuestras manos.
Con
demasiada docilidad estrecharon la mano de K.
—Me
habéis dado vuestra palabra —dijo—, tenéis que cumplir mis órdenes. Ahora me
iré a dormir, os aconsejo que hagáis lo mismo. Hoy hemos perdido un día de
trabajo, mañana tendremos que comenzar muy temprano. Tenéis que conseguir un
trineo para ir al castillo y estar aquí, ante la casa, con él, a las seis de la
mañana, dispuestos para partir.
—Bien
—dijo uno, pero el otro se inmiscuyó:
—Dices
«bien», pero sabes que es imposible.
—Silencio
—dijo K—, ya queréis comenzar a distinguiros.
Pero
entonces también habló el primero:
—Tiene
razón, es imposible, sin autorización ningún forastero puede ir al castillo.
—¿Dónde
se consigue esa autorización?
—No
lo sé, tal vez del alcaide.
—Entonces
intentaremos hablar con él por teléfono. Llamad en seguida al alcaide, los dos.
Corrieron
hacia el aparato, pidieron la conexión —por el modo en que se afanaban
aparentaban ser ridículamente obedientes— preguntaron si podía ir al castillo
con ellos al día siguiente. El «no» pudo oírlo K desde su mesa, pero la
respuesta fue aún más detallada: «ni mañana ni ningún otro día».
—Yo
mismo telefonearé —dijo K, y se levantó. Mientras que hasta ese momento, salvo
el incidente con el campesino, los presentes apenas habían reparado en K y sus
ayudantes, sus últimas palabras despertaron el interés general. Todos se
levantaron al mismo tiempo que K y, aunque el posadero intentó echarlos hacia
atrás, se agruparon alrededor del aparato formando un semicírculo. Entre ellos
predominó la opinión de que K no recibiría ninguna respuesta. K tuvo que
pedirles que permaneciesen en silencio: no quería oír su opinión.
En
el receptor escuchó un zumbido, como nunca lo había oído al telefonear. Era
como si ese zumbido estuviese compuesto de innumerables voces infantiles, pero
en realidad tampoco era un zumbido, sino un canto de voces lejanas, extremadamente
lejanas, como si de ese zumbido se formase una única voz elevada y fuerte que
golpeaba el oído como si quisiese penetrar más en el pobre aparato auditivo. K
escuchaba sin decir nada, había apoyado el brazo izquierdo en el soporte del
teléfono y escuchaba en esa postura.
No
supo cuánto tiempo estuvo allí escuchando, al cabo el posadero le tiró de la
chaqueta y le dijo que acababa de llegar un mensajero para él.
—¡Fuera!
—gritó perdiendo el dominio de sí mismo, quizá en el auricular del teléfono,
pues entonces se anunció alguien. Se desarrolló la siguiente conversación:
—Aquí
Oswald, ¿quién es? —gritó una voz severa y arrogante con lo que a K le pareció
un pequeño defecto en la articulación que intentaba compensar con un suplemento
de severidad. K dudó en identificarse, estaba indefenso ante el teléfono: el
otro podía fulminarle, colgar el auricular y K se habría cerrado un camino
quizá no carente de importancia. El titubeo de K acabó con la paciencia del
hombre.
—¿Quién
es? —repitió, y añadió—: Me agradaría que no se telefonease tanto desde allí:
hace sólo un instante se ha telefoneado.
K
no se ocupó de esa indicación y anunció con una decisión repentina:
—Soy
el ayudante del señor agrimensor.
—¿Qué
ayudante? ¿Qué señor? ¿Qué agrimensor?
K
se acordó de la conversación telefónica del día anterior.
—Pregúntele
a Fritz —dijo brevemente.
Para
su sorpresa surtió efecto. Pero más por el hecho de que surtiera efecto, se
asombró de la centralización del servicio.
La
respuesta fue:
—Ya
sé, el eterno agrimensor, ja, ja. ¿Qué más? ¿Qué ayudante?
—Josef
—dijo K.
Le
molestaba algo el murmullo de los campesinos a sus espaldas, en apariencia no
estaban de acuerdo en que no se presentase correctamente. Pero K no tenía
tiempo de ocuparse de ellos, pues la conversación necesitaba de toda su
concentración.
—¿Josef?
—preguntaron—. Los ayudantes se llaman… —una pequeña pausa, al parecer
reclamaba los nombres a otra persona—, Artur y jeremías.
—Ésos
son los nuevos ayudantes —dijo K.
—No,
ésos son los antiguos.
—Son
los nuevos, yo, sin embargo, soy el antiguo, el que ha llegado hoy después del
agrimensor.
—¡No!
—gritaron.
—Entonces,
¿quién soy yo? —preguntó K con la misma tranquilidad.
Y
después de una pausa la misma voz con el mismo defecto de articulación, aunque
con otro tono más profundo y respetable, dijo:
—Tú
eres el antiguo ayudante.
K
escuchó el timbre de la voz y casi pasó por alto la pregunta: «¿Qué quieres?»
Hubiese
querido colgar el auricular. De esa conversación ya no esperaba nada más. Sólo
forzándose preguntó rápidamente:
—¿Cuándo
puede ir mi señor al castillo?
—Nunca
—fue la respuesta.
—Bien
—dijo K, y colgó el auricular.
Detrás
de él los campesinos se habían aproximado mucho a su persona. Los ayudantes
intentaban detenerlos lanzándole a él miradas de soslayo. Pero sólo parecía ser
una comedia; además, los campesinos, satisfechos con el resultado de la
conversación, comenzaban a ceder lentamente. Entonces el grupo fue dividido
desde atrás por un hombre con paso rápido que se inclinó ante K y le dio una
carta. K mantuvo la carta en la mano y miró al hombre, ya que en ese instante
le parecía más importante que la carta. Se daba una gran similitud entre él y
los ayudantes, era tan delgado como ellos, con el mismo traje ceñido, también
tan ágil y ligero como ellos y, sin embargo, tan diferente. ¡Ojalá K le hubiese
tenido como ayudante! Le recordaba un poco a la dama con el lactante que había
visto en la casa del maestro curtidor. Vestía casi por entero de blanco, el
traje no era de seda, era un traje de invierno como cualquier otro, pero tenía
la suavidad y solemnidad de un traje de seda. Su rostro era claro y sincero,
los ojos demasiado grandes. Su sonrisa era enormemente estimulante; se pasó la
mano por el rostro como si quisiese ahuyentar esa sonrisa, pero no lo logró.
—¿Quién
eres? —preguntó K.
—Me
llamo Barnabás —dijo—, soy un mensajero.
Sus
labios se abrían y cerraban al hablar con masculinidad y, sin embargo, con
suavidad.
—¿Te
gusta este lugar? —preguntó K, y señaló a los campesinos, que aún no habían
perdido el interés por él, y que miraban con sus rostros atormentados —el
cráneo parecía como si hubiese sido aplanado desde arriba y los rasgos faciales
se hubiesen formado por el dolor al ser golpeados—, sus labios gruesos, sus
bocas abiertas, pero al mismo tiempo tampoco miraban, pues a veces su mirada
erraba y permanecía fija en algún objeto antes de regresar; luego K señaló a
los ayudantes, que se mantenían abrazados, mejilla con mejilla, y sonreían, no
se sabía si humilde o burlonamente, se los señaló como si le presentase un
séquito que le habían impuesto por circunstancias especiales, esperando —en
ello residía la confianza y a eso era a lo que K daba importancia— que Barnabás
distinguiera razonablemente entre él y ellos. Pero Barnabás —si bien con
completa inocencia, como se podía reconocer— no admitió la pregunta, la dejó
pasar como un criado bien educado deja pasar las palabras sólo en apariencia
dirigidas a él por su señor, y se limitó a mirar a su alrededor en el sentido
de la pregunta, saludando a sus conocidos entre los campesinos e intercambiando
algunas palabras con los ayudantes, todo eso libre y espontáneamente, sin
mezclarse con ellos. K, desairado, pero no avergonzado, volvió a la carta que
tenía en la mano y la abrió. Decía lo siguiente:
«Muy
señor mío:
Como
usted ya sabe, ha sido aceptado en el servicio condal. Su superior más próximo
es el alcalde del pueblo, quien le comunicará los detalles acerca de su trabajo
y sus condiciones salariales y a quien también tendrá que dar cuenta de su
trabajo. Sin embargo, no le perderé de vista. Barnabás, el portador de esta
carta, le preguntará de vez en cuando para conocer sus deseos y comunicármelos
a mí. Siempre me encontrará dispuesto, en cuanto sea posible, a complacerle.
Deseo tener trabajadores satisfechos».
La
firma era ilegible, pero impreso se podía leer: «El director de la oficina X».
—¡Espera!
—le dijo K a Barnabás, quien obedeció con una ligera inclinación. A
continuación, K llamó al posadero para que le mostrase su habitación, ya que
deseaba permanecer un tiempo a solas con la carta. Al hacerlo recordó que
Barnabás, a pesar de la simpatía que sentía hacia él, no era más que un
mensajero y pidió que le sirvieran una cerveza. Prestó atención a la forma en
que la aceptó, aparentemente la aceptó encantado y se la bebió en seguida. En
la casa sólo habían podido poner a disposición de K una habitación en el ático,
e incluso eso había creado dificultades, pues había dos criadas que habían
dormido hasta entonces en ella y que habían tenido que ser alojadas en otro
lugar. En realidad no se había hecho otra cosa que sacar a las criadas, en lo
restante la habitación había quedado intacta, nada de sábanas nuevas en la
única cama, sólo un par de almohadas y una manta de caballerizas en el mismo
estado en que habían quedado después de la última noche; en la pared había
algunas imágenes de santos y fotografías de soldados; ni siquiera habían
aireado la habitación, al parecer no se esperaba que el huésped permaneciese
allí mucho tiempo y tampoco se hacía nada para retenerlo. K, sin embargo, se
mostró conforme con todo, se rodeó con la manta, se sentó a la mesa y comenzó a
leer de nuevo la carta a la luz de una vela.
No
era una carta uniforme, había pasajes en los que se hablaba con él como si
fuese una persona independiente, a quien se le reconoce una voluntad propia,
así era el encabezamiento, al igual que el pasaje que se refería a sus deseos.
Sin embargo, había otros pasajes en que era tratado abierta o encubiertamente
como un trabajador inferior apenas digno de la atención de ese director; éste
parecía tener que esforzarse para no «perderle de vista», su superior sólo era
el alcalde del pueblo, a quien incluso tenía que rendir cuentas, era probable
que su único colega fuese el policía del pueblo. Ésas eran sin duda contradicciones,
tan visibles que debían de ser intencionadas. Pues el pensamiento absurdo,
referido a una administración como ésa, de que había actuado con indecisión, ni
siquiera fue tomado en cuenta por K. Más bien advertía en ello el ofrecimiento
de una elección, se dejaba a su consideración lo que quería hacer con las
instrucciones de la carta: si quería ser un trabajador del pueblo con una
conexión, así y todo, distinguida, pero aparente con el castillo, o un
trabajador del pueblo aparente que en realidad hacía depender toda su relación
laboral de las indicaciones de Barnabás. K no dudó al elegir, tampoco habría
dudado sin las experiencias que ya había tenido. Sólo como trabajador del
pueblo, lo más alejado posible del señor del castillo, estaba en condiciones de
alcanzar algo en el castillo; esa gente del pueblo, que aún se mostraba tan
recelosa frente a él, comenzaría a hablar cuando él, aunque no se hubiese
convertido en su amigo, sí fuese un conciudadano, y una vez que ya no se
diferenciase de un Gerstäcker o Lasemann —y esto tenía que ocurrir con gran
rapidez, de ello dependía todo—, entonces se le abrirían de golpe todos los
caminos que, si hubiese dependido de los señores de arriba y de su indulgencia,
no sólo habrían quedado cerrados para él, sino invisibles. Es cierto que había
un peligro y se había acentuado suficientemente en la carta, se había descrito
con cierta alegría, como si fuese inevitable. Era la condición de trabajador.
Servicio, director, superior, trabajo, condiciones salariales, dar cuenta,
trabajador, la carta abundaba en todos estos términos laborales e incluso
cuando se decía algo diferente, más personal, se decía desde esa perspectiva.
Si K quería convertirse en un trabajador, podía hacerlo, pero entonces con
terrible seriedad, sin ninguna otra intención. K sabía que no le habían
amenazado con una obligación real, no la temía y aquí menos, pero sí que temía
la violencia del ambiente desalentador, la habituación a las decepciones, la
violencia de las influencias imperceptibles que se producirían a cada momento,
pero tenía que atreverse a enfrentarse con ese peligro. La carta tampoco
silenciaba que, si se llegaba a la lucha, K sería quien habría tenido la osadía
de comenzarla, se había dicho con sutileza y sólo una conciencia inquieta —inquieta,
no mala— podía advertirlo, eran las palabras «como usted ya sabe» respecto a su
admisión en el servicio. K se había anunciado y desde ese momento sabía, como
se expresaba en la carta, que había sido admitido.
K
retiró una foto de la pared y colgó la carta en un clavo; en esa habitación
viviría, ahí debía colgar la carta.
Luego
bajó a la taberna de la posada; Barnabás estaba sentado con los ayudantes a una
mesita.
—¡Ah!,
estás ahí —dijo K sin motivo, sólo porque se alegró de ver a Barnabás. Éste se
levantó de inmediato. Apenas entró K, los campesinos se levantaron para
acercarse a él, se había convertido en una costumbre estar siempre detrás de
sus talones.
—¿Qué
queréis continuamente de mí? —exclamó K.
No
se lo tomaron a mal y regresaron lentamente a sus asientos. Uno de ellos,
mientras se retiraba, dijo como explicación y con una indefinible sonrisa, que
otros imitaron:
—Siempre
se entera uno de algo nuevo —y se lamió los labios como si lo «nuevo» fuese
comida.
K
no dijo nada reconciliador, estaba bien si recibía algo de respeto, pero apenas
acababa de sentarse al lado de Barnabás, cuando ya notó el aliento de un
campesino en la nuca; venía, según dijo, a coger el salero, pero K dio,
enojado, una patada en el suelo, y el campesino se alejó corriendo sin el
salero. Era fácil molestar a K, sólo había que incitar a los campesinos contra
él: su obstinada participación le parecía más perversa que la reserva de los
otros y, además, también se trataba de reserva, pues si K se hubiese sentado a
su mesa, con toda seguridad no se habrían quedado sentados. Sólo la presencia
de Barnabás le impidió formar un escándalo. Pero se dio la vuelta hacia ellos
con actitud amenazadora, y también ellos le miraron. Al verlos así sentados,
cada uno en su puesto, sin hablar entre ellos, sin un vínculo visible entre
ellos, teniendo sólo en común que todos le miraban fijamente, le pareció que no
se trataba de maldad lo que les impulsaba a perseguirle, tal vez querían
realmente algo de él y no lo podían decir, y si no era eso, quizá se tratase
sólo de infantilismo; un infantilismo que parecía abundar en esa casa, ¿acaso
no era también infantil el posadero, que sostenía una jarra de cerveza para un
cliente con las dos manos, permaneciendo en silencio, mirando a K y haciendo
caso omiso de una llamada de la posadera, quien se había asomado por la ventana
de la cocina?
K,
más tranquilo, se volvió hacia Barnabás: le hubiese gustado alejar a los
ayudantes, pero no encontró ninguna excusa, por lo demás . se limitaban a mirar
en silencio sus cervezas.
—He
leído la carta —comenzó K—. ¿Conoces su contenido?
—No
—dijo Barnabás. Su mirada pareció decir más que sus palabras. Tal vez K se
equivocaba para bien como con los campesinos para mal, pero siguió sintiéndose
bien en su presencia.
—También
se habla de ti en la carta, de vez en cuando tienes que transmitir
informaciones entre la dirección y yo, por eso había pensado que conocerías el
contenido.
—Sólo
recibí el encargo —dijo Barnabás— de entregar la carta, esperar a que se haya
leído y, si lo considerases necesario, llevar una respuesta oral o escrita.
—Bien
—dijo K—, no necesita ser escrita, comunícale al señor director, ¿cómo se
llama? No pude leer el nombre.
—Klamm
—dijo Barnabás.
—Comunícale
entonces al señor Klamm mi agradecimiento por la admisión y por su amabilidad,
agradecimiento y amabilidad que, como una persona aún no adaptada a este lugar,
sé valorar en lo que se merecen. Me comportaré según sus instrucciones. Por
ahora no tengo ningún deseo especial.
Barnabás,
que había escuchado atento, pidió a K poder repetir el mensaje. K lo permitió y
Barnabás lo repitió literalmente. Luego se levantó para despedirse.
Durante
todo ese tiempo K había examinado su rostro, ahora lo hizo por última vez.
Barnabás era tan alto como K, sin embargo parecía como si inclinase la mirada
hacia K, eso ocurría casi con humildad, pero era imposible que ese hombre
pudiese avergonzar a alguien. Cierto, no era más que un mensajero, no conocía
el contenido de la carta que debía entregar, pero también su mirada, su sonrisa
y su paso parecían ser un mensaje, por más que no quisiera saber nada de ellos.
Y K le extendió la mano, lo que pareció sorprenderle, pues él sólo hubiese
querido inclinarse.
En
cuanto se hubo ido —antes de abrir la puerta se había apoyado un instante con
el hombro en ella y había abarcado la sala con una mirada que no dirigió a
nadie en particular—, K se dirigió a sus ayudantes:
—Voy
a traer de mi habitación los planos, entonces hablaremos de nuestro próximo
trabajo.
Quisieron
acompañarle.
—¡Quedaos
aquí! —dijo K.
Pero
no cejaron en su empeño. K tuvo que repetir la orden con más severidad.
Barnabás ya no estaba en el pasillo, acababa de irse. Tampoco lo vio ante la
casa, y volvía nevar. Gritó:
—¡Barnabás!
No
hubo respuesta. ¿Acaso se encontraba aún en la casa? No parecía haber otra
posibilidad. No obstante, K volvió a gritar su nombre con todas sus fuerzas: el
nombre estalló en la oscuridad de la noche. Y desde la lejanía llegó una débil
respuesta, tan lejos se encontraba ya Barnabás. K respondió y fue a su
encuentro; en el lugar donde se encontraron ya no podían ser vistos desde la
posada.
—Barnabás
—dijo K, y no pudo evitar un temblor en su voz—, quería decirte algo más. Me he
dado cuenta de que no funcionaría bien si tuviese que depender de tus visitas
casuales si necesito algo del castillo. Si no te hubiese alcanzado ahora por
pura casualidad —aún creía que estabas en la casa—, quién sabe cuánto tendría
que haber esperado a tu próxima aparición.
—Puedes
pedirle al director —dijo Barnabás— que me envíe regularmente a las horas que
tú indiques.
—Tampoco
eso sería suficiente —dijo K—, tal vez no quiera decir nada en todo un año,
pero un cuarto de hora después de tu partida se me puede ocurrir algo
inaplazable.
—¿Debo
comunicar entonces a la dirección —dijo Barnabás— que entre ella y tú
establezca otra conexión además de la mía?
—No,
no —dijo K—, de ningún modo, menciono este asunto sólo de pasada, esta vez he
tenido suerte y he logrado alcanzarte.
—¿Quieres
que regresemos a la posada —dijo Barnabás— para que me puedas dar allí el nuevo
mensaje?
Ya
había dado un paso en dirección a la posada.
—Barnabás
—dijo K—, no es necesario, te acompañaré un poco.
—¿Por
qué no quieres ir a la posada? —preguntó Barnabás.
—La
gente me molesta allí —dijo K—. Ya has visto la impertinencia de los
campesinos.
—Podemos
ir a tu habitación —dijo Barnabás.
—Es
la habitación de las criadas —dijo K—, sucia y mal ventilada, para no quedarme
allí quería acompañarte un poco, sólo tienes que dejar —añadió K para superar
definitivamente sus dudas— que me apoye en ti, tú caminas con más seguridad.
Y
K se cogió de su brazo. Había una profunda oscuridad, no veía su rostro, su
figura era imprecisa, ya con anterioridad había intentado Palpar su brazo.
Barnabás
cedió y se alejaron de la posada. Sin embargo, K sintió que él, a pesar del
gran esfuerzo, no era capaz de mantener el paso de Barnabás, que impedía la
libertad de sus movimientos y que incluso en circunstancias normales todo tenía
que fracasar por ese detalle, y precisamente en una de las callejuelas como
aquella en la que K se había hundido en la nieve por la mañana y de la que sólo
podría salir llevado por Barnabás. Pero alejó esas preocupaciones y se consoló
con el silencio de Barnabás; si continuaban en silencio, entonces seguir caminando
podría constituir también para Barnabás la finalidad de su compañía.
Avanzaron,
pero K no sabía en qué dirección, no podía reconocer nada, ni siquiera sabía si
ya habían pasado la iglesia. Debido al esfuerzo que le causaba el simple hecho
de caminar, ocurrió que no podía dominar sus pensamientos. En vez de permanecer
fijos en su objetivo, se confundían. Una y otra vez emergió su lugar de origen
y los recuerdos de él le colmaron. También allí había una iglesia en la plaza
principal, en parte estaba rodeada por un viejo cementerio y éste a su vez por
un elevado muro. Pocos niños habían escalado ese muro, tampoco K había sido
capaz de escalarlo. No les impulsaba la curiosidad, el cementerio ya no tenía
para ellos ningún secreto, muchas veces habían entrado por su puerta enrejada,
era el elevado muro lo que querían superar. Una mañana —la plaza, silenciosa y
vacía, estaba inundada de luz, K nunca la había visto así y jamás la volvería a
ver—, le resultó sorprendentemente fácil; en un lugar donde otras veces había
fracasado con frecuencia, escaló el muro a la primera con una bandera entre los
dientes. Aún se desprendían piedras bajo él cuando ya estaba arriba. Desenrolló
la bandera, el viento desplegó el paño, miró hacia abajo y a su alrededor,
también sobre el hombro hacia las cruces hundidas en la tierra, nadie estaba en
ese momento y allí más alto que él. Casualmente pasó el maestro, obligó a K a
bajar con una mirada enojada y, al saltar, K se lesionó en la rodilla; sólo con
esfuerzo pudo regresar a casa, pero había estado en el muro, el sentimiento de
esa victoria le proporcionó seguridad para una larga vida, lo que no era del
todo absurdo, pues ahora, después de muchos años, vino en su ayuda en la noche
nevada caminando del brazo de Barnabás.
Se
sujetó a él con más fuerza, Barnabás casi le arrastraba, el silencio no se
interrumpió; del camino K sólo sabía que por el estado de la calle no se habían
desviado hacia una de esas callejuelas laterales. Se alabó por no detenerse
debido a la dificultad del camino o a la preocupación de tener que regresar;
para que, finalmente, le arrastrasen, aún alcanzarían sus fuerzas. ¿Podía ser
el camino infinito? Durante el día el castillo se había presentado ante él como
un fácil objetivo y el mensajero conocía con toda seguridad el camino más
corto.
Entonces
Barnabás se detuvo. ¿Dónde estaban? ¿No se podía seguir? ¿Se despediría
Barnabás de K? No le sería posible, K se sujetaba con tal fuerza del brazo de
Barnabás que casi le hacía daño. ¿O podía haber ocurrido lo increíble y se
encontraban ya en el castillo o ante sus puertas? Sin embargo, por lo que K
sabía, no habían ascendido en ningún momento. ¿O Barnabás le había conducido
por un camino que subía imperceptiblemente?
—¿Dónde
estamos? —preguntó K en voz baja, más a él mismo que al otro.
—En
casa —respondió Barnabás de la misma manera.
—¿En
casa?
—Ahora
ten cuidado, no vayas a resbalar. El camino desciende.
—¿Desciende?
—Sólo
son unos pasos —añadió, y ya estaba llamando a una puerta.
Abrió
una joven, se encontraban ante el umbral de una gran sala, casi en plena
oscuridad, pues sólo brillaba una diminuta lámpara de aceite sobre una mesa en
la parte trasera de la izquierda.
—¿Quién
viene contigo, Barnabás? —preguntó la muchacha.
—El
agrimensor —dijo él.
—El
agrimensor —repitió ella en voz alta mirando hacia la mesa. A continuación, se
levantaron de allí dos ancianos, hombre y mujer, y otra joven. Saludaron a K,
Barnabás le presentó a todos, eran sus padres y sus hermanas Olga y Amalia. K
apenas se fijó en ellos, le quitaron la chaqueta empapada para secarla en la
calefacción y K dejó que lo hicieran.
Así
pues, no ellos, sino Barnabás era quien estaba en su casa. Pero, ¿por qué
estaban allí? K se llevó a Barnabás aparte y dijo:
—¿Por
qué has venido a tu casa? ¿O es que vivís en el recinto del castillo?
—¿En
el recinto del castillo? —repitió Barnabás, como si no comprendiese a K.
—Barnabás
—dijo K—, tú querías ir de la posada al castillo.
—No,
señor —dijo Barnabás—, yo quería ir a casa, al castillo iré por la mañana
temprano, nunca duermo allí.
—Así
que —dijo K— no querías ir al castillo, sólo aquí —su sonrisa le pareció
lánguida, su apariencia deslucida—. ¿Por qué no me has dicho nada?
—No
me has preguntado —dijo Barnabás—. Querías darme un mensaje, pero ni en la
taberna ni en tu habitación, entonces pensé que me lo podrías dar en casa de
mis padres sin que nadie te molestase; se alejarán en seguida, si se lo
ordenas, también podrías pernoctar aquí si esto te gusta más. ¿No he hecho
bien?
K
no pudo responder. Había resultado ser un malentendido, un vulgar y banal
malentendido y K se había abandonado a él. ¿Se había dejado encantar por la
chaqueta sedosa, brillante y ajustada de Barnabás, que éste ahora se
desabrochaba y debajo de la cual aparecía una camisa basta, de un color gris
sucio, llena de remiendos sobre el poderoso y anguloso pecho de un siervo? Y
todo lo que le rodeaba no sólo estaba en sintonía con eso, sino que llegaba a
superarlo: el viejo padre gotoso, que avanzaba más gracias a sus manos que a
sus piernas rígidas; la madre con las manos dobladas en el pecho que, debido a
su volumen sólo podía dar pasos minúsculos; los dos, el padre y la madre,
habían abandonado su esquina desde que K había entrado y aún no le habían
alcanzado. Las hermanas, rubias, muy similares y también parecidas a Barnabás,
pero con rasgos más duros que él, jóvenes altas y fuertes, rodeaban a los
recién llegados y esperaban de K algunas palabras de saludo, él, sin embargo,
no podía decir nada, había creído que en aquel pueblo todos tenían importancia
para él y así era, sólo esa gente no le importaba en lo más mínimo . Si hubiese
sido capaz de regresar solo a la posada, se habría ido en seguida. La
posibilidad de ir con Barnabás por la mañana temprano al castillo no le
tentaba. Ahora, en la noche, inadvertido, habría querido penetrar en el
castillo, conducido por Barnabás, pero con el Barnabás que se le había
aparecido al principio, un hombre que le estaba más próximo que cualquier otro
de los que había visto allí hasta entonces, y del que había creído al mismo
tiempo que poseía estrechas conexiones con el castillo que iban más allá de su
rango visible. Sin embargo, con el hijo de esa familia, a la que pertenecía por
completo y con la que ya estaba sentado a la mesa, con un hombre que
significativamente ni siquiera podía dormir en el castillo, era imposible ir al
castillo en pleno día y cogido de su brazo, era un intento ridículo y
desesperado.
K
se sentó en un banco situado debajo de una ventana, decidido a pasar allí la
noche y a no reclamar de la familia ningún otro servicio. La gente del pueblo,
que le había echado o que tenía miedo de él, le parecía menos peligrosa, pues
le impulsaba a depender de sí mismo, le ayudaba a mantener concentradas sus
fuerzas; esos ayudantes aparentes, sin embargo, que en vez de al castillo le
conducían, gracias a una pequeña mascarada, a su familia, le apartaban de su
camino; lo quisieran o no, trabajaban en la destrucción de sus fuerzas. Ignoró
una llamada de invitación procedente de la mesa familiar, permaneciendo en el
banco con la cabeza hundida.
En
ese instante se levantó Olga, la más afable de las hermanas y, mostrando una
huella de confusión juvenil, se acercó a K y le pidió que le acompañase a la
mesa, en ella habían dispuesto pan y tocino e iría a traer cerveza.
—¿De
dónde? —preguntó K.
—De
la posada —dijo ella.
Eso
le convenía a K. Le pidió que no trajera cerveza pero que le acompañara hasta
la posada, pues aún tenía importantes trabajos que concluir. Sin embargo,
resultó que no quería ir tan lejos, a su posada, sino a otra más cercana, a la
señorial. A pesar de ello, K le pidió que le dejara acompañarla; tal vez,
pensó, podría encontrar allí una posibilidad para pernoctar; en todo caso lo
habría preferido a la mejor cama en esa casa. Olga no respondió en seguida, se
limitó a mirar hacia la mesa. El hermano se había levantado, asintió con la
cabeza y dijo:
—Si
el señor así lo desea.
Con
ese consentimiento, K casi estuvo a punto de retirar su petición, pues sólo
podía consentir algo carente de valor. Pero cuando a continuación se habló
sobre la posibilidad de que la posada admitiese a K y todos dudaron, insistió
en ir sin ni siquiera hacer el esfuerzo de fundamentar razonablemente su
petición; esa familia tenía que aceptarle tal como era: en cierto modo no
sentía ninguna vergüenza ante ellos. Sólo le desconcertaba un poco Amalia con
su mirada seria, directa e impávida, quizá también algo abúlica.
Durante
el corto camino a la posada —K se asió del brazo de Olga y ella le arrastró, no
podía ayudarse de otra manera, como lo había hecho su hermano—, supo que esa
posada sólo estaba destinada a los señores del castillo, que allí podían comer
o incluso pernoctar cuando tenían algo que hacer en el pueblo. Olga habló con K
en voz baja y confidencial: era agradable ir con ella, casi como con su
hermano; K se resistió a esa sensación de bienestar, pero terminó plegándose a
ella.
La
posada era exteriormente muy similar a la posada en que K vivía; en el pueblo
no había grandes diferencias externas, pero sí que podían advertirse en seguida
pequeñas: la escalera de entrada, por ejemplo, tenía una barandilla, habían
fijado un pequeño farol sobre la puerta, cuando entraron ondeó un paño sobre
sus cabezas, era una bandera con los colores condales. En el pasillo les salió
al encuentro el posadero, que al parecer se encontraba realizando una ronda de
inspección; con los ojos pequeños, examinadores o somnolientos, no se sabía muy
bien, miró fugazmente a K y dijo:
—El
señor agrimensor sólo puede llegar hasta el despacho de venta de consumiciones.
—Claro
—dijo Olga, intercediendo en seguida—, sólo me acompaña.
K,
sin embargo, desagradecido, se desprendió de Olga y se apartó con el posadero.
Olga, mientras tanto, esperó pacientemente al final del pasillo.
—Desearía
pernoctar aquí —dijo K.
—Por
desgracia, eso es imposible —dijo el posadero—. Parece desconocer que la casa
está exclusivamente destinada a los señores del castillo.
—Eso
lo puede decir el reglamento —dijo—, pero tiene que ser posible dejarme dormir
en algún rincón.
—Me
encantaría poder satisfacer su deseo —dijo el posadero—, pero aparte de la
severidad del reglamento, del que usted habla como un forastero, su deseo
resulta imposible de cumplir porque los señores son extremadamente sensibles;
estoy convencido de que son incapaces, al menos tomándolos desprevenidos, de
soportar la mirada de un extraño; si yo le dejase dormir aquí y por una
casualidad —y las casualidades siempre se producen del lado de los señores— le
descubrieran, no sólo estaría yo perdido, también usted lo estaría.
Sonaba
ridículo, pero era cierto. Ese señorón, abotonado hasta el cuello, que, con una
mano apoyada en la pared y la otra en la cadera, con las piernas cruzadas y un
poco inclinado hacia K, le hablaba en confianza, parecía no pertenecer al
pueblo, por más que su oscuro traje tuviese un aspecto solemne y pueblerino.
—Le
creo perfectamente —dijo K— y tampoco menosprecio la importancia del
reglamento: he debido de expresarme con imprecisión. Sólo quiero llamarle la
atención sobre algo, en el castillo tengo valiosas conexiones y las tendré aún
más valiosas, las cuales le aseguran contra todo peligro que pudiese ocasionar
mi estancia aquí y le garantizo que estoy en condiciones de agradecerle con
creces un pequeño favor.
—Lo
sé —dijo el posadero, y repitió una vez más—: Eso lo sé.
Ahora
K tendría que haber expresado su deseo con más intensidad, pero precisamente
esa respuesta del posadero le confundió, por eso se limitó a preguntar:
—¿Pernoctan
hoy aquí muchos señores del castillo?
—En
ese aspecto ésta es una noche ventajosa —dijo el posadero tentador en cierta
manera—, sólo se queda un señor.
K
no podía seguir insistiendo, pero tenía la esperanza de que lo admitiesen, así
que preguntó por el nombre del huésped.
—Klamm
—dijo el posadero de pasada, mientras se volvía hacia su esposa que apareció en
ese momento con un vestido extrañamente envejecido y usado, lleno de arrugas y
pliegues, pero de un estilo fino, de la ciudad. Quería llevarse al posadero,
pues el señor director deseaba algo. Pero antes de irse, el posadero se volvió hacia
K, como si no fuese él sino K quien tuviese que decidir sobre la posibilidad de
pernoctar allí. K, sin embargo, no pudo decir nada; precisamente la
circunstancia de que se hallase allí su superior lo había desconcertado; sin
poder aclarárselo a él mismo, no se sentía tan libre ante Klamm como frente al
castillo; ser descubierto por él no habría supuesto un susto en el sentido del
posadero, pero sí una situación desagradable, algo así como si le ocasionase
algún dolor a alguien a quien le debía agradecimiento; al mismo tiempo le
oprimió severamente advertir que en esa irresolución se mostraban las temidas
consecuencias de ser un subordinado, un trabajador, y que no era capaz, ni
siquiera allí, donde surgían, de luchar con ellas hasta eliminarlas. Permaneció
de pie, se mordió los labios y no dijo nada. Una vez más, antes de que el
posadero desapareciese por una puerta, éste le miró y K le devolvió la mirada,
pero no se movió de su sitio hasta que Olga vino y se lo llevó.
—¿Qué
querías del posadero? —preguntó Olga.
—Quería
pasar aquí la noche —dijo K.
—Pero
si vas a pernoctar en nuestra casa —dijo Olga maravillada.
—Sí,
claro —dijo K, y le confió la interpretación de esas palabras.
3
FRIEDA
Donde
se servían las bebidas, en una habitación grande, vacía en el centro, se
sentaban cerca de la pared, al lado de barriles y sobre ellos, algunos
campesinos, que, sin embargo, presentaban un aspecto diferente a los de la
posada de K. Eran más limpios y uniformes, vestidos con un paño basto de color
amarillo grisáceo, las chaquetas eran holgadas, los pantalones ceñidos. Eran
hombres pequeños, a primera vista muy parecidos, con rostros angulosos y
planos, pero al mismo tiempo de mejillas redondeadas. Todos parecían tranquilos
y apenas se movían, sólo con la mirada perseguían a los que habían entrado,
pero lentamente y con actitud indiferente. Sin embargo, como eran tantos y
reinaba tanto silencio, ejercieron en K cierto efecto. Volvió a tomar el brazo
de Olga para así aclarar a aquellos hombres su presencia. En una esquina se
levantó un hombre, un conocido de Olga, y quiso aproximarse a ella, pero K la
obligó a volverse en otra dirección con el brazo con el que se apoyaba. Nadie
salvo Olga lo pudo notar; ella lo toleró con una sonriente mirada de soslayo.
Una
jovencita de nombre Frieda les sirvió la cerveza. Una pequeña, rubia e
insignificante muchacha, con rasgos tristes y mejillas hundidas, que, sin
embargo, sorprendía por su mirada, una mirada de especial superioridad. Cuando
esa mirada recayó en K, le pareció como si esos ojos hubiesen solucionado ya
asuntos que le concernían y cuya existencia ni siquiera conocía, pero de cuya
existencia esa mirada le convenció. K no dejó de mirar de reojo a Frieda,
tampoco cuando habló con Olga. No parecían ser amigas, sólo intercambiaron
algunas palabras indiferentes. K quiso contribuir algo a la conversación y
preguntó cuando menos se esperaba:
—¿Conoce
al señor Klamm?
Olga
se rió.
—¿Por
qué te ríes? —preguntó K enojado.
—Pero
si no me río —dijo, y siguió riéndose.
—Olga
es aún una joven muy infantil —dijo K, y se inclinó sobre el mostrador para
atraer una vez más la mirada fija de Frieda.
Sin
embargo, ella la mantuvo baja y dijo en voz baja:
—¿Quiere
ver al señor Klamm?
K
se lo pidió. Ella señaló hacia una puerta situada a la izquierda, cerca de
donde se encontraban.
Allí
hay un pequeño agujero, puede mirar a través de él.
—¿Y
esta gente? —preguntó K.
Ella
levantó el labio inferior y se llevó a K hacia la puerta con una mano
increíblemente suave. A través del agujero, que se había realizado
ostensiblemente con objeto de observar, pudo abarcar casi toda la habitación. A
un escritorio en el centro de la habitación, en un redondo y cómodo sillón,
estaba sentado el señor Klamm iluminado intensamente por una bombilla que
colgaba ante él. Era un hombre de mediana estatura, gordo y torpe. El rostro
aún estaba terso, pero las mejillas caían un poco por efecto de la edad. Lucía
un largo bigote. Unos quevedos torcidos que reflejaban la luz ocultaban sus
ojos. Si el señor Klamm hubiese estado sentado completamente frente a la mesa,
K sólo habría podido ver su perfil, pero como había adoptado una posición
oblicua, le podía ver toda la cara. Klamm apoyaba el codo izquierdo en la mesa;
la mano derecha, que sostenía un cigarro, descansaba sobre la rodilla. Sobre la
mesa había una jarra de cerveza; como el borde de la mesa estaba elevado, K no
pudo ver bien si allí había documentos, a él le parecía que estaba vacía. Para
mayor seguridad le pidió a Frieda que mirase por el agujero y que le informase.
Como ella había estado hacía poco en la habitación, pudo confirmarle sin más
que no había ningún escrito. K le preguntó a Frieda si ya tenía que irse, pero
ella le dijo que podía seguir mirando todo el tiempo que quisiese. K se había
quedado solo con Frieda. Olga, como comprobó fugazmente, había encontrado el
camino hacia su conocido, estaba sentada sobre un barril y pataleaba.
—Frieda
—dijo K con un susurro—, ¿conoce bien al señor Klamm?
—Ah,
sí, muy bien —dijo.
Se
inclinó hacia K y arregló con actitud juguetona su blusa color crema que, como
ahora comprobaba K, era ligeramente escotada y colgaba de su pobre cuerpo como
algo ajeno. Entonces ella dijo:
—¿No
se acuerda de la risa de Olga?
—Sí,
la muy malcriada —dijo K.
—Bien
—dijo ella reconciliadora—, había motivos para reírse, usted preguntó si yo
conocía a Klamm, y soy… —aquí se enderezó involuntariamente y volvió a
dirigir su mirada victoriosa hacia K, aunque no guardase ninguna relación con
lo que se estaba hablando—, soy su amante.
—La
amante de Klamm —dijo K.
Ella
asintió con la cabeza.
—Entonces
usted es para mí —dijo K sonriendo para que no hubiese demasiada seriedad entre
ellos— una persona muy respetable.
—No
sólo para usted —dijo Frieda amigablemente, pero sin imitar su sonrisa.
K
tenía un remedio contra su altanería y lo empleó, al preguntarle:
—¿Ha
estado alguna vez en el castillo?
Pero
no resultó, porque ella respondió:
—No,
pero ¿acaso no es suficiente con estar aquí en el despacho de bebidas?
Era
evidente que su orgullo se había desbordado y precisamente quería cebarse en K.
—Cierto
—dijo K—, aquí, en la taberna, usted desempeña las funciones del posadero.
—Así
es —dijo ella—, y comencé como criada en la posada del puente.
—Con
esas manos tan suaves —dijo K con un tono medio interrogativo y no supo si se
limitaba a lisonjear o realmente había sido obligado por ella a hacerlo. Sus
manos, sin embargo, eran realmente pequeñas y suaves, aunque también podría
haberse dicho que eran delgadas e indiferentes.
—Nadie
se ha fijado nunca en ellas —dijo ella—, ni siquiera ahora…
K
la miró con actitud interrogadora, ella sacudió la cabeza y no quiso seguir
hablando.
—Usted
tiene, naturalmente —dijo K—, sus secretos y no hablará de ellos con alguien a
quien sólo conoce desde hace una hora y que aún no ha tenido la oportunidad de
contarle cuál es su situación.
Ésa
fue, como se demostró en seguida, una indicación inadecuada, era como si
hubiese despertado a Frieda de una agradable ensoñación, ella sacó de su
cartera de piel, que colgaba de su cinturón, un trozo de madera y tapó con él
el agujero en la pared, a continuación, y para ocultar su cambio de humor, le
dijo visiblemente forzada:
—En
lo que a usted concierne, lo sé todo, usted es el agrimensor.
Después
de una pausa añadió:
Ahora
tengo que trabajar.
Y
ocupó su puesto detrás del mostrador, mientras entre la gente se levantaba de
vez en cuando alguno para que ella le llenase la jarra vacía. K quería volver a
hablar con ella de forma discreta, así que tomó una jarra vacía de un estante y
se aproximó a ella.
—Sólo
una cosa más, señorita Frieda —dijo—. Resulta extraordinario, y se necesita una
gran energía para ascender de criada a camarera, pero ¿se puede decir que una
persona así ha alcanzado ya su meta? Ésta es una pregunta absurda. En sus ojos,
y no se ría de mí, señorita Frieda, no habla tanto la lucha pasada como la
futura. Pero las resistencias del mundo son grandes, se tornan más grandes
cuanto más grandes son los objetivos, y no supone ninguna vergüenza asegurarse
la ayuda de un hombre sin influencia pero igual de combativo. Tal vez podamos
hablar con tranquilidad, no aquí, donde se fijan en nosotros tantas miradas.
—No
sé qué pretende usted —dijo, y en el tono esta vez, contra su voluntad, no
parecían reflejarse las victorias de su vida, sino las infinitas decepciones—.
¿Acaso desea separarme de Klamm?
—¡Cielo
santo! Me ha leído el pensamiento —dijo K cansado de tanto recelo—.
Precisamente ésa era mi intención secreta. Usted debería abandonar a Klamm y
ser mi amante. Y ahora ya me puedo ir. ¡Olga! —exclamó K—. Nos vamos a casa.
Obediente,
Olga descendió del barril, pero no pudo desembarazarse en seguida de los amigos
que la rodeaban. Entonces dijo Frieda en voz baja, mirando a K con un aire
amenazador:
—¿Cuándo
puedo hablar con usted?
—¿Puedo
pernoctar aquí? —preguntó K.
—Sí
—dijo Frieda.
—¿Puedo
permanecer aquí?
—Salga
con Olga para que me deshaga de la gente. Después de un rato puede volver.
—Bien
—dijo K, y esperó impaciente a Olga.
Pero
los campesinos no la dejaban, habían inventado un baile cuya protagonista era
Olga; danzaban a su alrededor en corro y al lanzar un grito común salía uno del
corro, aferraba la cadera de Olga con una mano y la remolineaba; el corro
giraba cada vez más deprisa, los gritos, como resuellos hambrientos, se
tornaron paulatinamente en uno solo; Olga, que al principio había querido
romper el corro sonriente, se tambaleaba de mano en mano con el pelo suelto.
—Ésa
es la gentuza que me envían —dijo Frieda, y se mordió con ira sus finos labios.
—¿Quiénes
son? —preguntó K.
—Los
criados de Klamm —dijo Frieda—; una y otra vez los trae consigo y su presencia
me trastorna. Apenas sé de qué he hablado hoy con usted, señor agrimensor, si
fue de algo malo, perdóneme, la presencia de esa gente es la culpable: es lo
más despreciable y repugnante que conozco y a ellos les tengo que servir
cerveza. Cuántas veces le he tenido que pedir a Klamm que los envíe a casa; si
tengo que soportar a los criados de otros señores, al menos podría tener
consideración conmigo, pero todo ha sido en vano, una hora antes de su llegada
se abalanzan como el ganado en el establo. Pero ahora deben irse realmente al
establo, que es el sitio al que pertenecen. Si usted no estuviese aquí, abriría
violentamente la puerta y el mismo Klamm tendría que sacarlos de esta
habitación.
—Pero,
¿no los oye? —preguntó K.
—No
—dijo Frieda—, duerme.
—¿Cómo?
—exclamó K—. ¿Duerme? Cuando miré en la habitación aún estaba despierto y
sentado a la mesa.
—Así
se sienta siempre —dijo Frieda—, también cuando usted le vio estaba durmiendo.
¿Le hubiera dejado mirar en otro caso? Ésa era su posición para dormir, los
señores duermen mucho, apenas se puede comprender. Por lo demás, si no durmiese
tanto, ¿cómo podría soportar a esa gente? Pero ahora tendré que expulsarlos de
aquí yo misma. Cogió un látigo de una esquina y se acercó con un único salto,
elevado y algo inseguro, a los danzantes. Primero se volvieron hacia ella como
si fuese una nueva danzarina y, efectivamente, en un primer instante pareció
como si Frieda quisiese dejar caer el látigo, pero lo volvió a alzar.
—¡En
el nombre de Klamm —gritó—, al establo, todos al establo!
Entonces
comprobaron que iba en serio; con un miedo incomprensible para K comenzaron a
aglomerarse en la parte trasera, con el golpe del primero se abrió una puerta,
el aire nocturno penetró en la habitación, y todos desaparecieron con Frieda,
que al parecer los llevó por el patio hasta el establo. Pero en el silencio
repentino que invadió la sala, K oyó pasos en el pasillo. Para protegerse saltó
detrás del mostrador, era el único lugar donde podía esconderse; aunque no le
estaba prohibido permanecer en esa zona, quería pernoctar allí, así que debía
evitar que le vieran. Cuando la puerta se abrió, se deslizó en el interior. Que
le descubriesen allí no dejaba de ser peligroso, en todo caso la excusa de que
se había escondido allí de la furia de los campesinos no era inverosímil. Era
el posadero.
—¡Frieda!
—gritó, y se paseó varias veces por la habitación. Afortunadamente, Frieda
regresó pronto y no mencionó a K, sólo se quejó de los campesinos y se dirigió
al mostrador con la intención de encontrar a K, allí pudo K rozar su pie y a
partir de ese momento se sintió seguro. Como Frieda no mencionó a K, al cabo
tuvo que hacerlo el posadero.
—Y
¿dónde está el agrimensor? —preguntó.
Era
un hombre cortés y bien educado por el trato duradero y relativamente libre con
personas muy superiores a él, pero con Frieda hablaba empleando un tono
especialmente respetuoso, que llamaba la atención porque, a pesar de ello, en
la conversación no dejaba de ser el empleador frente a su empleada, además
frente a una empleada bastante audaz.
—He
olvidado por completo al agrimensor —dijo Frieda, y puso su pequeño pie en el
pecho de K—. Se ha debido de ir hace tiempo.
—Pero
yo no le he visto —dijo el posadero— y he estado casi todo el tiempo en el
pasillo.
Aquí
no está —dijo Frieda con indiferencia.
—A
lo mejor se ha escondido —dijo el posadero—, después de la impresión que me ha
dejado, le considero capaz de eso y de otras cosas.
—No
creo que tenga esa osadía —dijo Frieda, y presionó aún más su pie contra K.
Había
algo alegre y libre en su ser que K no había advertido antes y ese rasgo se
apoderó increíblemente de ella cuando de repente, y riéndose, dijo:
—A
lo mejor está escondido aquí debajo —se agachó hacia K y lo besó fugazmente
para levantarse al instante y decir con un tono triste:
—No,
no está aquí.
Pero
también el posadero dio motivo de sorpresa cuando dijo:
—Para
mí es muy desagradable no poder decir con seguridad que se ha ido. No sólo se
trata del señor Klamm, sino del reglamento. Pero el reglamento, señorita
Frieda, me afecta a mí tanto como a usted. Usted se hace responsable de esta
sala, yo mismo registraré el resto de la casa. ¡Buenas noches! ¡Que duerma
bien!
Aún
no había salido de la habitación, cuando Frieda apagó la luz y ya estaba al
lado de K debajo del mostrador.
—¡Amado
mío! ¡Mi dulce amado! —susurró, pero ni siquiera rozó a K, como inconsciente de
amor yacía sobre la espalda con los brazos extendidos; el tiempo era infinito
para su amor afortunado y suspiró, más que cantó, una canción. Luego se
sobresaltó, pues K estaba sumido en sus pensamientos, y comenzó a arrastrarse
hacia él como si fuera una niña:
—Ven,
aquí se asfixia uno.
Se
abrazaron, el pequeño cuerpo ardía en las manos de K, rodaron sumidos en una
inconsciencia de la que K intentó en vano liberarse; unos metros más allá
chocaron con la puerta de Klamm provocan do un ruido sordo y allí yacieron
sobre un charco de cerveza y rodeados de otra basura de la que el suelo estaba
cubierto. Allí transcurrieron horas, horas de un aliento común, de latidos
comunes, horas en las que K tuvo la sensación de perderse o de que estaba tan
lejos en alguna tierra extraña como ningún otro hombre antes que él, una tierra
en la que el aire no tenía nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse
de nostalgia y ante cuyas disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa
que continuar, seguir perdiéndose. Y para él, al menos en un principio, no
supuso ningún susto, sino un consolador amanecer, cuando alguien llamó a Frieda
desde la habitación de Klamm con una voz profunda, entre indiferente y
autoritaria.
—Frieda
—dijo K en el oído de Frieda y transmitió la llamada.
Con
una obediencia innata Frieda quiso levantarse de un salto, pero entonces se
acordó de dónde estaba, se estiró, rió en silencio y dijo:
—No,
no iré, nunca más iré con él.
K
quiso contradecirla, quiso impulsarla a que fuese con Klamm, comenzó a buscar
con ella los restos de su blusa, pero no pudo decir nada, estaba demasiado
feliz de tener a Frieda en sus brazos, demasiado feliz y a un mismo tiempo
asustado, pues le parecía que si Frieda le abandonaba, le abandonaba todo lo
que tenía. Y como si Frieda se hubiese fortalecido con la aquiescencia de K,
golpeó con su puño en la puerta y gritó:
—¡Estoy
con el agrimensor! ¡Estoy con el agrimensor!
Entonces
Klamm se calló. Pero K se levantó, se arrodilló junto a Frieda y miró a su
alrededor en la penumbra del amanecer.
¿Qué
había ocurrido? ¿Dónde estaban sus esperanzas? ¿Qué podía esperar de Frieda que
había traicionado todo? En vez de avanzar con la mayor precaución como
correspondía a la magnitud del enemigo y del objetivo, se había solazado allí
durante toda la noche sobre restos de cerveza, cuyo olor llegaba a aturdir.
—¿Qué
has hecho? —dijo ante sí—. Estamos perdidos.
—No
—dijo Frieda—, sólo yo estoy perdida, pero te he ganado a ti. Tranquilízate,
pero escucha cómo se ríen los dos.
—¿Quién?
—preguntó K, y se volvió.
En
el mostrador estaban sentados sus dos ayudantes, un poco somnolientos, pero alegres:
era la alegría que da el fiel cumplimiento del deber.
—¿Qué
queréis aquí? —gritó K como si fuesen culpables de todo, y buscó a su alrededor
el látigo que Frieda había tenido por la noche.
—Teníamos
que buscarte —dijeron los ayudantes—, como no regresaste con nosotros a la
posada, te buscamos en casa de Barnabás y finalmente te encontramos aquí: hemos
estado aquí sentados toda la noche. El trabajo no es fácil.
—Os
necesito durante el día, no por la noche —dijo K—. ¡Largaos de aquí!
—Ya
es de día —dijeron, y no se movieron.
Realmente
era de día, las puertas del patio se abrieron, los campesinos inundaron la sala
con Olga, a la que K había olvidado por completo. Olga estaba animada como por
la noche, por más que su pelo y su vestido estuviesen desordenados; sus ojos
buscaron a K desde que apareció en la puerta.
—¿Por
que no viniste a casa conmigo? —dijo ella casi llorando—. ¡Por una criada como
ésa! —y repitió esa exclamación varias veces.
Frieda,
que había desaparecido por un instante, regresó con un hatillo. Olga se apartó
con tristeza.
Ahora
ya nos podemos ir —dijo Frieda.
Era
evidente que se refería a la posada del puente, ése era el lugar al que quería
ir. K iba acompañado de Frieda y, a continuación, los ayudantes: ésa era la
comitiva. Los campesinos mostraron desprecio por Frieda, era comprensible
porque ella hasta ese momento los había dominado con severidad: uno de ellos
incluso tomó un bastón e hizo como si no quisiese dejarla irse hasta que no
hubiese saltado sobre él, pero su mirada bastó para ahuyentarlo. Afuera, en la
nieve, K pudo respirar algo: la alegría de estar al aire libre era tan grande
que esta vez le pareció soportable la dificultad del camino, aunque si K
hubiese estado solo, habría ido mejor. Al llegar a la posada, se dirigió directamente
a su habitación y se echó en la cama; Frieda preparó un lecho en el suelo y los
ayudantes entraron en la habitación, fueron expulsados, volvieron a entrar por
la ventana y K se mostró demasiado cansado para expulsarlos de nuevo. La
posadera vino en persona para saludar a Frieda y fue llamada «madrecita» por
ésta, se produjo un saludo efusivo incomprensible con besos y largos abrazos.
En la habitación no había apenas tranquilidad, con frecuencia entraron también
las criadas alborotando con sus botas masculinas ya fuese para traer o para
recoger algo. Si necesitaban cualquier cosa de la cama, llena de los objetos
más dispares, no dudaban en sacarlas sin consideración a K. A Frieda la
saludaron como si fuese una de ellas. A pesar de todas esas molestias, K
permaneció en cama durante todo el día y la noche. De vez en cuando Frieda le
tendía la mano. Cuando finalmente se levantó al día siguiente, recuperado por
el descanso, ya era su cuarto día en el pueblo.
4
CONVERSACIÓN
CON LA POSADERA
Le
habría gustado hablar confidencialmente con Frieda, pero los ayudantes, con
quienes, por lo demás, Frieda reía y bromeaba de vez en cuando, se lo impedían
con su impertinente presencia. Desde luego no se podía decir que fuesen
exigentes, se habían instalado en el suelo, sobre dos faldas viejas; su
ambición, como le repitieron a Frieda, consistía en no molestar a K y en ocupar
el mínimo espacio posible; a este respecto, si bien es cierto que sin dejar de
susurrar y soltar risitas medio ahogadas, doblaban brazos y piernas, se
acurrucaban el uno junto al otro y en la penumbra sólo se veía un gran ovillo.
Sin embargo, se apreciaba muy bien que con la luz del día se convertían en
observadores atentos, siempre mirando fijamente a K, ya fuese empleando sus
manos como telescopios al igual que los niños en sus juegos y realizando otras
cosas absurdas, o sólo parpadeando mientras parecían ocupados en el cuidado de
sus barbas, a las que atribuían una gran importancia, comparándolas
innumerables veces en su longitud y densidad y dejando que Frieda las juzgase.
K miraba frecuentemente desde su cama con completa indiferencia los manejos de
los tres.
Cuando
se sintió lo suficientemente fuerte para abandonar la cama, los tres se
apresuraron a servirle. No obstante, aún no estaba tan fuerte como para poderse
defender de su celo, notó que por ello se veía sometido a cierta dependencia
que podía tener consecuencias perjudiciales, pero no tenía más remedio que
dejarlo estar. Tampoco fue muy desagradable tomarse en una mesa bien puesta el
buen café que Frieda había traído, calentarse al lado de la calefacción que
Frieda había encendido, hacer que los ayudantes impulsados por su celo e
ineptitud bajasen y subiesen las escaleras diez veces para traer agua, jabón,
un peine y un espejo, y, una última vez, porque K había expresado el deseo en
voz baja de querer un vasito de ron.
En
medio de todo ese ordenar y servir, K, más como resultado de su bienestar que
de la esperanza de éxito, dijo:
—Salid
ahora los dos, por el momento no necesito nada y quiero hablar a solas con la
señorita Frieda.
Y
cuando no vio en sus rostros ninguna señal de resistencia, aún les dijo para
resarcirlos:
—Luego
nos iremos los tres a ver al alcalde, me podéis esperar abajo en la taberna.
Por
extraño que parezca le obedecieron, sólo que antes de salir dijeron:
—También
podríamos esperar aquí.
K
respondió:
—Lo
sé, pero no quiero.
A
K le pareció enojoso, aunque también, en cierto sentido, favorable, que Frieda
(quien, una vez que habían salido los ayudantes, se había sentado sobre las
rodillas de K), le dijese:
—¿Qué
tienes, cariño, contra los ayudantes? Ante ellos no debemos tener ningún
secreto. Son fieles.
—¡Ah!,
conque fieles —dijo K—, me espían continuamente, su conducta es absurda y
repugnante.
—Creo
entenderte —dijo ella, se colgó de su cuello y quiso decir algo más pero no
pudo seguir hablando y, como el sillón estaba cerca de la cama, oscilaron sobre
ella y cayeron. Allí yacieron, pero no tan entregados como la noche anterior.
Ella buscaba algo y él buscaba algo, furiosos, dibujándose extrañas muecas en
sus rostros; buscaban horadando el pecho del otro con la cabeza, y sus abrazos
y sus cuerpos violentamente entrelazados no les hacían olvidar, sino que les
recordaban el deber de buscar; como perros desesperados que escarban en el
suelo, así escarbaban en sus cuerpos e, irremediablemente decepcionados, para
sacar algún resto más de felicidad, deslizaron sus lenguas por el rostro ajeno.
Sólo el cansancio logró calmarlos y que se mostrasen mutuamente agradecidos.
Entonces llegaron las criadas.
—Mira
cómo están echados ahí —dijo una de ellas, y arrojó un trapo sobre ellos por
compasión.
Cuando
más tarde K se liberó del trapo y miró a su alrededor, comprobó —no le asombró
nada— que sus ayudantes volvían a estar en su esquina, amonestándose mutuamente
con seriedad mientras señalaban a K con el dedo y le saludaban, pero, además,
la posadera estaba sentada al lado de la cama y remendaba un calcetín, una
pequeña labor que no se compaginaba con su figura enorme que casi oscurecía la
habitación.
—Estoy
esperando desde hace tiempo —y alzó su rostro ancho y surcado de arrugas,
aunque en general daba la extraña sensación de ser liso y quizá, en otro
tiempo, hermoso. Las palabras sonaron como un reproche, un reproche
inconveniente, pues K no había solicitado que acudiese. Se limitó a constatar
con la cabeza sus palabras y se incorporó. También Frieda se levantó, pero
abandonó a K y se apoyó en el sillón donde estaba sentada la posadera.
—Señora
posadera —dijo K distraído—, ¿no puede esperar eso que me quiere decir hasta
que regrese de ver al alcalde? Tengo una importante entrevista con él.
—Esto
es más importante, créame señor agrimensor —dijo la posadera—, allí se trata
probablemente sólo de un trabajo, aquí de un ser humano, de Frieda, mi querida
sirvienta.
—¡Ah,
ya! —dijo K—, entonces no entiendo por qué no nos deja ese asunto a nosotros
dos.
—Por
amor e inquietud —dijo la posadera, y atrajo hacia sí la cabeza de Frieda,
quien, de pie, sólo llegaba al hombro de la posadera sentada.
—Como
Frieda tiene tanta confianza en usted —dijo K—, no puedo hacer otra cosa. Y
como Frieda ha llamado hace poco fieles a mis ayudantes, estamos entre amigos.
Así que le puedo decir, señora posadera, que considero lo mejor que Frieda y yo
nos casemos y, además, lo más pronto posible. Por desgracia no podré compensar
a Frieda de lo que ha perdido: el puesto en la posada de los señores y la
amistad de Klamm.
Frieda
levantó su rostro, sus ojos estaban llenos de lágrimas, en ellos no había nada
de un sentimiento de victoria.
—¿Por
qué yo? ¿Por qué he sido yo la elegida?
—¿Cómo?
—preguntaron K y la posadera a un mismo tiempo.
—Está
confusa, pobre hija —dijo la posadera—, confusa por la coincidencia de tanta
felicidad y desgracia.
Y
como confirmación de esas palabras Frieda se precipitó sobre K, le besó con
pasión, como si no hubiese nadie más en la habitación y cayó después de
rodillas, llorando y abrazándole. Mientras acariciaba el cabello de Frieda, K
preguntó a la posadera:
—¿Me
da usted la razón?
—Usted
es un hombre de honor —dijo la posadera, también a ella se le notaba la emoción
en la voz, parecía algo decaída y respiraba con dificultad; no obstante, aún
encontró la fuerza para decir:
—Ahora
habrá que pensar en algunas garantías que usted debe dar a Frieda, pues por muy
grande que sea el respeto que le tengo, usted sigue siendo un forastero, no
puede remitirse a nadie, su situación doméstica es aquí desconocida, así que
las garantías son necesarias, eso lo comprenderá, señor agrimensor, usted mismo
ha destacado lo que Frieda perderá al unirse a usted.
—Por
supuesto, garantías, naturalmente —dijo K—, lo mejor es que todo se haga ante
un notario, pero quizá otros organismos administrativos del condado también se
inmiscuyan. Por lo demás, antes de la boda tengo un asunto que resolver. Tengo
que hablar con Klamm.
—Eso
es imposible —dijo Frieda, levantándose un poco y apretándose contra K—. ¡Qué
ocurrencia!
—Tiene
que ser —dijo K—, si me resulta imposible a mí, tendrás tú que conseguirlo.
—No
puedo, K, no puedo —dijo Frieda—, Klamm no hablará nunca contigo. ¿Cómo puedes
creer que Klamm hablará contigo?
—¿Hablaría
contigo? —preguntó K.
—Tampoco
—dijo Frieda—, ni contigo ni conmigo, eso es imposible.
Se
volvió hacia la posadera con los brazos extendidos.
—Vea,
señora posadera, lo que reclama.
—Usted
es una persona peculiar, señor agrimensor —dijo la posadera, y K quedó
horrorizado al ver cómo estaba sentada, recta, con las piernas abiertas, las
poderosas rodillas marcándose en la fina falda—. Usted pide algo imposible.
—¿Por
qué es imposible? —preguntó K.
—Se
lo explicaré —dijo la posadera en un tono como si esa aclaración no fuese un
último favor sino ya la primera pena que imponía—, estaré encantada de
explicárselo. Cierto, yo no pertenezco al castillo, y soy sólo una mujer, y sólo
una posadera, aquí, en una posada de última categoría —bueno, no es de última
categoría, pero casi—, y así es posible que no atribuya mucha importancia a mi
aclaración, pero durante toda mi vida he mantenido los ojos bien abiertos y he
conocido a mucha gente y yo sola he llevado todo el peso de la economía, pues
mi esposo es un buen hombre, pero no un posadero, y jamás comprenderá lo que
significa asumir la responsabilidad. Usted, por ejemplo, debe a su negligencia
—en aquella noche yo estaba completamente agotada que siga en el pueblo, que
esté aquí sentado tan cómoda y pacíficamente en la cama.
—¿Cómo?
—dijo K, despertando de su distracción, más excitado por la curiosidad que por
el enojo.
—Sólo
lo debe a su negligencia —exclamó una vez más la posadera señalando a K con el
dedo índice.
Frieda
intentó apaciguarla.
—¿Qué
quieres tú? —dijo la posadera con un rápido giro de todo su cuerpo—, el señor
agrimensor me ha preguntado y debo responderle. No hay otra forma de que
comprenda lo que a nosotros nos resulta evidente: que el señor Klamm jamás
hablará con él, pero qué digo, que jamás podrá hablar con él. Escúcheme, señor
agrimensor, el señor Klamm es un señor del castillo, eso ya significa por sí
mismo, al margen de su otra posición, un rango muy elevado. Pero, ¿qué es
usted, cuyo consentimiento para la boda buscamos tan humildemente? Usted no
pertenece al castillo, no es del pueblo, usted es un don nadie. Por desgracia,
sin embargo, usted es algo: un forastero, uno que siempre resulta superfluo y
siempre está en camino, uno por quien siempre se producen trastornos, por cuya
causa hay que esconder a las criadas, cuyas intenciones son desconocidas, uno
que ha seducido a nuestra pequeña y querida Frieda y al que hay que dársela,
por desgracia, como esposa. A causa de todo esto no le hago en el fondo ningún
reproche. Usted es lo que es; ya he visto mucho en mi vida como para no
soportar ahora esta situación. Sin embargo, imagínese lo que está pidiendo. Un
hombre como Klamm debe hablar con usted. Con dolor he oído que Frieda le ha
dejado mirar por el agujero de la pared, ya cuando lo hizo había sido seducida
por usted. Dígame, ¿cómo ha podido soportar la mirada de Klamm? No tiene por
qué responder, lo sé, la ha soportado muy bien. Usted no es capaz de ver
realmente a Klamm, esto no es envanecimiento por mi parte, pues yo tampoco soy
capaz. Klamm debería hablar con usted, pero él ni siquiera habla con la gente
del pueblo, nunca ha hablado con alguien del pueblo. La gran distinción de
Frieda, que será mi orgullo hasta la muerte, consistía en que al menos solía
pronunciar su nombre, en que ella podía dirigirle la palabra cuando quería y
recibía el permiso para mirar por el agujero de la pared, pero él tampoco ha
hablado con ella. Y que llamase a Frieda de vez en cuando, no debe tener el
significado que a uno le gustaría atribuirle, él se limitaba a pronunciar el
nombre de Frieda. Pero ¿quién conoce sus intenciones? Que Frieda, naturalmente,
acudiese deprisa, era asunto suyo, y que la dejasen presentarse ante él sin oponerse,
se debía a la bondad de Klamm, pero no se puede afirmar que la hubiese llamado.
Ahora es cierto que todo eso se ha acabado para siempre. Tal vez Klamm vuelva a
pronunciar el nombre de Frieda, es posible, pero ya no la dejarán entrar, a
ella, a una muchacha que es su prometida. Y hay una cosa, una sola cosa que no
comprendo con mi pobre cabeza, que una joven, de la que se decía era la amante
de Klamm —dicho sea de paso, considero esta expresión algo exagerada— se dejase
rozar por usted.
—Cierto,
eso es extraño —dijo K, y colocó a Frieda, que se sometió con la cabeza
inclinada, sobre sus rodillas—, eso demuestra, según creo, que no toda la
situación es como usted la describe. Así, por ejemplo, usted tiene razón cuando
dice que yo ante Klamm soy un don nadie, y si ahora exijo hablar con Klamm y no
me dejo influir por sus explicaciones, con eso aún no se ha dicho que sea capaz
de soportar la mirada de Klamm sin la puerta interpuesta y que no correré en
cuanto esté en su presencia. Pero ese temor, aunque fundado, para mí no supone
un motivo para no aventurarme a afrontarlo. Si me resulta posible soportarlo,
entonces es necesario que hable conmigo, me basta si puedo comprobar la
impresión que le hacen mis palabras y si no le hacen ninguna o ni siquiera las
escucha, habré sacado el beneficio de haber hablado libremente ante un
poderoso. Usted, sin embargo, señora posadera, con todos sus conocimientos
humanos y de la vida, y Frieda, que aún ayer era la amante de Klamm —no veo
ningún motivo para cambiar de término—, me podrían facilitar la entrevista con
Klamm, si no es posible de otra manera, entonces en la posada de los señores,
quizá aún siga hoy allí.
—Es
imposible —dijo la posadera—, y ya veo que le falta la capacidad de
comprenderlo. Pero díganos, ¿de qué quiere hablar con Klamm?
—Sobre
Frieda naturalmente —dijo K.
—¿Sobre
Frieda? —dijo la posadera con incomprensión y se volvió hacia Frieda—. ¿Has
oído, Frieda? Sobre ti quiere hablar con Klamm, ¡con Klamm!
—¡Ay!
—dijo K—, usted es, señora posadera, una mujer tan lista y respetable y, sin
embargo, la asusta cualquier pequeñez. Así es, quiero hablar con él de Frieda,
eso no es tan terrible, sino más bien evidente. Pues se equivoca con toda
seguridad si cree que Frieda, desde el instante en el que yo aparecí, se ha
convertido en algo insignificante para Klamm. Le menosprecia si es eso lo que
cree. Pienso que resulta presuntuoso por mi parte querer instruirla a este
respecto, pero lo tengo que hacer. Por mi causa no ha podido alterarse nada en
la relación de Klamm con Frieda. O no existía ninguna relación esencial —eso es
lo que dicen aquellos que no le quieren dar el nombre honorífico de amante a
Frieda—, por lo que hoy tampoco existiría, o sí existía, entonces ¿cómo podría
perturbarla una persona como yo, quien, como ha dicho certeramente, es un don
nadie a los ojos de Klamm? Esas cosas se creen en el primer instante del susto,
pero la más pequeña reflexión debe ponerlas en su sitio. Por lo demás, dejemos
que Frieda exprese su opinión sobre el asunto.
Con
una mirada perdida en la lejanía, la mejilla apoyada en el pecho de K, Frieda
dijo:
—Es
como madre dice: Klamm no quiere saber nada más de mí. Pero, ciertamente, no
porque llegaras tú, querido, nada parecido podría haberle conmocionado. Creo
que fue obra suya que nos encontrásemos bajo el mostrador, esa hora fue
bendecida y no maldita.
—Si
es así —dijo K lentamente, pues las palabras de Frieda habían sido dulces y él
había cerrado los ojos unos segundos para dejarse invadir por esas palabras—,
si es así, aún hay menos motivos para temer una entrevista con Klamm.
—Verdaderamente
—dijo la posadera mirándolo desde arriba—, me recuerda a veces a mi esposo,
usted es tan obstinado e ingenuo como él. Lleva dos días en el pueblo y ya cree
saberlo todo mejor que sus habitantes, mejor que yo, una mujer ya mayor, y que
Frieda, que tanto ha visto y oído en la posada de los señores. No niego que
alguna vez sea posible lograr algo contra los reglamentos o contra la
costumbre, por mi parte no he visto algo parecido, pero según dicen hay
ejemplos de ello, puede ser, pero entonces con toda certeza no ocurre de la
manera en que usted pretende hacerlo: diciendo continuamente que no, guiándose
sólo por su propia tozudez y pasando por alto los consejos bienintencionados.
¿Acaso cree que usted es el objeto de mi inquietud? ¿Me he ocupado de usted
mientras estaba solo? ¿A pesar de que hubiese sido conveniente y se hubiese
podido evitar algo? Lo único que le dije entonces a mi esposo fue: «Mantente
alejado de él». Estas palabras deberían haber mantenido su validez también para
mí en el día de hoy, si el destino de Frieda no estuviese involucrado. A ella
le debe —le guste o no— mi atención, sí, incluso mi consideración. Y no puede
simplemente rechazarme ya que usted es responsable ante mí, la única que cuida
a la pequeña Frieda con atención maternal. Es posible que Frieda tenga razón y
que todo lo que ha ocurrido haya sido la voluntad de Klamm, pero de Klamm no sé
nada, jamás hablaré con él, para mí es completamente inalcanzable. Usted, sin
embargo, se sienta aquí, tiene en sus manos a mi Frieda y —por qué debería
callarlo— también está en mis manos. Sí, en mis manos, pues intente si no,
joven, si le echo de casa, buscar un alojamiento en el pueblo, aunque sea en
una caseta de perro.
—Gracias
—dijo K—, ésas son palabras sinceras y las creo. Tan insegura es entonces mi
posición y, por tanto, la de Frieda.
—¡No!
—gritó la posadera furiosa—. La posición de Frieda no tiene a ese respecto nada
que ver con la suya. Frieda pertenece a mi casa y nadie tiene el derecho de
llamar insegura su posición aquí.
—Bueno,
bueno —dijo K—, también le doy la razón en eso, especialmente porque Frieda,
por motivos desconocidos, parece tenerle demasiado miedo para injerirse.
Sigamos tratando provisionalmente sólo mi caso. Mi posición es extremadamente
insegura, eso no lo niega, sino que más bien se esfuerza en demostrarlo. Como
ocurre con todo lo que dice, esto es en su mayor parte cierto, pero no del
todo. Así, sé de un buen alojamiento que estaría dispuesto para mí.
—¿Dónde?
¿Dónde? —exclamaron Frieda y la posadera tan simultáneamente y con tanta
codicia como si tuviesen los mismos motivos para sus preguntas.
—En
casa de Barnabás —dijo K.
—¡Esas
granujas! —exclamó la posadera—. ¡Esas taimadas granujas! ¡En casa de Barnabás!
¿Lo habéis oído? —y se volvió hacia la esquina donde se encontraban los
ayudantes, pero éstos ya hacía tiempo que se habían levantado y estaban detrás
de la posadera cogidos del brazo; ella, ahora, como si necesitase un apoyo,
cogió la mano de uno de ellos—. ¿Habéis oído dónde las corre el señor? ¡En la
familia de Barnabás! Es cierto, ahí recibirá un alojamiento, ¡ay!, habría sido
mejor que lo hubiese conseguido allí y no en la posada de los señores. Y ¿dónde
pasasteis vosotros la noche?
—Señora
posadera—dijo K antes de que respondiesen los ayudantes—, se trata de mis
ayudantes, pero así los trata como si fueran sus ayudantes y mis vigilantes. En
cualquier otra cosa estoy dispuesto, al menos, a discutir cortésmente sobre sus
opiniones, pero no respecto a mis ayudantes, pues aquí el asunto está claro.
Por esto le pido que no hable con mis ayudantes, y si mi solicitud no bastase
les prohibo a mis ayudantes que la contesten.
—Así
que no puedo hablar con vosotros —dijo la posadera, y los tres se rieron, la
posadera, sin embargo, de forma burlona y con más suavidad de la que K había
esperado; los ayudantes en su forma acostumbrada, significándolo todo y nada,
rechazando cualquier responsabilidad.
—No
te enojes —dijo Frieda—, tienes que comprender correctamente nuestra
excitación. Si se quiere, en realidad debemos nuestro encuentro a Barnabás.
Cuando te vi por primera vez en el mostrador —entraste del brazo de Olga— ya
sabía algo sobre ti, pero en general me eras por completo indiferente. Pero no
sólo tú me eras indiferente, casi todo, casi todo me era indiferente. Estaba
insatisfecha con muchas cosas y algo me producía enojo, pero ¿qué clase de
insatisfacción y de enojo? Por ejemplo, uno de los huéspedes me molestó en el
mostrador—siempre estaban detrás de mí, ya viste a aquellos tipos, pero venían
más enojosos, el servicio de Klamm no era de lo peor—, así pues, uno de ellos
me molestó, ¿qué significaba eso para mí? Para mí era como si hubiese ocurrido
hace muchos años o como si no me hubiese ocurrido a mí o como si hubiese
escuchado cómo lo contaban o como si ya lo hubiese olvidado. Pero no lo puedo
describir, ni siquiera me lo puedo imaginar más, tanto han cambiado las cosas
desde que he abandonado a Klamm.
Y
Frieda interrumpió su relato, inclinó con tristeza la cabeza y mantuvo las
manos dobladas sobre el regazo.
—Ve
usted —exclamó la posadera, y lo hizo como si no hablase ella misma sino que
prestase su voz a Frieda, luego se acercó más y se sentó al lado de ella—, se
da cuenta ahora, señor agrimensor, de cuáles han sido las consecuencias de su
comportamiento; y también sus ayudantes, con los que no puedo hablar, pueden
aprender de esta situación. Usted ha arrancado a Frieda del estado de máxima
felicidad que se le podía dar y le ha sido posible porque Frieda, con su
exagerada e infantil compasión, no pudo soportar que entrase colgado del brazo
de Olga y que pareciese entregado a la familia de Barnabás. Le ha salvado y al
hacerlo se ha sacrificado. Y ahora que ya ha ocurrido y que Frieda ha cambiado
todo lo que tenía por la felicidad de sentarse sobre sus rodillas, ahora viene
usted y presenta como su gran triunfo que una vez tuvo la posibilidad de poder
pernoctar en la casa de Barnabás. Con eso quiere demostrar que usted es
independiente de mí. Cierto, si realmente hubiese pernoctado en casa de
Barnabás, sería tan independiente de mí que tendría que abandonar mi casa al
instante y de la forma más rápida.
—No
conozco los pecados de la familia de Barnabás —dijo K mientras Frieda, que
estaba como inánime, se incorporaba cuidadosamente, se sentaba en la cama y
terminaba por levantarse—. Quizá tenga usted razón en lo que dice, pero con
certeza tenía yo razón cuando le pedí que nos dejase a Frieda y a mí resolver
nuestros propios asuntos. Usted mencionó algo de amor y preocupación, de ello
no he vuelto a notar nada, sí, sin embargo, de odio, escarnio y expulsión de la
casa. Si se le había ocurrido apartar a Frieda de mí o a mí de Frieda, lo ha
intentado con gran habilidad, pero me parece que no lo logrará y, si lo lograse
—permítame por una vez pronunciar una oscura amenaza—, lo lamentará
amargamente. En lo que se refiere al alojamiento que me ha brindado —con esas
palabras parece referirse a este repugnante agujero— no resulta del todo seguro
que lo haya puesto a mi disposición por propia voluntad, más bien me parece que
existe una instrucción al respecto de la administración condal. Comunicaré allí
que me han desahuciado de la posada y si me conceden otro alojamiento entonces
podrá ya respirar con libertad, y yo con mayor profundidad. Y ahora me voy a
ver al alcalde con motivo de éste y de otros asuntos. Ocúpese al menos, por
favor, de Frieda, a quien ya ha maltratado lo suficiente con sus sermones
maternales.
A
continuación, se volvió hacia sus ayudantes.
—Venid
—dijo, quitó la carta del clavo y se dispuso a salir.
La
posadera había permanecido en silencio, pero en cuanto K Puso la mano en el
picaporte, dijo:
—Señor
agrimensor, aún me queda algo por decirle antes de que se ponga en camino, pues
diga lo que quiera y me insulte como me insulte, a mí, a una mujer ya anciana,
sigue siendo el futuro esposo de Frieda. Sólo por eso le digo que ignora por
completo la situación que se le presenta aquí; a una le zumba la cabeza cuando
le oye y cuando compara lo que dice y piensa con la realidad. No se puede
arreglar esa ignorancia de una vez y quizá no se pueda nunca, pero hay muchas
cosas que pueden mejorar si me cree aunque sólo sea un poco y mantiene presente
el hecho de esa ignorancia. Entonces, por ejemplo, se volverá en seguida más justo
conmigo y comenzará a sospechar la magnitud del susto que he sufrido —cuyos
efectos aún padezco— cuando me he dado cuenta de que mi querida pequeña ha
abandonado, en cierta manera, al águila, para unirse a la culebra ciega, aunque
la relación real sea mucho peor y tenga que intentar olvidarla continuamente,
sino no podría hablar con usted una palabra con tranquilidad. Pero ahora se ha
enfadado otra vez. No, no se vaya todavía, escuche aún esto, por favor: adonde
quiera que vaya sepa que sigue siendo el más ignorante y tenga cuidado, aquí en
nuestra casa, donde la presencia de Frieda le protege de daños, puede decir lo
que quiera, aquí nos puede mostrar, por ejemplo, cómo pretende hablar con
Klamm, pero, por favor, por favor se lo pido, no se atreva a decir esas cosas
en la realidad.
Se
levantó algo tambaleante por la excitación, se acercó a K, tomó su mano y le
miró con gesto suplicante.
—Señora
posadera —dijo K—, no comprendo por qué se humilla para suplicarme una cosa
así. Si, como usted dice, resulta imposible hablar con Klamm, entonces no lo
podré lograr, me lo supliquen o no. Pero si fuese posible, ¿por qué tendría que
renunciar a hacerlo, especialmente cuando con la refutación de su principal
reproche el resto de sus temores resultan cuestionables? Es cierto, soy
ignorante; sin embargo, la verdad prevalece, y eso es muy triste para mí, pero
también tiene la ventaja de que el ignorante osa más, así que prefiero portar
conmigo aún un poco más la ignorancia y sus malas consecuencias, al menos
mientras alcancen mis fuerzas. Esas consecuencias, en lo esencial, sólo me
afectan a mí, y por eso ante todo no comprendo por qué me suplica. Usted
siempre cuidará de Frieda y, si desaparezco completamente de su círculo, eso
significará, según su opinión, una suerte para ella. ¿Qué teme entonces? ¿Acaso
teme que al ignorante le parece todo posible? —aquí K abrió la puerta—. ¿No
temerá acaso por Klamm?
La
posadera miró en silencio cómo salía y bajaba deprisa las escaleras con sus
ayudantes detrás.
5
EN
CASA DEL ALCALDE
A
K, casi para su sorpresa, la entrevista con el alcalde le causaba pocas
preocupaciones. Intentó explicárselo con el hecho de que, según sus
experiencias hasta ese momento, el trato oficial con las autoridades condales
había sido muy fácil para él. Por una parte eso se debía a que, respecto al
tratamiento de sus asuntos, era evidente que se había emitido de una vez por
todas un determinado principio de actuación, supuestamente muy favorable para
él, y por otra, se debía a la unidad digna de admiración del servicio, que
precisamente allí donde no existía en apariencia se presentía perfecta. K,
cuando alguna vez pensaba en estas cosas, no estaba muy lejos de encontrar su
situación satisfactoria, a pesar de que, después de los ataques de bienestar
que le aquejaban, se dijera que cabalmente ahí radicaba el peligro. El trato
directo con organismos administrativos no era demasiado difícil, pues éstos,
por muy organizados que estuvieran, siempre tenían que defender cosas
invisibles y distantes en nombre de señores invisibles y distantes, mientras
que K luchaba por algo viviente y cercano, por él mismo, sobre todo, al menos
últimamente, por su propia voluntad, pues él era el atacante, y no sólo él
luchaba por él mismo, sino con toda seguridad por otras fuerzas que no conocía,
pero en las que podía creer según las medidas de los organismos
administrativos. Pero como los organismos desde un principio le habían
manifestado su buena voluntad en cosas inesenciales —hasta ese momento tampoco
se había tratado de más—, le habían impedido la posibilidad de pequeñas y
ligeras victorias y con esa posibilidad también la correspondiente
satisfacción, así como la fundada seguridad resultante de ella para otras
luchas más grandes. En vez de eso le dejaban deslizarse por todas partes, eso
sí, sin abandonar el pueblo, y, mediante esa táctica, le mimaban y debilitaban,
evitando toda lucha y situándolo en una vida extraña, extraoficial,
completamente opaca y turbia. De esa manera bien podía ocurrir, si no estaba
alerta, que él algún día, pese a toda la deferencia del organismo y pese al
cumplimiento completo de todas las obligaciones oficiales tan exageradamente
fáciles, fuese embaucado por el favor supuestamente concedido y condujese su
vida con tan poca precaución que se desmoronase, y el organismo competente, aún
suave y amistoso, por decirlo así, contra su voluntad pero en nombre de
cualquier orden público desconocido para él, viniese para deshacerse de él. Y
¿qué era su vida extraoficial allí? K no había visto nunca una mayor fusión
entre vida y función pública que allí, tan fundidas estaban que a veces podía
parecer que la vida y la función pública habían intercambiado sus puestos. ¿Qué
significaba, por ejemplo, el poder formal que Klamm había ejercido hasta ahora
sobre la posición oficial de K, si se comparaba con el poder real que tenía
Klamm sobre su alcoba? Así concluyó que sólo había lugar para un comportamiento
relajado frente a la administración, mientras que en lo restante siempre sería
necesaria una gran precaución, un mirar hacia todos los lados antes de dar un
paso.
K
encontró por lo pronto confirmada su idea de la administración local con el
alcalde. Éste, un hombre amable, obeso y afeitado pulcramente, estaba enfermo,
padecía un ataque de gota y recibió a K en la cama.
Así
que aquí está nuestro agrimensor—dijo; quiso levantarse para saludarle, pero no
pudo y se arrojó, disculpándose y señalando hacia la pierna, de nuevo sobre el
cojín. Una mujer silenciosa, casi como una sombra en la habitación oscurecida
por las pequeñas ventanas y las cortinas corridas, trajo una silla a K y la
colocó al lado de la cama.
—Siéntese,
siéntese, señor agrimensor—dijo el alcalde—, y dígame sus deseos.
K
le leyó la carta de Klamm y añadió algunos comentarios. Una vez más sintió la
extraordinaria ligereza del trato con la administración. Asumían literalmente
toda la carga, se les podía cargar con todo y uno quedaba intacto y libre. Como
si el alcalde hubiese sentido lo mismo a su manera, se volvió incómodo en la
cama. Finalmente, dijo:
—Como
habrá notado, señor agrimensor, ya conocía el asunto. El que no haya emprendido
nada tiene dos motivos, primero mi enfermedad, y segundo que, como usted no
venía, pensé que había renunciado al trabajo. Ahora que ha sido tan amable de
venir a verme, debo decirle la desagradable verdad. Ha sido aceptado como
agrimensor, como usted dice, pero, por desgracia, no necesitamos a ningún
agrimensor. No hay ningún trabajo para usted. Los límites de nuestras pequeñas
propiedades han sido trazados, todo ha sido registrado convenientemente, apenas
hay transmisiones de la propiedad y las pequeñas disputas de límites las
arreglamos entre nosotros. ¿Para qué necesitamos, pues, a un agrimensor?
K,
sin que hubiera pensado antes en ello, estaba convencido en su interior de
haber esperado una comunicación similar. Por eso mismo pudo responder
inmediatamente:
—Eso
me sorprende mucho y arroja todos mis cálculos por la borda. Sólo espero que se
trate de un malentendido.
—Por
desgracia, no —dijo el alcalde—, es como le digo.
—Pero
¿cómo es posible? —exclamó K—, no he emprendido un viaje larguísimo para ahora
ser mandado de vuelta.
—Ésa
es otra cuestión —dijo el alcalde— sobre la que yo no tengo que decidir, pero
le puedo explicar cómo se ha producido ese malentendido. En una administración
tan grande como la del condado puede ocurrir alguna vez que un departamento
disponga algo y que otro disponga otra cosa diferente, ninguno sabe del otro,
el control superior, es cierto, actúa con gran precisión, pero, por su
naturaleza, demasiado tarde, y así pueden originarse pequeñas confusiones.
Siempre se trata de pequeñeces, como, por ejemplo, su caso; en asuntos
importantes aún no he conocido un error, aunque las pequeñeces son con
frecuencia lo suficientemente desagradables. En lo que concierne a su caso, le
contaré abiertamente los pormenores sin secretos oficiales: para esto no llego
a la categoría de funcionario, soy un campesino y nada más. Hace mucho tiempo,
cuando llevaba pocos meses de alcalde, llegó un edicto, no sé de qué
departamento, en el que se comunicaba de la forma categórica tan peculiar a los
señores que se debía contratar a un agrimensor y en el que se encargaba a la
comunidad que preparase todos los planos y registros necesarios para su
trabajo. Ese edicto, naturalmente, no podía afectarle a usted, pues eso fue
hace muchos años y no me habría acordado si ahora no estuviese enfermo y
tuviese tiempo suficiente para reflexionar en la cama sobre las cosas más
ridículas. Mizzi —dijo de repente, interrumpiendo su informe, dirigiéndose a la
mujer que aún correteaba por la habitación realizando una actividad
incomprensible—, por favor, mira en el armario, a lo mejor encuentras el
edicto. Data —se explicó ante K— de mi primera época: en aquel tiempo aún lo
guardaba todo.
La
mujer abrió en seguida el armario, K y el alcalde miraban. El armario estaba
lleno a rebosar de papeles, al abrirlo rodaron dos gruesos rollos de
expedientes, enrollados como si fuesen troncos. La mujer saltó asustada hacia
un lado.
—Abajo,
tiene que estar abajo —dijo el alcalde, dirigiendo sus movimientos desde la
cama. Con actitud obediente, la mujer, abarcando los expedientes con sus dos
brazos, arrojó hacia abajo todo el contenido del armario para llegar a los
papeles situados en la parte inferior. Los papeles ya cubrían la mitad de la
habitación.
—Se
ha trabajado mucho —dijo el alcalde asintiendo con la cabeza—, y eso sólo es
una pequeña parte. La masa principal la he conservado en el granero, aunque la
mayor parte se ha perdido. ¿Quién puede guardar todo eso? En el granero, sin
embargo, aún queda mucho.
—¿Vas
a encontrar de una vez el edicto? —se volvió de nuevo hacia la mujer—. Tienes
que buscar un expediente en el que está la palabra «agrimensor» subrayada con
color azul.
—Esto
está demasiado oscuro —dijo la mujer—, traeré una vela.
Y
salió de la habitación pasando por encima de los papeles.
—Mi
esposa es una gran ayuda para mí —dijo el alcalde— en este trabajo pesado que,
sin embargo, se debe realizar en los ratos libres. Cierto, para los escritos
dispongo de un ayudante, el maestro, pero pese a ello resulta imposible
terminarlo todo, siempre queda mucho sin concluir, todo eso se encuentra
guardado en esas cajas —y señaló hacia otro armario—. Y sobre todo ahora que
estoy enfermo, se acumula—dijo, y se recostó cansado pero con orgullo.
—¿No
podría ayudar a su esposa a buscar? —dijo K cuando la mujer ya había regresado
con la vela y buscaba el edicto arrodillada ante las cajas.
El
alcalde sacudió sonriente la cabeza:
—Como
ya le dije, no tengo secretos oficiales para usted, pero no puedo llegar tan
lejos como para dejarle que busque en los expedientes. El silencio invadió la
habitación, sólo se podía oír el roce de los papeles, el alcalde quizá
dormitaba un poco. Un ligero golpeteo en la puerta hizo que K se diese la vuelta.
Eran, naturalmente, los ayudantes. Al menos se mostraron algo educados, no
irrumpieron en la habitación, sino que primero susurraron a través de la ranura
de la puerta.
—Tenemos
mucho frío fuera.
—¿Quién
es? —preguntó el alcalde asustándose.
—Sólo
se trata de mis ayudantes —dijo K—, no sé dónde me pueden esperar, en el
exterior hace mucho frío y aquí molestan.
—A
mí no me molestan —dijo amablemente el alcalde—, déjelos entrar. Además, les
conozco. Viejos conocidos.
—Pero
a mí sí que me molestan —dijo K con franqueza y dejó vagar su mirada de los
ayudantes al alcalde y de éste a los ayudantes, encontrando las tres sonrisas
iguales—. Pero ya que estáis aquí —dijo a modo de prueba—, entonces quedaos y
ayudad a la señora a buscar un expediente en el que aparece la palabra
«agrimensor» subrayada con color azul.
El
alcalde no puso ninguna objeción; lo que no podía hacer K, lo podían hacer los
ayudantes. Se arrojaron inmediatamente sobre los papeles, pero revolvían los
montones más que buscaban, y mientras uno deletreaba un escrito, el otro se lo
arrebataba continuamente de las manos. La mujer, por el contrario, estaba
arrodillada ante las cajas vacías, parecía haber dejado de buscar, en todo caso
la vela estaba muy lejos de ella.
—Así
que los ayudantes —dijo el alcalde con una sonrisa de satisfacción, como si
todo ocurriese según sus propias disposiciones, aunque nadie pudiese
suponerlo—, le resultan molestos. Pero son sus propios ayudantes.
—No
—dijo fríamente K—, se han unido a mí aquí.
—¿Cómo
que unido? —dijo el alcalde—. Querrá decir que le han sido asignados.
—Bueno,
pues asignados —dijo K—, igual podrían haber caído del cielo, tan irreflexiva
fue esa asignación.
—Aquí
no ocurre nada de forma irreflexiva —dijo el alcalde, olvidó incluso el dolor
del pie y se sentó en la cama.
—¿Nada?
—dijo K—; y ¿qué ocurre con mi contratación?
—También
su contratación fue fruto de la reflexión —dijo el alcalde—, sólo que hay
algunas circunstancias accesorias que han creado confusión, se lo demostraré
con los expedientes.
—Esos
expedientes no se van a encontrar—dijo K.
—¿No?
—exclamó el alcalde—. Mizzi, por favor, busca más rápido. Pero en un principio
también le puedo contar la historia sin expedientes. Aquel edicto del que ya le
he hablado lo contestamos agradecidos diciendo que no necesitábamos ningún
agrimensor. Esta respuesta al parecer no llegó al departamento originario, lo
denominaré A, sino, erróneamente, a otro departamento B. Así pues, el
departamento A se quedó sin respuesta, pero por desgracia el departamento B tampoco
recibió toda nuestra respuesta, ya fuese porque el contenido del expediente se
hubiese quedado aquí o porque se hubiese perdido por el camino —en el
departamento desde luego no, se lo puedo garantizar—, el caso es que al
departamento B sólo llegó una carpeta del expediente en la que no había nada
indicado salvo que se trataba del expediente incluido, pero en realidad
desgraciadamente perdido, de la contratación de un agrimensor. Mientras, el
departamento A esperó nuestra respuesta; es cierto que tenía notas sobre el
asunto, pero como suele ocurrir comprensiblemente y puede ocurrir debido a la
precisión con que se llevan todos los casos, el encargado confió en que
responderíamos y que él luego o contrataría al agrimensor o seguiría
manteniendo correspondencia con nosotros según las necesidades. Por
consiguiente, descuidó las notas y se olvidó de todo. Al departamento B, sin
embargo, llegó la carpeta, en concreto a un funcionario famoso por su
escrupulosidad, se llama Sordini, un italiano, incluso para mí, un iniciado,
resulta incomprensible por qué un hombre de sus capacidades ocupa uno de los
puestos más subordinados. Este Sordini, naturalmente, nos envió la carpeta
vacía para que incluyésemos el expediente. Ahora bien, desde el primer escrito
del departamento A habían pasado muchos meses, cuando no años, y esto es
comprensible, pues, cuando, como es la regla, un expediente recorre el camino
correcto, llega a su departamento a más tardar en un día y se soluciona en ese
mismo día, pero cuando yerra el camino, y debe buscar con celo en la excelencia
de la organización el camino correcto, si no lo encuentra, entonces dura mucho
tiempo. Cuando recibimos la nota de Sordini, sólo nos podíamos acordar
difusamente del asunto, en aquel tiempo sólo éramos dos en el trabajo, Mizzi y
yo, aún no me habían asignado al maestro, y sólo conservábamos copias de los
asuntos más importantes. En suma, sólo pudimos responder de forma vaga que no
sabíamos nada de esa contratación y que no necesitábamos a ningún agrimensor.
—Pero
—se interrumpió a sí mismo el alcalde como si hubiese llegado demasiado lejos
en su celo narrativo o como si al menos existiese esa posibilidad de haber
llegado demasiado lejos— ¿no le aburre la historia?
—No,
nada de eso —dijo K—, me divierte.
A
eso contestó el alcalde:
—No
se la cuento para su diversión.
—Sólo
me divierte —dijo K— porque me deja entrever la ridícula confusión que, bajo
determinadas circunstancias, puede decidir sobre la existencia de un hombre.
—Aún
no ha podido entrever nada—dijo el alcalde con seriedad—, y puedo seguir
contándole la historia. Con nuestra respuesta, evidentemente, un Sordini no
podía quedar satisfecho. Admiro a ese hombre, aunque para mí resulta un
tormento. No se fía de nadie; aun cuando, por ejemplo, ha conocido a alguien en
innumerables ocasiones como el hombre más digno de confianza, siempre desconfía
de él en la siguiente ocasión y, además, como si no lo conociese de nada o,
mejor, como si le conociera como un granuja. Considero que su forma de
actuación es correcta: un funcionario debe proceder así, por desgracia no puedo
seguir ese principio debido a mi carácter. Ya ve como le muestro todo
abiertamente, a un extraño; no puedo actuar de otro modo. Sordini, sin embargo,
consideró inmediatamente con desconfianza nuestra respuesta. Entonces se
desarrolló una numerosa correspondencia. Sordini preguntó por qué se me había
ocurrido de repente que no había que contratar a ningún agrimensor. Yo respondí
con ayuda de la excelente memoria de Mizzi que la iniciativa había partido de
la administración (ya hacía mucho tiempo que nos habíamos olvidado de que se
trataba de otro departamento); Sordini, por el contrario: ¿por qué menciona
ahora este escrito oficial?; yo otra vez: porque me acabo de acordar de él;
Sordini: eso es muy extraño; yo: eso no es extraño en un asunto que se arrastra
ya desde hace tanto tiempo; Sordini: sí que es extraño, pues el escrito del que
yo me había acordado, no existe; yo: naturalmente que no existe, porque se ha
perdido el expediente; Sordini: pero debe de haber una nota respecto a ese
primer escrito. Yo: pues no la hay. Aquí me detuve, pues no osé afirmar ni
creer que en el departamento de Sordini se había deslizado un error. Quizá
usted, señor agrimensor, reproche en su mente a Sordini que la consideración a
mi afirmación al menos tendría que haberle impulsado a investigar el asunto en
otros departamentos. Pero precisamente eso no hubiese sido correcto; no quiero
que en sus pensamientos quede una mácula sobre ese hombre; es un principio
laboral fundamental de la administración que no se cuente con la posibilidad de
errores. Ese principio está autorizado por la exquisita organización del Todo y
es necesario cuando se quiere alcanzar una gran velocidad en la conclusión de
los asuntos. Así pues, Sordini no pudo investigar en otros departamentos;
además, esos departamentos no le habrían respondido, pues habrían advertido en
seguida que se trataba de la investigación de un posible error.
—Permítame,
señor alcalde, que le interrumpa con una pregunta —dijo K—, ¿no mencionó antes
un organismo de control? El funcionamiento de la administración es tal, según
lo que me cuenta, que me produce vértigo la sola idea de que ese control no se
llegase a aplicar.
—Usted
es muy severo —dijo el alcalde—, pero multiplique su severidad por mil y
seguirá siendo una minucia comparada con la severidad que aplica la
administración contra sí misma. Sólo un completo forastero como usted puede
plantear esa pregunta. ¿Que si hay organismos de control? Sólo hay organismos
de control. Cierto, no tienen como misión descubrir errores en el sentido
grosero del término, pues en realidad no se producen errores y en el caso de
que se produzca uno, como el suyo, ¿quién puede afirmar definitivamente que se
trata de un error?
—¡Eso
sería algo completamente nuevo! —exclamó K.
—Para
mí es algo muy viejo —dijo el alcalde—. No estoy convencido de una manera muy
diferente a la suya de que se ha producido un error; Sordini, a causa de la
desesperación que le ha causado, ha enfermado gravemente, y los primeros
organismos de control, a quienes debemos el descubrimiento del origen del
error, también lo reconocen. Pero ¿quién puede afirmar que los segundos órganos
de control juzgarán de la misma manera, y también los terceros y los restantes?
—Puede
ser —dijo K—, prefiero no injerirme en esas especulaciones; también es la
primera vez que oigo de esos órganos de control y, naturalmente, no los puedo
comprender. No obstante, creo que aquí hay que distinguir dos cosas, la primera
es lo que ocurre en el seno de la administración y lo que se puede entender de
una manera u otra como oficial, y, en segundo lugar, mi persona real, yo mismo,
que permanezco fuera del ámbito administrativo y a quien amenaza un perjuicio
tan absurdo por parte de la administración que aún no puedo creer en la
seriedad del peligro. Para lo primero probablemente posea validez, señor
alcalde, lo que ha contado con tan extraordinario y asombroso conocimiento de
causa, pero quisiera oír aunque sólo sea una palabra acerca de mi persona.
—Ahora
voy a eso —dijo el alcalde—, pero no podría haberlo comprendido si no hubiera
dicho lo anterior. Al mencionar los órganos de control me he anticipado. Así
que regreso a las divergencias con Sordini. Como le he mencionado, mi defensa
fue cediendo lentamente. Pero cuando Sordini tiene en la mano cualquier
ventaja, por mínima que sea, ya ha vencido, pues entonces se intensifican su
atención, su energía y su presencia de ánimo, siendo una visión horrible para
el atacado y espléndida para el enemigo del atacado. Porque he experimentado
esto último, puedo contárselo, como así hago. Por lo demás, aún no he logrado
verle, él no puede bajar, tiene demasiado trabajo, me han descrito su despacho
como una habitación consistente en paredes cubiertas con columnas de expedientes,
y ésos son sólo los expedientes en los que está trabajando en ese momento, y
como los expedientes se están sacando y metiendo continuamente, ocurriendo todo
con gran prisa, las columnas se derrumban y precisamente el ruido y los
crujidos que producen se han convertido en el distintivo del despacho de
Sordini. Así es, Sordini es un trabajador y dedica al caso más pequeño el mismo
cuidado que al más grande.
—Usted
siempre denomina, señor alcalde, mi caso como uno de los más pequeños y, sin
embargo, ha ocupado ya a muchos funcionarios; si al principio quizá era muy
pequeño, se ha convertido por el celo de funcionarios como Sordini en un caso
grande. Por desgracia, y en contra de mi voluntad, puesto que mi celo no me
lleva a originar columnas de expedientes referentes a mí y a hacer que se
derrumben, sino a trabajar tranquilamente en mi humilde mesa de diseño como un
humilde agrimensor.
—No
—dijo el alcalde—, no es ningún caso grande, en este sentido no tienen ningún
motivo para quejarse, es uno de los casos más pequeños entre los pequeños. El
volumen de trabajo no determina el rango del caso; sigue estando muy lejos de
comprender a la administración, si es eso lo que cree. Pero incluso si
dependiese del volumen de trabajo, su caso sería uno de los más insignificantes;
los casos normales, es decir, aquellos en los que no se producen los supuestos
errores, dan mucho más trabajo y, por añadidura, más productivo. Por lo demás,
usted no sabe nada del trabajo que causó su caso, de eso quiero hablarle ahora.
Al principio Sordini me dejó de lado, pero sus funcionarios vinieron, se
produjeron diariamente interrogatorios de miembros respetados de la comunidad
en la posada de los señores, de todos esos interrogatorios se levantó acta. La
mayoría me apoyó, sólo unos pocos se quedaron extrañados, la cuestión de la
agrimensura afecta a los campesinos, sospechaban algún acuerdo secreto, alguna
injusticia, además encontraron un líder, y Sordini debió de llegar a la
conclusión de que si sometía la cuestión al consejo municipal no todos se
habrían mostrado contrarios a la contratación de un agrimensor. Así, algo
evidente, esto es, que no necesitábamos a ningún agrimensor, se convirtió al
menos en algo cuestionable. En especial destacó al respecto un tal Brunswick,
usted no le conoce, quizá no sea un mal tipo, pero sí tonto y fantasioso, es un
cuñado de Lasemann.
—¿Del
maestro curtidor? —preguntó K, y describió al hombre con barba que había visto
en la casa de Lasemann.
—Sí,
es él —dijo el alcalde.
—También
conozco a su esposa —dijo K un poco a la buena de Dios.
—Es
posible —dijo el alcalde, y enmudeció.
—Es
hermosa —dijo K—, pero un poco pálida y enfermiza. Parece que procede del
castillo —esto último lo pronunció en un tono casi interrogativo.
El
alcalde miró la hora, puso algo de medicina en una cuchara y la tragó con
premura.
—Del
castillo usted sólo conoce la zona administrativa, ¿verdad? —preguntó K con
rudeza.
—Sí
—dijo el alcalde con una sonrisa irónica y, sin embargo, agradecida—, es la más
importante. Y en lo que concierne a Brunswick: si pudiéramos excluirlo de la
comunidad, casi todos seríamos felices y Lasemann no menos que los demás. Pero
en aquella época Lasemann ganó algo de influencia; desde luego no es un orador,
pero sí un gritón y eso les basta a algunos. Y así ocurrió que me vi obligado a
presentar el caso ante el consejo municipal, por lo demás el único éxito de
Brunswick, pues, naturalmente, el consejo municipal, en su gran mayoría, no
quería saber nada de un agrimensor. También esto ocurrió hace mucho tiempo, pero
el asunto nunca ha llegado a tranquilizarse del todo, en parte por la
escrupulosidad de Sordini, quien intentó averiguar los motivos tanto de la
mayoría como de la oposición mediante las comprobaciones más cuidadosas, en
parte por la necedad y el celo de Brunswick, que mantiene diversas relaciones
personales con la administración y que ponía en movimiento con nuevas
invenciones de su fantasía. Sordini, sin embargo, no se dejó embaucar —¿cómo
podría embaucar Brunswick a Sordini?—, pero, incluso para no dejarse embaucar,
era necesario iniciar nuevas averiguaciones y antes de que se hubiesen
concluido, a Brunswick ya se le había ocurrido algo nuevo, pues es muy
dinámico, eso forma parte de su necedad. Y ahora llego a una característica
especial de nuestro aparato administrativo. Debido a su precisión también es
extremadamente sensible. Cuando se ha ponderado un asunto durante mucho tiempo,
puede ocurrir, sin que las consideraciones se hayan terminado, que surja
repentinamente, como un rayo, una decisión del caso en un lugar impredecible e
ilocalizable, una decisión que termina con él de manera arbitraria aunque, la
mayoría de las veces, de forma correcta. Es como si el aparato administrativo
no hubiese podido soportar más la tensión causada por la irritación de tantos
años debido a la misma insignificante cuestión, y hubiese tomado por sí misma
la decisión, sin la colaboración de los funcionarios. Naturalmente, no se ha
producido ningún milagro y con toda certeza ha sido algún funcionario quien ha
escrito la conclusión o tomado una decisión ágrafa, pero en todo caso, al menos
por nuestra parte o por la de la administración, no se puede afirmar qué
funcionario ha decidido en esa ocasión y por qué motivos. Son los órganos de
control los que pueden constatarlo mucho después, aunque nosotros ya no lo
sabremos nunca, además tampoco se interesaría nadie más por eso. Como he dicho,
sin embargo, esas decisiones son la mayoría de las veces excelentes, sólo
molesta de ellas que, como acostumbra a ocurrir, de esas decisiones sólo se
sabe mucho después y, por lo tanto, mientras, se sigue discutiendo
apasionadamente sobre el asunto ya decidido hace tiempo. No sé si en su caso se
produjo una decisión semejante —hay circunstancias que hablan a favor y otras
en contra—, pero si hubiera ocurrido, entonces le habrían enviado a usted el
contrato y habría realizado el largo viaje hasta aquí; mientras, habría
transcurrido mucho tiempo y Sordini habría seguido trabajando en el mismo
asunto hasta la extenuación, Brunswick habría seguido intrigando y yo habría
sido atormentado por los dos. Me limito a indicar esa posibilidad, con certeza
sólo sé lo siguiente: un organismo de control descubrió entretanto que del
departamento A salió hace muchos años una interpelación a la comunidad
referente a un agrimensor sin que hasta ese momento hubiese llegado una
respuesta. Me volvieron a preguntar y se volvió a aclarar toda la cuestión, el
departamento A se quedó satisfecho con la respuesta de que no se necesitaba
ningún agrimensor, y Sordini tuvo que reconocer que ese caso no había entrado
en su ámbito de competencias y que, ciertamente sin culpa, había realizado un
trabajo inútil y agotador. Si no se hubiera vuelto a acumular tanto trabajo de
todas partes, como siempre, y si su caso no hubiese sido uno muy pequeño —casi
se puede decir el más pequeño entre los pequeños—, todos habríamos podido
respirar, creo que incluso Sordini, sólo Brunswick se mostró rencoroso, pero
era algo ridículo. Y ahora imagínese, señor agrimensor, mi decepción, cuando,
después de la conclusión feliz de todo el asunto —y también ha pasado mucho
tiempo de eso—, usted aparece repentinamente y parece como si todo el caso
tuviese que comenzar de nuevo. Comprenderá muy bien que estoy firmemente
decidido, en lo que a mí concierne, a no permitirlo.
—Claro
—dijo K—, pero aún comprendo mejor que aquí se ha cometido un terrible abuso
conmigo y quizá, incluso, con las leyes. Sabré defenderme, por mi parte, contra
todo esto.
—¿Qué
pretende hacer? —preguntó el alcalde.
—Eso
no se lo puedo decir—dijo K.
—No
quiero meterme donde no me llaman —dijo el alcalde—, pero quiero recordarle que
usted, en mí, tiene, no quiero decir un amigo, pues somos completamente
extraños, pero sí, en cierto modo, un compañero de negocios. Lo único que no
concedo es que se le haya contratado como agrimensor, pero por lo demás siempre
se puede dirigir a mí con confianza, aunque, ciertamente, dentro de los límites
de mi poder, que no es muy grande.
—Usted
repite una y otra vez —dijo K— que debo ser contratado como agrimensor, pero ya
he sido contratado, aquí tiene la carta de Klamm.
—La
carta de Klamm —dijo el alcalde— es valiosa y honrosa con la firma de Klamm,
que parece verdadera, pero…, no, aquí no me atrevo a decir nada. ¡Mizzi!
—exclamó entonces—. ¿Qué estáis haciendo?
Era
evidente que ni los ayudantes, a quienes habían dejado de observar hacía
tiempo, ni Mizzi, habían encontrado el expediente, pero luego lo habían querido
guardar todo en el armario y no les había sido posible debido al gran desorden
causado. Entonces a los ayudantes se les había ocurrido algo y era lo que
estaban ejecutando. Habían volcado el armario en el suelo, lo habían llenado de
expedientes, se habían sentado luego con Mizzi sobre la puerta del armario e
intentaban ahora presionarla para que se cerrase.
—Así
que no han encontrado el expediente —dijo el alcalde—, es una lástima, pero ya
conoce la historia, en realidad ya no necesitamos el expediente, aunque
tendremos que encontrarlo, probablemente se halle en casa del maestro, en la
que aún se encuentran muchos expedientes. Pero ven con la vela, Mizzi, y léeme
esta carta.
Mizzi
se acercó y pareció aún más gris e insignificante que cuando estaba sentada al
borde de la cama y se apretaba contra el voluminoso hombre que la tenía rodeada
con el brazo. Su pequeño rostro llamó la atención ahora a la luz de la vela,
con sus arrugas severas sólo suavizadas por el decaimiento causado por la edad.
No hizo nada más que mirar la carta y dobló las manos.
—De
Klamm —dijo.
Luego
leyeron conjuntamente la carta, murmuraron un poco entre ellos y, finalmente,
mientras los ayudantes gritaban hurras por haber logrado cerrar el armario y
Mizzi los miraba agradecida, el alcalde dijo:
—Mizzi
comparte mi opinión y ahora lo puedo decir. Esta carta no es ningún escrito
oficial, se trata de una carta privada. Eso se puede reconocer claramente en el
encabezamiento «Muy Sr. Mío». Además, en ella no se dice una palabra de que
usted haya sido contratado como agrimensor, en realidad sólo se habla en
general de servicios señoriales y ni siquiera eso se ha expresado de modo
vinculante, sino que se dice que usted ha sido contratado «como usted sabe»,
esto es, la carga de la prueba de que ha sido contratado recae sobre usted. Al
final, por lo demás, se le remite en asuntos oficiales exclusivamente a mí,
como su superior más próximo, quien le comunicará los detalles, como en gran
parte ha ocurrido ya. Para alguien que sepa leer los escritos oficiales y que,
en consecuencia, lee mejor las cartas no oficiales, todo esto queda muy claro.
Que usted, un forastero, no lo pueda percibir, no me extraña. En general, la
carta significa otra cosa: que Klamm se propone ocuparse personalmente de usted
para el caso en que se le contrate para servicios señoriales.
—Señor
alcalde —dijo K—, interpreta tan bien la carta que al final no queda otra cosa
más que un papel en blanco con una firma. ¿Acaso no nota que así denigra el
nombre de Klamm al que pretende respetar?
—Eso
es un malentendido —dijo el alcalde—, no desconozco la importancia de la carta,
ni tampoco la denigro con mi interpretación, todo lo contrario. Una carta
privada de Klamm tiene, naturalmente, mucha más importancia que un escrito
oficial, pero precisamente no tiene la importancia que usted le otorga.
—¿Conoce
a Schwarzer? —preguntó K.
—No
—dijo el alcalde—. ¿Lo conoces tú, Mizzi? Tampoco. No, no le conocemos.
—Eso
es extraño —dijo K—, es el hijo de un subalcaide.
—Querido
señor agrimensor —dijo el alcalde—, ¿cómo podría conocer a todos los hijos de
los subalcaides?
—Bien
—dijo K—, entonces tendrá que creerme que lo es. Con ese Schwarzer tuve el día
de mi llegada una disputa enojosa. Él mismo se puso en contacto telefónico con
un subalcaide apellidado Fritz y recibió la información de que yo había sido
contratado como agrimensor. ¿Cómo se explica eso, señor alcalde?
—Muy
fácil —dijo el alcalde—, en realidad aún no ha entrado en contacto con nuestra
administración. Todos sus contactos hasta ahora han sido aparentes. Usted, sin
embargo, como consecuencia de su ignorancia de las circunstancias, los tuvo por
reales. Y en lo que respecta al teléfono, mire, en mi casa, y yo verdaderamente
tengo suficientes contactos con la administración, no hay ningún teléfono. En
posadas, etc., es posible que pueda prestar buenos servicios, como un
tocadiscos, pero nada más. Ha telefoneado aquí alguna vez, ¿verdad? Entonces es
posible que me comprenda. En el castillo el teléfono funciona perfectamente, me
han contado que allí se telefonea ininterrumpidamente, lo que, es natural,
acelera mucho el trabajo. Ese ininterrumpido telefonear es oído en nuestros
teléfonos como un rumor o un canto, seguro que usted también lo ha oído. Sin
embargo, ese rumor y esos cantos son lo único correcto y digno de confianza que
nos transmiten los teléfonos del pueblo, todo lo demás es engañoso. No hay
ninguna conexión telefónica específica con el castillo, ninguna centralita que
comunique nuestra llamada; si se llama desde aquí al castillo, allí suena en
todos los aparatos de los departamentos más inferiores o, mejor, sonaría en
todos, como sé con certeza, si los teléfonos no estuvieran desconectados en
casi todos ellos. De vez en cuando, sin embargo, hay algún funcionario que
siente la necesidad de distraerse un poco —especialmente por la tarde o por la
noche—, entonces conecta los teléfonos y nosotros recibimos alguna respuesta,
aunque una respuesta que no es más que una broma. Por lo demás, es muy
comprensible. ¿Quién puede creerse legitimado para alborotar a causa de sus
pequeños problemas personales en medio de los trabajos más importantes de los
que se ocupan a una velocidad vertiginosa? Tampoco comprendo cómo un forastero
puede creer que si él, por ejemplo, llama por teléfono a Sordini, el que
contesta es Sordini. Más bien se tratará probablemente de un insignificante
secretario de otro departamento. Por el contrario, en alguna hora especial,
puede ocurrir que, si se llama al insignificante secretario, sea Sordini quien
responda. Entonces, ciertamente, será mucho mejor salir corriendo y dejar el
teléfono antes de oír la primera sílaba.
—No
lo había considerado así —dijo K—, no podía conocer esas particularidades,
tampoco tenía mucha confianza en esas conversaciones telefónicas y siempre fui
consciente de que sólo tiene una importancia real lo que se conoce o se alcanza
en el mismo castillo.
—No
—dijo el alcalde, acentuando la negación—, esas respuestas telefónicas poseen
una importancia real, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo es posible que una
información dada por un funcionario del castillo carezca de importancia? Ya se
lo dije con ocasión de la carta de Klamm. Todas esas manifestaciones carecen de
importancia oficial; si les atribuye una importancia oficial, se equivoca; sin
embargo, su importancia privada, en un sentido amistoso u hostil, es muy
grande, la mayoría de las veces más grande de lo que podría llegar a ser nunca
una importancia oficial .
—Bien
—dijo K—, aceptando que todo sea como usted lo ha expuesto, entonces yo tendría
una buena cantidad de amigos en el castillo; bien considerado, ya antaño, hace
muchos años, la ocurrencia de aquel departamento de hacer venir a un agrimensor
fue un acto de amistad respecto a mi persona, y en el periodo que siguió se
fueron encadenando esos actos hasta que, con un mal final, me atrajeron hasta
aquí y ahora me amenazan con expulsarme.
—Hay
algo de verdad en su forma de ver las cosas —dijo el alcalde—, tiene razón en
que no se pueden tomar literalmente las declaraciones del castillo. Pero
siempre es necesaria la precaución, y no sólo aquí, será más necesaria cuanto
más importante sea la declaración de que se trata. En lo que se refiere a lo
que ha dicho de haber sido atraído, me resulta incomprensible. Si hubiera
seguido mejor mis informaciones, debería saber que la cuestión de su
contratación aquí es demasiado difícil como para poder responderla a lo largo
de una pequeña conversación.
—Así
que como resultado —dijo K— sólo queda que todo es muy confuso e insoluble,
salvo mi expulsión.
—¿Quién
osaría expulsarle, señor agrimensor? —dijo el alcalde—. La misma opacidad de
las cuestiones que le incumben le garantizan el tratamiento más cortés, sólo
que, según parece, usted es muy sensible. Nadie le retiene aquí, pero eso aún
no es una expulsión.
—Oh,
señor alcalde —dijo K—, ahora es usted otra vez el que ve algo con demasiada
claridad. Le enumeraré algunas cosas que me retienen aquí: los sacrificios que
hice para salir de mi casa; el largo y penoso viaje; las esperanzas fundadas
que me hice a causa de la contratación; mi completa falta de capital; la
imposibilidad de encontrar un trabajo en casa y, finalmente, y no la menor, mi
novia, que es de aquí.
—¡Ah,
Frieda! —dijo el alcalde sin sorpresa alguna—. Ya sé. Pero Frieda le seguiría a
cualquier parte. En lo que respecta al resto, aquí son necesarias algunas
consideraciones e informaré sobre ello en el castillo. Si se emitiese una
decisión o fuese necesario otro interrogatorio, iré a recogerle. ¿Está de
acuerdo?
—No,
en absoluto —dijo K—, no quiero ningún regalo compasivo del castillo, sino mi
derecho.
—Mizzi
—dijo el alcalde a su esposa, que aún permanecía sentada en la cama y apretada
contra él y que jugueteaba soñadora con la carta, de la que había hecho un
barquito. K se la quitó asustado—. Mizzi, la pierna comienza de nuevo a dolerme
mucho, tendremos que renovar la compresa.
K
se irguió.
—Entonces
ha llegado el momento de despedirme —dijo.
—Sí
—dijo Mizzi, quien había comenzado a aplicar una pomada—, la corriente de aire
es muy fuerte.
K
se volvió, los ayudantes, en su celo servicial e improcedente, habían abierto
las puertas de par en par en cuanto K había hecho la indicación de retirarse. K
sólo pudo inclinarse ligeramente ante el alcalde para preservar la habitación
del enfermo del intenso frío que penetraba. Luego salió de la habitación,
llevándose detrás a los ayudantes, y cerró rápidamente la puerta.
6
SEGUNDA
CONVERSACIÓN CON LA POSADERA
El
posadero le esperaba ante la posada. Sin ser preguntado no habría osado hablar,
por eso fue K quien le preguntó qué quería.
—¿Tienes
ya una nueva vivienda? —preguntó el posadero, mirando al suelo.
—¿Preguntas
por encargo de tu esposa? —dijo K—. Dependes mucho de ella, ¿no?
—No
—dijo el posadero—, no pregunto por encargo de ella. Pero está muy excitada y
se siente muy desgraciada por tu culpa, no puede trabajar, tampoco sale de la
cama y no cesa de suspirar y de quejarse.
—¿Crees
que debo visitarla? —preguntó K.
—Te
lo pido —dijo el posadero—, quería recogerte en casa del alcalde, oí allí a
través de la puerta, pero estabais en plena conversación, no quería molestar,
además me preocupaba mi esposa, así que regresé corriendo, pero ella no me dejó
entrar en la habitación, por lo que no me quedó otro remedio que esperarte.
—Entonces
vamos deprisa—dijo K—, la tranquilizaré pronto.
—Ojalá
sea posible —dijo el posadero.
Atravesaron
la luminosa cocina, donde trabajaban tres o cuatro criadas, separadas las unas
de las otras, en ocupaciones casuales, y que se quedaron estáticas al ver a K.
Ya en la cocina se podían oír los suspiros de la posadera. Se encontraba en una
pequeña dependencia sin ventanas, separada de la cocina sólo por un tabique de
madera. Había únicamente espacio para una gran cama de matrimonio y un armario.
La cama estaba situada de tal modo que desde ella se podía ver toda la cocina y
se podía vigilar todo el trabajo que se realizaba en ella. Por el contrario,
desde la cocina apenas se podía ver algo de esa dependencia: en su interior
reinaba una gran oscuridad, sólo el cobertor rojo brillaba un poco. Cuando ya
se había entrado y la vista se había acostumbrado a la oscuridad, se podían
distinguir algunos detalles.
—Por
fin viene usted —dijo la posadera con voz débil. Yacía sobre la espalda con los
miembros extendidos, era evidente que la respiración le causaba molestias, pues
había arrojado el edredón. En la cama presentaba un aspecto más juvenil que
vestida, pero el gorro de dormir de fino encaje que llevaba, a pesar de que era
muy pequeño y no se ajustaba debido a su peinado, despertaba la compasión al
destacar el decaimiento de su rostro.
—¿Cómo
iba a venir? —dijo K con suavidad—.
No
me ha llamado. —No tendría que haberme dejado esperar tanto —dijo la posadera
con la obstinación del enfermo—. Siéntese —dijo, y señaló el borde de la cama—.
Los demás podéis iros.
Junto
a los ayudantes también habían entrado las criadas.
—¿También
yo debo irme, Gardena? dijo el posadero.
K
era la primera vez que oía el nombre de la esposa.
—Naturalmente
—dijo ella con lentitud, y como si estuviese entre tenida con otros
pensamientos, añadió—: ¿Por qué ibas a quedarte precisamente tú?
Pero
cuando todos se habían retirado a la cocina, incluidos los ayudantes, que esta
vez obedecieron en seguida, quizá porque les interesaba una de las criadas,
Gardena demostró estar lo suficientemente atenta como para comprobar que desde
la cocina se podía oír todo lo que allí se hablara, pues esa estancia carecía
de puerta, así que ordenó que todos desalojasen la cocina. Esto ocurrió en
seguida.
—Por
favor, señor agrimensor—dijo entonces Gardena—, en la parte delantera del
armario cuelga un chal, alcáncemelo. Quiero taparme con él, no soporto el edredón,
tengo dificultades para respirar.
Y
cuando K le hubo entregado el chal, ella dijo:
—Ve
usted, éste es un bonito chal, ¿verdad?
A
K le pareció un chal de lana común y corriente, lo palpó una vez más por
cortesía, pero no dijo nada.
—Sí,
es un bonito chal —dijo Gardena, y se tapó con él. Ahora yacía pacíficamente,
todas las penas parecían haberla abandonado, incluso recordó su cabello
alborotado por su posición en la cama, así que se sentó un rato y arregló su
peinado alrededor del gorro de dormir. Tenía un cabello abundante.
K
se tornó impaciente y dijo:
—Encargó
que me preguntasen, señora posadera, si ya había encontrado otro alojamiento.
—¿Encargué
que le preguntasen? —dijo la posadera—. No, eso es un error.
—Su
esposo me acaba de hacer esa pregunta.
—No
me sorprende —dijo la posadera—, estoy reñida con él. Cuando yo no quería
tenerle aquí, dejó que se quedara, ahora que estoy feliz de que viva aquí,
continúa su juego. Siempre hace cosas parecidas.
—Entonces
—dijo K—, ¿ha cambiado tanto su opinión sobre mí? ¿En tan sólo una o dos horas?
—No
he cambiado mi opinión —dijo débilmente la posadera—. Deme su mano, así. Y
ahora prométame que será completamente sincero, yo también quiero serlo con
usted.
—Bien
—dijo K—, pero ¿quién va a comenzar?
—Yo
—dijo la posadera; no daba la sensación de que con eso hubiese querido hacer
una concesión a K, sino que parecía ansiosa por ser la primera en hablar.
Sacó
una fotografía de debajo del colchón y se la dio a K.
—Fíjese
en esa foto —le pidió.
Para
verla mejor, K se adentró un poco en la cocina pero ni siquiera allí era fácil
reconocer algo en la fotografía, pues, debido a su antigüedad, los tonos habían
palidecido y presentaba numerosas arrugas y manchas.
—No
está en muy buenas condiciones —dijo K.
—Por
desgracia, no —dijo la posadera—, cuando se llevan siempre encima durante años,
les ocurre eso. Pero si se fija bien, lo podrá reconocer todo, seguro. Por lo
demás, yo misma puedo ayudarle, dígame lo que ve, me alegra mucho oír algo de
la fotografía. ¿Qué ve?
—A
un hombre joven —dijo K.
—Correcto
—dijo la posadera—. Y ¿qué hace?
—Parece
descansar sobre una tabla, se estira y bosteza.
La
posadera se rió.
—No,
eso es completamente falso —dijo ella.
—Pero
si aquí se ve la tabla y a él encima—insistió K.
—Fíjese
mejor—dijo la posadera enojada—, ¿se le ve realmente tendido?
—No
—dijo entonces K—, no está tendido, flota, y ahora lo veo, no es ninguna tabla,
sino probablemente un cordón y el joven da un salto.
—Así
es —dijo la posadera alegrándose—, salta, así se ejercitan los mensajeros
oficiales, ya sabía que lo reconocería. ¿Puede ver también su rostro?
—Del
rostro veo muy poco —dijo K—, parece esforzarse mucho, la boca está abierta,
los ojos entornados y el pelo ondea.
—Muy
bien —dijo la posadera con un tono elogioso—, nadie que no le haya visto antes
puede apreciar más. Pero era un joven hermoso, sólo lo vi fugazmente una vez y
nunca le olvidaré.
—¿Quién
era? —preguntó K.
—Era
el mensajero —dijo la posadera—, a través del cual Klamm me llamó por primera
vez.
—K
no pudo oír muy bien, fue distraído por el ruido de un cristal. Encontró en
seguida el origen de la perturbación. Los ayudantes permanecían en el patio
exterior, saltando alternativamente sobre un pie y sobre el otro en la nieve.
Simularon que se alegraban de ver a K, de la alegría le señalaron y
repiquetearon con los dedos en la ventana de la cocina. Ante un gesto
amenazador de K dejaron inmediatamente de hacerlo, intentaron apartarse
mutuamente de allí, pero uno desplazaba al otro y al poco tiempo volvieron a
estar los dos en el mismo sitio. K se apresuró a llegar al dormitorio, donde
los ayudantes no podían verle desde el exterior y él también podía dejar de
verlos. Pero el ruido suave y suplicante en la ventana aún le persiguió durante
un buen rato.
—Otra
vez los ayudantes —dijo a la posadera como disculpa, y señaló hacia afuera.
Ella, sin embargo, no le prestó atención, le había quitado la foto, la había
visto, alisado y vuelto a guardar debajo del colchón. Sus movimientos se habían
tornado más lentos, pero no por cansancio, sino bajo la carga del recuerdo.
Había querido contarle la historia a K, pero ésta le había hecho olvidar a K.
Jugaba con el borde del chal. Sólo transcurrido un rato miró hacia arriba, se
pasó la mano sobre los ojos y dijo:
—También
este chal es de Klamm, y el gorro de dormir. La fotografía, el chal y el gorro:
ésos son los tres recuerdos que me quedan de él. No soy joven como Frieda, ni
tan ambiciosa, ni tampoco tan delicada, ella es muy delicada; en suma, sé
resignarme con la vida que me ha tocado, pero tengo que reconocer que sin estas
tres cosas no habría soportado tanto tiempo aquí, sí, probablemente no habría
soportado ni un día. Estos tres recuerdos quizá le parezcan pobres, pero ya ve,
Frieda, que ya lleva tratando con Klamm tanto tiempo, no posee ningún recuerdo,
se lo he preguntado, ella es demasiado entusiasta y también demasiado difícil
de contentar, yo, por el contrario, que sólo estuve tres veces con Klamm
—después no me volvió a llamar, no sé por qué—, presintiendo la brevedad de mi
trato con él, me traje estos recuerdos. Cierto, hay que ocuparse personalmente
de ello, Klamm, por sí mismo, no da nada, pero cuando se ve algo adecuado, se
puede pedir.
K
se sentía incómodo con esas historias, por más que le afectaran.
—¿Cuánto
tiempo ha pasado de todo eso? —preguntó suspirando.
—Más
de veinte años —dijo la posadera—, mucho más de veinte años.
—Así
que tanto tiempo se mantiene fidelidad a Klamm —dijo K—. ¿Es consciente, señora
posadera, de que con esas confesiones me causa hondas preocupaciones cuando
pienso en mi futuro matrimonio?
La
posadera encontró una impertinencia que K se inmiscuyera en sus asuntos y le
miró sesgada e iracunda.
—No
se enoje, señora posadera —dijo K—, no digo una palabra contra Klamm, pero por
el poder de los acontecimientos mantengo ciertas relaciones con Klamm, eso no
lo puede negar ni el más grande admirador de Klamm. En consecuencia, cuando se
le nombra siempre pienso en mí, es algo que no puedo evitar. Por lo demás,
señora posadera —aquí K tomó su mano vacilante—, recuerde lo mal que terminó
nuestra última conversación y que ahora queremos separarnos en paz.
—Tiene
razón —dijo la posadera, e inclinó la cabeza—, pero respéteme. No soy más
sensible que otros, todo lo contrario, todos tienen zonas sensibles, yo sólo
tengo ésta.
—Por
desgracia, también es la mía —dijo K—, pero podré dominarme. Ahora acláreme,
señora posadera, cómo puedo soportar en el matrimonio esa horrible fidelidad a
Klamm, presuponiendo que Frieda también la comparta.
—¿Horrible
fidelidad? —repitió la posadera enojada—. ¿Se trata de fidelidad? Yo soy fiel a
mi esposo, ¿pero a Klamm? Klamm me hizo una vez su amante, ¿puedo perder alguna
vez ese rango? ¿Y que cómo lo puede soportar con Frieda? Ay, señor agrimensor,
¿quién es usted para atreverse a realizar semejante pregunta?
—¡Señora
posadera! —dijo K con tono admonitorio.
—Ya
sé —dijo la posadera aplacándose—, pero mi esposo no ha planteado esas
preguntas. No sé a quién se puede llamar más desgraciada, si a mí en aquel
tiempo o a Frieda ahora. Frieda, que abandona a Klamm por petulancia o yo, a
quien no volvió a llamar. Quizá sea Frieda, aunque no parezca saberlo aún en
toda su trascendencia. Pero en aquellos tiempos mi desgracia dominaba
exclusivamente mis pensamientos, pues una y otra vez tenía que preguntarme y
hoy tampoco dejo de preguntarme: ¿por qué ocurrió? ¡Tres veces te llamó Klamm,
pero no hubo nunca una cuarta vez! ¿Qué es lo que me ocupaba más entonces? ¿De
qué otra cosa iba a hablar con mi esposo, con el que me casé poco después?
Durante el día no teníamos tiempo, habíamos adquirido esta posada en un estado
lamentable y teníamos que intentar levantarla. ¿Y en la noche? Durante muchos
años nuestros pensamientos nocturnos giraban en torno a Klamm y a los motivos
de su cambio de opinión. Y cuando mi esposo se quedaba dormido en esas
conversaciones, le despertaba y seguíamos hablando.
—Ahora,
si me lo permite —dijo K—, le plantearé una pregunta algo brusca.
La
posadera permaneció en silencio.
—Así
que no puedo preguntar —dijo K—, también eso me basta.
—Cierto
—dijo la posadera—, también eso le basta, especialmente eso. Usted lo
interpreta todo mal, también el silencio. Pero no puede hacer otra cosa. Le
permito que pregunte.
—Si
todo lo interpreto mal —dijo K—, quizá también interprete mal mi pregunta,
quizá no sea tan brusca. Sólo quería saber cómo conoció a su esposo y cómo
llegó esta posada a su posesión.
La
posadera arrugó la frente, pero dijo con indiferencia:
—Esa
es una historia muy simple. Mi padre era herrero y Hans, mi actual esposo, que
era mozo de caballerías de un terrateniente, venía con frecuencia a ver a mi
padre. Fue después de mi último encuentro con Klamm, yo era muy desgraciada y
en realidad no debería haberlo sido, pues todo se había producido con
corrección y que no pudiese volver a ver a Klamm, era la decisión de Klamm, es
decir, era correcta, sólo los motivos seguían siendo oscuros; podría haberlos
investigado, pero no debería haber sido desgraciada; sin embargo lo era y no
podía trabajar, pasaba el día sentada en nuestro jardín. Allí me vio Hans, se
sentó a mi lado, no me quejé, pero él sabía de qué se trataba, y como es un
buen chico se puso a llorar conmigo. Y cuando el posadero de entonces, a quien
se le había muerto la esposa, renunciando al negocio, pues ya era un hombre viejo,
pasó un día por delante de nuestro jardín y nos vio allí sentados, se detuvo y
nos ofreció sin dudarlo el arrendamiento de la posada. Como nos tenía
confianza, no quiso recibir ningún anticipo y fijó un arrendamiento muy barato.
No quería representar una carga para mi padre, todo lo demás me resultaba
indiferente y así, pensando en la posada y en el trabajo que quizá podría
procurarme algo de olvido, le di mi mano a Hans. Ésa es la historia.
Durante
un momento reinó el silencio, luego dijo K:
—La
manera de actuar del posadero fue espléndida pero imprudente, ¿o tenía algún
motivo para tener confianza en los dos?
—Conocía
muy bien a Hans —dijo la posadera—, era su tío.
—Entonces
resulta evidente —dijo K— que la familia de Hans tenía interés en establecer vínculos
con usted.
—Tal
vez —dijo la posadera—, no lo sé, no me preocupó.
—Pero
tuvo que ser así —dijo K—, cuando la familia estuvo dispuesta a realizar
semejante sacrificio y poner en sus manos la posada sin garantía alguna.
—No
supuso ninguna imprudencia como luego se mostró —dijo la posadera—. Me puse
manos a la obra, como era fuerte, la hija del herrero, no necesitaba criada ni
mozo, estaba en todas partes, en la sala, en la cocina, en el establo, en el
patio, cocinaba tan bien que incluso le quité clientes a la posada de los
señores. Aún no ha estado al mediodía en el comedor, no conoce a nuestros
huéspedes de esas horas, antaño aún eran más, desde entonces he perdido a
muchos. Y el resultado fue que no sólo pudimos pagar sin problemas el
arrendamiento, sino que transcurridos algunos años pudimos comprar la posada y
hoy casi no tenemos deudas. El siguiente resultado, sin embargo, fue que me
destrocé, me puse enferma del corazón y ahora soy una mujer mayor. Quizá crea
que soy mucho mayor que Hans, pero en realidad sólo es dos o tres años más
joven y, además, no envejecerá nunca, pues con su trabajo —fumar en pipa,
escuchar a los huéspedes, vaciar la pipa y de vez en cuando coger una cerveza—,
con ese trabajo no se envejece.
—Su
capacidad de trabajo resulta digna de admiración —dijo K—, de ello no cabe la
menor duda, pero hablábamos de los tiempos anteriores a su matrimonio y
entonces debió de ser extraño que la familia de Hans, sacrificando su dinero o,
al menos, con la asunción de un riesgo tan grande como la entrega de la posada,
hubiesen fomentado la boda y sin otra esperanza que la basada en su capacidad
de trabajo, desconocida para ellos, y en la de Hans, cuya debilidad ya tendría
que haber salido a la luz.
—Bueno,
sí —dijo la posadera cansada—, ya sé adónde quiere ir a parar y el error en que
se encuentra. De Klamm no había ninguna huella en todo eso. ¿Por qué habría
tenido que cuidarse de mí o, mejor, cómo habría podido cuidarse de mí? Él ya no
sabía nada de mí. Que no me hubiese vuelto a llamar era un signo de que me
había olvidado. Cuando ya no llama, olvida por completo. No quería hablar de
esto delante de Frieda. Tampoco es olvido, es más que eso, pues a quien se ha
olvidado, se le puede volver a conocer. En el caso de Klamm eso no es posible.
Cuando no manda llamar a alguien, no sólo le ha olvidado en lo que respecta al
pasado, sino también en lo que respecta al futuro. Cuando me esfuerzo mucho,
puedo ponerme en su lugar y leer sus pensamientos, unos pensamientos que aquí
carecen de sentido y que quizá en el lugar de donde viene posean alguna
validez. Posiblemente llegue a la osadía de pensar la extravagancia de que
Klamm me había procurado a un Hans como esposo para que yo no tuviera ningún
impedimento para verle cuando me llamase en el futuro. Bien, más allá no puede
ir una extravagancia. ¿Dónde está el hombre que podría impedirme ir a ver a
Klamm, cuando él me hiciese una señal? Absurdo, completamente absurdo, una
misma se confunde cuando juega con esos absurdos.
—No
—dijo K—, no queremos confundirnos, no había llegado tan lejos con mis
pensamientos como usted supone, aunque, para decir la verdad, me encontraba en
ese camino. Al principio me asombró que los parientes esperasen tanto de la
boda y que esas esperanzas, efectivamente, se hiciesen realidad, si bien es
cierto con el empeño de su corazón, de su salud. El pensamiento en una conexión
entre esos hechos y Klamm se abrió paso en mi mente, pero no del modo tan
grosero en que usted lo ha representado, sólo con la finalidad de volver a
increparme, porque eso le causa placer. ¡Pues que lo disfrute! Mi pensamiento,
sin embargo, era otro: al principio es Klamm la causa del matrimonio. Sin Klamm
no habría sido usted infeliz, no habría permanecido pasiva en su jardín; sin
Klamm no la hubiese visto Hans; sin su tristeza, el tímido de Hans jamás se
habría atrevido a dirigirle la palabra; sin Klamm no habrían llorado juntos;
sin Klamm, el buen tío posadero jamás les hubiera visto allí, pacíficamente
sentados; sin Klamm usted no se habría mostrado indiferente frente a la vida,
esto es, no se habría casado con Hans. Bueno, en todo esto ya hay suficiente
Klamm, podríamos pensar, pero aún sigue. Si no hubiese buscado el olvido, no
habría trabajado contra usted misma con tanta desconsideración, y tampoco
habría mejorado tanto la posada. Así que también aquí aparece Klamm. Pero
Klamm, aparte de eso, también fue la causa de su enfermedad, pues su corazón ya
estaba agotado antes de su matrimonio por la desgraciada pasión que la
consumió. Sólo queda la pregunta de qué fue lo que tanto tentó a los parientes
de Hans para querer la boda. Usted misma mencionó una vez que ser la amante de
Klamm significa una elevación en el rango que ya no se puede perder, así pues,
bien pudo ser eso lo que les atrajo. Pero además creo que también fue la
esperanza de que la buena estrella que la había conducido hasta Klamm
—presuponiendo que se tratase de una buena estrella, pero usted así lo afirma—
le seguiría perteneciendo, esto es, que permanecería con usted y no la
abandonaría de forma tan repentina, como Klamm había hecho.
—¿Cree
todo eso en serio? —preguntó la posadera.
—En
serio —contestó rápidamente K— sólo creo que las esperanzas de los parientes de
Hans no eran ni fundadas ni infundadas y también creo descubrir el error que
usted ha cometido. Aparentemente todo parece haber acabado con éxito. Hans está
bien situado, tiene una esposa espléndida, es respetado, la posada está libre
de deudas. Pero en realidad no todo ha concluido con éxito, él habría sido
mucho más feliz con una simple muchacha, de la que él hubiese sido su primer
amor; si él, como le reprochan, a veces se queda en la taberna como perdido, es
porque realmente se siente perdido —sin por ello ser desgraciado, desde luego,
ya le conozco bastante para decirlo—, pero también es seguro que ese joven
guapo y comprensivo habría sido más feliz con otra mujer, con lo que también
digo, más independiente, más trabajador y masculino. Y usted, con toda certeza,
no es feliz y, como dijo, sin los tres recuerdos no habría podido seguir viviendo
y también está enferma del corazón. Así que, ¿fueron infundadas las esperanzas
de sus parientes? No lo creo. La bendición recaía sobre usted, pero no supieron
emplearla.
—¿Qué
se ha omitido? —preguntó la posadera. Yacía boca arriba con los miembros extendidos
mirando al techo.
—Preguntarle
a Klamm—dijo K.
—Entonces
volveríamos a ocuparnos de su caso.
—O
del suyo —dijo K—, nuestros asuntos parecen tocarse
—¿Qué
quiere usted de Klamm? —preguntó la posadera. Se había sentado erguida y
sacudido la almohada para poder apoyarse y miraba directamente a los ojos de
K—. Le he contado sinceramente mi caso, del que podría aprender algo. Dígame
ahora usted con toda sinceridad lo que le quiere preguntar a Klamm. Sólo con
esfuerzo he convencido a Frieda de que se vaya a su habitación y permanezca
allí, temía que en su presencia no hablaría con la suficiente sinceridad.
—No
tengo nada que ocultar —dijo K—. Para comenzar, sin embargo, tengo que llamarle
la atención sobre algo. Klamm olvida en seguida, dijo. Eso, en primer lugar, me
parece muy improbable y, en segundo lugar, no se puede demostrar; es evidente
que sólo se trata de una leyenda, inventada por la fantasía de las jovencitas
que en ese momento gozaban del favor de Klamm. Me asombra que crea una
invención tan trivial.
—No
es ninguna leyenda —dijo la posadera—, es más el producto de la experiencia.
—Entonces
también se puede refutar con una nueva experiencia —dijo K—. Y también hay una
diferencia entre su caso y el de Frieda. Aún no se ha producido el hecho de que
Klamm no llame a Frieda, más bien sí que la ha llamado, pero ella no ha
obedecido la llamada. Es incluso posible que aún la esté esperando.
La
posadera calló y paseó por K una mirada escrutadora. Luego dijo:
—Escucharé
tranquilamente todo lo que tenga que decir. Hable con toda sinceridad y no
tenga miramientos conmigo. Sólo le pido una cosa, no emplee el nombre de Klamm.
Llámele «él» o de cualquier otra forma, pero no con su nombre .
—Encantado
—dijo K—, pero lo que quiero de él es difícil de decir. En principio quiero
verle de cerca, luego quiero oír su voz y, a continuación, quiero saber qué
opina de nuestra boda; el resto depende del curso de la conversación. Pueden
surgir muchas cosas mientras hablamos, pero lo más importante para mí es estar
frente a él. Aún no he hablado directamente con ningún funcionario de verdad.
Parece ser más difícil de lograr de lo que había creído. Ahora, sin embargo,
tengo el deber de hablar con él como una persona particular, y eso es, según mi
opinión, mucho más fácil de lograr; como funcionario tal vez sólo pudiera
hablar con él en su despacho inaccesible, en el castillo o, lo que resulta
cuestionable, en la posada de los señores; como persona particular, sin
embargo, en cualquier parte de la casa, en la calle, donde consiga encontrarme
con él. El hecho de que cuando lo logre, también tendré ante mí al funcionario,
lo aceptaré encantado, pero no es mi primer objetivo .
—Bien
—dijo la posadera, y presionó su rostro contra la almohada, como si dijera algo
vergonzoso—, si logro con mis conexiones que se transmita su solicitud de una
entrevista con Klamm, prométame que no emprenderá nada por su cuenta hasta que
llegue la respuesta.
—Eso
no lo puedo prometer —dijo K—, aunque me gustaría complacer sus deseos. El
asunto corre prisa, sobre todo después del resultado desfavorable de mi
entrevista con el alcalde.
—Esa
objeción es baladí —dijo la posadera—, el alcalde es una persona
insignificante. ¿Acaso no lo ha notado? No podría permanecer un día en el
puesto, si su esposa, que lo lleva todo, no estuviera allí.
—¿Mizzi?
—preguntó K.
La
posadera asintió.
—Estuvo
presente—dijo K.
—¿Dijo
algo? —preguntó la posadera.
—No
—dijo K—, pero tampoco me dio la impresión de que pudiera.
—Bueno
—dijo la posadera—, todo lo contempla erróneamente aquí. En todo caso, lo que
el alcalde ha dispuesto sobre usted no tiene ninguna importancia y con la
esposa hablaré en su momento. Y si ahora le prometo que la respuesta de Klamm
llegará como mucho en una semana, ya no tiene ningún motivo para no transigir con
mi petición.
—Todo
eso no es decisivo —dijo K—, mi resolución está tomada e intentaría ejecutarla
aunque llegase una respuesta negativa. Pero si tengo esa intención desde el
principio, no puedo solicitar con anterioridad una entrevista. Lo que sin la
solicitud permanece un intento quizá osado, pero de buena fe, después de una
respuesta negativa se convertiría en una insubordinación manifiesta. Eso sería
mucho peor.
—¿Peor?
—dijo la posadera—. En todo caso se tratará de insubordinación. Y ahora haga lo
que quiera. Acérqueme la falda.
Se
puso la falda sin ninguna consideración a K y se apresuró a entrar en la
cocina. Ya desde hacía tiempo se oían ruidos en el comedor. Habían llamado en
la ventana. Los ayudantes la habían abierto y gritado que tenían hambre. También
habían aparecido otros rostros. Incluso se oía un canto bajo entonado por
varias voces.
La
conversación de K con la posadera había retrasado la comida: aún no estaba
preparada y los huéspedes se habían reunido, si bien ninguno de ellos había
osado infringir la prohibición de la posadera de pisar la cocina. Ahora, sin
embargo, que los observadores anunciaron que la posadera ya llegaba, las
criadas entraron en la cocina, y cuando K entró en el comedor, los numerosos
comensales, más de veinte, hombres y mujeres, vestidos con provincialismo pero
no como campesinos, se abalanzaron desde la ventana hacia las mesas para
asegurarse su plaza. Sólo en una pequeña mesa, situada en un rincón, permanecía
ya sentado un matrimonio con algunos niños; el hombre, un señor amable de ojos
azules con cabello gris desgreñado y barba, estaba inclinado hacia los niños
marcándoles el compás para su canción, que se esforzaba en mantener en un tono
bajo. Quizá quería que se olvidaran del hambre con la canción. La posadera se disculpó
ante los comensales con unas palabras pronunciadas con indiferencia, nadie le
reprochó nada. Miró buscando al posadero, que ya había huido hace tiempo ante
la dificultad de la situación. Entonces se fue lentamente hacia la cocina; para
K, que se apresuró a buscar a Frieda en su habitación, ya no tuvo ni una
mirada.
7
EL
MAESTRO
K
se encontró arriba con el maestro. La habitación, para su alegría, apenas se
podía reconocer, tan diligente había sido Frieda. Había aireado, había puesto
la calefacción, fregado el suelo, hecho la cama; las cosas de las criadas, esa
odiosa basura, habían desaparecido, incluidas las fotografías; la mesa, que
había atraído las miradas por la costra de mugre formada en la tabla, había
sido cubierta con un mantel blanco. Ahora ya se podía recibir a huéspedes; la
poca ropa de K que Frieda había lavado con anterioridad y que colgaba ahora
ante la calefacción para secarse, molestaba poco. El maestro y Frieda estaban
sentados a la mesa, se levantaron cuando entró K, Frieda le saludó con un beso,
el maestro se inclinó un poco. K, distraído y aún con la intranquilidad
provocada por la conversación con la posadera, comenzó a disculparse por no
haber podido visitar aún al maestro: parecía como si indicase que el maestro,
impaciente por la espera de K, se hubiese decidido por hacer él mismo la
visita. El maestro, sin embargo, con su actitud moderada, sólo pareció recordar
lentamente que entre K y él se había convenido una suerte de visita.
—Usted
es, entonces, señor agrimensor —dijo lentamente—, el forastero con el que hablé
hace tiempo en la plaza de la iglesia.
—Sí
—dijo brevemente K; lo que había tolerado entonces en su abandono, no lo iba a
permitir en su habitación. Se volvió hacia Frieda y habló con ella sobre una
visita importante que tenía que hacer inmediatamente y en la que tenía que
aparecer lo mejor vestido posible. Frieda, sin preguntar más a K, llamó en
seguida a los ayudantes, que estaban entretenidos en inspeccionar el nuevo
mantel, ordenándoles que limpiaran el traje y los zapatos de K, que había
comenzado a quitarse, y que los limpiaran concienzudamente en el patio. Ella
misma tomó una camisa del cordel y corrió hacia la cocina para plancharla.
Ahora
se encontraba K a solas con el maestro, que permanecía sentado y en silencio,
dejó que esperase aún un poco más, se quitó la camisa y comenzó a lavarse ante
la jofaina. Ahora, de espaldas al maestro, le preguntó sobre el motivo de su
visita.
—Vengo
por encargo del alcalde —dijo él.
K
se mostró dispuesto a recibir el mensaje. Pero como las palabras de K apenas se
podían oír por el chapoteo del agua, el maestro tuvo que acercarse y se apoyó
en la pared junto a K. Éste se disculpó por su ocupación y por su
intranquilidad con la excusa de la urgencia de la visita proyectada. El maestro
no reparó en sus palabras y dijo:
—Fue
descortés con el señor alcalde, un hombre mayor, honorable y con amplia
experiencia.
—No
sé si fui descortés —dijo K mientras se secaba—, pero que pensaba en otra cosa
que en un comportamiento cortés, es cierto, pues se trataba de mi existencia
que se ve amenazada por el ignominioso funcionamiento de una administración
cuyas particularidades no tengo que expresar, pues usted mismo es un miembro
activo de sus organismos. ¿Se ha quejado sobre mí el alcalde?
—¿De
quién otro se podría quejar? —dijo el maestro—. Y si lo hubiera, ¿se quejaría
de él alguna vez? Me he limitado a levantar un acta, según su dictado, sobre su
conversación y, a través de ella, he tenido suficiente noticia sobre la bondad
del señor alcalde y sobre su tipo de respuestas.
Mientras
K buscaba el peine, que Frieda tenía que haber guardado en alguna parte, dijo:
—¿Cómo?
¿Un acta? ¿Redactada en mi ausencia por alguien que ni siquiera estuvo en la
entrevista? No está mal. Y ¿por qué un acta? ¿Acaso fue un acto administrativo?
—No
—dijo el maestro—, fue semioficial, también el acta es sólo semioficial, se
hizo porque en nuestros asuntos tiene que reinar un orden severo. En todo caso
ya está redactada y no resulta muy honrosa para usted.
K,
que ya había encontrado el peine sobre la cama, dijo más tranquilo:
—Pues
muy bien, ¿ha venido sólo a anunciármelo?
—No
—dijo el maestro—, pero no soy ningún autómata y tenía que expresarle mi
opinión. Mi encargo, sin embargo, es una prueba más de la bondad del señor alcalde.
Hago hincapié en que para mí esa bondad resulta inexplicable y que cumplo su
encargo sólo como una obligación de mi puesto y por veneración al señor
alcalde.
K,
lavado y peinado, estaba ahora sentado a la mesa esperando la camisa y el
traje, sentía poca curiosidad por lo que el maestro le iba a comunicar, también
había influido en él la baja opinión que la posadera tenía del alcalde.
—¿Son
más de las doce? —dijo pensando en el camino que aún tenía que recorrer, luego
recapacitó—: Quería cumplir un encargo del alcalde, ¿no?
—Bueno
—dijo el maestro encogiéndose de hombros como si quisiera desprenderse de
cualquier responsabilidad—. El señor alcalde teme que usted, si la decisión
sobre su asunto se prolonga durante mucho tiempo, emprenda algo irreflexivo por
su propia cuenta. Yo, por mi parte, no sé por qué teme eso, mi opinión es que
usted puede hacer lo que quiera. No somos sus ángeles protectores y tampoco
tenemos ninguna obligación de seguirle en todos los caminos que elija. Pero en
fin, el señor alcalde es de otra opinión. Cierto es que no puede acelerar la
decisión sobre la competencia de la administración; sin embargo, desea tomar
una decisión, provisional aunque generosa, en su radio de acción que dependerá
de usted aceptarla o no: le ofrece provisionalmente el puesto de bedel de la
escuela.
K,
al principio, apenas prestó atención a lo que se le ofrecía, pero el hecho de
que se le ofreciera algo no le parecía insignificante. Indicaba que, según la
opinión del alcalde, era capaz de poner en práctica medidas para su defensa, y
para defenderse de ellas quedaban justificados algunos sacrificios de la
comunidad. Y qué importancia se le daba al asunto. El maestro, que ya había
esperado allí un buen rato y que antes había redactado el acta, debía de haber
sido enviado a toda prisa por el alcalde.
Cuando
el maestro comprobó que con su mensaje sólo había conseguido que K se tornase
meditabundo, continuó:
—Yo
puse mis objeciones. Le dije que hasta ahora no había sido necesario ningún
bedel en la escuela: la esposa del sacristán limpia de vez en cuando y la
señorita Gisa, la maestra, lo inspecciona; yo tengo ya preocupaciones
suficientes con los niños como para enojarme ahora con un bedel. El señor
alcalde opuso que, sin embargo, la escuela está muy sucia. Yo le contesté, como
era verdad, que no está tan mal y añadí: ¿será mejor si tomamos a ese hombre
como bedel? Seguro que no, aparte de que él no entiende de esos trabajos, la
escuela consta exclusivamente de dos grandes clases sin ninguna otra estancia,
el bedel tiene, por tanto, que vivir con su familia en una de las clases,
dormir, incluso es posible que cocinar, eso no puede aumentar, naturalmente, la
limpieza. Pero el señor alcalde insistió y dijo que ese puesto podía significar
la salvación para usted y que, por consiguiente, se esforzaría todo lo posible
para cumplirlo a la perfección; además, el señor alcalde opinó que con usted
ganábamos también las fuerzas de su esposa y de sus ayudantes, de tal forma que
no sólo la escuela, sino también el jardín podrían mantenerse con una limpieza
y orden ejemplares. Todo eso lo pude refutar con facilidad. Finalmente, el
señor alcalde no pudo aducir más en su favor, se rió y dijo que usted es el
agrimensor y que, por tanto, trazaría muy bien los macizos de flores en el jardín
de la escuela. Bueno, contra las bromas no hay objeciones, así que vine aquí
para transmitirle esa proposición.
—Se
preocupa inútilmente, señor maestro —dijo K—, jamás se me ocurriría aceptar ese
puesto.
—Estupendo
—dijo el maestro—, lo rechaza sin reservas.
Tomó
el sombrero y se marchó.
Poco
después llegó Frieda con el rostro turbado: traía la camisa sin planchar, y no
respondió ninguna pregunta. Para distraerla, K le contó lo del maestro y la
oferta; apenas lo hubo escuchado, arrojó la camisa sobre la cama y volvió a
irse. Regresó al poco tiempo, pero con el maestro, que presentaba un aspecto
mohíno y ni siquiera saludó. Frieda le pidió un poco de paciencia —era evidente
que se lo había pedido ya varias veces en el camino hasta allí—, se llevó a K
por una puerta lateral, de la que él no sabía nada, hacia una habitación
contigua y finalmente le contó, excitada y sin aliento, lo que le había
ocurrido. La posadera, furiosa porque se había humillado ante K con confesiones
y, lo que era más enojoso, con condescendencia referente a una entrevista de K
con Klamm, y sin conseguir otra cosa que, como ella dijo, un rechazo frío y,
además, poco sincero, había decidido no tolerar por más tiempo a K en su casa;
si tiene conexiones con el castillo, que las utilice rápidamente, pues hoy
mismo, ahora, tiene que abandonar la casa y sólo por una orden directa de la
administración y obligada por la fuerza le volvería a acoger, pero ella tiene
la esperanza de que no se llegue a eso, pues también ella tiene conexiones con
el castillo y sabrá hacerlas valer. A fin de cuentas, él sólo ha sido admitido
en la posada por el descuido del posadero y ni siquiera en una situación de
necesidad, pues esta misma mañana se ha preciado de tener otro alojamiento
dispuesto. Frieda, naturalmente, se puede quedar, pero si quiere mudarse con K,
la posadera será muy desgraciada, sólo por ese pensamiento se había desplomado,
llorando, ante el horno de la cocina, la pobre mujer que padece del corazón,
pero cómo puede actuar de otro modo, si se trata, al menos en su imaginación,
del honor del recuerdo de Klamm. Así piensa la posadera. Frieda, ciertamente,
seguirá a K a donde él quiera, por la nieve o el hielo, sobre eso no cabía
ninguna duda, pero en todo caso su situación era muy mala, por eso ha saludado
con gran alegría la oferta del maestro; por más que no sea un puesto muy
adecuado para K, era temporal, se podía ganar tiempo y se podrían encontrar
fácilmente otras posibilidades, aunque la decisión final fuese desfavorable.
—¡En
caso de necesidad emigramos! —exclamó finalmente Frieda colgada del cuello de
K—. ¿Qué nos mantiene aquí en el pueblo? Temporalmente, ¿verdad, cariño?,
aceptamos la oferta, he vuelto a traer al maestro, tú le dices «trato hecho»,
nada más, y nos trasladamos a la escuela.
—Malo
—dijo K sin tomarlo muy en serio, pues el alojamiento le importaba poco,
también tenía mucho frío en ropa interior allí, en la buhardilla, que,
expuesta, era atravesada por una corriente de aire hela do—. ¿Ahora que has
arreglado tan bien la habitación tenemos que mudarnos? Sólo aceptaría ese
puesto de mala gana, muy a disgusto, ya la humillación ante ese maestrillo me
resulta desagradable y ahora se convierte en mi superior. Si pudiera permanecer
un poco más aquí, quizá esta misma tarde cambiase mi situación. Si al menos tú
permanecieras aquí, podríamos esperar y darle al maestro una respuesta
incierta. Para mí siempre encontraré un alojamiento, aunque sea en casa de
Bar…
Frieda
le tapó la boca con la mano.
—Eso
no —dijo angustiada—, por favor no vuelvas a decirlo. En lo demás, te seguiré
en todo. Si quieres, permaneceré aquí sola, por muy triste que sea para mí y si
quieres rechazaremos la oferta, por muy errónea que me parezca esa decisión.
Pues mira, si encontrases otra posibilidad, incluso esta misma tarde, bueno,
entonces es evidente que renunciaríamos inmediatamente a la escuela, nadie
podrá impedírnoslo. Y en lo que respecta a la humillación ante el maestro,
déjame que yo me preocupe de eso y verás como no lo es, yo misma hablaré con
él. Tú permanecerás en silencio, no tendrás nunca que hablar con él, si no
quieres; yo seré en realidad su subordinada y ni siquiera yo lo seré, pues
conozco sus debilidades. Así que no se perderá nada si aceptamos el puesto,
mucho, sin embargo, si lo rechazamos, ante todo no encontrarías un alojamiento,
ni siquiera para ti mismo, si hoy no logras alcanzar el castillo, al menos uno
por el que yo, tu futura esposa, no tuviera que avergonzarme. Y si no
encuentras ningún alojamiento, reclamarás de mí que duerma aquí en una
habitación cálida mientras sé que tú estás vagando allá afuera, en plena noche
y helado de frío.
K,
que durante todo el tiempo había permanecido con los brazos cruzados sobre el
pecho y con las manos golpeándose la espalda para así calentarse un poco, dijo:
—Entonces
no nos queda otra solución que aceptar, ¡vamos!
En
la habitación se apresuró a acercarse a la calefacción, del maestro no se
preocupó; éste estaba sentado a la mesa, sacó el reloj y dijo:
—Ya
se ha hecho tarde.
—Pero
ya nos hemos puesto completamente de acuerdo, señor maestro —dijo Frieda—,
aceptamos el puesto.
—Bien
—dijo el maestro—, pero el puesto se ha ofrecido sólo al señor agrimensor, él
es quien debe manifestarse al respecto.
Frieda
acudió en ayuda de K.
—Cierto
—dijo ella—, él acepta el puesto, ¿verdad, K?
Así
K pudo limitar su declaración a un simple «sí», que ni siquiera fue dirigido al
maestro, sino a Frieda.
—Entonces
—dijo el maestro—, sólo me queda enumerarle sus deberes laborales, para que
coincidamos en ello de una vez por todas. Señor agrimensor, tiene que limpiar y
calentar diariamente las dos clases, así como efectuar pequeñas reparaciones en
el edificio, en el mobiliario y en los aparatos gimnásticos, debe mantener el
camino a través del jardín despejado de nieve, realizar servicios de mensajero
para mí y para la maestra y en la temporada cálida se encargará de los trabajos
del jardín. Entre sus derechos se encuentran los siguientes: podrá vivir en una
de las clases, según su elección; sin embargo, cuando no se den clases simultáneas
en las dos habitaciones, y usted viva precisamente en la habitación donde se da
clase, tendrá que trasladarse naturalmente a la otra habitación. En la escuela
no puede cocinar, por eso tanto usted como los suyos recibirán la comida aquí,
en la posada, a costa de la comunidad. Menciono sólo de pasada, pues usted,
como un hombre instruido, ya debe de saberlo, que tendrá que comportarse de un
modo digno para una escuela y que, especialmente durante las horas de clase,
los niños jamás serán testigos de escenas domésticas desagradables. En este
ámbito aprovecho para recordarle que debe legitimar lo más rápidamente posible
sus relaciones con la señorita Frieda. Sobre todo esto y otros detalles se
redactará un contrato laboral que deberá firmar en cuanto se traslade a la
escuela.
A
K le parecía todo eso carente de importancia, como si no le afectase o no le
vinculase a nada, sólo la jactancia del maestro le irritaba, por lo que dijo
sin reflexionar:
—Bueno,
se trata de las obligaciones usuales.
Para
difuminar un poco esa observación, Frieda preguntó por el sueldo.
—Si
se paga un sueldo —dijo el maestro— se considerará después de que transcurra un
mes de prueba.
—Pero
eso es muy duro para nosotros —dijo Frieda—, deberíamos casarnos prácticamente
sin dinero, crear nuestro hogar de la nada. ¿No podríamos, señor maestro,
mediante una solicitud a la comunidad, pedir un pequeño sueldo inmediato? ¿Lo
aconsejaría usted?
—No
—dijo el maestro, que dirigía sus palabras a K—, una solicitud así tendría que
ser acompañada de mi recomendación para que pudiera tener éxito y yo no la
recomendaré. La concesión de la plaza no es más que una deferencia frente a
usted y las deferencias, cuando se es consciente de la propia responsabilidad
pública, no se deben llevar demasiado lejos.
Entonces
se inmiscuyó K, casi en contra de su voluntad.
—En
lo que concierne a la deferencia, señor maestro —dijo—, creo que se equivoca.
La deferencia, más bien, parte de mí.
—No
—dijo el maestro sonriendo, ya había logrado que K hablase—, sobre eso estoy
muy bien informado. Necesitamos un bedel en la escuela con tanta urgencia como
un agrimensor. Bedeles y agrimensores no son más que una carga. Me costará
muchos dolores de cabeza cómo voy a justificar esos costes ante la comunidad,
lo mejor y lo más sincero sería arrojar el nombramiento sobre la mesa y no
molestarse en justificarlo.
—A
eso es a lo que me refiero —dijo K—, me tiene que contratar en contra de su
voluntad; a pesar de que le va a causar dolores de cabeza, me tiene que
contratar. Cuando alguien se ve obligado a contratar a otro y este otro se deja
contratar, el último es quien hace el favor.
—Extraño
—dijo el maestro—, ¿qué nos puede obligar a contratarle? La bondad del señor
alcalde, su gran corazón, eso es lo que nos obliga. Usted deberá renunciar,
señor agrimensor, de eso me doy buena cuenta, a algunas fantasías, antes de
convertirse en un buen bedel. Y para la percepción de un sueldo, esas
indicaciones, naturalmente, no crean la atmósfera adecuada. Por desgracia
también noto que su comportamiento aún me dará mucho que hacer: durante todo el
tiempo ha estado negociando conmigo, lo sigue haciendo y no lo puedo creer, en
camisa y calzoncillos.
—¡Así
es! —exclamó K sonriendo y dando una palmada—. ¿Dónde están esos terribles
ayudantes?
Frieda
corrió hacia la puerta. El maestro, que comprobó que K ya no estaba dispuesto a
seguir hablando con él, le preguntó a Frieda cuándo querían trasladarse a la
escuela.
—Hoy
mismo —dijo Frieda.
—Entonces
mañana por la mañana haré mi visita de inspección —dijo el maestro, saludó con
la mano, quiso salir por la puerta, que Frieda mantenía abierta para él, pero
chocó con las criadas que ya venían con sus pertenencias para acomodarse otra
vez en la habitación. Así que el maestro tuvo que deslizarse entre ellas y Frieda
le siguió.
—Tenéis
mucha prisa —dijo K, que esta vez se mostró muy satisfecho con ellas—, aún
estamos aquí y ya queréis volver.
Ellas
no contestaron y retorcieron confusas sus hatillos de ropa, de los que
sobresalían los conocidos trapos sucios.
—Ni
siquiera habéis lavado vuestras cosas —dijo K, no lo dijo con maldad, sino con
cierta simpatía. Ellas lo notaron, abrieron al mismo tiempo sus rudas bocas,
mostraron sus hermosos y fuertes dientes, como los de un animal, y lanzaron una
sonora carcajada.
—Venid
—dijo K—, instalaos, es vuestra habitación.
Como
aún dudaban —su habitación les parecía demasiado cambiada—, K tomó a una del
brazo para conducirla hacia el interior. Pero la dejó inmediatamente, tanta
sorpresa leyó en la mirada de las dos, después de haberse intercambiado un
signo de inteligencia, mirada que no apartaron de él.
—Ya
me habéis mirado suficiente tiempo —dijo K, defendiéndose de una sensación
desagradable; tomó los zapatos y el traje, que Frieda, seguida de los
ayudantes, acababa de traer, y se vistió. Una vez más le resultó incomprensible
la paciencia que mostraba Frieda con los ayudantes. Los había encontrado, tras
una larga búsqueda, en vez de limpiando los trajes en el patio como debían, en
el comedor, pacíficamente sentados y comiendo, con el traje sucio y arrugado
sobre las rodillas; ella misma tuvo que limpiarlo después y, sin embargo, ella,
que sabía dominar a la gente de baja condición, ni siquiera se enojó con ellos,
en su presencia habló de su burda negligencia como si contase una broma e
incluso acarició a uno de ellos en la mejilla. K quería exponerle sus quejas al
respecto más adelante. Ahora, sin embargo, ya era hora de irse.
—Los
ayudantes se quedan aquí para ayudarte en el traslado —dijo K.
Ellos
no se mostraron de acuerdo, alegres y satisfechos con la comida, preferían algo
de movimiento. Sólo cuando Frieda dijo: «claro, os quedáis aquí», se
sometieron.
—¿Sabes
adónde voy? —preguntó K.
—Sí
—dijo Frieda.
—¿Y
no quieres detenerme? —preguntó K.
—Encontrarás
tantos impedimentos —dijo ella—, ¡qué significarían para ti mis palabras!
Se
despidió de K con un beso, le dio, como no había podido comer, un paquete con
pan y salchichas, que había subido de la cocina, le recordó que ya no debía
regresar allí, sino a la escuela, y le acompañó, con la mano en su hombro,
hasta la puerta.
8
ESPERANDO
A KLAMM
Al
principio, K estaba contento de haber escapado del barullo de las criadas y de
los ayudantes en la habitación caldeada. Fuera helaba un poco, la nieve era más
dura, se podía caminar con más facilidad. Pero comenzaba a oscurecer, así que
aceleró sus pasos.
El
castillo, cuyos perfiles comenzaban a difuminarse, permanecía, como siempre, en
calma, jamás había percibido K en él un signo de vida, quizá era imposible
reconocer algo desde esa distancia y, sin embargo, los ojos reclamaban algo y
no querían tolerar esa quietud. Cuando K contemplaba el castillo, a veces le
parecía como si observase a alguien que estaba sentado allí tranquilo, mirando
ante sí, no sumido en sus pensamientos y cerrado a todo su entorno, sino libre
y despreocupado, como si estuviese solo y nadie le observase. Y, sin embargo,
tenía que percibir que alguien le observaba, pero eso no afectaba en nada a su
tranquilidad y, en realidad —no se sabía si como motivo o como consecuencia—
las miradas del observador no podían mantenerse fijas y resbalaban. Ese día,
esa sensación se fortaleció por la temprana oscuridad: cuanto más tiempo lo
contemplaba, con más profundidad se hundía todo en la penumbra.
Precisamente
cuando K llegó a la posada de los señores, aún sin iluminar, se abrió una
ventana en el primer piso, un hombre joven, gordo y pulcramente afeitado, con
una pelliza, se asomó por ella y permaneció allí; no pareció responder al
saludo de K ni con la más ligera inclinación de cabeza. K no encontró a nadie
ni en el pasillo ni en la taberna, el olor a cerveza rancia era peor que la
última vez, algo parecido no ocurría en la posada del puente. Se acercó de
inmediato a la puerta por la cual había observado a Klamm, presionó cuidadosamente
el picaporte hacia abajo, pero la puerta estaba cerrada; a continuación, palpó
para encontrar el lugar donde se hallaba el agujero, pero le habían debido de
poner un tapón tan bien ajustado que no podía encontrarlo de esa manera, así
que encendió una cerilla. Entonces un grito le asustó. En el rincón, entre la
puerta y la barra, cerca de la calefacción, estaba sentada, formando un ovillo,
una muchacha que le observaba con fijeza en el resplandor de la cerilla con
unos ojos apenas abiertos por la somnolencia. Era evidente que se trataba de la
sucesora de Frieda. Se recuperó pronto de la sorpresa, encendió la luz, la
expresión de su rostro aún era enojada, entonces reconoció a K.
Ah,
el señor agrimensor —dijo sonriendo, le dio la mano y se presentó:
—Me
llamo Pepi.
Era
pequeña, colorada, sana, el cabello abundante y rojizo estaba recogido en una
trenza, algunos mechones ondulados colgaban alrededor del rostro; llevaba un
vestido liso que caía verticalmente y que no le quedaba bien: estaba hecho de
una tela gris brillante, en la parte inferior había sido estrechado en el bajo
de un modo tosco e infantil con ayuda de una cinta de seda. Se interesó por
Frieda y preguntó si no regresaría pronto. Ésa era una pregunta que casi rayaba
en la maldad.
—Me
llamaron a toda prisa —dijo entonces—, después de la partida de Frieda, pues
aquí no se puede emplear a una cualquiera, hasta ahora era criada, pero no ha
sido un cambio muy bueno el que he hecho. Aquí hay mucho trabajo nocturno, es
agotador, apenas podré soportarlo, no me sorprende que Frieda haya renunciado.
—Frieda
estaba aquí muy satisfecha —dijo K para, finalmente, llamar la atención de Pepi
sobre la diferencia existente entre Frieda y ella y que ella no consideraba.
—No
la crea—dijo Pepi—, Frieda puede dominarse como nadie. Lo que no quiere
reconocer, no lo reconoce, y ninguno nota que ella tuviese algo que reconocer.
Ya hace unos años que trabajo con ella aquí, siempre hemos dormido juntas en la
misma cama, pero no nos tomamos confianza, seguro que ya no piensa en mí. Su
única amiga es quizá la vieja posadera de la posada del puente y eso también
resulta significativo.
—Frieda
es mi novia —dijo K, y siguió buscando al mismo tiempo el agujero.
—Lo
sé —dijo Pepi—, por eso se lo cuento, si no para usted no tendría ninguna
importancia.
—Comprendo
—dijo K—, se refiere a que puedo estar orgulloso de haber ganado para mí a una
mujer tan reservada.
—Sí
—dijo ella, y rió satisfecha, como si hubiese conseguido de K un secreto
acuerdo referente a Frieda.
Pero
no eran realmente sus palabras las que ocupaban a K y las que le distraían algo
de su búsqueda, sino su aparición y su presencia en ese lugar. Cierto, era
mucho más joven que Frieda, casi una niña, y su vestido era ridículo, parecía
evidente que se había vestido así para corresponder a las ideas exageradas que
tenía de una muchacha de servicio en la barra. Y ni siquiera podía corresponder
con pleno derecho a esas ideas, pues la ocupación de ese puesto, que no le iba
nada, había sido inesperada e inmerecida, además se lo habían dado
temporalmente, ni siquiera le habían confiado la cartera de piel que Frieda
siempre había llevado en el cinturón. Y su supuesta insatisfacción con la plaza
no era más que arrogancia. Sin embargo, a pesar de su irreflexión infantil, era
probable que tuviera relaciones con el castillo, pues, si no mentía, había sido
criada; sin saber de sus posesiones, pasaba el tiempo allí dormitando, pero un
abrazo a ese pequeño y redondo cuerpecillo quizá no sirviera para arrebatarle
sus posesiones, pero sí podría animarle para el penoso camino que tenía ante
él. Entonces, ¿quizá no era diferente a Frieda? Oh, sí, era diferente. Bastaba
con pensar en la mirada de Frieda para comprenderlo. K jamás habría rozado a
Pepi, pero ahora tuvo que taparse un rato los ojos, con tanta codicia la estaba
mirando.
—No
tiene por qué estar encendida —dijo Pepi, y apagó la luz—, sólo he encendido
porque me ha asustado. ¿Qué busca aquí? ¿Ha olvidado algo Frieda?
—Sí
—dijo K, y señaló hacia la puerta—, ahí, en la habitación contigua, un mantel,
uno blanco y bordado.
—Sí,
su mantel —dijo Pepi—, lo recuerdo, un trabajo muy bonito, también yo la ayudé
a hacerlo. Pero en esa habitación no creo que esté.
—Frieda
así lo cree. ¿Quién vive aquí? —preguntó K.
—Nadie
—dijo Pepi—, es la habitación de los señores, aquí comen y beben los señores,
esto es, está destinada para eso, pero la mayoría de ellos permanecen arriba,
en sus habitaciones.
—Si
supiera —dijo K— que en la habitación no hay nadie, me encantaría entrar y
buscar el mantel. Pero es muy inseguro; Klamm, por ejemplo, suele sentarse
allí.
—Klamm
no está ahora allí, con toda seguridad—dijo Pepi—, está a punto de partir, en
el patio le está esperando el trineo.
En
seguida, sin una palabra de explicación, K abandonó la taberna, torció en el
pasillo en vez de hacia la salida hacia el interior de la casa y ya había
alcanzado en pocas zancadas el patio. ¡Qué bello y silencioso estaba aquel
lugar! Un patio cuadrado, limitado en tres de sus lados por la casa y separado
de la calle, una calle lateral que K desconocía, por un elevado muro blanco con
una enorme y pesada puerta que en ese momento permanecía abierta. En la parte
del patio la casa parecía más alta que vista desde la parte frontal, al menos
el primer piso estaba terminado de construir y presentaba un gran aspecto, pues
se hallaba rodeado de una galería de madera cerrada hasta dejar sólo una
rendija a la altura de la vista. Aún en el tramo central, pero ya en el ángulo,
en la intersección de las dos alas del edificio, había una entrada a la casa,
abierta, sin puerta. Ante ella se encontraba un trineo cerrado tirado por dos
caballos. Salvo al cochero, a quien K, desde esa distancia y en la penumbra,
más adivinaba que veía, no se podía ver a nadie más.
Con
las manos en los bolsillos, mirando cuidadosamente a su alrededor, K rodeó dos
muros del patio hasta llegar al trineo. El cochero, uno de esos campesinos que
habían estado en la taberna, le había visto venir hundido en su abrigo de piel
e indiferente, del mismo modo en que alguien sigue el camino de un gato. Pese a
que K llegó a donde se encontraba, saludó, e incluso los caballos se volvieron
un poco intranquilos ante la presencia de un hombre surgido de la oscuridad,
permaneció despreocupado. Eso le venía bien a K. Apoyado en el muro sacó su
comida, pensó agradecido en Frieda que tan bien le alimentaba, y atisbó en el
interior de la casa. Una escalera rectangular descendía desde allí y se veía
atravesada por un pasadizo aparentemente profundo; todo estaba limpio, pintado
de blanco y bien, delimitado.
K
esperó más de lo que había pensado. Ya hacía mucho tiempo que había terminado
la comida, el frío era considerable, de la penumbra se había pasado a las más
oscuras tinieblas y Klamm aún no aparecía.
—Aún
puede tardar bastante —dijo repentinamente una voz ruda tan cerca de K que éste
se estremeció. Era el cochero que, como si se hubiese despertado, se estiraba y
bostezaba en voz alta.
—¿Que
puede tardar bastante? —preguntó K, en cierto modo agradecido por sus palabras,
pues el continuo silencio y la tensión comenzaban a ser desagradables.
—Hasta
que usted se vaya—dijo el cochero.
K
no le comprendió, pero no siguió preguntando, creía que así podía hacer hablar
a ese tipo altanero. No responder en esa oscuridad era casi una provocación. Y,
efectivamente, el cochero preguntó al poco rato:
—¿Quiere
coñac?
—Sí
—dijo K sin reflexionar, demasiado tentado por la oferta, pues estaba tiritando
de frío.
—Entonces
abra el trineo —dijo el cochero—, en la cartera lateral hay algunas botellas,
tome una, beba y démela a mí. Me resulta muy problemático bajar a causa del
abrigo de piel.
A
K le fastidió eso de tener que darle la botella, pero como ya había comenzado
una conversación con el cochero, obedeció, aun con el peligro de ser
sorprendido por Klamm en el interior del trineo. Abrió la amplia puerta y
hubiera podido sacar en seguida la botella de la cartera situada en la parte
lateral, pero se vio tan atraído por el interior, ahora que la puerta estaba
abierta, que no pudo resistirse; sólo quería sentarse un instante. Se introdujo
rápidamente. Era extraordinaria la calidez en el interior del trineo y así
permaneció aunque la puerta, que K no se atrevía a cerrar, estaba abierta. No
sabía si estaba sentado en un banco, tantas pieles, edredones y cojines había
por doquier; uno podía estirarse y girar hacia todos los lados, siempre se
hundía con suavidad y calor. Con los brazos extendidos y la cabeza apoyada en
los cojines, que siempre estaban a mano, K miró desde el interior del trineo
hacia la oscura casa. ¿Por qué Klamm tardaba tanto en bajar? Como ebrio por el
calor después de la larga espera en la nieve, K deseó que Klamm llegase por
fin. El pensamiento de que no debería ser visto por KIamm en esa situación sólo
se hizo consciente de un modo difuso, como una silenciosa perturbación. En ese
olvido se vio apoyado por la conducta del cochero, quien debía de saber que
estaba en el interior del trineo y le dejaba allí sin ni siquiera reclamarle la
botella de coñac. Eso era considerado, pero K quería hacerle el favor; torpemente,
sin cambiar de postura, alcanzó la cartera lateral, pero no la de la puerta
abierta, que estaba muy lejos, sino la que se encontraba detrás de él, en la
cerrada, aunque daba igual, también en ésa había botellas. Sacó una, la abrió y
olió el contenido, tuvo que reírse involuntariamente, el olor era tan dulce,
tan acariciador, como si se oyera de alguien, a quien se ama mucho, alabanzas y
buenas palabras, y sin saber con certeza de qué se trata, sin ni siquiera
querer saberlo, sintiéndose sólo feliz con la conciencia de que esa persona
amada es la que habla. «¿Será esto coñac?» —se preguntó K dubitativo y lo probó
por curiosidad. Pues sí, era coñac, por extraño que pareciese, quemaba y daba
calor. ¿Cómo era posible que al beberlo, algo que era portador de un dulce
aroma se convirtiese en una bebida digna de un cochero? «¿Es posible?» —se
preguntó K como haciéndose un reproche a sí mismo y volvió a beber.
En
ese momento —K estaba precisamente dando un largo trago a la botella—, se hizo
la claridad, se encendió la luz eléctrica en el interior de la escalera, en el
corredor, en el pasillo y sobre la entrada. Se oyeron pasos en la escalera, la
botella se cayó de las manos de K y se derramó sobre una de las pieles. K saltó
fuera del trineo; acababa de cerrar la puerta, lo que produjo un ruido
estruendoso, cuando un señor salió lentamente de la casa. Lo único consolador
es que no se trataba de Klamm, o ¿había que lamentarse de que no lo fuera? Era
el señor que K ya había visto en la ventana del primer piso. Un señor aún
joven, muy apuesto, rosado y blanco, pero muy serio. También K le miró con aire
sombrío, pero con esa mirada aludía a sí mismo. Hubiera preferido arreglárselas
para que los ayudantes se hubiesen comportado como él había hecho, entonces
habrían comprendido. El hombre aún callaba, como si no tuviera el aliento
suficiente para hablar en su ancho pecho.
—Esto
es terrible —dijo entonces, y alzó algo el sombrero sobre la frente.
¿Cómo?
¿El señor no sabía probablemente nada de la estancia de K en el interior del
trineo y ya encontraba algo terrible? ¿Acaso encontraba terrible que K pudiese
haber penetrado hasta el patio?
—¿Cómo
ha llegado hasta aquí? —preguntó el señor en voz más baja, pero logrando ya
respirar, entregándose a lo irrevocable.
¡Qué
pregunta! ¿Qué podía responder? ¿Debía confirmar expresamente K que el camino
comenzado con tantas esperanzas había sido en vano? En vez de responder, K se
volvió hacia el trineo, lo abrió y recogió su gorro que había olvidado en el
interior. Con desagrado notó cómo el coñac goteaba sobre el estribo.
Luego
se dirigió de nuevo hacia el señor; ya no tenía ningún reparo en mostrarle que
había estado en el trineo, tampoco era lo peor; si le preguntaba, aunque sólo
en ese caso, no silenciaría que el mismo cochero le había inducido al menos a
abrir la puerta. Lo realmente malo era en realidad que el señor le había
sorprendido, que no había tenido el tiempo suficiente para esconderse de él
para luego esperar a Klamm sin molestias o que no había tenido la suficiente
presencia de ánimo para permanecer en el interior del trineo, cerrar la puerta,
y allí esperar a Klamm entre las pieles, o al menos permanecer allí mientras
ese señor se encontrase en las cercanías. Cierto, él no podía haber sabido si
era realmente Klamm el que venía, en cuyo caso hubiese sido naturalmente mucho
mejor haberle recibido fuera del trineo. Sí, había mucha materia para
reflexionar, pero ya no, pues todo había acabado.
—Venga
conmigo —dijo el señor, sin ordenar en un sentido estricto, aunque la orden no
residía en las palabras, sino en un corto movimiento de la mano,
intencionadamente indiferente, que las acompañaba.
—Estoy
esperando a alguien —dijo K, ya sin esperanzas de éxito, sólo por principio.
—Venga
—dijo una vez más el señor impertérrito, como si quisiese mostrar que nunca
había dudado que K esperase a alguien.
—Pero
entonces no encontraré a quien estoy esperando —dijo K con un estremecimiento
del cuerpo. Pese a todo lo ocurrido tenía la sensación de que lo que había
conseguido hasta ese momento era una especie de posesión que, ciertamente, sólo
mantenía de forma aparente pero que no debía renunciar a ella por una orden
cualquiera.
—No
le va a encontrar en ningún caso, tanto si se queda como si se va—dijo el
señor, brusco al manifestar su opinión, pero llamativamente deferente respecto
al proceso mental de K.
—Entonces
prefiero no encontrarle esperándole —dijo K con obstinación; con toda seguridad
no iba a dejarse expulsar de allí sólo por las palabras de ese joven. A
continuación, el señor cerró un instante los ojos con una expresión de
superioridad en el rostro, inclinado hacia arriba con arrogancia, como si
quisiese que K entrase en razón; pasó la lengua por sus labios semiabiertos y
le dijo al cochero:
—¡Desenganche
los caballos!
El
cochero, obediente, pero lanzando una enojada mirada de soslayo a K, tuvo que
descender y quitarse la piel, comenzando con lentitud, como si no esperase una
contraorden del señor, pero sí un cambio de opinión de K, a empujar a los
caballos hacia atrás, aproximándose a un ala lateral del edificio en la que,
detrás de una gran puerta, debía de estar el establo y la cochera. K vio cómo
se quedaba solo, por una parte se alejaba el trineo, por la otra, por el camino
por donde K había venido, se alejaba el joven señor, aunque los dos lo hacían
con gran lentitud, como si quisieran mostrar a K que aún estaba en su poder
impulsarlos a regresar .
Quizá
tuviese ese poder, pero no le habría servido de nada; hacer regresar al trineo
habría significado tener que alejarse. Así que permaneció en silencio, siendo
el único que mantenía su puesto, pero era una victoria que no proporcionaba
ninguna alegría. Miró alternativamente al trineo y al señor. Este último ya
había alcanzado la puerta por la que K había entrado al patio, una vez más miró
hacia atrás, K creyó ver cómo sacudía la cabeza sobre tanta obstinación, luego
se volvió con un movimiento corto y decidido y entró al pasillo en el que
desapareció. El cochero permaneció más tiempo en el patio, tenía mucho trabajo
con el trineo, tenía que abrir la gran puerta del establo, retroceder y colocar
el trineo en su lugar, desenganchar los caballos, llevarlos a la cuadra, todo
lo hacía con gran seriedad, sumido en sus pensamientos, ya sin ninguna
esperanza de realizar un viaje; ese continuo trabajo en silencio, sin ninguna
mirada de soslayo a K, le pareció a éste un reproche más duro que el
comportamiento del señor. Y cuando una vez terminada la labor, el cochero, con
su paso lento y oscilante, atravesó el patio, cerró la puerta y regresó al establo,
todo pausadamente, siguiendo literalmente su propio rastro en la nieve,
encerrándose en el establo, y cuando entonces se apagó la luz —¿a quién tendría
que haber iluminado?—, y arriba, en la galería de madera, aún se veía claridad
a través de la ranura, atrayendo su mirada errática, a K le pareció como si
hubiesen roto todos los vínculos con él y como si fuese más libre que nadie y
pudiera esperar en ese lugar prohibido todo lo que quisiera, como si se hubiese
ganado en duro combate, como ningún otro, esa libertad, y como si nadie pudiera
tocarle o expulsarle, ni siquiera hablarle, pero —este convencimiento era como
mínimo igual de fuerte— como si, al mismo tiempo, no hubiese nada más absurdo,
más desesperado que esa libertad, esa espera, esa invulnerabilidad.
9
LA LUCHA CONTRA EL INTERROGATORIO
Y
se alejó de allí regresando a la casa, esta vez no a lo largo del muro, sino a
través de la nieve; en el pasillo se encontró al posadero, quien le saludó sin
decir una palabra y le señaló la puerta de la taberna. K siguió el gesto del
posadero porque estaba helado y quería ver personas, aunque se quedó muy
decepcionado al encontrar una vista opresiva para él, a una mesita, que en
realidad había sido dispuesta a propósito, pues allí se contentaban con los barriles,
se sentaba el joven señor y ante él, de pie, estaba la posadera de la posada
del puente. Pepi, orgullosa, con la cabeza inclinada hacia atrás, con la misma
sonrisa eterna, consciente de su irrefutable dignidad, oscilando la trenza con
cada uno de sus movimientos, corrió de un lado a otro llevando cerveza, tinta y
una pluma, pues el señor había extendido papeles ante sí, comparaba cifras que
encontraba en un papel y luego en otro al final de la mesa, y quería escribir.
La posadera contemplaba muda y tranquila al señor y los papeles como si ya
hubiese dicho todo lo necesario y hubiese sido bien recibido.
—El
señor agrimensor, por fin —dijo el señor cuando K entró, lanzándole una mirada
fugaz y concentrándose de nuevo en los papeles. También la posadera dirigió a K
una mirada, ésta indiferente y carente de sorpresa. Pepi pareció haber reparado
en K sólo cuando él se acercó a la barra y pidió un coñac.
K
se apoyó allí, presionó los ojos con su mano y no prestó atención a nada. Luego
dio unos sorbitos al coñac y lo rechazó porque era imbebible.
—Todos
los señores lo beben —dijo brevemente Pepi, vació el resto, lavó la copa y la
colocó en su sitio.
—Los
señores también lo tienen mejor—dijo K.
—Es
posible—dijo Pepi—, pero yo no.
Con
eso había terminado con K y ya estaba otra vez al servicio del señor, quien,
sin embargo, no necesitaba nada, así que pasó una y otra vez por detrás de él
con el intento respetuoso de arrojar una mirada a los papeles; pero no era más
que burda curiosidad y fanfarronería, que también la posadera desaprobó
frunciendo las cejas.
De
repente, sin embargo, la posadera oyó algo y se quedó inmóvil, concentrándose
en la escucha, mirando al vacío. K se volvió, no oyó nada especial, tampoco los
otros parecían oír nada, pero la posadera anduvo de puntillas con pasos cortos
hacia la puerta detrás de ella que conducía al patio, miró por el ojo de la
cerradura, se volvió hacia los demás con los ojos muy abiertos y el rostro
sofocado, hizo un gesto con la mano hacia donde estaban y entonces miraron
alternativamente, la posadera la mayor parte del tiempo, también Pepi tuvo su
turno, y el señor se mostró en comparación el más indiferente. Pepi y el señor
regresaron pronto, sólo la posadera seguía mirando con esfuerzo, muy inclinada,
casi de rodillas, parecía como si quisiese conjurar al ojo de la cerradura para
que la dejase pasar a través de él, pues ya hacía tiempo que no se podía ver
nada. Cuando finalmente se irguió, se pasó las manos por el rostro, se arregló
el cabello despeinado, tomó aire y su vista aparentemente se habituó a la
habitación y a los presentes,—aunque lo hizo en contra de su voluntad. K, no
para que le confirmasen algo que ya sabía, sino para anticiparse a un ataque,
que ya temía, tan vulnerable era ahora, dijo:
—¿Entonces
ya se ha ido Klamm?
La
posadera pasó por su lado sin decir una palabra, pero el señor dijo desde la
mesita:
—Sí,
claro. Como usted ha abandonado su puesto de vigilancia, Klamm ya ha podido
partir. Resulta maravilloso lo sensible que es el señor. ¿No notó, señora posadera,
lo intranquilo que miraba Klamm a su alrededor?
La
posadera no pareció haberlo observado, pero el señor continuó:
—Bueno,
afortunadamente, ya no se podía ver nada más, el cochero borró las huellas en
la nieve.
—La
señora posadera no ha advertido nada—dijo K—, pero no dijo eso a causa de
alguna esperanza, sino sólo irritado por la afirmación del señor que había
querido sonar tan conclusiva e inapelable.
—Quizá
no estaba en ese preciso instante en el ojo de la cerradura —dijo la posadera
al principio para proteger al señor, pero después también quiso otorgarle su
derecho a Klamm y añadió:
—Por
lo demás, no creo que Klamm sea tan sensible. Es cierto que tememos por él e
intentamos protegerle y por eso partimos de una extremada sensibilidad de
Klamm. Eso está bien así y con seguridad también es la voluntad de Klamm. Pero
cómo sea en realidad, no lo sabemos. Está claro que Klamm jamás hablará con
alguien con quien no quiera hablar, por mucho que se esfuerce ese alguien y por
muy insoportable que sea su intromisión, pero sólo ese hecho, que Klamm jamás
hablará con él, que jamás dejará que aparezca en su presencia, basta, ¿por qué
no podría soportar en realidad la mirada de cualquiera?
El
señor asintió con insistencia.
—Esa
es también, naturalmente, mi opinión —dijo—, si me he expresado de un modo algo
diferente ha sido para que el señor agrimensor me comprendiese. Cierto es, sin
embargo, que Klamm, en cuanto salió, miró varias veces a su alrededor.
—Quizá
me ha buscado —dijo K.
—Es
posible —dijo el señor—, en eso no había caído.
Todos
se rieron, Pepi, que apenas entendía de qué hablaban, con más fuerza que los
demás.
—Ahora
que estamos todos reunidos y tan alegres —dijo entonces el señor—, le pediría
al señor agrimensor que me ayudase a completar mis actas con algunos datos.
—Aquí
se escribe mucho —dijo K, y miró desde la lejanía hacia el acta.
—Sí,
una mala costumbre —dijo el señor, y volvió a reírse—, pero quizá aún no sepa
quién soy yo. Soy Momus , el secretario municipal de Klamm.
Después
de estas palabras la seriedad volvió a la habitación; aunque la posadera y
Pepi, naturalmente, conocían bien al señor, quedaron afectadas por la mención
del nombre y de su cargo. E incluso el señor mismo, como si hubiese dicho
demasiado para su capacidad receptiva, y como si quisiera al menos huir de toda
solemnidad adicional implícita en sus palabras, se concentró en sus expedientes
y comenzó a escribir de tal modo que en la habitación sólo se oía la pluma.
—¿Qué
es eso de secretario municipal? —preguntó K después de un rato.
En
vez de Momus, que ahora, después de haberse presentado, ya no consideraba
adecuado proporcionar ese tipo de explicaciones, fue la posadera quien
contestó:
—El
señor Momus es el secretario de Klamm como cualquier otro de los secretarios de
Klamm, pero su residencia oficial y, si no me equivoco, sus competencias…
Momus
sacudió vivamente la cabeza mientras escribía y la posadera mejoró sus
palabras.
—Bueno,
su residencia oficial, no sus competencias, queda limitada al pueblo. El señor
Momus se encarga de los escritos de Klamm referentes al pueblo y es el primero
que recibe todas las peticiones a Klamm procedentes del pueblo.
Cuando
K, aún poco afectado por esas cosas, contempló a la posadera con la mirada
vacía, añadió ella casi confusa:
Así
está dispuesto, todos los señores del castillo tienen sus secretarios
municipales.
Momus,
que había escuchado con más atención que K, completó lo dicho por la posadera:
—La
mayoría de los secretarios municipales sólo trabajan para un señor; yo, sin
embargo, para dos, para Klamm y para Vallabene.
—Sí
—dijo la posadera, recordándolo en ese momento, y se dirigió a K:
—El
señor Momus trabaja para dos señores, para Klamm y para Vallabene, por tanto es
doble secretario municipal.
—Incluso
doble —dijo K asintiendo con la cabeza hacia Momus, como se asiente ante un
niño del que se acaban de oír elogios. Mientras, el secretario municipal,
inclinado hacia adelante, le miraba directamente.
Si
en esas palabras había cierto desprecio, o no se notó o, por el contrario, se
supuso. Precisamente ante K, que ni siquiera era lo suficientemente digno para
ser visto por Klamm, aunque sólo fuera casualmente, se detallaban los méritos
de un hombre perteneciente al estrecho círculo de Klamm con la intención sin
disimulo de obligarle a mostrar reconocimiento y alabanzas. Y, sin embargo, K
no se daba cuenta; él, que se esforzaba con todas sus energías por conseguir
una mirada de Klamm, no valoraba lo suficiente el puesto de un Momus, que podía
vivir ante Klamm; lejos estaban de él la admiración o incluso la envidia, pues
no consideraba su proximidad lo más deseable, él, sólo él, con sus deseos y con
los de nadie más, era quien tenía que acercarse a Klamm, y acercarse, no para
descansar a su lado, sino para adelantarle en su camino hacia el castillo.
Y
después de mirar la hora en su reloj, dijo:
—Ahora
debo irme a casa.
En
ese momento cambió de inmediato la situación a favor de Momus.
—Sí,
es cierto —dijo éste—, los deberes del bedel de la escuela le llaman. Pero
antes me tendrá que dedicar un minuto. Se trata de unas preguntas cortas.
—No
tengo ganas —dijo K, y quiso irse hacia la puerta.
Momus
golpeó una de las actas contra la mesa y se levantó:
—En
nombre de Klamm le conmino a responder mis preguntas.
—¿En
nombre de Klamm? —repitió K—, ¿acaso le preocupan mis asuntos?
—Sobre
eso —dijo Momus— no puedo juzgar y usted mucho menos, dejémoslo a su
discreción. Pero le exijo en el ejercicio del cargo que ocupo, concedido por
Klamm, que permanezca y responda.
—Señor
agrimensor —se injirió la posadera—, me guardaré mucho de seguir aconsejándole;
con mis anteriores consejos, los más benevolentes que puede haber, he sido
rechazada por usted con la mayor grosería y he venido ha hablar con el
secretario —no tengo nada que ocultar para informar a la administración de su
conducta y de sus intenciones, así como para impedir en el futuro que usted sea
alojado de nuevo en mi posada; así están las cosas entre nosotros y ya no se
puede cambiar nada, y si ahora digo mi opinión, no lo hago para ayudarle a
usted, sino para facilitar en algo la difícil tarea del señor secretario
consistente en tratar con un hombre como usted. No obstante, y debido a mi
completa sinceridad—con usted no puedo hablar sino con sinceridad y aun así
ocurre en contra de mi voluntad—, también usted puede sacar provecho de mis
palabras, siempre que quiera. En este caso le advierto de que el único camino
que conduce a Klamm pasa por las actas del señor secretario. Pero no quiero
exagerar, quizá el camino no conduzca a Klamm, quizá se interrumpa antes de
llegar a él, sobre eso decide el secretario según su arbitrio. En todo caso es
el único camino que, al menos para usted, va en la dirección de Klamm. ¿Y usted
quiere renunciar a este único camino por ningún otro motivo que por
obstinación?
—Ay,
señora posadera —dijo K—, no es ni el único camino hacia Klamm ni posee más
valor que los demás. Y usted, señor secretario, es quien decide sobre si lo que
diré aquí llegará hasta Klamm o no.
—Cierto
—dijo Momus, y miró orgulloso, con los ojos hundidos, hacia la derecha y la
izquierda, donde no había nada que mirar—. ¿Para qué sería en otro caso
secretario?
—Ahora
puede ver, señora posadera —dijo K—, que no necesito un camino para llegar a
Klamm, sino uno para llegar al señor secretario.
—Ese
camino se lo pretendía abrir yo —dijo la posadera—, ¿no le pedí esta mañana que
me dejase canalizar su petición a Klamm? Eso habría ocurrido a través del señor
secretario. Usted, sin embargo, lo rechazó y ahora no le va a quedar otro
remedio que este camino. Ciertamente, después de su actuación de hoy, de su
intento de asaltar a Klamm, con menos perspectivas de éxito. Pero esta última y
diminuta esperanza que desaparece, casi inexistente, es lo único que tiene.
—¿Cómo
es posible, señora posadera —dijo K—, que en un principio haya intentado
impedirme que llegase hasta Klamm y que ahora torne tan en serio mi solicitud
y, en cierto modo, me considere perdido después del fracaso de mis planes? Si
al principio se me desaconsejó con toda sinceridad que intentase llegar a
Klamm, ¿cómo es posible que ahora se me impulse hacia adelante, al parecer con
la misma sinceridad, en el camino hacia Klamm, por más que no conduzca hasta
él?
—¿Le
impulso hacia adelante? —preguntó la posadera—. ¿Acaso significa impulsarle
hacia adelante decirle que sus intentos carecen de esperanza de éxito? Sería,
verdaderamente, lo máximo en osadía, si así quisiese descargar sobre mí una
responsabilidad que le concierne a usted. ¿Es quizá la presencia del señor
secretario lo que le motiva a ello? No, señor agrimensor, yo no le impulso a
nada. Sólo puedo reconocer una cosa, que yo, cuando le vi por primera vez,
quizá le estimé demasiado. Su rápida victoria sobre Frieda me asustó, no sabía
de lo que aún podría ser capaz, yo quería impedir males mayores y creí poder conseguirlo
si le conmocionaba con amenazas y súplicas. Mientras tanto he aprendido a
pensar con más tranquilidad sobre todo. Puede hacer lo que quiera, sus actos
podrán dejar, a lo mejor, afuera, en la nieve del patio, profundas huellas,
pero nada más.
—Me
parece que aún no ha logrado aclarar la contradicción —dijo K—, pero me doy por
satisfecho habiéndole llamado la atención sobre ella. Ahora le pido, señor
secretario, que me diga si la opinión de la señora posadera es acertada, me
refiero a si el acta que quiere completar conmigo podría conducir como
consecuencia a que pudiese aparecer ante Klamm. Si es así, estoy dispuesto a
responder a todas las preguntas. A ese respecto, estoy dispuesto a todo.
—No
—dijo Momus—, no existe esa vinculación. Aquí se trata sólo de redactar una
correcta descripción de lo acontecido esta tarde para el registro municipal de
Klamm. Esa descripción ya está terminada, sólo tiene que rellenar dos o tres
espacios en blanco por cuestión de orden, no existe ninguna otra finalidad y
tampoco se puede alcanzar.
K
miró en silencio a la posadera.
—¿Por
qué me mira? —preguntó la posadera—. ¿Acaso he dicho algo diferente? Así ocurre
siempre, señor secretario, así ocurre siempre. Falsea las informaciones que se
le dan y luego afirma que ha recibido informaciones falsas. Le vengo diciendo
desde el principio, hoy y siempre, que no tiene ninguna posibilidad de ser
recibido por Klamm, si no hay ninguna posibilidad, tampoco la recibirá por esta
acta. ¿Puede haber algo más claro? Además, le digo que esta acta es la única
conexión oficial que puede tener con Klamm, también eso es lo suficientemente
claro y no da lugar a dudas. Como no me cree, sigue con la esperanza —no sé por
qué ni para qué— de poder llegar hasta Klamm, entonces sólo se le puede ayudar,
si se logra insertar en su proceso mental que la única conexión oficial que
tiene con Klamm es esta acta. Eso es lo que me he limitado a decir, y quien
afirme otra cosa diferente tergiversa maliciosamente mis palabras.
—Si
es como dice, señora posadera, entonces le pido disculpas, entonces la he
interpretado mal; yo creía, erróneamente, como ha resultado ahora, que de sus
palabras se podía deducir una ínfima esperanza para mí.
—Cierto
—dijo la posadera—, ésa es mi opinión, usted vuelve a tergiversar mis palabras,
aunque ahora en el sentido contrario. Para usted, según mi opinión, existe una
esperanza así y, además, se basa únicamente en esta acta, pero puede ser que
asalte al señor secretario con la pregunta «¿podré ver a Klamm si respondo a
las preguntas?» Cuando un niño pregunta así, uno se ríe, cuando lo hace un
adulto resulta una ofensa contra la administración, lo que el señor secretario
ha ocultado indulgentemente con la elegancia de su respuesta. La esperanza, sin
embargo, a la que me refiero, consiste en que a través del acta posee una
suerte de conexión, quizá una suerte de conexión con Klamm. ¿No es esa una
esperanza suficiente? ¿Si le preguntaran sobre los méritos que le hacen digno
de esa esperanza, podría mencionar algo? Cierto, no se puede decir nada más
concreto acerca de esa esperanza, y especialmente el señor secretario, en el
ejercicio de sus funciones, jamás podrá darle la mínima indicación al respecto.
Para él se trata, como ya le dijo, de una descripción de la tarde de hoy, por
cuestión de orden, más no le dirá, ni siquiera si ahora mismo le pregunta
respecto a mis palabras.
—¿Entonces,
señor secretario —preguntó K—, leerá Klamm esa acta?
—No
—dijo Momus—, ¿para qué? Klamm no puede leer todas las actas, en realidad no
lee ninguna. «¡Dejadme en paz con vuestras actas!», suele gritarnos.
—Señor
agrimensor—se quejó la posadera—, me agota con esas preguntas. ¿Acaso es
necesario o siquiera deseable que Klamm lea esa acta y tome conciencia literal
de las naderías de su vida? ¿No preferiría pedir humildemente que ocultasen ese
expediente a Klamm, una petición, por lo demás, tan irrazonable como la primera
—quién puede ocultar algo a Klamm— algo que, sin embargo, revelaría en usted un
carácter más simpático? ¿Y es necesario para eso que usted denomina su
esperanza? ¿No ha declarado que quedaría satisfecho, si sólo tuviese la
oportunidad de hablar delante de Klamm, aun en el caso de que él no le viera y
ni siquiera le escuchara? ¿Y no alcanza mediante este expediente al menos eso,
aunque quizá mucho más?
—¿Mucho
más? —preguntó K—. ¿De qué manera?
—Si
no quisiera tenerlo siempre todo en forma comestible —dijo la posadera—, como
si fuera un niño. ¿Quién puede dar respuesta a esas preguntas? El acta se
guarda en el registro municipal de Klamm, eso ya lo ha escuchado, mas no se
puede decir con seguridad. ¿Conoce ya toda la importancia de lo que redacta el
señor secretario para el registro municipal? ¿Sabe lo que significa cuando el
señor secretario le interroga? Tal vez, o es muy probable, ni siquiera lo sepa
él mismo. Está aquí tranquilamente sentado y cumple con su deber, por cuestión
de orden, como dijo. Pero piense que Klamm le ha nombrado, que trabaja en
nombre de Klamm, que lo que hace, aunque nunca llegue hasta Klamm, cuenta desde
un principio con la aprobación de Klamm. Y ¿cómo puede tener algo la aprobación
de Klamm si no está inspirado por su espíritu? Muy lejos está de mí la
intención de adular toscamente al señor secretario, él mismo tampoco lo
toleraría, pero no hablo de su personalidad independiente, sino de lo que él es
cuando cuenta con la aprobación de Klamm, como ahora mismo. Entonces es un
instrumento en el cual se posa la mano de Klamm, y ay de aquel que no se someta
a él .
K
no temía las amenazas de la posadera, ya estaba cansado de las esperanzas con
las que intentaba hacerle caer en la trampa. Klamm estaba lejos, una vez la
posadera había comparado a Klamm con un águila y eso le había parecido a K
ridículo; ahora ya no, pensaba en su lejanía, en su inexpugnable morada, en su
silencio continuo, quizá sólo interrumpido por gritos que K jamás había oído,
en su mirada penetrante que nunca se dejaba contrariar ni poner en evidencia,
en sus círculos, indestructibles por la profundidad de K, que trazaba arriba
según leyes incomprensibles, sólo visibles en algún instante, todo eso tenían
en común Klamm y el águila. El acta no tenía nada que ver con todo eso, esa
acta sobre la cual Momus despedazaba en ese momento una rosquilla con la que
iba a acompañar la cerveza y con la que cubrió todos los papeles de sal y
comino.
—Buenas
noches —dijo K—, siento aversión contra todos los interrogatorios.
Y
realmente se fue hacia la puerta.
—Pues
se va —dijo Momus casi atemorizado a la posadera.
—No
se atreverá —dijo ella.
Pero
K no pudo oír nada más, ya se encontraba en el pasillo. Hacía frío y soplaba un
fuerte viento. De la puerta de enfrente salió el posadero, parecía como si
detrás de ella, por un agujero, hubiese vigila do el pasillo. Se sujetaba los
faldones de la chaqueta, tan fuerte soplaba el viento en el pasillo.
—¿Ya
se va, señor agrimensor? —dijo.
—¿Se
asombra de ello? —preguntó K.
—Sí
—dijo el posadero—. Entonces, ¿no le han interrogado?
—No
—dijo K—, no me dejo interrogar.
—¿Por
qué? —preguntó el posadero.
—No
sé por qué razón me debería dejar interrogar, por qué me tengo que someter a
una broma o a un capricho administrativo. Tal vez lo hubiese hecho en otra
ocasión para matar el tiempo, pero hoy no.
—Sí,
claro —dijo el posadero, pero era una anuencia cortés, carente de convicción—.
Tengo que dejar entrar al servicio en la taberna —dijo después—, ya hace tiempo
que ha pasado su hora. No quería importunar el interrogatorio.
—¿Lo
consideraba tan importante? —preguntó K.
—Oh,
sí —dijo el posadero.
—Entonces,
¿no tendría que haberme negado? —preguntó K.
—No
—dijo el posadero—, no lo debería haber hecho.
Como
K callaba, ya fuese para consolarle o para salir del paso con más rapidez,
añadió:
—Bueno,
bueno, no por eso se va a caer el cielo.
—No
—dijo K—, por el tiempo que hace, no creo.
Y
se separaron sonriendo.
10
EN
LA CALLE
K
salió a la escalera exterior azotada por el fuerte viento y miró hacia la
oscuridad. Un tiempo malo, malísimo. De alguna manera, en consonancia con él se
acordó de cómo la posadera se había esforzado en que se plegase al interrogatorio
y cómo había logrado resistirse. No había sido ningún esfuerzo externo, en
secreto le había alejado del acta, al final no sabía si había resistido o se
había resignado. Una naturaleza intrigante, aparentemente trabajando sin
sentido como el viento, según encargos lejanos y extraños de los que nunca se
tenía noticia.
Apenas
había caminado unos pasos por la carretera cuando vio en la lejanía dos luces
oscilantes. Ese signo de vida le alegró y se apresuró a llegar hasta ellas, que
también venían a su encuentro. No supo por qué se sintió tan decepcionado al
reconocer a los dos ayudantes que marchaban hacia él, probablemente los había
enviado Frieda, y los faroles que le liberaban de las tinieblas haciendo ruido
a su alrededor eran de su propiedad; no obstante, estaba decepcionado, había
esperado encontrarse con algún extraño, no con esos viejos conocidos que le
resultaban una carga. Pero no sólo venían los ayudantes, de la oscuridad, entre
ellos, surgió Barnabás.
—¡Barnabás!
—exclamó K, y le ofreció su mano—. ¿Me buscabas?
La
sorpresa del encuentro le hizo olvidar al principio el enojo que le causó una
vez.
—Sí
—dijo Barnabás con el mismo tono amable de siempre—, y con una carta de Klamm.
——¡Una
carta de Klamm! —dijo K alzando la cabeza y tomando deprisa la carta de la mano
de Barnabás—. ¡Iluminad! —le dijo a los ayudantes que se apretaban contra él a
derecha e izquierda y levantaban los faroles.
K
tuvo que doblar repetidas veces el gran pliego de la carta para protegerlo del
viento. A continuación leyó: «¡Al agrimensor en la posada del puente! Los
trabajos de agrimensura que ha realizado hasta el presente son dignos de mi
reconocimiento. También los trabajos de los ayudantes son dignos de alabanza.
Sabe estimularlos muy bien a trabajar. ¡No desmaye en su celo profesional!
¡Conduzca sus trabajos a un buen fin! Una interrupción me enojaría. Por lo
demás, esté confiado, la cuestión salarial se decidirá en breve. No le pierdo
de vista».
K
dejó de mirar la carta cuando los ayudantes, lectores más lentos, gritaron tres
hurras para celebrar las buenas noticias e hicieron oscilar los faroles.
—Calma
—dijo, y dirigiéndose a Barnabás—: Es un malentendido.
Barnabás
no le comprendió.
—Es
un malentendido —repitió K.
Y
el cansancio de la tarde volvió a apoderarse de él, el camino hasta la escuela
le parecía aún más largo y detrás de Barnabás se encontraba toda su familia y
los ayudantes se apretaban contra él, así que tuvo que distanciarlos con los
codos; cómo había podido Frieda enviárselos; si él había ordenado que permanecieran
con ella. El camino a casa lo habría encontrado él solo y lo habría recorrido
con más facilidad que en esa compañía. Por añadidura, uno de ellos se había
puesto alrededor del cuello un pañuelo, cuyos extremos ondeaban con el viento y
golpeaban el rostro de K, mientras que el otro los retiraba de su rostro con
sus dedos puntiagudos y juguetones sin, ciertamente, mejorar la situación. Los
dos, incluso, parecían haberle tomado el gusto a esa actividad, del mismo modo
en que les entusiasmaba el viento y la inestabilidad de la noche.
—¡Vamos!
—gritó K—. Si habéis venido a mi encuentro, ¿por qué no habéis traído mi
bastón? ¿Con qué si no os voy a llevar hasta casa?
Se
escondieron detrás de Barnabás, pero tampoco estaban tan asustados, pues en
otro caso no habrían mantenido los faroles a derecha e izquierda de su
protector. Él, sin embargo, se desprendió de ellos.
—Barnabás
—dijo K, y le afectó profundamente que Barnabás no comprendiese que en tiempos
tranquilos su chaqueta brillase, pero que cuando había problemas, no supusiese
ninguna ayuda; en él sólo se podía encontrar una resistencia muda, resistencia
contra la que no se podía luchar, pues él mismo estaba indefenso, sólo brillaba
su sonrisa, pero era de tan poca ayuda como las estrellas arriba contra la tormenta
allí abajo.
—Mira
lo que me escribe el señor —dijo K, y mantuvo la carta ante su rostro—. El
señor está mal informado, no hago ningún trabajo de agrimensura y lo valiosos
que son los ayudantes, bueno, eso ya lo sabes tú mismo. Y el trabajo que no
hago no lo puedo interrumpir, ¡si ni siquiera puedo despertar el enojo del
señor, cómo voy a ganarme su reconocimiento! Y confiado, desde luego, no lo
estaré nunca.
—Yo
lo intentaré arreglar —dijo Barnabás, que todo el tiempo había pasado la vista
por la carta, pero no la había podido leer, ya que la tenía pegada al rostro.
—¡Ay!
—dijo K—, me prometes que lo vas a arreglar, pero ¿puedo creerte realmente?
¡Necesito tanto a un mensajero digno de confianza, ahora más que nunca!
K
se mordió los labios de impaciencia.
—Señor
—dijo Barnabás con una ligera inclinación del cuello. K estuvo a punto de
dejarse seducir y creer a Barnabás—, yo lo arreglaré, también lo último que me
pediste.
—¡Cómo!
—gritó K—. ¿Aún no lo has arreglado? ¿No estuviste al día siguiente en el castillo?
—No
—dijo Barnabás—, mi buen padre es viejo, ya lo has visto, y había mucho
trabajo, tuve que ayudarle, pero ahora podré ir pronto al castillo.
—Pero
¿qué haces, ser descabellado? —exclamó K, y se dio una palmada en la frente—,
¿acaso no tienen prioridad ante todo los asuntos de Klamm? ¿Tienes el cargo
superior de un mensajero y lo ejerces con tal desvergüenza? ¿A quién le
preocupa el trabajo de tu padre? Mamm espera noticias y tú, en vez de
precipitarte a llevárselas, prefieres sacar la porquería del establo.
—Mi
padre es zapatero —dijo Barnabás impertérrito—, tenía encargos de Brunswick y
yo soy el ayudante de mi padre.
—¡Encargos—zapatos—Brunswick!
—gritó K amargado, como si hiciese inservibles para siempre cada una de las
palabras—. ¿Y quién necesita aquí zapatos en los caminos siempre vacíos, y qué
me importan a mí todos los zapatos del mundo? Te he confiado un mensaje, no
para que lo olvides en un banco de zapatero, sino para que lo lleves de
inmediato al señor.
K
se tranquilizó un poco al ocurrírsele que probablemente Klamm no había
permanecido todo el tiempo en el castillo, sino en la posada de los señores,
pero Barnabás volvió a irritarle cuando comenzó a recitar el primer mensaje
para demostrarle que no lo había olvidado.
—Basta,
no quiero saber más—dijo K.
—No
te enfades conmigo, señor—dijo Barnabás y, como si quisiera castigarle
inconscientemente, apartó su mirada y bajó los ojos, pero no era más que
consternación por los gritos de K.
—No
me he enfadado contigo —dijo K, y su intranquilidad se volvió contra él mismo—,
no contigo, pero resulta muy perjudicial para mí sólo tener un mensajero así
para las cosas importantes.
—Mira
—dijo Barnabás, y pareció como si para defender su honor de mensajero dijera
más de lo que podía—, Klamm no espera tus noticias, incluso se enoja cuando
llego, «otra vez noticias», dijo él una vez, y la mayoría de las veces se
levanta cuando me ve llegar desde lejos, se va a la habitación contigua y no me
recibe. Tampoco está acordado que tenga que presentarme cada vez que tenga un
mensaje; si fuese así, es obvio que me presentaría inmediatamente, pero no se
ha acordado nada al respecto, y si no me presentase nunca, tampoco me
reclamarían que lo hiciese. Cuando llevo un mensaje lo hago voluntariamente.
—Bien
—dijo K observando a Barnabás y apartando premeditadamente la vista de los
ayudantes que, alternándose detrás de los hombros de Barnabás, surgían
lentamente de su hundimiento y rápidamente, con un silbido que imitaba al
viento, como si se asustasen ante la mirada de K, volvían a desaparecer, así se
divirtieron un buen rato—, no sé cómo son las cosas con Klamm, que tú sepas
reconocer cómo son allí, lo dudo e incluso si pudieras, tampoco podrías
mejorarlas. Pero sí puedes transmitir un mensaje, y eso es lo que te pido. Un mensaje
muy corto. ¿Podrás llevarlo mañana mismo y decirme la respuesta también mañana
o al menos informarme de cómo ha sido recibido? ¿Puedes y quieres hacerlo? Para
mí sería muy importante. Y tal vez tenga la oportunidad de agradecértelo o tal
vez tienes ahora un deseo que yo pueda cumplir.
—Claro
que cumpliré tu encargo —dijo Barnabás.
—¿Y
quieres esforzarte, cumplirlo lo mejor posible, transmitírselo personalmente a
Klamm, recibir la respuesta del mismo Klamm y en seguida, mañana, aún por la
mañana, quieres hacerlo?
—Lo
haré lo mejor que pueda—dijo Barnabás—, pero eso es lo que hago siempre.
—No
vamos a seguir discutiendo sobre eso —dijo K—. Éste es el mensaje: «El
agrimensor solicita al señor director que le permita presentarse personalmente
ante él, acepta por antelación toda condición que esté vinculada a esa
autorización. Se ha visto obligado a realizar esta petición, porque hasta ahora
todos los intermediarios han fracasado, como prueba aduce que hasta el momento
no ha realizado ningún trabajo de agrimensura; con desesperada vergüenza ha
leído, por tanto, la última carta del señor director, sólo una entrevista
personal podría ayudar a solucionar la situación. El agrimensor conoce las
molestias que puede causar, así que se esforzará por reducirlas todo lo que
pueda, sometiéndose a cualquier limitación de tiempo, incluso a una fijación
del número de palabras, si se considera necesaria, que pueda emplear durante la
entrevista, incluso cree poder contentarse con sólo diez palabras. Con gran
respeto y extremada impaciencia, espera la decisión».
K
había hablado concentrado en las palabras y olvidándose de sí mismo, como si
estuviese ante la puerta de Klamm y hablase con el vigilante de la puerta.
—Es
más largo de lo que había pensado —dijo al cabo—, pero tienes que transmitirlo
oralmente, no quiero escribir una carta, seguiría el infinito camino de los
expedientes.
Así,
K garabateó en un papel sobre la espalda de uno de los ayudantes, mientras el
otro iluminaba, pero K pudo escribirlo según el dictado de Barnabás que lo
había memorizado todo y lo repetía como un escolar, sin preocuparse del texto
erróneo que los ayudantes le intentaban soplar.
—Tu
memoria es extraordinaria —dijo K, y le dio el papel—, ahora, por favor,
muéstrate extraordinario en el resto. ¿Y los deseos? ¿No tienes ninguno? Te
digo sinceramente que me tranquilizaría, respecto al destino de mi mensaje, si
tuvieras alguno.
Al
principio Barnabás permaneció callado, luego dijo:
—Mis
hermanas te envían saludos.
—Tus
hermanas —dijo K—, sí, esas jóvenes fuertes y altas.
—Las
dos te envían un saludo, pero especialmente Amalia —dijo Barnabás—, hoy me ha
traído esta carta del castillo para ti.
Interesado
en esta información, K preguntó:
—¿No
podría llevar ella también mi mensaje al castillo? ¿O no podríais ir los dos
juntos y buscar suerte cada uno por su lado?
—Amalia
no puede entrar en las oficinas —dijo Barnabás—, si no lo haría encantada.
—Mañana
es probable que vaya a visitaros —dijo K—, pero ven tú antes a buscarme con la
respuesta. Te espero en la escuela. Saluda de mi parte a tus hermanas.
La
promesa de K pareció hacer muy feliz a Barnabás y, después de estrecharse las
manos como despedida, llegó incluso a rozar fugazmente el hombro de K. Éste
sintió sonriente ese roce como si fuera un distintivo, como si ahora todo fuese
como al principio, cuando Barnabás entró por primera vez en la posada con todo
su esplendor en la presencia de los campesinos. Ya más calmado, durante el
camino de regreso dejó que los ayudantes hicieran lo que quisiesen.
11
EN
LA ESCUELA
Llegó
congelado a casa, todo estaba oscuro, las velas en los faroles se habían
consumido; conducido por los ayudantes, que conocían el lugar, logró entrar en
una de las clases palpando las paredes:
—Vuestra
primera acción digna de elogio —dijo recordando la carta de Klamm.
Aún
medio dormida, Frieda exclamó desde una esquina:
—¡Dejad
dormir a K! ¡No le molestéis!
Así
seguía ocupando K sus pensamientos, aun cuando rendida por el sueño no había
podido esperarlo despierta. Entonces se encendió la luz, aunque la lámpara,
dado que tenía poco petróleo, apenas iluminaba. El lugar mostraba varias
carencias, si bien se había caldeado; la gran habitación, que también se
empleaba para hacer gimnasia —los aparatos estaban por todos lados y también
colgaban del techo—, había consumido ya toda la leña disponible. Como se le
aseguró a K, la temperatura había sido muy agradable, pero ahora, por
desgracia, se había enfriado. En un depósito había reservas de leña, pero
estaba cerrado y el maestro era quien tenía la llave, además, sólo permitía que
se sacase leña para calentar durante las horas de clase. Hubiera sido
soportable, si hubiesen dispuesto de camas para poder huir del frío en ellas,
pero no había nada excepto un jergón de paja, cubierto, lo que era digno de aprecio,
por un mantón de lana perteneciente a Frieda, pero sin colchón de plumas y sólo
con dos cobertores rígidos y bastos que apenas calentaban. E incluso los
ayudantes miraban con codicia ese jergón de paja, pero, naturalmente, no tenían
la esperanza de poder acostarse en él. Frieda miró a K con miedo; que podía
hacer habitable incluso la habitación más miserable, era algo que había
demostrado en la posada del puente, pero aquí no había podido lograr nada más,
sin ningún medio, como en realidad había sido.
—Nuestro
único mobiliario son los aparatos de gimnasia —dijo entre lágrimas esforzándose
por sonreír. Pero en lo que se refería a las graves carencias, la insuficiencia
de camas y la calefacción, se prometía ayuda para el día siguiente y le pidió a
K que tuviera paciencia hasta entonces. Ninguna palabra, ningún signo, ningún
gesto podía indicar que albergaba en su corazón la mínima amargura por más que
él, como tenía que reconocer, la había sacado de la posada de los señores y
luego de la del puente. Por esta razón K se esforzó por encontrarlo todo
soportable, lo que tampoco le resultaba tan difícil, pues él caminaba en
pensamientos con Barnabás y repetía literalmente todo su mensaje, pero no como
se lo había transmitido a Barnabás, sino como él creía que sonaría en los oídos
de Klamm. Además, se alegró sinceramente por el café que Frieda le preparaba en
un hornillo y siguió desde la calefacción, ya fría, sus movimientos
experimentados y ligeros con los cuales extendía sobre la mesa del maestro el
inevitable mantel blanco, colocaba una taza de café con motivos florales y,
junto a ella, pan y tocino e, incluso, una lata de sardinas. Ahora ya estaba
todo listo, tampoco Frieda había comido, sólo había esperado a K. Había dos
sillas: en ellas Frieda y K se sentaron a la mesa, los ayudantes a sus pies, en
la tarima, pero no permanecieron tranquilos, también molestaron durante la
comida; a pesar de que recibieron con abundancia de todo y ni siquiera habían
terminado lo suyo, no cesaban de levantarse para comprobar si aún quedaba algo
en la mesa y si podían esperar algo más. K no les prestó atención, sólo por la
risa de Frieda se fijó en ellos. Él puso su mano acariciadora sobre la de ella
y le preguntó en voz baja por qué les toleraba tanto, incluso aceptaba amablemente
su mala educación. De esa manera jamás podrían desprenderse de ellos, mientras
que tratándolos con dureza como correspondía a su comportamiento podrían lograr
o dominarlos o, lo que era más probable y mejor, quitarles el gusto de seguir
en ese puesto y finalmente que se fuesen. No parecía que la estancia en la
escuela tuviese perspectivas de ser muy buena, aunque tampoco fuera a durar
mucho, pero apenas se notarían las carencias si los ayudantes se hubiesen ido y
sólo los dos permaneciesen en esa casa tan tranquila. ¿Acaso no notaba que los
ayudantes se ponían más descarados cada día que pasaba, como si la presencia de
Frieda y la esperanza de que K no intervendría con fuerza en su presencia, como
haría en otro caso, les animara a ello? Además, quizá podría haber algún medio
simple para desembarazarse de ellos, tal vez hasta lo conociese Frieda, que
tanto sabía de su situación actual. Y a los ayudantes probablemente sólo se les
hiciese un favor al expulsarlos, pues tampoco se daban allí la gran vida y la haraganería
de la que habían disfrutado hasta ese momento terminaría en parte, ya que
tendrían que ponerse a trabajar, mientras que Frieda, después de las
agitaciones de los últimos días, tenía que descansar y él, K, estaría ocupado
en buscar una salida a la situación de emergencia en que se encontraban. Sin
embargo, si los ayudantes se fueran, se encontraría tan aligerado que podría
cumplir fácilmente con las obligaciones en la escuela y con todo lo demás.
Frieda,
que había escuchado con atención, acarició lentamente su brazo y dijo que era
de la misma opinión, pero que él, sin embargo, quizá valoraba demasiado la mala
educación de los ayudantes, eran chicos jóvenes, alegres y algo simples, por
primera vez al servicio de un forastero, liberados de la severa disciplina del
castillo, por eso mismo un poco excitados y asombrados, y que en ese estado a
veces cometían tonterías, sobre las que, naturalmente, uno se tenía que enojar,
aunque lo más razonable sería reírse. Ella, a veces, no podía dejar de reírse.
Sin embargo, estaba de acuerdo con K en que lo mejor sería desembarazarse de
ellos y quedarse los dos solos. Se aproximó a K y ocultó su rostro en su
hombro, y allí dijo, de forma tan incomprensible que K se tuvo que inclinar,
que no conocía ningún medio contra los ayudantes y temía que fracasase todo lo
propuesto por K. Por lo que ella sabía, había sido el mismo K quien los había
reclamado y ahora los tenía y los mantendría. Lo mejor sería aceptarlo como un
mal menor, como lo que en realidad eran, y así los soportaría mejor.
K
no quedó satisfecho con esa respuesta: medio en broma medio en serio dijo que
le parecía que ella tenía confianza en ellos o que, al menos, sentía por ellos
una gran inclinación, a fin de cuentas eran unos chicos atractivos aunque no
había nadie del que alguien, con buena voluntad, no pudiese deshacerse, y eso
lo demostraría con los ayudantes.
Frieda
le dijo que ella le estaría muy agradecida si lo lograba. Además, a partir de
ese momento ya no se reiría de ellos ni hablaría con ellos una palabra que no
fuese necesaria. Ya no encontraba en ellos nada que le hiciera gracia; por
añadidura no era nada agradable ser observada continuamente por dos personas,
ella había aprendido a contemplar a los dos con sus ojos. Y, realmente, se
sobresaltó un poco cuando los dos ayudantes volvieron a levantarse, en parte
para comprobar los restos de comida en parte para enterarse de a qué se debían
los continuos murmullos.
K
aprovechó la ocasión para quitarle las ganas a Frieda de seguir con los
ayudantes, la atrajo hacia sí y terminaron juntos la comida. Entonces deberían
haberse acostado, todos estaban muy cansados, uno de los ayudantes se había
quedado dormido, incluso, mientras comía, eso divirtió mucho al otro y quiso
convencer a K y a Frieda para que mirasen el necio rostro del durmiente, pero
no lo logró, los dos se mantuvieron arriba con actitud de rechazo. Con el
insoportable frío que hacía dudaban si irse a dormir, finalmente K declaró que
se tenía que volver a caldear la habitación, en otro caso sería imposible
dormir. Buscó un hacha o alguna herramienta parecida, los ayudantes sabían de
un hacha y la trajeron; a continuación se fue al depósito de leña. En poco
tiempo había logrado romper la puerta; encantados, como si no hubiesen
experimentado en su vida nada mejor, persiguiéndose y empujándose mutuamente,
los ayudantes comenzaron a llevar leña a la habitación; en poco tiempo ya
habían acumulado un buen montón, así que encendieron la calefacción, se
sentaron alrededor, a los ayudantes les dieron un cobertor, para arroparse con
él, y eso bastó, porque acordaron que uno de ellos siempre vigilaría el fuego
para mantenerlo, pero poco después hacía tanto calor que ya no necesitaron los
cobertores, se apagó la lámpara y, felices por el calor y la calma, Frieda y K
se echaron a dormir.
Cuando
K se despertó por la noche a causa de un ruido y tocó somnoliento en el lugar
donde debía estar Frieda, comprobó que en vez de ella a su lado estaba uno de
los ayudantes. Fue, probablemente debido a la irritación que ya trajo consigo
el ser despertado de repente, el mayor susto que había tenido desde que había
llegado al pueblo. Se levantó dando un grito y sin pensarlo le dio al ayudante
tal puñetazo que comenzó a llorar. El malentendido, sin embargo, se aclaró en
seguida. Frieda se había despertado porque —al menos eso se había figurado— un
animal grande, probablemente un gato, le había saltado al pecho y luego se
había escapado. Ella se había levantado y buscado al animal por toda la
habitación. Eso lo había aprovechado uno de los ayudantes para disfrutar un
poco del placer del jergón de paja, lo que ahora pagaba amargamente. Frieda,
sin embargo, no pudo encontrar nada, quizá sólo fuera pura imaginación, regresó
con K y en el camino, como si hubiese olvidado la conversación nocturna,
acarició el pelo del ayudante lloroso para confortarle. K no dijo nada, se
limitó a ordenar al ayudante que dejase ya de vigilar el fuego, pues con el
consumo de casi toda la leña reunida ya hacía demasiado calor.
Por
la mañana se despertaron cuando los primeros niños de la escuela ya estaban
allí y rodeaban con curiosidad a los durmientes. Fue algo desagradable porque a
causa del calor, que ahora, sin embargo, por la mañana, había dado lugar a un
frío respetable, se habían quitado todos hasta la camisa y precisamente cuando
comenzaban a vestirse apareció en la puerta Gisa, la maestra, una mujer joven,
alta, rubia y hermosa, aunque algo rígida. Había sido visiblemente preparada
para tratar al nuevo bedel y había recibido instrucciones del maestro, pues ya
en el umbral dijo:
—Esto
no lo puedo tolerar. Pues sí, bonita situación. Tienen simplemente el permiso
de dormir en la clase, pero yo no tengo la obligación de dar clase en su
dormitorio. Una familia que duerme hasta casi el mediodía, ¡era lo que nos
faltaba!
Bueno,
contra eso se podría decir bastante, especialmente en lo que se refería a la
familia y a las camas, pensó K, mientras él y Frieda —los ayudantes no podían
ayudar, se limitaban a mirar perplejos, desde el suelo, a la maestra y a los
niños— empujaron a toda prisa el potro y las barras, los cubrieron con el
cobertor y así crearon un espacio en el cual, asegurados contra las miradas de
los niños, al menos pudieron vestirse. Pero no lograron gozar de un minuto de
tranquilidad. Al principio la maestra les riñó porque no había agua fresca en
la jofaina. Precisamente K acababa de pensar en recoger la jofaina para él y
para Frieda, pero en principio renunció a ello para no irritar demasiado a la
maestra, aunque esa renuncia no ayudó en nada, pues poco después se produjo una
gran disputa, puesto que, desgraciadamente, se habían olvidado de quitar los
restos de la cena de la mesa del maestro, así que la maestra lo apartó todo con
una regla y lo tiró al suelo; a la maestra no le preocupó en absoluto que se
derramase el aceite de las sardinas y los restos del café, el bedel ya pondría
orden en todo. Aún sin estar completamente vestidos, apoyados en las barras,
Frieda y K contemplaban la destrucción de su pequeña posesión, los ayudantes,
que no pensaban en vestirse, espiaban, para el disfrute de los niños, por
debajo del cobertor. A Frieda lo que más le dolía era la pérdida de la
cafetera, sólo cuando K, para consolarla, le aseguró que iría inmediatamente a
ver al alcalde y reclamaría una reposición, se calmó lo suficiente como para,
en ropa interior como estaba, salir del recinto y recuperar al menos la tapa
para impedir que se ensuciara más. Lo logró a pesar de que la maestra, para
asustarla, martillaba la mesa de un modo irritante. Una vez que K y Frieda
terminaron de vestirse, tuvieron, no sólo que obligar a los ayudantes, que
yacían como embargados por los acontecimientos, con órdenes y empujones, para
que se vistieran, sino que en parte tuvieron que vestirlos ellos mismos. Cuando
terminaron, K repartió el trabajo. Los ayudantes tenían que recoger madera y
calentar la habitación, pero primero en la otra clase, en la cual aún
amenazaban grandes peligros, pues allí se encontraba ya probablemente el
maestro. Frieda tenía que fregar el suelo y K traería agua y ordenaría un poco,
por ahora no se podía pensar en desayunar. Pero para informarse del estado de
ánimo de la maestra, K quería salir el primero, los demás le deberían seguir
cuando él los llamara, tomó esa medida porque no quería que las tonterías de los
ayudantes volviesen a empeorar la situación y, por otra parte, porque quería
procurar no herir a Frieda, pues ella tenía ambición, él no; ella era sensible,
él no; ella pensaba en los pequeños horrores del presente, él, sin embargo, en
Barnabás y en el futuro. Frieda siguió correctamente todas sus indicaciones,
apenas apartaba los ojos de él. En cuanto salió, la maestra, acompañada de las
risas de los niños, que ya no cesaron, exclamó:
—¡Qué!
¿Se han quedado dormidos?
Y
cuando K no se dignó responder, pues no había sido una pregunta de verdad, y se
dirigió directamente al lavabo, la maestra preguntó:
—¿Qué
han hecho con mi gato?
Un
gato gordo y viejo yacía sobre la mesa y la maestra inspeccionaba una pata que
parecía ligeramente herida. Así que Frieda había tenido razón, ese gato no
había saltado sobre ella, pues parecía incapaz de saltar, pero había pasado por
encima de ella, se habría asustado por la presencia de personas en la casa, se
querría esconder y al realizar algún movimiento inusual causado por la prisa,
se había herido. K intentó explicárselo tranquilamente a la maestra, pero ésta
sólo se fijó en el resultado y dijo:
—Ya
veo, le habéis herido, así os habéis presentado aquí. Mire —y llamó a K para
que acudiese a la mesa, le enseñó la pata y antes de que pudiese darse cuenta,
ella le hizo un arañazo en la palma de la mano. Aunque las uñas del gato
estaban ocultas, la maestra, esta vez sin consideración con el gato, las
presionó con tanta fuerza que produjeron unas estrías sangrientas.
—Y
ahora vaya al trabajo —dijo ella con impaciencia y volvió a inclinarse sobre el
gato.
Frieda,
que había mirado detrás de las barras con los ayudantes, gritó al ver la
sangre. K mostró la mano a los niños y dijo:
—Mirad
lo que me ha hecho un gato malo y astuto.
No
lo dijo por los niños, cuyos gritos y risas se habían vuelto tan ingobernables
que ya no necesitaban ninguna causa o estímulo, no había ninguna palabra que
pudiese penetrarlos o influir en ellos. Pero como la maestra sólo respondió con
una breve mirada de soslayo y continuó ocupada con el gato, quedando su furia
inicial satisfecha con el castigo sangriento, K llamó a Frieda y a los
ayudantes para comenzar el trabajo.
Después
de que K se hubo llevado la jofaina con agua sucia y hubo traído agua fresca y
cuando se disponía a fregar la clase, un niño de doce años se levantó de su
asiento, tocó la mano de K y dijo algo incomprensible por el barullo. Entonces
se produjo un gran silencio. K se volvió. Había ocurrido lo temido durante toda
la mañana. En la puerta estaba el maestro, el hombrecillo sostenía con cada una
de sus manos a un ayudante cogido por el cuello. Los había atrapado cuando
recogían leña; con poderosa voz, haciendo una pausa entre cada palabra, gritó:
—¿Quién
se ha atrevido a romper la puerta del depósito de leña? ¿Quién es el culpable
para que lo aplaste?
Entonces
se levantó Frieda del suelo, pues se esforzaba en limpiar a los pies de la
maestra, miró hacia K, como si quisiese reunir fuerzas, y, no sin algo de su
antigua superioridad en la voz y el gesto, dijo:
—He
sido yo, señor maestro. No se me ocurrió otra cosa. Si las clases tenían que
estar caldeadas por la mañana temprano, había que abrir el depósito de leña. No
me atreví a recoger la llave en su casa, pues ya era de noche, mi novio estaba
en la posada de los señores, era posible que pasara la noche allí, así que tuve
que tomar una decisión. Si hice mal, perdóneme mi inexperiencia, ya me ha
reñido lo suficiente mi novio cuando vio lo ocurrido. Sí, incluso me prohibió
que caldease la clase temprano, pues creía que al mantener cerrado el depósito
de leña, usted no quería que se calentase por la mañana, al menos hasta que
usted llegase. Que no se haya encendido la calefacción es culpa suya, pero de
la rotura de la puerta yo soy la culpable.
—¿Quién
ha roto la puerta? —preguntó el maestro a los ayudantes, quienes aún intentaban
liberarse de su cautividad.
—El
señor—dijeron los dos al unísono y, para que no hubiese ninguna duda, señalaron
a K.
Frieda
se rió, y esa risa pareció más convincente que sus palabras. A continuación,
comenzó a escurrir el trapo con el que estaba fregando el suelo en el cubo,
como si con su explicación el caso se hubiese concluido y el testimonio de los
ayudantes no hubiese sido nada más que una broma. Cuando se agachó para continuar
su labor, dijo:
—Nuestros
ayudantes son niños que, a pesar de su edad, deberían estar aquí en la escuela.
Yo misma abrí la puerta del depósito de madera ayer por la noche con un hacha,
fue muy fácil, no necesité a los ayudantes, sólo habrían importunado. Pero
cuando mi novio vino por la noche y salió para inspeccionar los daños y para
repararlos en lo que fuese posible, los ayudantes le siguieron después,
probablemente porque tenían miedo de permanecer aquí solos, y vieron a mi novio
trabajando delante de la puerta destrozada, por eso dicen eso ahora; ya ve, son
como niños.
Mientras
hablaba Frieda, los ayudantes no paraban de mover negativamente la cabeza,
seguían señalando a K y se esforzaban por cambiar la opinión de Frieda con sus
gestos, pero como no lo consiguieron, finalmente se sometieron, tomaron las
palabras de Frieda como una orden y al repetirles la pregunta el maestro, ya no
respondieron.
—Bueno,
bueno, así que me habéis mentido, o al menos habéis acusado injustamente al
bedel.
Ellos
se mantuvieron en silencio, pero su temblor y sus miradas angustiadas parecían
indicar una conciencia culpable.
—Entonces
os daré ahora mismo una paliza —dijo el maestro, y envió a uno de los niños a
la otra habitación para que le trajera una palmeta. Cuando el maestro levantó
la palmeta, Frieda gritó:
—¡Los
ayudantes han dicho la verdad!
Entonces
arrojó desesperada el trapo en el cubo, salpicando con el agua, y corrió hasta
detrás de las barras para esconderse.
—Un
grupo de mentirosos —dijo la maestra, que acababa de ponerle la venda al gato y
lo mantenía en el regazo, para el cual era demasiado ancho.
—Así
que nos queda el señor bedel —dijo el maestro, empujó a los ayudantes
dejándolos libres y se volvió a K, que, durante todo el tiempo, había estado
escuchando apoyándose en el palo de la escoba.
—Este
bedel, que por cobardía reconoce con toda tranquilidad que se inculpe a otros
falsamente de sus propias bellaquerías.
—Bueno
—dijo K, que había notado que la intervención de Frieda había calmado la
desenfrenada furia inicial del maestro—, si los ayudantes hubiesen recibido un
castigo, no me habría apenado, pues ya se han salido con la suya en más de diez
casos en que lo merecían, así que bien podrían recibir un castigo aunque sea
inmerecido. Pero también me hubiera convenido si se hubiera evitado un
enfrentamiento directo entre usted, señor maestro, y yo, quizá también le
habría convenido a usted. Pero como ahora Frieda me ha sacrificado a los
ayudantes —aquí K realizó una pausa, se podían oír en el silencio los sollozos
de Frieda detrás del cobertor—, se tienen que aclarar las cosas.
—Esto
es inaudito —dijo la maestra.
—Comparto
completamente su opinión, señorita Gisa —dijo el maestro—. Usted, bedel, está
naturalmente despedido de inmediato por este comportamiento vergonzoso en el
ejercicio de sus funciones, por ahora me reservo la sanción que seguirá, pero
márchese al instante con todas sus cosas de esta casa. Para nosotros será una
liberación y por fin podremos comenzar las clases. Así que dese prisa.
—Yo
no me muevo de aquí —dijo K—. Usted es mi superior pero no la persona que me ha
concedido este empleo, esa persona es el señor alcalde, sólo acepto su despido.
Pero él no me ha dado el puesto para que me congele aquí con los míos, sino
—como usted mismo dijo— para impedir actos desesperados e imprudentes por mi
parte. Despedirme de repente estaría en contra de sus intenciones; mientras no
oiga lo contrario de su propia boca, no lo creeré. Por lo demás, es probable
que el rechazo de su imprudente despido le sea ventajoso también a usted.
—¿Así
que no obedece? —preguntó el maestro.
K
negó con la cabeza.
—Piénselo
bien —dijo el maestro—, no se puede decir que sus decisiones siempre sean las
mejores, piense por ejemplo en la tarde de ayer, cuando rechazó que le
interrogasen.
—Por
qué menciona eso ahora? —preguntó K.
—Porque
me da la gana —dijo el maestro—, y ahora repito por última vez: ¡fuera de aquí!
Pero
como esas palabras tampoco tuvieron ningún efecto, el maestro se fue hacia la
mesa y habló en voz baja con la maestra; ésta dijo algo referente a la policía,
pero el maestro lo rechazó; finalmente, los dos llegaron a un acuerdo, el
maestro dijo a los niños que le siguieran a la otra habitación, allí tendrían
clase con los otros niños, todos juntos, ese cambio les alegró; en un instante,
entre gritos y risas, la habitación se quedó vacía, el maestro y la maestra
fueron los últimos en salir. La maestra llevaba el diario de clase y encima al
gato, que se mantenía impertérrito. Al maestro le hubiese gustado dejar allí al
gato, pero una indicación que lo sugería fue rechazada categóricamente por la
maestra, haciendo una referencia a la crueldad de K, así que para colmo K le
cargó el gato al maestro. Esto último influyó, evidentemente, en las últimas
palabras que el maestro dirigió a K desde la puerta:
—La
señorita abandona esta clase obligada por la necesidad, porque usted se niega
de manera recalcitrante a aceptar mi despido y porque nadie puede reclamar de
ella, una mujer joven, que imparta su clase en medio de sus sucias relaciones
domésticas. Así que se queda solo y puede ponerse todo lo cómodo que quiera,
sin sentirse molesto por la aversión de observadores decentes. Pero no durará
mucho, se lo garantizo.
Y
con esto cerró la puerta.
12
LOS
AYUDANTES
Cuando
todos abandonaron la habitación, K dijo a los ayudantes:
—¡Fuera
de aquí!
Asombrados
por esa orden repentina, obedecieron, pero en cuanto K cerró con llave la
puerta detrás de ellos, gimotearon y llamaron a la puerta:
—¡Estáis
despedidos! —gritó K—, jamás os volveré a tomar a mi servicio.
Pero
no quisieron aceptar esa decisión y golpearon con las manos y los puños en la
puerta.
—¡Queremos
regresar contigo, señor! —gritaron, como si K fuese la tierra prometida y ellos
no pudiesen llegar hasta ella. Pero K no tenía ninguna compasión, esperó
impaciente hasta que el ruido insoportable obligó a intervenir al maestro.
Ocurrió pronto.
—¡Deje
entrar a sus malditos ayudantes! —gritó.
—¡Los
he despedido! —respondió K, y tuvo el desagradable efecto colateral de mostrar
lo que ocurría cuando alguien era lo suficientemente fuerte no sólo para
despedir a otro, sino para ejecutar el despido. El maestro intentó aplacar
bondadosamente a los ayudantes, sólo tenían que esperar allí con calma, al
final K los volvería a admitir. Después de decir estas palabras, se fue. Y
quizá se hubiesen calmado si K no les hubiera vuelto a gritar que estaban
definitivamente despedidos y que no tenían ninguna esperanza de ser
readmitidos. A continuación, volvieron a hacer ruido como al principio. De
nuevo vino el maestro, pero esta vez no habló con ellos, se limitó a alejarlos
de allí con la temida palmeta.
Al
poco rato aparecieron ante la ventana de la clase de gimnasia, golpearon en los
cristales y gritaron, pero sus palabras eran incomprensibles. No permanecieron
allí mucho tiempo, en la profunda capa de nieve no podían saltar como lo
requería su intranquilidad. Así que corrieron hacia la verja del jardín y se
subieron sobre su parte inferior, desde donde, aunque sólo desde la lejanía,
disfrutaban de una mejor vista sobre la habitación; allí, encaramados a las
verjas, se balanceaban a un lado y a otro, pero de repente se quedaban quietos
y doblaban las manos en actitud de súplica hacia K. Eso lo hicieron durante
mucho tiempo, sin considerar la inutilidad de sus esfuerzos; estaban como
cegados, ni siquiera oyeron cómo K corrió las cortinas para liberarse de su
visión.
En
la penumbra de la habitación K fue hacia las barras para ver a Frieda. Ante su
mirada ella se levantó, se arregló el pelo, se secó el rostro y se puso en
silencio a hacer el café. Aunque ella lo sabía todo, K le informó formalmente
de que había despedido a los ayudantes. Ella se limitó a asentir con la cabeza.
K se sentó en un pupitre y observó sus cansados movimientos. Siempre había sido
la frescura y la tenacidad lo que había embellecido la futilidad de su cuerpo,
ahora esa belleza había desaparecido. Unos días viviendo con K lo habían
logrado. El trabajo en la taberna no había sido fácil, pero más conveniente
para ella. ¿O había sido el distanciamiento de K la causa real de su
decadencia? La cercanía de Klamm la había hecho tan irresistiblemente
seductora; seducido por ella, K la había tomado para sí y ahora se marchitaba
entre sus brazos .
—Frieda—dijo
K.
Ella
dejó en seguida el molinillo de café y se acercó a K en el pupitre.
—¿Estás
enfadado conmigo? —preguntó ella.
—No
—dijo K—, creo que no puedes hacer otra cosa. Has vivido satisfecha en la
posada de los señores, debí dejarte allí.
—Sí
—dijo Frieda, y miró ante sí con tristeza—, tendrías que haberme dejado allí.
No valgo lo suficiente para vivir contigo. Liberado de mí, quizá podrías
conseguir todo lo que quieres. En consideración a mí te sometes a ese maestro
tiránico, asumes este puesto miserable, solicitas fatigosamente una entrevista
con Klamm. Todo lo haces por mí, pero yo te lo pago mal.
—No
—dijo K, y la rodeó consolador con su brazo—, todo eso no son más que
pequeñeces que a mí no me dañan y en realidad a Klamm sólo le quiero ver por
ti. ¡Y todo lo que tú has hecho por mí! Antes de conocerte, aquí estaba
completamente extraviado, nadie me aceptaba, y cuando los obligaba me despedían
a toda prisa. Y si pudiese haber encontrado tranquilidad con alguien, eran
personas de las que tenía que huir, como por ejemplo Barnabás.
—Huiste
de ellos, ¿verdad, querido? —exclamó Frieda con viveza y después de oír el
dubitativo «sí» de K volvió a caer en su apatía. Pero K tampoco poseía la
tenacidad para explicar qué es lo que gracias a Frieda había tomado un camino
favorable. Soltó lentamente el brazo que la rodeaba y se quedaron un rato
sentados y en silencio, hasta que Frieda, como si el brazo de K le hubiese
transmitido calor, dijo:
—No
soportaré esta vida. Si quieres que siga contigo, tenemos que emigrar, a
cualquier lado, al sur de Francia o a España.
—No
puedo emigrar —dijo K—, he venido para permanecer aquí. Permaneceré aquí —e
incurriendo en una contradicción que no hizo el esfuerzo de aclarar, añadió
como si hablase consigo mismo—: ¿Qué podría haberme tentado a venir a este
páramo a no ser el deseo de quedarme?
A
continuación, dijo:
—Pero
tú también quieres quedarte aquí, es tu tierra. Sólo que echas de menos a Klamm
y eso hace que te desesperes.
—¿Que
echo de menos a Klamm? —dijo Frieda—, aquí hay Klamm en exceso, demasiado
Klamm; para escapar de él quiero salir de aquí. No echo de menos a Klamm, sino
a ti. Por ti quiero irme, porque no puedo tener suficiente de ti, aquí, donde
todos tiran de mí. Cómo me gustaría quitarme esta bonita máscara y con el
cuerpo miserable poder vivir contigo en paz.
K
sólo prestó atención a una cosa.
—¿Klamm
está aún en contacto contigo? —preguntó en seguida—. ¿Te llama?
—No
sé nada de Klamm —dijo Frieda—, hablo de otros, por ejemplo de los ayudantes.
—¡Ah!,
los ayudantes —dijo K sorprendido—. ¿Te acosan?
—¿Acaso
no lo has notado? —preguntó Frieda.
—No
—dijo K, e intentó recordar en vano algún detalle—. Son jóvenes impertinentes y
ávidos, pero que te hayan importunado, eso no lo he advertido.
—¿No?
—dijo Frieda—. ¿No notaste que no había manera de sacarlos de nuestra habitación
en la posada del puente, ni cómo vigilaban celosos nuestra relación, o cómo uno
de ellos, finalmente, se echó a mi lado en el jergón de paja, o cómo han
testimoniado contra ti para expulsarte, perderte y así poder estar a solas
conmigo? ¿No has notado nada de eso?
K
miró a Frieda sin responder. Esas acusaciones contra los ayudantes eran
verdaderas, pero también podían interpretarse de forma inocente, como fruto del
carácter ridículo, infantil, inquieto y falto de dominio de los dos. Y ¿no
hablaba contra la acusación de Frieda que hubiesen intentado siempre ir a todas
partes con K en vez de quedarse con Frieda? K mencionó algo parecido.
—¡Pura
hipocresía! —dijo Frieda—. Pero ¿no has podido darte cuenta? Entonces ¿por qué
los has despedido si no es por estos motivos?
Y
se fue hacia la ventana, apartó un poco las cortinas, miró hacia afuera y llamó
a K. Aún se encontraban los ayudantes en la verja. Aunque estaban visiblemente
cansados, de vez en cuando, haciendo acopio de todas sus fuerzas, seguían
extendiendo los brazos con actitud suplicante hacia la escuela. Uno de ellos,
para no tener que aferrarse continuamente había ensartado la chaqueta en una de
las barras de la verja. —¡Pobres! ¡Pobres! —exclamó Frieda .
—¿Que
por qué los he expulsado? —preguntó K—. La causa directa has sido tú.
—¿Yo?
—preguntó Frieda sin apartar la vista de los ayudantes.
—Sí,
porque has tratado con demasiada amabilidad a los ayudantes —dijo K—, por
perdonarles su comportamiento maleducado, reírte de sus necedades, acariciar su
pelo, tener continuamente compasión de ellos, J os pobres, los pobres», vuelves
a decir, y, finalmente, el último incidente, como para ti mi precio no era muy
alto, me quisiste sacrificar para rescatar del castigo a los ayudantes.
—Eso
es —dijo Frieda—, de eso es precisamente de lo que hablo, eso es lo que me hace
infeliz, lo que me separa de ti, aunque no conozco mayor felicidad para mí que
estar contigo, continuamente, sin interrupción, sin fin; sueño que en la tierra
no hay ningún lugar tranquilo para nuestro amor, ni en el pueblo ni en ningún
otro sitio, y por eso me imagino una tumba, profunda y estrecha, en la que nos
mantenemos abrazados como oprimidos por unas tenazas, yo oculto mi rostro en
ti, tú el tuyo en mí y nadie nos ve más. Pero aquí… ¡mira a los ayudantes!
Sus manos suplicantes no se dirigen a ti, sino a mí.
—Y
no soy yo quien los observa —dijo K—, sino tú.
—Claro,
yo —dijo Frieda casi enojada—, de eso es de lo que estoy hablando todo el rato,
¿a qué se debería si no que los ayudantes me persiguieran, por más que puedan
ser emisarios de Klamm?
—¿Emisarios
de Klamm? —dijo K, a quien sorprendió mucho esa designación, por muy natural
que le pareciese al principio. —Emisarios de Klamm, claro —dijo Frieda—, aunque
lo sean, al mismo tiempo son jóvenes pueriles que necesitan probar la palmeta
para su educación. Qué jóvenes más feos y gamberros son y qué repugnante es el
contraste entre sus rostros de adultos, casi de estudiantes, y su
comportamiento necio e infantil. ¿Acaso crees que no me doy cuenta? Me
avergüenzo de ellos. Pero aquí radica el asunto, ellos no me repudian, sino que
me avergüenzo de ellos. Siempre tengo que mirarlos. Cuando debiera enojarme con
ellos, me tengo que reír. Cuando debiera golpearlos, tengo que acariciar su
pelo. Y cuando yazco a tu lado por la noche, no puedo dormir y tengo que ver
cómo uno de ellos duerme enrollado en una manta y el otro permanece arrodillado
ante la calefacción, vigilando que no se apague, y tengo que inclinarme hasta
casi despertarte. Y no es el gato lo que me asusta, ¡ay!, conozco gatos y
también conozco esos sueños agitados y constantemente turbados en la taberna,
no es el gato lo que me asusta, sino yo misma. Y no necesito a ese gato
monstruoso, me estremezco con el menor ruido. Temí que te despertaras y todo
llegase a su fin y entonces me levanté y encendí una vela para que te
despertases deprisa y me pudieses proteger.
—No
sabía nada de todo eso —dijo K—, sólo por un presentimiento de lo que me
cuentas los he expulsado, ahora ya se han ido, ahora todo está bien.
—Sí,
al fin se han ido —dijo Frieda, pero su rostro estaba atormentado, triste—,
pero no sabemos quiénes son. Emisarios de Klamm, así los llamo yo jugando con
mi imaginación, aunque tal vez lo sean. Sus ojos, esos ojos simples pero
centelleantes, me recuerdan en cierto modo a los ojos de Klamm, sí, ésa es la
mirada de Klamm, que a veces me contempla a través de sus ojos. Y, por tanto,
fue incorrecto cuando dije que me avergonzaba de ellos. Sólo quería que fuese
así. Pero sé que en otro lugar y con otras personas el mismo comportamiento
sería necio y repugnante, pero con ellos no es así, contemplo sus necedades con
respeto y admiración. Pero si son los emisarios de Klamm, ¿quién nos liberará
de ellos? Y ¿sería bueno que nos liberasen de ellos? ¿No tendrías que correr a
recogerlos y alegrarte de que quisieran volver?
—¿Quieres
que los vuelva a dejar entrar? —preguntó K.
—No,
no —dijo Frieda—, no hay nada que quiera menos. Su mirada cuando entrasen, su
alegría por volverme a ver, sus saltos de niños y sus abrazos de hombres, todo
eso no podría soportarlo. Pero en cuanto pienso que, si permaneces duro con
ellos, quizá cierres el camino de Klamm hacia ti, deseo preservarte de las
consecuencias que eso tendría. Entonces sí quiero que los dejes entrar. Entonces
que entren lo más rápido posible. No tengas ninguna consideración conmigo, yo
no importo. Me defenderé todo el tiempo que pueda y, si tuviera que perder,
bueno, perderé, pero con la conciencia de que también ha ocurrido por ti.
—Con
esas palabras no haces más que reforzar mi sentencia respecto a los ayudantes
—dijo K—, jamás entrarán si puedo impedirlo. Que los he expulsado, demuestra
que, bajo determinadas circunstancias, se los puede dominar y que, por tanto,
no guardan ninguna relación esencial con Klamm. Ayer por la noche recibí una
carta de Klamm de la que se puede deducir que está mal informado acerca de los
ayudantes, de lo que también se puede deducir que le son completamente
indiferentes, pues si no lo fueran habría podido recabar noticias cabales sobre
ellos. Y que veas en ellos a Klamm no demuestra nada, pues aún, por desgracia,
estás influida por la posadera y ves a Klamm por todas partes. Todavía eres la
amante de Klamm y todavía no eres mi esposa. A veces eso me entristece
profundamente, me parece como si lo hubiese perdido todo, tengo la sensación de
haber venido al pueblo, pero no lleno de esperanza, como estaba en realidad
cuando llegué, sino con la conciencia de que sólo me esperan decepciones y que
tendré que probarlas todas hasta la raíz. Aunque esto sólo ocurre a veces
—añadió K sonriendo al ver cómo Frieda se venía abajo con sus palabras—, y en
el fondo demuestra algo bueno: lo que significas para mí. Y si ahora reclamas
que decida entre tú y los ayudantes, los ayudantes ya han perdido. Vaya
pensamiento, elegir entre los ayudantes y tú. Ahora quiero librarme
definitivamente de ellos. Quién sabe, por lo demás, si la debilidad que se ha
apoderado de nosotros dos no proviene de que no hemos desayunado.
—Es
posible —dijo Frieda sonriendo con cansancio y se puso a trabajar. También K
volvió a coger la escoba.
13
HANS
Después
de un rato, llamaron débilmente a la puerta.
—¡Barnabás!
—gritó K, arrojó la escoba y en pocas zancadas ya estaba ante la puerta.
Horrorizada
más por el nombre que por otra cosa, Frieda le contempló. Con las manos
inseguras K no podía abrir el viejo cerrojo.
—Ya
abro —repetía en vez de preguntar quién era el que llamaba. A continuación tuvo
que ver cómo el que entraba por la puerta abierta no era Barnabás, sino un niño
que ya con anterioridad había querido hablar con K. Pero K no tenía ganas de
acordarse de él.
—¿Qué
buscas aquí? —dijo—. La clase es ahí al lado.
—Vengo
de allí —dijo el niño, y miró tranquilamente a K con sus grandes ojos castaños,
muy recto y con los brazos pegados al cuerpo.
—¿Qué
quieres? Dímelo rápido —dijo K, y se inclinó un poco hacia abajo, pues el niño
hablaba en voz baja.
—¿Puedo
ayudarte? —preguntó el niño.
—Nos
quiere ayudar—dijo K a Frieda, y luego al niño—: ¿Cómo te llamas?
—Hans
Brunswick—dijo el niño—, alumno de cuarto curso, hijo de Otto Brunswick,
maestro zapatero en la calle Madelein.
—Así
que te llamas Brunswick—dijo K, y se dirigió a él en un tono más amable.
Resultó que Hans, por los arañazos sangrientos con que la maestra había castigado
a K, se había irritado tanto que había decidido apoyarle. Por su propia cuenta
se había escabullido de la clase contigua como un desertor, exponiéndose a un
gran castigo. Podía deberse a las ideas infantiles que le dominaban. A ellas
también correspondía la seriedad que se desprendía de todos sus actos. Su
timidez sólo le había molestado al principio, luego se habituó a K y a Frieda y
cuando le dieron un café se animó y tomó confianza, siendo sus preguntas
vehementes y penetrantes, como si quisiera enterarse rápidamente de lo más
importante para luego poder tomar decisiones por su propia cuenta en favor de K
y Frieda. También había algo imperioso en su carácter, pero estaba tan mezclado
con la inocencia infantil, que, medio en broma medio en serio, se dejaba
someter. En todo caso acaparó toda la atención, habían dejado el trabajo y el
desayuno se prolongaba. A pesar de que estaba sentado ante un pupitre, K en la
mesa del maestro y Frieda en una silla a su lado, parecía que Hans era el
maestro, como si examinase y juzgase las respuestas; una ligera sonrisa en su
rostro parecía indicar que sabía muy bien que sólo se trataba de un juego, no
obstante, más seria era su actitud ante el asunto, aunque quizá no era una
sonrisa lo que se reflejaba en sus labios, sino la felicidad de la niñez.
Sorprendentemente tarde reconoció que ya conocía a K, desde que éste estuvo en
la casa de Lasemann. K se alegró de ello.
—¿Tú
jugabas entonces a los pies de la mujer? —preguntó K.
—Sí
—dijo Hans—, es mi madre.
Y
entonces tuvo que hablar sobre su madre, pero lo hizo con dudas y sólo cuando
le reiteraron la petición. Resultó que era un niño a través del cual a veces
parecía hablar, especialmente en las preguntas, en un presentimiento del
futuro, quizá también como consecuencia de la ilusión de los sentidos que
afectaba a los intranquilos y tensos oyentes, casi un hombre enérgico, astuto y
perspicaz, pero que poco después se manifestaba sin transición como un escolar
que no comprendía algunas preguntas, otras las interpretaba mal, que con una
desconsideración infantil hablaba en voz demasiado baja, aunque se le había
llamado frecuentemente la atención sobre esa falta y que, finalmente, como
consuelo frente a algunas preguntas urgentes, se limitaba a callar y, además,
sin mostrar confusión alguna, como jamás podría hacerlo un adulto. Era como si,
según su opinión, sólo a él le estuviese permitido preguntar y que las
preguntas de los otros infringieran algún reglamento o fuesen una pérdida de
tiempo. También podía mantenerse mucho tiempo sentado con el cuerpo recto, la
cabeza inclinada hacia abajo y el labio inferior ligeramente desprendido. A
Frieda le gustó tanto esa actitud, que le planteó con frecuencia preguntas de
las que esperaba que le hiciesen callar de esa manera. A veces lo consiguió,
pero a K le enojaba. En general pudieron saber poco, la madre estaba algo
enferma, pero no pudieron averiguar de qué enfermedad se trataba; el niño que
la señora Brunswick mantenía en el regazo era la hermana de Hans y se llamaba
Frieda (la coincidencia de nombres con la mujer que le preguntaba la tomó con
mal humor), todos vivían en el pueblo, pero no en casa de Lasemann, allí sólo
estaban de visita para que los bañasen, porque Lasemann tenía una gran bañera,
en la cual bañarse y jugar procuraba un gran placer a los niños pequeños, entre
los que Hans no se contaba; de su padre Hans habló con respeto o con miedo,
pero sólo cuando no hablaba al mismo tiempo de la madre; en comparación con la
madre el valor del padre parecía pequeño, por lo demás, todas las preguntas
sobre la vida familiar, fuera cual fuese el método en plantearlas, quedaron sin
respuesta; del oficio del padre se supo que era el zapatero más importante del
lugar, nadie se le podía igualar, como repitió con frecuencia y en respuesta a preguntas
que no tenían nada que ver con eso, incluso le daba trabajo a otros zapateros,
por ejemplo, al padre de Barnabás; en este último caso Brunswick lo hacía por
compasión, al menos eso indicaba el gesto orgulloso de Hans, lo que impulsó a
Frieda a acercarse a él de un salto y darle un beso. A la pregunta de si ya
había estado en el castillo, respondió, después de habérsela repetido muchas
veces, que «no», y la misma pregunta, pero referida a la madre, no se dignó
responderla. Al final K se cansó. Seguir preguntando le pareció inútil, en eso
el niño tenía razón, y además había algo vergonzoso en querer enterarse de
secretos familiares a través de un niño inocente, y doblemente vergonzoso era
que ni siquiera se enteraran de algo al respecto. Y cuando K para terminar le
preguntó en qué se ofrecía para ayudar, no se maravilló al oír que sólo quería
ayudarles en el trabajo para que el maestro y la maestra no se enojasen, con K.
Éste le aclaró que no era necesaria su ayuda, que enojarse era un rasgo del carácter
del maestro y que no podrían impedirlo ni con el trabajo mejor realizado. Pero
el trabajo en sí no era difícil, esa vez simplemente se había retrasado por
unas circunstancias casuales, además esos enojos no hacían el mismo efecto en K
que en un escolar, se los sacudía de encima, le eran indiferentes, y tenía la
esperanza de librarse del maestro muy pronto. Agradecía mucho que hubiese
ofrecido su ayuda con el maestro y Hans podía regresar, esperaba que no lo
castigasen por lo que había hecho. A pesar de que K no subrayó y se limitó a
indicar fugazmente que se trataba de ayuda con el maestro la que él no
necesitaba, dejaba abierta la pregunta sobre otro tipo de ayuda, Hans así lo
dedujo y preguntó si quizá K necesitaba otra ayuda, le encantaría ayudarle y si
él mismo no pudiera, se lo pediría a su madre y entonces seguro que podía
resultar. También cuando el padre tenía preocupaciones, le preguntaba a la
madre. Y la madre ya había preguntado una vez por K, ella apenas salía de casa,
sólo excepcionalmente estuvo aquel día en casa de Lasemann; él, sin embargo,
Hans, iba con frecuencia para jugar con sus hijos y una vez le preguntó la
madre si tal vez el agrimensor se había encontrado allí. Pero a la madre, como
estaba tan débil y cansada, no se le podía hablar mucho y él se limitó a decir
que no había visto al agrimensor y ya no se habló más del asunto. Pero al
encontrarle ahora en la escuela, le había tenido que hablar para poder informar
luego a la madre. Pues eso es lo que más le gusta a la madre: cuando se obedecen
sus deseos sin una orden expresa. A eso respondió K, después de una breve
reflexión, que no necesitaba ninguna ayuda, tenía todo lo que necesitaba, pero
era muy amable por parte de Hans que quisiera ayudarle y le agradecía sus
buenas intenciones, era posible que más tarde pudiese necesitar algo, entonces
se dirigiría a él, ya conocía su dirección. Por el contrario, quizá K pudiese
ayudarle un poco, sentía mucho que la madre de Hans estuviese enferma y que
nadie comprendiese allí su sufrimiento; en un caso tan descuidado puede darse
un grave empeoramiento de una ligera dolencia. Pero él, K, tenía conocimientos
médicos y lo que aún era más valioso, experiencia en el tratamiento de los
enfermos. Consiguió triunfar cuando los médicos fracasaron. En casa siempre le
habían llamado por sus poderes curativos «hierba amarga». En todo caso querría
ver a la madre de Hans y hablar con ella. Quizá pudiese darle un buen consejo,
sólo por él, por Hans, estaría encantado de poder hacerlo. Al principio los
ojos de Hans brillaron con esa oferta, sedujeron a K para mostrarse más
perentorio, pero el resultado fue insatisfactorio, pues Hans contestó a las
preguntas, y ni siquiera se mostró triste al hacerlo, que su madre no podía
recibir visitas de extraños, pues necesitaba reposo absoluto; a pesar de que K
apenas habló con ella, tuvo que pasar después varios días en cama, lo que,
ciertamente, ocurría con frecuencia. En aquella ocasión el padre se enojó mucho
con K y jamás permitiría que K visitase a su madre, incluso aquella vez él
quiso buscar a K para castigarle por su comportamiento, pero la madre le
convenció de lo contrario. Ante todo era su misma madre la que no quería hablar
con nadie y su interés por K no significaba una excepción de la regla, todo lo
contrario, a su mención ocasional de que tendría el deseo de verle, no le
siguieron los hechos, con eso había manifestado claramente su voluntad. Sólo
quería oír de K, pero no hablar con él. Por lo demás tampoco padecía de una
enfermedad en el pleno sentido de la palabra, ella sabía muy bien el origen de
su estado y a veces lo dejaba entrever, probablemente se debía al aire de allí,
que ella no soportaba, pero tampoco quería abandonar el lugar a causa del padre
y de los niños, también estaba mejor que antes. Eso fue de lo que K se enteró;
la capacidad mental de Hans aumentaba visiblemente, ya que protegía a su madre
de K, de K, a quien supuestamente quería ayudar; incluso con la finalidad de
proteger a la madre de K contradijo algunas de sus manifestaciones anteriores,
por ejemplo respecto a la enfermedad. No obstante, K notó también que le seguía
cayendo bien a Hans, sólo que sobre la madre olvidaba todo lo demás. Cualquiera
que se colocase frente a la madre, se ponía en una posición injusta, ahora
había sido K, pero también podía ser, por ejemplo, el padre. K quiso intentar
esto último y dijo que era muy razonable por parte de su padre que protegiese
así a su madre de toda molestia y si K hubiese sospechado algo en aquella
ocasión, no habría osado dirigirse a ella y ahora pedía perdón por ello. Por el
contrario, no podía entender del todo por qué el padre, si el origen del
padecimiento estaba tan claro como Hans decía, impedía que la madre se
recuperase cambiando de aires; se tenía que afirmar que se lo impedía, pues ella
no quería irse por el padre y por los niños, pero se podría llevar a los niños,
tampoco tendría que estar ausente mucho tiempo ni tampoco muy lejos, ya arriba,
en la montaña del castillo, el aire era mucho mejor. Los costes de esa
excursión no deberían atemorizar al padre, a fin de cuentas era el mejor
zapatero del lugar y con toda seguridad la madre tenía parientes o conocidos en
el castillo que la acogerían encantados. ¿Por qué no dejaba que se fuera? No
debería menospreciar ese padecimiento; K sólo había visto fugazmente a la
madre, pero su llamativa palidez y debilidad le impulsaron a dirigirle la
palabra, ya en aquella ocasión le sorprendió que el padre dejase a la esposa
enferma en la atmósfera perjudicial de la habitación de los baños y que ni siquiera
se moderase en sus conversaciones en voz alta. El padre no sabía de qué se
trataba, por más que haya mejorado de la enfermedad en los últimos tiempos, ese
tipo de padecimientos tienen humores, pero si no se los combate con todas las
fuerzas, se llega a un momento en que ya no puede ayudar nada. Si K no podía
hablar con la madre, sería quizá ventajoso si al menos pudiese hablar con el
padre y llamarle la atención sobre todo eso.
Hans
había escuchado con gran atención, había entendido la mayoría y había sentido
con fuerza la amenaza implícita en el resto. A pesar de ello dijo que K no
podía hablar con el padre, pues éste tenía una gran aversión hacia él y
probablemente le trataría igual que el maestro. Dijo esto sonriendo y con
timidez al hablar de K y triste y con saña cuando habló del padre. Sin embargo,
añadió que K quizá pudiese hablar con la madre, pero sin que lo supiera el
padre. Entonces Hans reflexionó con la mirada fija en un punto, como una mujer
que quiere hacer algo prohibido y busca una posibilidad de realizarlo con
impunidad. Poco después dijo que en un par de días quizá sería posible, pues el
padre iba por la tarde a la pensión de los señores, ya que allí tenía algunas
entrevistas, entonces él, Hans, vendría por la tarde y conduciría a K hasta su
madre, presuponiendo que ella estuviese de acuerdo, lo que sería muy
improbable. Ella no hacía nada contra la voluntad del padre, se sometía en todo
a él, incluso en cosas cuya irracionalidad hasta él mismo, Hans, veía
claramente. Ahora buscaba Hans ayuda contra el padre, era como si se hubiese
engañado a sí mismo, pues había creído que quería ayudar a K, mientras que en
realidad había querido averiguar si tal vez, como nadie del lugar había podido
ayudar, ese forastero aparecido repentinamente y mencionado incluso por la
madre era capaz de hacerlo. Qué inconscientemente reservado, sí, casi solapado,
era el niño, no había sido fácil de deducir de su presencia y de sus palabras,
sólo se pudo notar después por la casualidad y la intención dulas confesiones
que habían asomado. Y entonces reflexionó con K en largas conversaciones qué
dificultades habría que superar; eran, pese a la mejor voluntad de Hans,
dificultades casi insuperables; sumido en sus pensamientos y, sin embargo,
buscando ayuda, miraba continuamente a K con ojos inquietos y parpadeantes. No
podía decirle nada a la madre antes de la partida del padre, si no éste se
enteraría de todo y ya sería imposible, así que sólo más tarde podría
mencionarlo, pero por consideración a la madre tampoco de repente y deprisa,
sino lentamente y en el momento oportuno, entonces podría pedir permiso a la
madre, luego vendría a recoger a K, pero ¿no sería ya demasiado tarde?, ¿no
amenazaría la llegada inminente del padre? Sí, en realidad era imposible. K,
por el contrario, demostró que no era imposible. No tenían que temer que no
hubiese suficiente tiempo, bastaría una corta entrevista, un breve encuentro, y
no hacía falta que Hans viniese a buscar a K, éste esperaría escondido en algún
lugar cerca de la casa y, con un signo de Hans, acudiría en seguida. No, dijo
Hans, K no podía esperar cerca de la casa —una vez más le dominaba la
sensibilidad por causa de su madre—, sin conocimiento de la madre K no podía
ponerse en camino, Hans no podía aceptar un acuerdo secreto con K que fuese
secreto para la madre, él tenía que recoger a K de la escuela y no antes de que
la madre lo supiese y diese su consentimiento. Bueno, dijo K, entonces era
realmente peligroso, era posible que el padre le descubriese en la casa y
aunque no ocurriese, la madre, por miedo, no dejaría que K la visitase y todo
fracasaría por culpa del padre. Contra eso volvió a defenderse Hans y así
siguió la disputa. Ya hacía tiempo que K había llamado a Hans para que viniese
a la mesa y le había colocado entre sus rodillas, acariciándolo de vez en
cuando para tranquilizarlo. Esa cercanía influyó en que Hans, a pesar de su
resistencia temporal, consintiese en llegar a un acuerdo. Convinieron lo
siguiente: Hans le diría al principio a su madre toda la verdad, sin embargo,
para facilitarle el consentimiento, añadiendo que K también quería hablar con
Brunswick, aunque no a causa de la madre, sino por sus asuntos. Eso también era
verdad, a lo largo de la conversación a K se le había ocurrido que Brunswick,
aunque fuese un hombre malo y peligroso, no podía ser realmente su enemigo, a
fin de cuentas había sido, al menos según el informe del alcalde, el líder de
aquellos que, fuese también por motivos políticos, habían reclamado la
contratación de un agrimensor. Así pues, la llegada de K al pueblo tenía que
haber sido favorable para él, pero entonces el enojoso encuentro el primer día
y la aversión de la que Hans había hablado resultaban incomprensibles, quizá
Brunswick se había enojado porque K no se había dirigido a él primero para
solicitar ayuda, quizá había otro malentendido que podía ser aclarado con unas
palabras. Una vez que ocurriera eso, K podría encontrar en Brunswick un
respaldo contra el maestro, sí, incluso contra el alcalde, poniendo al
descubierto todo el fraude administrativo, pues ¿qué otra cosa podía ser todo?
El alcalde y el maestro le mantenían alejado de los órganos administrativos del
castillo y le obligaban a aceptar el puesto de bedel. Si se producía una nueva
lucha por K entre Brunswick y el alcalde, Brunswick tendría que poner a K de su
parte, K sería huésped en la casa de Brunswick y sus instrumentos de poder se
pondrían a su disposición, todo a despecho del alcalde, quien sabía muy bien
hasta dónde podría llegar y, en todo caso, estaría frecuentemente cerca de la
mujer. Así jugaba con sus sueños y ellos con él, mientras Hans, pensando
exclusivamente en su madre, observaba preocupado el silencio de K, al igual que
se hace con un médico sumido en sus pensamientos para encontrar un remedio en
un caso grave. Con esa propuesta de K, que él quería hablar con Brunswick por
la contratación como agrimensor, Hans se mostró conforme, aunque sólo porque
gracias a eso su madre quedaba protegida del padre y, además, se trataba de un
recurso excepcional que esperaba no se produjese. Sólo preguntó cómo K
aclararía al padre una visita tan tardía, y se conformó finalmente, aunque con
un rostro algo sombrío, con que K diría que el insoportable puesto como bedel
en la escuela y el tratamiento deshonroso del maestro le habían sumido en una
repentina desesperación y había olvidado cualquier consideración.
Cuando
lograron preparar todo, en lo que se podía prever, y la posibilidad de éxito ya
no quedaba al menos excluida, Hans, liberado de la carga de la reflexión, se
tornó más alegre y charló aún un rato de manera infantil, primero con K y luego
con Frieda, que desde hacía tiempo estaba abstraída y ahora comenzó de nuevo a
participar en la conversación. Entre otras cosas ella le preguntó qué quería
ser de mayor, él no reflexionó mucho y dijo que quería ser un hombre como K.
Cuando le preguntó los motivos, no supo qué responder y a la pregunta de si
quería ser bedel en una escuela, contestó negativamente. Sólo al seguir
preguntándole reconocieron a través de qué caminos había llegado a expresar ese
deseo. La situación presente de K no era en modo alguno digna de envidia, sino
triste y despreciable, él mismo habría preferido preservar a su madre de la
mirada y de las palabras de K. Sin embargo, él había llegado hasta K y le había
pedido ayuda y había sido feliz de que K consintiese, también creía reconocer
lo mismo en otras personas, y ante todo la madre había mencionado a K. De esa
contradicción surgió en él la creencia de que en ese momento K era aún un ser
humillado y espantoso, pero que en un futuro, si bien casi inimaginable y
lejano, él los superaría a todos. Y precisamente esa disparatada lejanía y el
orgulloso desarrollo que debería conducir a ella tentaron a Hans. Incluso a ese
precio quería tomar al K del presente. Lo especialmente infantil y al mismo
tiempo astuto de ese deseo consistía en que Hans contemplaba desde lo alto a K
como si fuera un joven cuyo futuro se expandiera más que el suyo propio, el de
un niño. Y era con una seriedad sombría con la que él, obligado una y otra vez
por las preguntas de Frieda, hablaba de esas cosas. Pero K le volvió a animar
cuando dijo que él sabía lo que Hans le envidiaba, se trataba de su espléndido
bastón de nudos que se encontraba sobre la mesa y con el que Hans había jugado
distraído durante la conversación. Bueno, K sabía fabricar esos bastones y, si
el plan resultaba exitoso, le haría a Hans uno más bonito. No quedó muy claro
si Hans sólo había tenido en mente el bastón, tal fue su alegría sobre la
promesa de K, y se despidió alegremente no sin antes estrechar con fuerza la
mano de K y decir:
—Entonces
hasta pasado mañana.
14
EL
REPROCHE DE FRIEDA
Ya
era hora de que Hans se marchase, pues poco después el maestro abrió
violentamente la puerta y, al ver a K y a Frieda tranquilamente sentados sobre
la mesa, gritó:
—¡Perdonad
la molestia! Pero decidme cuándo vais a terminar por fin de arreglar la
habitación. En la otra habitación se sientan todos apretados, así no se puede
dar clase, mientras vosotros os estiráis aquí a vuestras anchas en la
habitación grande y encima, para tener aún más sitio, habéis echado a los
ayudantes. ¡Y ahora haced el favor de moveros!
Y
dirigiéndose a K:
—¡Tú
ahora me traes un tentempié de la posada del puente!
Todo
eso lo gritó furioso, pero las palabras eran proporcionalmente suaves, incluso
el grosero tuteo. K se mostró dispuesto a obedecer en seguida; sólo para
sondear al maestro dijo:
—Me
ha despedido.
—Despedido
o no, tráeme mi tentempié—dijo el maestro.
—Despedido
o no, eso es precisamente lo que quiero saber—dijo K.
—¿De
qué hablas? No has aceptado el despido.
—¿Eso
basta para anularlo? —preguntó K.
—Para
mí no —dijo el maestro—, de eso puedes estar seguro, pero sí para el alcalde,
incomprensiblemente. Ahora corre, si no sales de aquí volando y esta vez de
verdad.
K
estaba satisfecho, el maestro había hablado mientras tanto con el alcalde o tal
vez no había hablado, sino adoptado la previsible opinión del alcalde y ésta
era favorable a K. Ahora quería K darse prisa en traer el tentempié, pero
cuando aún se encontraba en el pasillo, el maestro le hizo regresar, ya fuese
porque quisiese probar con esa orden especial su disposición servicial para
orientarse luego según el resultado, ya fuese porque había recobrado las ganas
de ordenar y le causaba placer que K, siguiendo sus órdenes, saliese corriendo
como un camarero y le pudiese obligar a regresar con la misma rapidez. K, por
su parte, sabía que él, mediante un comportamiento demasiado obediente, se
convertiría en el esclavo y en cabeza de turco del maestro, pero hasta cierto
límite quería ahora aceptar pacientemente los caprichos del maestro, pues si,
como se había mostrado, no podía despedirle legalmente, podía atormentarle en
el puesto hasta hacerle la vida imposible. Pero precisamente ahora K necesitaba
ese puesto más que antes. La conversación con Hans le había dado nuevas
esperanzas, manifiestamente improbables, sin ningún fundamento, pero
inolvidables, incluso hacían olvidar a Barnabás. Si quería ir detrás de ellas,
y no le quedaba otro remedio, tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, no
preocuparse de ninguna otra cosa, ni de la comida, ni de la vivienda, ni de la
administración del pueblo, ni siquiera de Frieda, y en el fondo se trataba sólo
de Frieda, pues todo lo demás únicamente le afligía con relación a Frieda. Por
eso tenía que intentar mantener ese puesto que daba alguna seguridad a Frieda y
no debía arrepentirse de tolerar algo más al maestro en aras de ese objetivo,
aunque fuese más de lo que le hubiese tolerado en otras circunstancias. Todo
eso no era demasiado doloroso, pertenecía a esa cadena continua de pequeñas
aflicciones de que constaba la vida, no era nada en comparación con aquello a
lo que aspiraba K, además, no había venido para llevar una vida pacífica y
rodeada de honores.
Y
así ocurrió que, al igual que se había puesto en camino hacia la posada, al
recibir la contraorden se mostró dispuesto en seguida a ordenar antes la
habitación para que la maestra pudiese trasladarse a ella con su clase. Pero
tenía que trabajar deprisa, pues después tenía que traer el tentempié y el
maestro ya estaba hambriento y sediento. K aseguró que lo haría todo según sus
deseos; el maestro miró un rato cómo K se apresuraba a cumplir sus órdenes,
cómo quitaba el jergón de paja, ponía los aparatos de gimnasia en su lugar y
barría, mientras Frieda lavaba y frotaba la tarima. Ese celo pareció satisfacer
al maestro, aún llamó la atención de que ante la puerta había preparado un
montón de leña para la calefacción —no quería dejar que K abriese el depósito
de leña— y se fue a ver a los niños con la amenaza de regresar e inspeccionar
la tarea.
Después
de un rato de trabajo silencioso, Frieda preguntó por qué se sometía ahora
tanto al maestro. Era una pregunta compasiva e inquieta, pero K, que pensaba lo
poco que Frieda había conseguido cumplir su promesa de protegerle de las
órdenes y de la violencia del maestro, dijo brevemente que ahora que era bedel
de la escuela tenía que ejercer el puesto. Entonces volvió el silencio hasta
que K, recordando con la breve conversación que Frieda había estado mucho
tiempo sumida en sus propios pensamientos, ante todo durante la conversación
con Hans, le preguntó abiertamente, mientras llevaba la leña, en qué estaba
pensando. Ella respondió, mirando hacia él lentamente, que en nada determinado,
sólo pensaba en la posadera y en la verdad de algunas de sus palabras. Sólo
cuando K insistió en que siguiese, contestó con más detalles después de varias
negativas, pero sin dejar su trabajo, lo que no hacía por diligencia, pues
apenas avanzaba en él, sino sólo para no verse obligada a mirar a K. Y entonces
contó cómo al principio había escuchado tranquilamente la conversación de K con
Hans, cómo después se asustó con algunas palabras de K y comenzó a comprender
con más precisión el sentido de esas palabras y cómo desde entonces no había
podido dejar de encontrar en las palabras de K confirmaciones de una
advertencia que agradecía a la posadera y en cuyo fundamento no había querido
creer. K, enojado sobre los modismos generales con que hablaba y más irritado
que conmovido por su voz triste y llorosa —pero ante todo porque la posadera
volvía a injerirse en su vida, al menos en recuerdos, ya que en persona hasta
ese momento había tenido poco éxito—, arrojó la leña al suelo, se sentó encima
y reclamó con palabras serias que hablase con completa claridad.
A
menudo —comenzó Frieda—, ya desde el principio, la posadera se esforzó en que
dudara de ti, no afirmaba que mentías, todo lo contrario, dijo que eras sincero
como un niño, pero que tu manera de ser era tan diferente a la nuestra que
nosotros, incluso cuando hablabas sinceramente, nos teníamos que esforzar mucho
para creerte y, si no nos salvaba antes una buena amiga, nos teníamos que
habituar a creerte a través de una amarga experiencia. Incluso a ella, que
posee un gran conocimiento de los hombres, no le ocurre de manera muy
diferente. Pero después de la última conversación contigo en la posada del
puente, ella —me limito a repetir sus malas palabras— ha descubierto tus
manejos, ahora ya no puedes embaucarla, incluso si te esforzaras en ocultar tus
intenciones. «Pero él no oculta nada», repitió una y otra vez, añadiendo:
«esfuérzate en escucharle realmente en cualquier oportunidad, no sólo
superficial, sino realmente». Ninguna otra cosa ha hecho ella, y respecto a mí
habría averiguado lo siguiente: tú me has abordado —empleó esta expresión
afrentosa— sólo porque casualmente me crucé en tu camino, no te desagradé y
porque tú tomaste a una chica de barra, de manera errónea, por la víctima
propicia de todo huésped que alargaba su mano. Además, querías, por algún
motivo, dormir aquella noche en la posada de los señores, como la posadera ha
sabido del posadero, y eso sólo lo podías conseguir gracias a mí. Todo eso
habría bastado para convertirme en tu amante aquella noche, pero para que
llegase a más, se necesitaba más, y ese «más» era Klamm. La posadera no afirma
saber lo que quieres de Klamm, sólo afirma que tú, antes de conocerme a mí, te
esforzabas en llegar hasta Klamm tanto como después. La diferencia residía en
que antes carecías de esperanzas, después, sin embargo, creíste encontrar en mí
un instrumento de confianza para llegar pronto e incluso con superioridad hasta
Klamm. Cómo me asusté —pero sólo fue fugazmente, sin un motivo profundo cuando
dijiste hoy que antes de conocerme te sentías extraviado aquí. Son las mismas
palabras que empleó la posadera, también ella dice que desde que me conociste
te has vuelto mucho más resuelto. Eso se debe a que creíste haber conquistado
en mí a una amante de Klamm y, por eso, poseer una prenda que sólo se podía
desempeñar al precio más alto. Negociar con Klamm sobre ese precio es tu único
anhelo. Como no tienes ningún interés en mí, sino sólo en mi precio, estás
dispuesto respecto a mí a toda concesión, pero respecto al precio te muestras
testarudo. Por eso te resulta indiferente que pierda mi puesto en la posada de
los señores, te es indiferente que también tenga que abandonar la posada del
puente, que tenga que realizar el trabajo pesado de la escuela, no tienes ninguna
dulzura conmigo, ni siquiera tienes tiempo para mí, me dejas a los ayudantes,
no conoces los celos, el único valor que poseo para ti es que una vez fui la
amante de Klamm, en tu ignorancia te esfuerzas en impedirme olvidar a Klamm
para que al final no me resista mucho cuando el momento decisivo haya llegado;
por añadidura luchas también contra la posadera, a quien crees capaz de poder
arrebatarme de tu lado, por eso extremaste tu disputa con ella para poder
abandonar conmigo la posada del puente; de que yo, en lo que a mí concierne,
sea tu posesión bajo todas las circunstancias, de eso no dudas. Te imaginas la
entrevista con Klamm como un negocio: dinero efectivo a cambio de dinero
efectivo. Cuentas con todas las posibilidades; para conseguir el premio, estás
dispuesto a todo; si Klamm me quiere, me darás a él; si quiere que te quedes
conmigo, te quedarás conmigo; si quiere que me abandones, me abandonarás, pero
también estarás dispuesto a hacer comedia en caso de que sea ventajoso; en ese
caso simularás que me quieres, intentarás combatir su indiferencia resaltando
tu insignificancia y avergonzándole con el hecho de tu sucesión en mi persona o
le informarás de mis confesiones amorosas respecto a él, que realmente he
hecho, y le pedirás que me vuelva a acoger, por supuesto bajo condición del
pago del precio; y si no hay otra manera, simplemente suplicarás en nombre del
matrimonio K. Pero si tú entonces, dedujo la posadera, te das cuenta de que te
has equivocado en todo, en tus suposiciones y en tus esperanzas, en tu idea de
Klamm y de sus relaciones conmigo, en ese momento comenzará para mí el
infierno, pues seré tu única posesión de la que, además, dependerás por
completo, pero al mismo tiempo será una posesión que ha resultado sin valor y a
la que tratarás en consecuencia, ya que el único sentimiento que tienes hacia
mí es el del poseedor.
K
había escuchado tenso y con la boca cerrada, la leña debajo de él había rodado,
casi había resbalado hasta el suelo, no se había dado cuenta, sólo ahora lo
percibió; se levantó y se sentó en la tarima, allí tomó la mano de Frieda, que
intentó eludirlo débilmente, y dijo:
—En
el informe no he podido distinguir la opinión de la posadera de la tuya.
—Sólo
era la opinión de la posadera—dijo Frieda—, lo he escuchado todo porque venero
a la posadera, pero fue la primera vez en mi vida que rechacé del todo su
opinión. Tan lamentable me pareció todo lo que dijo, tan lejana su comprensión
de nuestra situación real. Más bien me pareció verdad todo lo contrario de lo
que ella dijo. Pensé en la mañana sombría después de nuestra primera noche.
Cómo te arrodillaste a mi lado con una mirada como si todo estuviese perdido. Y
cómo sucedió después que a pesar de mis esfuerzos, no sólo no pude ayudarte,
sino que te obstaculicé. Por mí se convirtió la posadera en tu enemiga, a quien
aún continuas sin apreciar en lo que vale; por mí, por quien te preocupabas,
tuviste que luchar por este empleo; estabas en desventaja frente al alcalde,
tuviste que someterte al maestro y a los caprichos de los ayudantes, pero lo
peor ha sido que quizá por mi culpa has cometido una falta contra Klamm. Que
sigas queriendo llegar hasta Klamm no es más que el esfuerzo impotente de
reconciliarle contigo. Y me dije que la posadera, que sabe todo esto mucho
mejor que yo, me quería guardar con sus consejos de los reproches mucho más
amargos que me podría hacer yo a mí misma. Un esfuerzo bienintencionado, pero
superfluo. Mi amor a ti me habría ayudado a superarlo todo, finalmente te
habría ayudado a ti, si bien no aquí, en el pueblo, en cualquier otro lado, ya
ha habido una prueba de su fuerza, te ha salvado de la familia de Barnabás.
Así
que ésa era tu opinión —dijo K—. Y ¿qué ha cambiado desde entonces?
—No
lo sé —dijo Frieda, y miró la mano de K que mantenía la suya—, quizá no ha
cambiado nada; si estás tan cerca de mí y me preguntas con tanta tranquilidad,
entonces creo que no ha cambiado nada. En realidad, sin embargo —y retiró su
mano, se sentó erguida ante él y lloró sin cubrirse la cara, mostrándole el
rostro bañado en lágrimas como si no llorara por ella y, por lo tanto, no
tuviera nada que ocultar, sino como si llorara por la traición de K y éste
mereciese la desolación de esa visión—, en realidad todo ha cambiado desde que
te he oído hablar con el niño. Con qué inocencia comenzaste, preguntando por su
situación doméstica, por esto y aquello, me pareció como si acabases de llegar
a la taberna, solícito, sincero, buscando mi rostro con celo infantil. No había
ninguna diferencia con aquella vez y me hubiera gustado que la posadera
estuviera aquí, te hubiese escuchado e intentase mantenerse en su opinión. Pero
de repente, no sé cómo ocurrió, noté con qué intención hablabas con el niño.
Con tus palabras compasivas ganaste fácilmente una confianza difícil de ganar
para luego perseguir sin obstáculos tu objetivo, que yo iba identificando más y
más. Ese objetivo era la mujer. A través de tus palabras aparentemente
preocupadas se reflejaba sin ambages el interés exclusivo en tus asuntos. Has
engañado a la mujer antes de ganártela. No sólo escuchaba en tus palabras mi
pasado, también mi futuro, me parecía como si la posadera se sentara a mi lado
y me aclarase todo y yo intentase apartarla con todas mis fuerzas, pero dándome
cuenta de la imposibilidad de semejante esfuerzo y en ello en realidad ya no
era yo la engañada, ni siquiera era yo ya la engañada, sino esa extraña. Y
cuando hice un último esfuerzo y le pregunté qué quería ser y él dijo que
quería ser como tú, esto es, que ya te pertenecía del todo, ¿qué diferencia
podía haber entre él, el niño inocente del que se ha abusado aquí, y yo, de
quien se abusó aquella vez en la taberna?
—Todo
—dijo K; al ir acostumbrándose a los reproches se había serenado—, todo lo que
tú dices es, en cierto sentido, correcto, no se puede decir que no sea verdad,
sólo que es hostil. Son pensamientos de la posadera, mi enemiga, incluso si
crees que son tuyos, eso me consuela. Pero también son instructivos, aún se
puede aprender algo de la posadera. A mí no me los ha comunicado, aunque
tampoco ha sido indulgente conmigo, es evidente que te ha confiado esa arma con
la esperanza de que la emplearías contra mí en un momento especialmente malo o
decisivo; si abuso de ti, ella también lo hace. Pero ahora, Frieda, piensa, aun
cuando todo fuese exactamente tal y como lo cuenta la posadera, sólo sería muy
grave en un caso, si tú no me amaras. Entonces, sólo entonces habría ocurrido
así, que yo te habría ganado con cálculo y astucia para beneficiarme de esa
posesión. Quizá forme parte también de mi plan que aquella vez, para despertar
tu compasión, apareciese ante ti con Olga del brazo, y la posadera ha olvidado
añadir eso en mi cuenta. Pero si no se da ese caso, si no fue un astuto animal
de rapiña el que se apoderó de ti entonces, sino que tú viniste hacia mí, del
mismo modo en que yo fui hacia ti, y nos encontramos olvidándonos de nosotros
mismos, dime, Frieda, ¿qué sería? Desde aquella vez llevo adelante tanto tus
asuntos como los míos, no hay ninguna diferencia y sólo una enemiga puede hacer
distinciones. Eso vale en todas partes, también respecto a Hans. Por lo demás,
en tu delicadeza de sentimientos, exageras la conversación con Hans, pues si
las opiniones de Hans y las mías no coinciden plenamente, tampoco llegan tan
lejos como para que exista una contradicción, además, a Hans no se le han
escapado nuestras diferencias, si creyeras eso, valorarías en muy poco a ese
cauteloso joven y aun en el caso de que le hubieran quedado ocultas, nadie
recibirá un daño por ello, al menos eso espero.
—Es
tan difícil orientarse, K —dijo Frieda, y sollozó—, no he tenido ningún recelo
contra ti, me lo ha contagiado la posadera, y sería feliz de poder deshacerme
de él y pedirte perdón de rodillas, como en realidad hago todo el rato, incluso
cuando digo cosas tan malas. Pero cierto es que mantienes muchos secretos;
vienes y vas, no sé adónde ni de dónde. Antes, cuando Hans llamó a la puerta,
pronunciaste incluso el nombre de Barnabás. Si alguna vez me hubieras llamado a
mí con tanto amor como por un motivo incomprensible gritaste ese nombre odiado.
Si no tienes ninguna confianza en mí, cómo puedo impedir que no se origine
desconfianza en mí, entonces estoy entregada a la posadera a quien pareces
confirmar con tu comportamiento. No en todo, no quiero afirmar que la confirmas
en todo, ¿acaso no has expulsado por mí a los ayudantes? ¡Ay, si supieras con
cuánto anhelo busco algo positivo para mí en todo lo que haces y dices, aun
cuando me atormente!
Ante
todo, Frieda —dijo K—, no te oculto nada: cómo me odia la posadera y cómo se esfuerza
por apartarte de mí y con qué medios despreciables lo hace y cómo tú cedes ante
ella, Frieda, cómo cedes ante ella. Dime en qué te oculto algo. Que quiero
llegar hasta Klamm, ya lo sabes, que no puedes ayudar a lograrlo y que lo tengo
que conseguir por mi propia cuenta, también lo sabes, que hasta ahora no lo he
conseguido, ya lo ves. ¿Tengo que humillarme doblemente al contarte los
intentos fallidos que ya en la realidad me humillan lo suficiente? ¿Tengo acaso
que preciarme de haber esperado en vano, congelándome, al lado del trineo de
Klamm durante toda una tarde? Feliz de no tener que pensar más en esas cosas,
me apresuro a volver contigo y entonces encuentro que de ti emana esa actitud
amenazadora. ¿Y Barnabás? Cierto, le espero. Es el mensajero de Klamm, no he
sido yo el que le ha nombrado.
—¡Otra
vez Barnabás! —exclamó Frieda—. No creo que sea un buen mensajero.
—Quizá
tengas razón —dijo K—, pero es el único mensajero que me han enviado.
Aún
peor—dijo Frieda—, entonces más deberías guardarte de él.
—Por
desgracia, hasta ahora no me ha dado motivo para ello —dijo K sonriendo—, viene
raramente y lo que trae carece de importancia, sólo el hecho de proceder de
Klamm es lo que le confiere valor.
—Pero
mira ahora—dijo Frieda—, ya ni siquiera Klamm es tu objetivo, quizá eso sea lo
que más me intranquiliza; que quisieras llegar a Klamm por encima de mí, era
malo, pero que ahora parezcas querer alejarte de Klamm es mucho peor, es algo
que ni siquiera la posadera ha previsto. Según la posadera, mi suerte terminó,
una suerte muy cuestionable pero real, con el día en que tú viste
definitivamente que tu esperanza en Klamm era vana. Ahora ni siquiera esperas
ese día, de repente entra un niño y comienzas a luchar con él por su madre,
como si lucharas por oxígeno para respirar.
—Has
comprendido correctamente mi conversación con Hans —dijo K—, así fue realmente.
Pero ¿se ha hundido tanto en tu recuerdo tu vida anterior —excepto,
naturalmente, la posadera, que no se deja apartar— que ya no sabes cómo se debe
luchar por avanzar, especialmente cuando se viene de abajo? ¿Te has olvidado de
que hay que utilizar todo aquello que de alguna manera dé esperanza? Y esa
mujer viene del castillo, ella misma me lo dijo cuando me perdí el primer día y
acabé en la casa de Lasemann. ¿Qué otra cosa se me podía ocurrir que no fuese
pedirle consejo e, incluso, ayuda? Si la posadera conoce con exactitud todos
los impedimentos que me separan de Klamm, esa mujer conoce probablemente el
camino, pues ella ha bajado por él.
—¿El
camino hacia Klamm? —preguntó Frieda.
—Claro,
hacia KIamm, ¿hacia dónde si no? —dijo K, que entonces se levantó de un salto.
—Pero
ahora ya ha llegado el momento de que vaya a recoger el tentempié.
Frieda
insistió en que permaneciera con una urgencia injustificada, como si sólo su
permanencia confirmase todas sus palabras confortadoras. K, sin embargo, le
recordó al maestro, señaló hacia la puerta, que en cualquier momento se podía
abrir violentamente, prometió volver en seguida, ni siquiera tenía que encender
la calefacción, él mismo lo haría. Finalmente, Frieda se sometió en silencio.
Cuando K caminaba por la nieve —ya hacía tiempo que tenía que haberla retirado
del camino, extraño lo lento que avanzaba el trabajo—, vio cómo uno de los
ayudantes aún se aferraba a la verja muerto de cansancio. Sólo había uno,
¿dónde estaba el otro? ¿Había logrado romper K la resistencia de al menos uno
de ellos? El que había quedado aún tuvo las energías suficientes, ya que, al
ver a K, se animó de nuevo, extendió los brazos y comenzó a hacer girar sus
globos oculares con anhelo.
—Su
tenacidad es modélica—se dijo K, y se vio obligado a añadir—: Uno se congela
con él en la verja.
Por
lo demás, K sólo tuvo para el ayudante un gesto amenazador con el puño que
excluyó cualquier acercamiento, sí, incluso el ayudante retrocedió asustado un
buen trecho. En ese momento abrió Frieda la ventana, para, como había convenido
con K, airear antes de encender la calefacción. El ayudante dejó inmediatamente
de mirar a K y se deslizó, atraído irresistiblemente, hasta la ventana. Con el
rostro desfigurado por la amabilidad frente al ayudante y de impotencia frente
a K, ella agitó un poco la mano por la parte de arriba de la ventana, ni
siquiera era claro si se trataba de un gesto de defensa o de un saludo. El ayudante,
al acercarse, tampoco se dejó desconcertar. Entonces Frieda cerró deprisa la
ventana exterior y permaneció detrás con la mano en el picaporte, con la cabeza
inclinada hacia un lado, grandes ojos y una sonrisa rígida. ¿Sabía que así
atraía al ayudante más que lo espantaba? Pero K ya no miró hacia atrás,
prefería darse prisa y regresar pronto.
15
CON
AMALIA
Por
fin —ya era de noche— había terminado K de despejar el camino del jardín, había
acumulado la nieve a ambos lados del camino y la había aplanado, terminando el
trabajo del día. Estaba en la puerta del jardín, sin nadie a su alrededor en un
amplio círculo. Hacía horas que había expulsado al ayudante, le había
perseguido durante un buen trecho y se había escondido en algún lugar entre el
jardín y las casas. Ya no le pudo encontrar, pero tampoco apareció más. Frieda
estaba en casa y o lavaba la ropa o seguía bañando al gato de Gisa; era un
signo de confianza por parte de Gisa que dejase a Frieda ese trabajo, por lo
demás, un trabajo desagradable e inadecuado, que K habría rechazado, si no
fuese aconsejable, después de todas las negligencias laborales, aprovechar
cualquier oportunidad para satisfacer a Gisa. Ésta había visto satisfecha cómo
K bajaba la bañera para niños, había calentado el agua y cómo, finalmente,
introducía al gato en la bañera. Entonces Gisa incluso le había dejado al
exclusivo cuidado de Frieda, pues Schwarzer, un conocido de K de la primera
noche, había venido y, después de saludar a K con una mezcla de timidez, cuyo
motivo se encontraba en aquella noche, y un desprecio inmoderado, como
correspondía a un bedel de escuela, se había ido con Gisa a la otra clase. Allí
seguían los dos. Como le habían contado a K en la posada del puente, Schwarzer,
que era hijo de un alcaide del castillo, hacía tiempo que vivía en el pueblo
por amor a Gisa; había conseguido que, gracias a sus conexiones, le nombraran
maestro auxiliar, pero ejercía ese cargo de tal manera que casi nunca se perdía
una clase de Gisa, ya fuese en los bancos entre los niños o, mejor, en la
tarima a los pies de Gisa. Ya no molestaba, los niños hacía tiempo que se
habían acostumbrado y con gran facilidad, pues Schwarzer no sentía ni
inclinación ni comprensión por los niños, apenas hablaba con ellos, sólo había
asumido de Gisa la clase de gimnasia y en lo demás se mostraba satisfecho de
vivir cerca, en la misma atmósfera, en la calidez de Gisa. Su mayor placer
consistía en sentarse junto a ella y corregir los cuadernos escolares. Hoy
también se ocupaban en eso: Schwarzer había traído un buen montón de cuadernos,
el maestro también le daba los suyos, y mientras hubo claridad, K había podido
verlos a los dos sentados a una mesita al lado de la ventana y trabajando,
cabeza con cabeza, inmóviles, ahora, sin embargo, sólo se podían ver dos velas
con llamas vacilantes. Era un amor serio y silencioso el que los unía, el tono
lo daba Gisa, cuya manera de ser algo lenta a veces explotaba y rompía todos
los límites, pero que jamás habría tolerado algo similar en otros, así que el
más vivaracho, Schwarzer, tenía que someterse, andar lento, hablar lento,
callar mucho, pero, eso se veía muy bien, era ricamente recompensado por la
presencia sencilla y silenciosa de Gisa. Y a lo mejor Gisa ni siquiera le
amaba, en todo caso sus ojos redondos y grises, que jamás pestañeaban, que
aparentemente giraban en las pupilas, no daban respuesta a esa pregunta, sólo
se veía que toleraba a Schwarzer sin réplica, pero estaba claro que no sabía
apreciar el honor de ser amada por el hijo de un alcaide y su cuerpo exuberante
seguía contribuyendo como siempre a si Schwarzer la seguía con la mirada o no.
Schwarzer, por el contrario, le ofrecía el continuo sacrificio de vivir en el
pueblo; a los mensajeros del padre, que venían con frecuencia a recogerle, los
despachaba con gran enojo, como si el breve recuerdo del castillo y de sus
obligaciones filiales despertado en él supusiese una considerable perturbación
de su felicidad. Y, sin embargo, en realidad tenía mucho tiempo libre, pues
Gisa sólo se mostraba ante él durante las horas de clase y durante la
corrección de cuadernos; esto, es cierto, no por interés, sino porque amaba más
que nada la comodidad y, por tanto, la soledad, y tal vez cuando se sentía más
feliz era cuando, en su casa, se podía estirar con toda libertad en su sofá,
con el gato a su lado, que no molestaba porque ya apenas se podía mover. Así
pasaba la mayor parte del día Schwarzer sin ocupación alguna, pero también eso
le gustaba, pues siempre tenía la posibilidad, que aprovechaba a menudo, de ir
a la calle Löwen donde vivía Gisa, subir a su pequeña habitación en la
buhardilla, escuchar ante la puerta siempre cerrada y luego volver a irse
después de haber constatado inevitablemente en la habitación el más perfecto e
incomprensible silencio. No obstante, a veces se mostraban en él las
consecuencias de esa forma de vida, aunque nunca en la presencia de Gisa,
mediante erupciones ridículas e instantáneas de un resurgido orgullo oficial,
que, si bien es cierto, no se adaptaba mucho a su situación presente; cuando
eso ocurría no era muy agradable, como K había tenido la ocasión de
experimentar .
Resultaba
asombroso que al menos en la posada del puente se hablase de Schwarzer con
cierto respeto, incluso cuando se trataba de cosas más ridículas que serias, y
también se incluía a Gisa en ese respeto. Pero no correspondía a la realidad
cuando Schwarzer se creía superior a K ‘por el hecho de ser maestro auxiliar,
esa superioridad no existía, un bedel es para los maestros, e incluso para un
maestro de la categoría de Schwarzer, una persona muy importante a la que no se
puede despreciar impunemente y a la que, cuando no se pueda evitar despreciarla
por intereses de clase, al menos se le tiene que hacer soportable con la
correspondiente contraprestación. K quería pensar en ello cuando llegara la
ocasión, además, Schwarzer ya le debía algo por la primera noche, una deuda que
no se había reducido porque los días siguientes hubiesen dado razón al
recibimiento de Schwarzer. Pues no se podía tampoco olvidar que ese recibimiento
quizá había dado el tono a todos los restantes. A través de Schwarzer y de un
modo absurdo se había concentrado en las primeras horas toda la atención de la
administración en K, cuando, completamente extraño en el pueblo, sin conocidos,
sin un refugio, yaciendo en un jergón de paja, agotado por la caminata e
indefenso, se encontraba abandonado a cualquier intervención administrativa.
Sólo una noche más y todo podría haber transcurrido de otra manera, con
tranquilidad, semioculto. En todo caso nadie habría sabido nada de él, no
habrían tenido ninguna sospecha, al menos no habrían dudado en dejarle
permanecer allí un día como un joven excursionista, se habrían dado cuenta de
su utilidad y fiabilidad, se habría difundido por el vecindario, quizá habría
encontrado pronto como criado un alojamiento en algún lugar. Naturalmente, no
habría podido zafarse de la administración. Pero era una diferencia notable que
en plena noche, por su culpa, se hubiese puesto al teléfono la administración
central o quien fuese, se la hubiese despertado, se le hubiese exigido, si bien
con humildad, pero con importuna inflexibilidad, además por Schwarzer,
probablemente considerado arriba con reprobación, en vez de, al día siguiente,
haberse presentado K durante las horas de servicio en la casa del alcalde, como
se debía hacer, haberse anunciado como un excursionista forastero que ya había
encontrado un alojamiento en casa de un miembro de la comunidad y que al día
siguiente probablemente partiría, a no ser que se produjese el caso improbable
de que encontrase allí trabajo, sólo por unos días, naturalmente, pues en
ningún caso quería permanecer más tiempo allí. Así, o de una forma parecida,
habría ocurrido sin Schwarzer. La administración habría continuado ocupándose
del asunto, pero con tranquilidad, siguiendo la vía oficial, sin ser molestada
por la impaciencia, probablemente odiada, de las partes. K era inocente de
todo, la culpa recaía en Schwarzer, pero Schwarzer era el hijo de un alcaide y
externamente se había comportado con corrección, así que sólo se podía
indemnizar a K. ¿Y la causa ridícula de todo eso? Quizá el mal humor de Gisa en
aquel día, por lo cual Schwarzer decidió vagar por la noche sin poder dormir y
hacer pagar a K sus penas. Por otra parte también se podía decir que K debía
mucho a esa conducta de Schwarzer. Sólo gracias a ella había sido posible lo
que K en solitario jamás habría logrado, ni jamás habría osado lograr y lo que
por su parte la administración nunca habría reconocido, que él, desde el
principio, sin rodeos, abiertamente y de tú a tú, se había enfrentado a la
administración, en la medida en que eso era posible con ella. Pero era un
regalo envenenado, le había ahorrado a K muchas mentiras y secretos, pero
también le dejaba prácticamente indefenso, en todo caso le perjudicaba en su
lucha y le podría haber desesperado, si no se hubiese dicho que la diferencia
de poder entre la administración y él era tan terrible que todas las mentiras y
la astucia de las que él hubiese sido capaz no habrían podido inclinar esencialmente
esa diferencia a su favor, sino que cualquier cambio siempre habría tenido que
resultar imperceptible. Pero ése sólo era un pensamiento con el que K se
consolaba; Schwarzer, sin embargo, seguía siendo su deudor. Si aquella vez
había dañado a K, quizá la próxima vez pudiese ayudarle, K seguiría necesitando
ayuda, por mínima que fuese, por ejemplo, Barnabás parecía haber fracasado una
vez más. A causa de Frieda, K había dudado durante todo el día si debía ir a
preguntar a la casa de Barnabás; para no recibirle cuando Frieda estuviese
delante, K había trabajado fuera y después del trabajo también se había quedado
en el exterior para esperar a Barnabás, pero Barnabás no había venido. Entonces
no quedaba otro remedio que ir a casa de las hermanas, sólo un rato, sólo
quería preguntar desde el umbral, al poco tiempo estaría de regreso. Golpeó la
nieve con la pala y salió corriendo. Llegó sin aliento a la casa de Barnabás,
abrió después de llamar en ella y preguntó sin ni siquiera fijarse en el
aspecto que presentaba la habitación:
—¿Aún
no ha llegado Barnabás?
En
ese momento comprobó que Olga no estaba, que los dos ancianos estaban otra vez
sentados a una mesa lejana en la penumbra, todavía no se habían percatado de lo
que había ocurrido en la puerta y lentamente giraban sus rostros hacia él, y,
finalmente, vio a Amalia debajo de un cobertor echada en un banco al lado de la
calefacción, asustada por la aparición de K y manteniendo la mano en la frente
para tranquilizarse. Si hubiera estado Olga, habría contestado en seguida y K
podría haberse ido, pero ahora al menos tuvo que dar los pasos necesarios para
acercarse a Amalia, extenderle la mano, que ella estrechó en silencio, y
pedirle que impidiese a los intimidados padres que se molestasen en venir por él,
lo que ella hizo con unas palabras. K se enteró de que Olga cortaba leña en el
patio, que Amalia, agotada —no mencionó ningún motivo—, se había tenido que
echar hacía poco y que Barnabás aún no había llegado, pero que tenía que llegar
pronto, pues nunca pernoctaba en el castillo. K le agradeció la información, ya
se podía ir, pero Amalia le preguntó si no quería esperar a Olga, pero él ya no
tenía tiempo, luego preguntó Amalia, si ya había hablado ese día con Olga, él
lo negó asombrado y le preguntó si Olga tenía algo especial que comunicarle.
Amalia hizo un gesto de enojo con la boca y asintió en silencio, se trataba
claramente de una despedida y se echó de nuevo. Desde esa posición le observó
fijamente como si se sorprendiera de que aún estuviera allí. Su mirada era
fría, inmóvil como siempre, no estaba dirigida hacia lo que observaba, sino que
iba algo más lejos —causando cierto malestar—, lo que la originaba no parecía
una debilidad, ni confusión, ni falta de sinceridad, sino un continuo anhelo de
soledad, que superaba a cualquier otro, y que quizá en ella misma sólo se hacía
consciente de esa manera. K creyó recordar que esa mirada ya le había ocupado
la primera noche, sí, que probablemente la impresión negativa que esa familia
le había dado obedecía a esa mirada que no era fea en sí misma, sino orgullosa
y sincera en su carácter reservado.
—Estás
siempre tan triste, Amalia —dijo K—. ¿Te atormenta algo? ¿Acaso no puedes
decirlo? Nunca he visto una campesina como tú. Hoy mismo, ahora me ha llamado
la atención. ¿Eres del pueblo? ¿Has nacido aquí?
Amalia
lo afirmó como si K sólo hubiese realizado la última pregunta, luego dijo:
—¿Entonces
vas a esperar a Olga?
—No
sé por qué preguntas continuamente lo mismo —dijo K—; no puedo permanecer aquí
más tiempo porque mi novia me está esperando en casa.
Amalia
se apoyó en un codo, no sabía nada de una novia. K mencionó su nombre, pero
Amalia no la conocía. Preguntó si Olga sabía algo de ese noviazgo, K así lo
creía, Olga le había visto ya con Frieda, también se difunden rápidamente esas
noticias por el pueblo. Amalia, sin embargo, le aseguró que no sabía nada y que
eso la haría muy desgraciada, pues Olga parecía amar a K. No había hablado
abiertamente de ello, porque era muy reservada, pero traicionaba involuntariamente
su
amor. K estaba convencido de que Amalia se equivocaba. Amalia sonrió y esa
sonrisa, aunque era triste, iluminó su rostro sombrío y concentrado, hizo que
hablara su silencio, hizo confiada la extrañeza, era la revelación de un
secreto hasta ahora bien guardado del que, si bien podía retractarse otra vez,
ya nunca podría hacerlo del todo. Amalia dijo que estaba segura de no
equivocarse, sí, incluso sabía más, también sabía que K sentía cierta
inclinación por Olga y que sus visitas, que tenían como pretexto los mensajes
de Barnabás, en realidad tenían como finalidad ver a Olga. Pero ahora que
Amalia lo sabía todo, no tenía ya por qué tomárselo con tanta severidad y podía
venir con más frecuencia. Sólo eso había querido decirle. K sacudió la cabeza y
recordó su noviazgo. Amalia no pareció desperdiciar muchos pensamientos con ese
noviazgo, la impresión directa de K, ahora, solo ante ella, era lo decisivo; se
limitó a preguntar cuándo había conocido a esa joven, pues hacía pocos días que
estaba en el pueblo. K le contó la noche en la posada de los señores, por lo
que Amalia dijo brevemente que ella había estado en contra de que le condujesen
a la posada de los señores. Llamó a Olga como testigo quien precisamente
entraba en ese momento con un montón de leña en un brazo, con la tez fresca
curtida por el frío, vivaz y fuerte, como transformada por el trabajo en
contraste con su presencia en la habitación el día anterior, más apagada. Dejó
la leña, saludó despreocupada a K y preguntó en seguida por Frieda. K se comunicó
con Amalia mediante una mirada pero ella no se consideró rebatida. Un poco
irritado por ello, K habló más detalladamente de Frieda de lo que en otro caso
habría hecho, entre otras cosas describió en qué condiciones tan difíciles
tenía que conducir una especie de hogar en la escuela y, con la premura por
contarlo, se olvidó de sí mismo de tal manera —quería irse en seguida a casa—
que como despedida invitó a las hermanas a visitarle. Pero entonces se asustó y
dejó de hablar, mientras Amalia en seguida, sin darle tiempo para decir una
palabra, aceptó su invitación, y Olga se sumó. K, sin embargo, aún presionado
por el pensamiento de la necesidad de una despedida urgente y sintiéndose
inquieto bajo la mirada de Amalia, no dudó en reconocer, sin ambages, que la
invitación había sido precipitada y sólo obedecía a sus sentimientos
personales, pero que por desgracia no la podía mantener, ya que entre Frieda y
la familia de Barnabás existía una incomprensible enemistad.
—No
es ninguna enemistad —dijo Amalia, se levantó y arrojó el cobertor detrás de
sí—, no llega a tanto, no es más que un rumor de la opinión general. Y ahora
vete, ve con tu novia, ya veo que tienes prisa. Tampoco temas que vayamos a
visitarte, al principio sólo lo dije de broma, por maldad. Pero tú puedes venir
con más frecuencia a vernos, para ello no hay ningún impedimento, puedes poner
como pretexto los mensajes de Barnabás. Te lo facilito aún más al decir que
Barnabás, aun cuando traiga un mensaje para ti del castillo, no tendrá que irse
otra vez hasta la escuela para comunicártelo. No puede caminar tanto, el pobre,
con ese servicio se agota, tú mismo tendrás que venir a recoger tus noticias.
K
no había oído hablar tanto a Amalia en ese sentido, además sonaba distinto a lo
anteriormente dicho, en ello había una especie de soberanía, que no sólo sentía
K, sino también Olga, quien debía de estar acostumbrada a su hermana, y que
permanecía un poco apartada, con las manos en el regazo, con su postura
habitual, con las piernas algo abiertas e inclinada ligeramente hacia adelante,
con los ojos fijos en Amalia, mientras ésta sólo miraba a K.
—Es
un error—dijo K—, un gran error si crees que no espero a Barnabás con seriedad,
mi más grande, mi único deseo es arreglar mis asuntos con la administración. Y Barnabás
tiene que ayudarme, casi toda mi esperanza recae en él. Es cierto que ya me ha
decepcionado una vez, pero fue más culpa mía que suya, ocurrió en la confusión
de las primeras horas, creí entonces que podría lograrlo todo con un paseo
nocturno y después le atribuí a él que lo imposible se mostrase imposible.
Incluso me ha influido en mi juicio sobre vuestra familia y sobre vosotras.
Pero eso ha pasado, creo que os comprendo mucho mejor, sois incluso… —buscó
la palabra adecuada, no la encontró en seguida y se contentó con una
ocasional—, sois tal vez los más bondadosos de todos los del pueblo, tal como
los he podido conocer hasta ahora. Pero tú, Amalia, vuelves a confundirme,
porque, si bien no desacreditas el servicio de tu hermano, sí que disminuyes la
importancia que tiene para mí. Tal vez no estés enterada de los asuntos de
Barnabás, entonces lo comprenderé y ya no mencionaré el asunto, pero es posible
que sí estés enterada —y tengo esta sensación—, entonces resulta enojoso,
porque eso significa que tu hermano me engaña.
—Tranquilízate
—dijo Amalia—, no estoy enterada, nada podría impulsarme a enterarme de esos
asuntos, nada, ni siquiera en consideración a ti, por quien, sin embargo,
estaría dispuesta a hacer algo, pues como dijiste somos bondadosos. Pero los
asuntos de mi hermano son sólo de su incumbencia, no sé nada de ellos, excepto
lo que oigo casualmente aquí y allá. De todo eso, por el contrario, te puede
informar Olga, ella está al tanto.
Y
Amalia se fue, primero con sus padres, con quienes habló en voz baja, luego a
la cocina; se había ido sin despedirse de K, como si supiera que iba a
permanecer mucho más tiempo y no fuese necesaria ninguna despedida.
16
K
se quedó atrás con un rostro de sorpresa, Olga se rió de él y lo llevó hasta el
banco al lado de la calefacción; parecía feliz de poder sentarse con él a
solas, pero era una felicidad pacífica, no turbada por los celos. Y
precisamente esa ausencia de celos y, por tanto, también de toda severidad,
sentó bien a K; encantado miró en esos ojos azules, ni tentadores ni
imperiosos, sino tímidamente tranquilos y tímidamente fijos. Era como si no le
hubiesen hecho más receptivo, pero sí más sagaz para las advertencias de Frieda
y de la posadera. Y él rió con Olga cuando ella se sorprendió de que hubiese
llamado bondadosa precisamente a Amalia; Amalia podía ser muchas cosas, pero
bondadosa, no, desde luego. K se vio obligado a aclarar que esa alabanza iba
dirigida en realidad a ella, a Olga, pero que Amalia era tan dominante que no
sólo se apoderaba de todo lo que se mencionaba en su presencia, sino que uno se
lo asignaba voluntariamente.
—Eso
es cierto —dijo Olga poniéndose más seria—, más cierto de lo que supones.
Amalia es más joven que yo, también más joven que Barnabás, pero ella es la que
decide en la familia, para bien y para mal; aunque también es cierto que ella
soporta más que los demás, tanto lo bueno como lo malo.
K
lo consideró exagerado, Amalia acababa de decir que, por ejemplo, no se ocupaba
de los asuntos del hermano y que Olga, por el contrario, estaba enterada de
todo.
—¿Cómo
podría explicarlo? —dijo Olga—. Amalia no se preocupa ni de Barnabás ni de mí;
en realidad no se preocupa de nadie salvo de nuestros padres, los cuida noche y
día, ahora les ha preguntado si deseaban algo y se ha ido a la cocina para
prepararles la comida, por ellos ha superado su cansancio y se ha levantado,
pues desde el mediodía se siente mal y está aquí echada en el banco. Pero, a
pesar de que no se preocupa por nosotros, dependemos de ella como si fuese la mayor,
y si nos aconsejara en nuestras cosas, seguiríamos con toda seguridad sus
consejos, pero no lo hace, le somos extraños. Tú tienes mucha experiencia con
los hombres, vienes de fuera, ¿no te parece especialmente inteligente?
—Me
parece especialmente triste —dijo K—, pero ¿cómo puede ser compatible con
vuestro respeto por ella que, por ejemplo, Barnabás cumpla un servicio de
mensajero que Amalia desaprueba o tal vez, incluso, desprecia?
—Si
supiera que otra cosa podría hacer, abandonaría inmediatamente el servicio de
mensajero que no le satisface nada.
—¿No
es zapatero? —preguntó K.
—Sí,
claro —dijo Olga—, él trabaja de vez en cuando para Brunswick y si quisiera
tendría trabajo noche y día y ganaría bastante.
—Bueno
—dijo K—, entonces tendría algo que podría sustituir el servicio de mensajero.
—¿El
servicio de mensajero? —preguntó Olga asombrada—. ¿Acaso lo ha asumido por las
ganancias?
—Puede
ser—dijo K—, pero mencionaste que no le satisface.
—No
le satisface y por muchos motivos —dijo Olga—, pero se trata de un servicio del
castillo, así y todo una especie de servicio del castillo, al menos eso se
podría creer.
—¿Cómo?
—dijo K—. ¿Incluso de eso dudáis?
—Bueno
—dijo Olga—, en realidad, no, Barnabás va a las oficinas, trata a los criados
de igual a igual, ve desde lejos a algunos funcionarios, recibe cartas
relativamente importantes, incluso le confían mensajes orales, eso ya es mucho
y podemos estar orgullosos de todo lo que ha alcanzado siendo tan joven.
K
asintió, ya no pensaba en volver a casa. —¿También tiene una librea propia?
—preguntó. —¿Te refieres a la chaqueta? No, ésa se la hizo Amalia antes de que
le nombrasen mensajero. Pero te acercas a un punto delicado. Hace tiempo que
tendría que haber recibido, no una librea, que no hay en el castillo, pero sí
un traje de la administración, eso se le ha asegurado, pero a este respecto en
el castillo son muy lentos y lo peor es que nadie sabe qué significa esa
lentitud; puede significar que el asunto está en trámite, pero también puede
significar que el trámite administrativo aún no ha comenzado, esto es, que aún
está en una fase preliminar y, finalmente, también puede significar que el
trámite ya ha terminado, pero que por algún motivo se ha retirado esa promesa y
que Barnabás jamás recibirá el traje. Sobre ello no se puede saber nada con más
exactitud o quizá sólo cuando transcurra mucho tiempo. Tal vez conozcas el
dicho de aquí: «Las decisiones administrativas son más tímidas que una
jovencita».
—Ésa
es una buena observación —dijo K, quien la tomó con más seriedad que Olga—, una
buena observación, es posible que las decisiones compartan otras
características con jovencitas.
—Tal
vez —dijo Olga—, aunque no sé muy bien a qué te refieres. Quizá lo hayas dicho
como una alabanza. Pero en lo que respecta al traje oficial, es una de las
preocupaciones de Barnabás y como compartimos las preocupaciones, también lo es
mía. ¿Por qué no recibe un traje oficial? Nos preguntamos en vano. Ahora bien,
no se trata de un asunto fácil. Los funcionarios, por ejemplo, parecen no tener
ningún traje oficial; por lo que sabemos aquí y por lo que cuenta Barnabás, los
funcionarios llevan trajes normales pero bonitos. Por lo demás, ya has visto a
Klamm. Bueno, Barnabás no es un funcionario, ni siquiera, naturalmente, uno de
la categoría más baja, tampoco tiene la audacia de querer serlo. Pero tampoco
criados superiores, que no aparecen nunca por el pueblo, según el informe de
Barnabás, tienen trajes oficiales. Eso es un consuelo, se podría pensar, pero
resulta engañoso, pues ¿acaso es Barnabás un criado superior? No, por más
afecto que se le tenga, eso no se puede decir, no es un criado superior, el
mero hecho de que venga al pueblo, incluso de que viva aquí, es una prueba en
contra, los criados superiores son más reservados que los funcionarios, quizá
con razón, quizá son incluso superiores a algunos funcionarios, hay algunos
indicios de ello, trabajan menos y, según Barnabás, resulta un espectáculo
maravilloso ver a ese grupo de hombres fuertes y seleccionados andar lentamente
por los pasillos, Barnabás siempre ronda a su alrededor. En suma, no se puede
afirmar que Barnabás sea un criado superior. Así que podría ser uno de los
inferiores, pero éstos tienen trajes oficiales, al menos cuando bajan al
pueblo, no es una librea en el propio sentido del término, también presentan
muchas diferencias, pero de todas formas siempre se reconoce en seguida por el
traje a los criados del castillo, tú ya has visto a esa gente en la posada de
los señores. Lo más llamativo en los trajes es que la mayoría de las veces son
muy ajustados, un campesino o un artesano no los podría utilizar. Bueno, pues
Barnabás no tiene ese traje, eso no sólo es vergonzoso, sino indigno, se podría
soportar, pero —sobre todo en las horas sombrías y, a veces, no es raro,
Barnabás y yo las tenemos— nos hacen dudar de todo. ¿Es un servicio del
castillo el que presta Barnabás? Nos preguntamos entonces; cierto, va a las
oficinas, pero ¿son las oficinas el castillo? Y aun cuando las oficinas
pertenezcan al castillo, ¿son las oficinas el lugar donde Barnabás puede
entrar? Él entra en oficinas, pero sólo son una parte de todas ellas, después
hay barreras y detrás hay más oficinas. No se le prohibe seguir avanzando, pero
no puede seguir avanzando cuando ya ha encontrado a sus superiores, le han
despachado y despedido. Además, allí siempre te observan, al menos así se cree.
E incluso si siguiese avanzando, ¿de qué serviría si allí no tiene ningún
trabajo administrativo y sería un intruso? Esas barreras no te las tienes que
imaginar como una determinada frontera, sobre ello Barnabás siempre me llama la
atención. En las oficinas también hay barreras, por las que él pasa, por lo
tanto también hay barreras que atraviesa y que no se distinguen de aquellas por
las que no ha pasado, y no puede afirmarse de antemano que detrás de esas
últimas barreras no haya otras oficinas en esencia iguales a aquellas en las
que Barnabás ya ha estado. Sólo en esas horas sombrías lo cree así. Y luego la
duda se extiende, no se puede evitar. Barnabás habla con funcionarios y recibe
mensajes, pero ¿qué tipo de funcionarios y qué tipo de mensajes? Ahora, como él
dice, ha sido asignado a Klamm y recibe personalmente de él los encargos.
Bueno, eso ya sería mucho, incluso hay criados superiores que no han llegado
tan lejos, casi es demasiado, eso es lo angustioso. Piensa, ser asignado
directamente a Klamm, hablar con él de tú a t. Pero ¿es así? Bien, así es, pero
¿por qué duda entonces Barnabás de que el funcionario al que se designa con el
nombre de Klamm sea realmente Klamm?
—Olga
—dijo K—, ¿no pretenderás bromear? ¿Cómo pueden existir dudas del aspecto de
Klamm? Se conoce su aspecto, yo mismo le he visto.
—Claro
que no —dijo Olga—, y no bromeo, expreso mis preocupaciones más serias . Pero
tampoco te las cuento para aligerar mi corazón y para cargar el tuyo con ellas,
sino porque preguntaste por Barnabás, porque Amalia me encargó que te las
contara y porque creo que te puede ser útil conocer las cosas con más
exactitud. También lo hago por Barnabás, para que no pongas tantas esperanzas
en él, no te decepcione y luego tenga que sufrir por tu decepción. Es muy
sensible; por ejemplo, esta noche no ha dormido porque ayer te mostraste
insatisfecho con él, al parecer dijiste que era malo para ti tener sólo un
mensajero como Barnabás. Esas palabras le han quitado el sueño, tú mismo no
habrás notado mucho de su excitación, los mensajeros del castillo tienen que
saber dominarse. Pero él no lo tiene fácil, ni siquiera contigo. Según tu
opinión, no le exiges mucho, pero te has traído contigo ciertas ideas propias
de lo que es el servicio de un mensajero y te guías en la valoración de sus
servicios por esas exigencias. Pero en el castillo tienen otras ideas de ese
servicio y no coinciden con las tuyas, aun cuando Barnabás se sacrificara del
todo por el servicio, a lo que a veces, por desgracia, parece dispuesto. Habría
que someterse, no se podría decir nada, si la cuestión sólo fuese si es
realmente el servicio de un mensajero lo que él hace. Frente a ti,
naturalmente, no puede dejar traslucir ninguna duda, para él hacer eso
supondría enterrar su propia existencia, infringir groseramente las leyes a las
que él cree estar sometido, e incluso conmigo tampoco habla libremente, le
tengo que arrancar sus dudas con besos y caricias e incluso en ese caso se
resiste a reconocer que las dudas son dudas. Tiene algo de Amalia en la sangre.
Y es seguro que no me dice todo, a pesar de que soy su única persona de
confianza. Pero a veces hablamos sobre Klamm, yo aún no he visto a Klamm, ya
sabes, Frieda no me aprecia y no me habría permitido que le mirase, no obstante
su aspecto es bien conocido en el pueblo, algunos le han visto, todos han oído
de él y de esos testimonios visuales, de rumores y de algunas opiniones falsas
se ha formado una imagen de Klamm que coincide en los rasgos básicos. Pero sólo
en los rasgos básicos. En lo demás es mudable y quizá ni siquiera tan mudable
como el aspecto real de Klamm. Su aspecto es distinto cuando viene al pueblo y
cuando lo abandona; diferente antes de beber una cerveza y diferente después;
diferente despierto, diferente dormido, diferente solo, diferente en
conversación y, lo que resulta comprensible tras todo esto, casi completamente
diferente en el castillo. Y se han constatado varias diferencias en el mismo
pueblo, diferencias en la altura, la actitud, la corpulencia, el bigote, sólo
respecto a los trajes coinciden los informes, siempre lleva el mismo traje, un
traje negro con largos faldones. Ahora bien, todas esas diferencias no obedecen
a ningún juego de magia, sino que son muy comprensibles, surgen del estado de
ánimo en ese instante, del grado de excitación, de las innumerables
estratificaciones de la esperanza o de la desesperación, en las que se
encuentra el espectador, quien, por lo demás, la mayoría de las veces sólo
puede verle fugazmente. Te cuento todo esto como con frecuencia me lo ha
contado Barnabás y, en general, uno puede tranquilizarse al oírlo cuando no se
está interesado personalmente en el asunto. Nosotros no podemos
tranquilizarnos, para Barnabás es una cuestión vital si habla con Klamm o no.
—No
lo es menos para mí —dijo K, y se acercaron más el uno al otro.
K
quedó afectado por las desfavorables novedades de Olga, pero encontró una
compensación en que allí había personas a las que, al menos aparentemente, les
iba casi como a él mismo, a las que se podía unir, con las que se podía
entender, y no sólo en un poco como era el caso de Frieda. Si bien es cierto
que fue perdiendo paulatinamente la esperanza en un éxito del mensaje de
Barnabás, cuanto peor le iba a Barnabás allá arriba, en el castillo, más
próximo se sentía K a él; jamás hubiera pensado que del pueblo pudiera partir
un empeño tan desgraciado como era el de Barnabás y el de su hermana. Aún no
estaba aclarado, ni mucho menos, y, finalmente, podía dar un vuelco, no había
que dejarse seducir por el carácter inocente de Olga para creer en la
sinceridad de Barnabás.
—Barnabás
conoce muy bien los informes sobre el aspecto de Klamm —siguió Olga—, ha
reunido muchos y los ha comparado, quizá demasiados. Una vez vio o creyó ver a
Klamm en el pueblo por la ventanilla de un coche, así que se consideró
capacitado para reconocerle y, sin embargo —¿cómo puedo aclararlo?—, cuando fue
a una de las oficinas del castillo y entre varios funcionarios le señalaron a
uno diciendo que ése era Klamm, no le reconoció y aún después tuvo que
acostumbrarse a que debía de ser Klamm. Pero si le preguntas a Barnabás en qué
se diferenciaba ese hombre de las nociones usuales que circulan de Klamm, no
puede responder, aún más, responde y describe al funcionario en el castillo,
pero esa descripción coincide exactamente con la descripción de Klamm que
nosotros conocemos. «Entonces, Barnabás», le digo, «¿por qué dudas?, ¿por qué
te atormentas de esa manera? A lo que él contesta, en un visible apuro,
enumerando las particularidades del funcionario en el castillo, las cuales
parecen más fruto de la invención que de la observación, y que, además, son tan
minúsculas —afectan, por ejemplo, a una determinada forma de asentir con la
cabeza o de abotonarse el chaleco— que es imposible tomarlas en serio. Todavía
más importante me parece la manera en que Klamm trata con Barnabás. Mi hermano
me lo ha descrito con frecuencia, incluso me lo ha dibujado. Normalmente,
Barnabás es conducido a un gran despacho de las oficinas, pero no es el
despacho de Klamm, ni siquiera pertenece a una sola persona. Esa habitación
está dividida en toda su longitud por un pupitre para escribir de pie, que se
prolonga de un extremo al otro; el espacio estrecho, por donde apenas pueden
pasar dos personas al mismo tiempo, es el de los funcionarios, y luego hay uno
amplio para los interesados, los espectadores, los criados y los mensajeros.
Sobre el pupitre hay grandes libros abiertos, uno junto al otro, y ante la
mayoría de ellos hay funcionarios leyendo. Pero no permanecen siempre ante el
mismo libro; aunque no los intercambian, cambian de puesto, lo que más
sorprende a Barnabás es cómo en esos cambios de puesto tienen que apretarse
para pasar a causa de la estrechez del espacio. En la parte delantera, junto al
pupitre, hay mesas muy bajas a las que se sientan los escribientes, quienes,
cuando lo desean los funcionarios, escriben según el dictado de estos últimos.
Una y otra vez se asombra Barnabás de cómo ocurre. No obedece a una orden
expresa del funcionario, tampoco se dicta en voz alta, apenas se nota que se
está dictando, más bien parece como si el funcionario siguiese leyendo como
antes, sólo que al mismo tiempo murmura y el escribiente lo escucha. Con
frecuencia dicta el funcionario en voz tan baja, que el escribiente, sentado,
no puede oír nada, entonces tiene que levantarse, captar lo dictado, y volverse
a sentar rápidamente para escribirlo, volverse a levantar, etc. ¡Qué extraño es
todo eso! Casi incomprensible. Barnabás tiene tiempo suficiente para observarlo
todo, pues tiene que esperar en el espacio para los espectadores horas y, a
veces, durante todo el día, hasta que la mirada de Klamm recae en él. Y aun
cuando Klamm le ha visto y Barnabás ha adoptado la posición de atención, no se
ha decidido nada, pues Klamm puede volver a dirigir su mirada al libro y
olvidarle, así ocurre frecuentemente. ¿Qué tipo de servicio de mensajero es ése
tan carente de importancia? Me pongo triste cada vez que Barnabás dice por la mañana
temprano que se va al castillo. Ese camino, probablemente inútil, ese día,
probablemente perdido, esa esperanza, probablemente vana. ¿Para qué todo eso? Y
aquí se acumula el trabajo de zapatero que nadie hace y que Brunswick urge que
se haga.
—Bien
—dijo K—, Barnabás tiene que esperar mucho tiempo antes de recibir un encargo,
eso es comprensible, aquí parece haber un exceso de empleados, no todos pueden
recibir un encargo cada día, de eso no os podéis quejar, eso afecta a todos. Al
cabo, Barnabás también recibe encargos, a mí ya me ha traído dos cartas.
—Es
posible —dijo Olga— que no tengamos derecho a quejarnos, en especial yo, que
conozco todo de oídas y que, al ser una mujer joven, no puedo comprenderlo muy
bien, como Barnabás, que se calla algunas cosas. Pero ahora escucha lo
referente a las cartas, con las cartas para ti, por ejemplo. Esas cartas no las
recibe directamente de Klamm, sino del escribiente. Un día cualquiera, a una
hora cualquiera—por eso el servicio es tan agotador, aunque parezca fácil, pues
Barnabás siempre tiene que estar alerta—, el escribiente se acuerda de él y le
hace una señal. Klamm no parece ser el causante, él sigue leyendo
tranquilamente en su libro; algunas veces, sin embargo, aunque eso también lo
hace con frecuencia, limpia su binóculo en el momento en que Barnabás se acerca
y quizá le mira, suponiendo que pueda ver sin binóculo, Barnabás lo duda, pues
Klamm tiene los ojos semicerrados, parece dormir y limpiar el binóculo en
sueños. Mientras, el escribiente, entre los numerosos expedientes y cartas que
tiene debajo de la mesa, busca una para ti: por el aspecto del sobre parece muy
vieja, como si hubiera estado allí largo tiempo. Pero, si es una carta tan
vieja ¿por qué han hecho esperar tanto tiempo a Barnabás, y a ti también? Y,
finalmente, a la carta, pues ya está anticuada. Y entonces Barnabás gana la
fama de ser un mensajero lento y malo. El escribiente, sin embargo, se lo pone
fácil, dice «de Klamm para K» y con eso despide a Barnabás. Entonces Barnabás
regresa a casa, sin aliento, con la carta bajo su camisa, pegada al cuerpo, y
nos sentamos aquí, en este banco, como ahora, y nos cuenta lo ocurrido y
analizamos todos los pormenores y valoramos lo que ha conseguido, para, al
final, concluir que ha logrado muy poco y aun esto resulta cuestionable,
entonces Barnabás deja la carta, no tiene ganas de llevarla, pero tampoco tiene
ganas de irse a dormir, se pone a trabajar con los zapatos y se pasa toda la
noche sentado en el taburete. Así ocurre, K, y ésos son mis secretos y ya no te
sorprenderás de que Amalia renuncie a ellos.
—¿Y
la carta? —preguntó K.
—¿La
carta? —dijo Olga—. Bueno, después de un tiempo, cuando he insistido lo
suficiente a Barnabás, pueden haber pasado días o semanas, toma la carta y la
va a entregar. En esas nimiedades es muy dependiente de mí. Cuando he superado
la primera impresión de su relato de los hechos, me puedo calmar, algo de lo
que él, probablemente porque sabe más, no es capaz. Y así le puedo repetir:
«¿Qué quieres realmente, Barnabás? ¿Con qué carrera, con qué objetivos sueñas?
¿Acaso quieres llegar tan lejos que nos tengas, que me tengas que abandonar?
Mira a tu alrededor si alguno de nuestros vecinos ha llegado tan lejos. Cierto,
su situación es diferente a la nuestra y no tienen ningún motivo para querer
mejorar su situación, pero incluso sin comparar hay que comprender que contigo
todo está en el buen camino. Te enfrentas a impedimentos, a decepciones y
dudas, pero eso sólo significa lo que ya sabíamos de antemano, que no te van a
regalar nada, que te vas a tener que ganar en dura lucha cada minucia, y ése es
un motivo más para estar orgulloso y no deprimirte. Y, además, Barnabás,
también luchas por nosotros. ¿No significa eso algo para ti? ¿No te da nuevas
fuerzas? ¿No te alegras de que yo esté feliz y orgullosa de tener un hermano
como tú? ¿No te ofrece ninguna seguridad? En realidad, no me decepcionas en lo
que has logrado en el castillo, sino en lo que yo he logrado contigo. Puedes ir
al castillo, eres un continuo visitante de las oficinas, pasas días enteros en
la misma estancia que Klamm, eres un mensajero reconocido oficialmente, puedes
reclamar un traje oficial, recibes muchas misivas para entregar, todo eso eres,
todo eso puedes y, sin embargo, bajas del castillo y en vez de abrazarnos llorando
de felicidad, parece abandonarte todo tu valor en cuanto me ves, entonces dudas
de todo, sólo te tientan los zapatos; la carta, en cambio, esa garantía de
nuestro futuro, la dejas tirada». Así hablo con él y después de habérselo
repetido día tras día, coge suspirando la carta y se va. Pero es probable que
no se deba al efecto de mis palabras, sino que se ve impulsado a volver al
castillo y sin cumplir el encargo jamás osaría regresar.
—Pero
tú tienes razón en todo lo que le has dicho —dijo K—, lo has resumido todo con
una exactitud digna de admiración. ¡Con qué asombrosa claridad piensas!
—No
—dijo Olga—, te dejas engañar, quizá también le engañe así a él. ¿Qué ha
logrado? Puede entrar en una oficina, pero ni siquiera parece una oficina, más
bien una antesala de las oficinas, quizá ni siquiera eso, quizá se trate de una
habitación donde se tiene que mantener a todos aquellos que no pueden entrar en
las oficinas. Habla con Klamm, pero ¿se trata realmente de Klamm? ¿No será
acaso alguien que se parece a Klamm, tal vez un secretario que presenta alguna
similitud con Klamm y que se esfuerza por parecérsele más y que se hace el
importante imitando la actitud soñadora de Klamm? Esa parte de su carácter es
la más fácil de imitar, algunos intentan imitarla, pero con el resto no se
atreven. Y un hombre tan anhelado y tan difícilmente accesible como lo es
Klamm, adopta en la fantasía de la gente numerosas figuras. Klamm, por ejemplo,
tiene aquí un secretario municipal llamado Momus. Ah, ¿lo conoces? También él se
mantiene reservado, pero le he visto varias veces. Un joven fuerte, ¿verdad? Y
es probable que no se parezca en nada a Klamm. Y, sin embargo, podrás encontrar
a gente en el pueblo que juraría que Momus es Klamm y ningún otro. Así trabaja
la gente en su propia confusión. Y ¿tiene que ser diferente en el castillo?
Alguien ha dicho a Barnabás que aquel funcionario era Klamm y, ciertamente, hay
una similitud entre los dos, pero una similitud puesta en duda una y otra vez
por Barnabás. Y todo habla en favor de sus dudas. ¿Acaso Klamm tendría que
apretarse en una estancia pública con otros funcionarios con el lápiz detrás de
la oreja? Eso resulta muy improbable. Barnabás, con algo de ingenuidad —eso es
un rasgo que crea confianza—, suele decir: «El funcionario se parece mucho a
Klamm; si se sentara en su propio despacho, ante su propia mesa y si en la
puerta estuviera su nombre, ya no tendría ninguna duda». Eso es infantil y, sin
embargo, sensato. Aún más sensato sería, sin embargo, que Barnabás, cuando se
encuentre arriba, se informe por distintas personas de cómo funcionan allí las
cosas, a fin de cuentas a su alrededor hay suficientes personas. Y si sus datos
no fuesen más fiables que los de aquel, que, sin ser preguntado, le señaló a
Klamm, de su diversidad podría deducir algunos puntos de apoyo o comparativos.
Esto no se me ha ocurrido a mí, sino a Barnabás, pero no se atreve a llevarlo a
la práctica; por miedo a perder su puesto al infringir involuntariamente algún
reglamento desconocido, no se atreve a hablar con nadie; así de inseguro se
siente; esa desgraciada inseguridad me aclara su posición con más eficacia que
todas las descripciones. Qué incierto y amenazador le tiene que parecer todo,
cuando ni siquiera osa abrir la boca para formular una pregunta inocente.
Cuando pienso en ello, me acuso de dejarle solo en esas estancias desconocidas,
donde reina una atmósfera en la que incluso él, que antes de pecar de cobarde
lo haría de temerario, tiembla de miedo .
Aquí
me parece que llegas a lo decisivo —dijo K—. Eso es. Por lo que me has contado,
creo verlo claro. Barnabás es demasiado joven para ese trabajo. Nada de lo que
él cuenta se puede tomar en serio. Como arriba se muere de miedo, no puede
observar nada y cuando se le obliga aquí a que informe, sólo se oyen cuentos
confusos. El respeto a la administración es aquí innato, se os sigue insuflando
durante toda vuestra vida de las maneras más distintas y desde todas partes, y
vosotros mismos ayudáis en ello en lo que podéis. En principio no digo nada en
contra; cuando una administración es buena, ¿por qué no se le debería tener
respeto? Pero no se puede enviar de repente al castillo a un joven poco
instruido como Barnabás, que no ha salido del pueblo, y reclamar de él informes
fidedignos e investigar sus palabras como si fuesen una Revelación y hacer
depender de su interpretación la propia felicidad. Nada puede ser más erróneo.
Cierto, yo también me he dejado confundir como tú y no sólo he puesto
esperanzas en él, sino que también he sufrido decepciones, y siempre basándome
en sus palabras, que ni siquiera estaban fundadas.
Olga
callaba.
—No
me resulta fácil —dijo K— conmover la confianza que tienes en tu hermano, pues
ya veo cómo le quieres y lo que esperas de él. Pero debo hacerlo, incluso en
interés de tu amor y de tus esperanzas. Pues mira, una y otra vez te impide
algo —no sé lo que es— que reconozcas lo que Barnabás no ha logrado pero que se
le ha regalado. Puede ir a las oficinas o, si tú lo quieres, puede entrar en
una antesala, bueno, pues sí, en una antesala, pero allí hay puertas que
conducen a otras estancias, así como barreras que se pueden atravesar cuando se
tiene la habilidad para ello. Para mí, por ejemplo, esa antesala permanece
inaccesible, al menos provisionalmente. No sé con quién habla Barnabás allí,
tal vez ese escribiente sea el más bajo de los sirvientes, pero aun cuando sea
el más bajo, puede conducir a su inmediato superior y si no puede conducir
hasta él, al menos le puede mencionar y, si no le puede mencionar, podrá
indicar a alguien que lo pueda mencionar. El supuesto Klamm puede que no tenga
nada en común con el real, la similitud sólo puede existir en los ojos ciegos
por la excitación de Barnabás, puede que él sea el más ínfimo de los
funcionarios, puede que ni siquiera sea funcionario, pero algún cometido tiene
que tener en ese pupitre, algo lee en su libraco, algo murmura al oído del
escribiente, en algo piensa cuando dirige su mirada tras largo tiempo a
Barnabás, y aun cuando nada de eso sea verdad y sus actos no signifiquen nada,
alguien le habrá puesto allí y lo habrá hecho con alguna intención. Con todo
esto quiero decir que en ello hay algo, algo que se ofrece a Barnabás, al menos
algo, y que sólo es culpa de Barnabás si no puede alcanzar nada salvo miedo,
dudas y desesperación. Y en todo esto he partido del caso más desfavorable, que
es incluso el más improbable. Pues tenemos las cartas en la mano, en las que no
confío mucho, pero más que en las palabras de Barnabás. _Puede también que sean
cartas anticuadas y sin valor, que se han sacado de un montón de cartas igual
de anticuadas y sin valor, seleccionando a la buena de Dios y reflexionando tan
poco como un canario en una feria empleado para que pique una papeleta de
tómbola, puede que sea así, pero esas cartas tienen al menos una relación con
mi trabajo, están dirigidas visiblemente a mí, aunque no estén destinadas a
serme útiles; como testimoniaron el alcalde y su esposa, eran de puño y letra
de Klamm y poseen, una vez más según el alcalde, una gran importancia, si bien
sólo privada y poco transparente.
—¿Dijo
eso el alcalde? —preguntó Olga.
—Sí,
eso dijo —respondió K.
—Se
lo contaré a Barnabás —dijo rápidamente Olga—, eso le animará mucho.
—Pero
él no necesita que le animen —dijo K—, animarle significa decirle que tiene
razón, que tiene que continuar como hasta ahora, pero si sigue actuando
precisamente como hasta ahora no logrará nada. No puedes animar a alguien a que
vea cuando tiene tapados los ojos por un pañuelo, no podrá ver nunca; sólo
cuando se le quite el pañuelo podrá ver. Barnabás necesita ayuda, no que le
animen. Piensa que allí arriba la administración se muestra en su inextricable
grandeza; yo creía tener una idea aproximada de ella antes de venir aquí —qué
ingenuo era todo—, pero allí está la administración y Barnabás se enfrenta a
ella, nadie más, sólo él, tan sólo que es digno de lástima, y representaría
demasiado honor para él si no permaneciese encogido toda su vida en una oscura
esquina.
—No
creas, K —dijo Olga—, que no valoramos en lo que vale la tarea que Barnabás ha
asumido. No nos falta respeto por la administración, ya lo has dicho tú.
—Pero
se trata de un respeto descaminado —dijo K—, un respeto en el lugar inadecuado,
ese respeto degrada su objeto. ¿Acaso se puede llamar respeto cuando Barnabás
abusa del regalo de poder entrar en esa estancia para pasar allí los días o
cuando él baja y empequeñece o calumnia a alguien ante quien ha temblado, o
cuando por desesperación o cansancio no lleva las cartas en seguida o no
transmite inmediatamente los mensajes que le han sido confiados? Eso ya no es
respeto. Pero el reproche va más lejos, también se extiende a ti, Olga, no te
lo puedo ahorrar; has enviado a Barnabás al castillo, pese a que crees tener
respeto por la administración, en plena juventud, con su debilidad y abandono
o, al menos, no se lo has impedido .
—El
reproche que me haces —dijo Olga— también me lo hago yo y desde hace tiempo.
Aunque no se me puede reprochar que haya enviado a Barnabás al castillo, no le
he enviado, él fue por su cuenta, pero tendría que haberle retenido con todos
los medios, con persuasión, astucia, con violencia si hubiese sido necesario.
Tendría que haberle retenido, pero si hoy fuese aquel día, aquel día decisivo,
y sintiese la miseria de Barnabás y de mi familia como la sentí entonces y la
siento ahora, y Barnabás, claramente consciente de toda la responsabilidad y
del peligro, volviese a desprenderse de mí sonriente y con dulzura para irse,
tampoco le retendría hoy, pese a todas las experiencias de este tiempo, tú
mismo en mi lugar no podrías hacer otra cosa. No conoces nuestra miseria, por
eso cometes una injusticia con nosotros, pero ante todo con Barnabás. Antaño
teníamos más esperanza que hoy, pero tampoco era nuestra esperanza muy grande,
grande sólo era nuestra miseria y así ha permanecido. ¿No te ha contado Frieda
nada de nosotros?
—Sólo
alusiones —dijo K—, nada en concreto, pero sólo vuestro nombre la irrita.
—¿Tampoco
la posadera te ha contado nada?
—No,
nada.
—Y
¿ninguna otra persona?
—Nadie.
—¡Naturalmente!
¿Cómo podrían contarte algo? Todos saben algo sobre nosotros, o la verdad, en
lo que les resulta accesible, o al menos algún rumor tomado de la calle o
inventado por ellos mismos, y todos piensan en nosotros más de lo necesario,
pero nadie lo contará, sienten aversión a tocar ese tema. Y tienen razón.
Resulta difícil articularlo, incluso frente a ti, K, y ¿acaso no es posible que
tú, si lo escuchas, te vayas y no quieras saber más de nosotros, aunque a ti
aparentemente no te afecte en nada? Entonces te habríamos perdido, a ti, que
para mí significas, lo reconozco, más que el servicio que hasta ahora ha
prestado Barnabás en el castillo. Y, sin embargo, esa contradicción me
atormenta toda la tarde, lo tienes que saber, en otro caso no puedes hacerte
una idea de nuestra situación, pero entonces serías injusto con Barnabás, lo
que me dolería especialmente, y nos faltaría la necesaria unidad, ya no podrías
ayudarnos ni aceptar nuestra ayuda extraoficial. Pero aún queda una pregunta:
¿realmente quieres saberlo?
—¿Por
qué preguntas eso? —dijo K—. Si es necesario, quiero saberlo, pero ¿por qué
preguntas así?
—Por
superstición —dijo Olga—, te verás inmiscuido en nuestros asuntos, inocente
como eres, al menos no más culpable que Barnabás.
—Cuenta
rápido —dijo K—, no tengo miedo. Por pura pusilanimidad femenina lo haces peor
de lo que es.
17
EL
SECRETO DE AMALIA
Juzga
por ti mismo —dijo Olga—, además, suena muy simple, no se comprende cómo puede
tener tanta importancia. Hay un funcionario en el castillo que se llama
Sortini.
—Ya
he oído hablar de él —dijo K—; participó en mi contratación.
—Eso
no me lo creo —dijo Olga—, Sortini apenas aparece públicamente. ¿No te
equivocarás con Sordini, escrito con «d»?
—Tienes
razón —dijo K—, era Sordini.
—Sí
—dijo Olga—, Sordini es muy conocido, uno de los funcionarios más diligentes y
del que se habla mucho, Sortini, por el contrario, es muy reservado y
desconocido para la mayoría. Hace más de tres años que le vi por primera y
última vez. Fue el 3 de julio en una fiesta de la compañía de bomberos, el
castillo también había participado y había donado una nueva bomba de incendios.
Sortini, que al parecer se ocupa en parte de asuntos relativos a los bomberos y
a la protección contra incendios, aunque quizá sólo había venido en
representación —los funcionarios se representan mutuamente con frecuencia y por
eso resulta difícil distinguir las competencias de unos y otros—, participó en
la ceremonia de entrega de la bomba de incendios; naturalmente, también habían
venido otros del castillo, funcionarios y sirvientes, y Sortini estaba, como
corresponde a su carácter, siempre en un segundo plano. Es un hombre pequeño,
débil y pensativo; algo que llamaba la atención a todo el que se fijaba en él
era la forma en que se arrugaba su frente, todas las arrugas —y eran una gran
cantidad, aunque no supera los cuarenta— se plegaban como un abanico desde la
parte superior de la frente hasta la raíz de la nariz, no he visto nunca nada
parecido. Bueno, entonces se celebraba aquella fiesta. Nosotras, Amalia y yo,
habíamos esperado ese día con gran alegría, habíamos arreglado los vestidos de
domingo, especialmente el vestido de Amalia era muy bonito, con su blusa blanca
que se ahuecaba en la pechera adornada de encajes, una fila sobre la otra;
nuestra madre había empleado para ello todos sus encajes, yo tenía envidia y
lloré casi toda la noche anterior a la fiesta. Sólo cuando al día siguiente
vino a visitarnos la posadera de la posada del puente…
—¿La
posadera de la posada del puente? —preguntó K.
—Sí
—dijo Olga—, era muy amiga nuestra, así que llegó, tuvo que reconocer que
Amalia estaba en ventaja y me prestó, para calmarme, su propio collar de
granates de Bohemia. Pero cuando ya estábamos listas, Amalia delante de mí, y
nuestro padre dijo: «Hoy, recordad lo que os digo, Amalia encuentra novio»,
entonces, no sé por qué, me quité el collar, que era todo mi orgullo, y se lo
puse a Amalia, sin sentir ya nada de envidia. Me incliné ante su victoria y
creí que todos tendrían que inclinarse ante ella; quizá nos sorprendió entonces
que su aspecto fuese diferente al usual, pues en realidad no era hermosa, pero
su mirada sombría, que ha mantenido desde aquella vez, se elevaba por encima de
nosotros y nos sentíamos inclinados literal e involuntariamente ante ella.
Todos lo notaron, también Lasemann y su esposa cuando vinieron a recogernos.
—¿Lasemann?
—preguntó K.
—Sí,
Lasemann —dijo Olga—, éramos una familia muy apreciada y la fiesta, por
ejemplo, no habría empezado de verdad hasta que no hubiésemos llegado nosotros,
pues mi padre era el tercer director de ejercicios de la compañía de bomberos.
—¿Tan
robusto era aún tu padre? —preguntó K.
—¿Mi
padre? —preguntó Olga como si no comprendiese del todo—, hace tres años era en
cierto modo un hombre joven, en un incendio en la posada de los señores, por
ejemplo, corrió con un funcionario a cuestas, con el pesado Galater. Yo misma
estuve allí, en realidad no había peligro de incendio, sólo un poco de leña
seca junto a una chimenea comenzó a humear, pero Galater tuvo miedo, gritó
auxilio por la ventana, vinieron los bomberos y mi padre tuvo que cargarlo
aunque el fuego ya estaba extinguido. Bueno, Galater es un hombre difícil de
mover y en esos casos hay que tener precaución. Lo cuento sólo por mi padre, no
han pasado ni tres años desde entonces y mira ahora cómo está ahí sentado.
K
se dio cuenta ahora de que Amalia estaba de nuevo en la habitación, pero se
encontraba alejada, en la mesa de los padres, allí alimentaba a la madre, que
no podía mover sus brazos reumáticos y al mismo tiempo dirigía la palabra al
padre para que tuviese un poco de paciencia con la comida, que iría con él en
seguida para darle de comer. Pero no tuvo éxito con su advertencia, pues el
padre, ansioso por tomarse la sopa, superó su debilidad física e intentó ya
sorberla de la cuchara, ya beberla del plato, y gruñía enojado al no conseguir
ni lo uno ni lo otro, la cuchara quedaba vacía mucho antes de llegar a la boca,
mientras que la barba colgante se sumergía en la sopa, goteando y salpicando
hacia todas partes menos hacia la dirección adecuada.
—¿Eso
han hecho tres años de él? —preguntó K, pero aún no sentía ninguna compasión
por los ancianos ni para la esquina de la mesa familiar, sólo aversión.
—Tres
años —dijo lentamente Olga—, o, con más exactitud, unas horas en una fiesta. La
fiesta se celebró en una pradera ante el pueblo, al lado del arroyo, ya había
una gran aglomeración de personas cuando llegamos, también habían venido de los
pueblos vecinos, el ruido causaba una gran confusión. Primero nuestro padre nos
condujo, naturalmente, a la bomba de incendios, rió de alegría al verla, una
nueva bomba le hacía feliz; comenzó a tocarla y a explicarnos cómo funcionaba,
no toleraba ninguna contradicción ni tampoco ninguna reserva, si había algo que
ver debajo de la bomba, todos nos teníamos que agachar y casi arrastrarnos por
debajo de ella; Barnabás, que intentó resistirse, recibió un pescozón. Sólo a
Amalia no le importaba la bomba, permanecía muy recta delante de ella con su
bonito vestido y nadie osaba decirle nada, yo fui hacia ella alguna vez y la
tomé del brazo, pero ella callaba. Aún hoy no puedo aclararme cómo ocurrió que,
mientras estábamos en la bomba de incendios, cuando nuestro padre se apartó de
ella, nos dimos cuenta de que allí permanecía Sortini, quien parecía haber estado
todo el tiempo detrás de la bomba, apoyado en una palanca. Había un ruido
terrible, no usual en todas las fiestas; el castillo había regalado a los
bomberos unas trompetas, unos instrumentos especiales de los que con un mínimo
esfuerzo, del que hasta un niño podría ser capaz, se emitían los más
estruendosos sonidos; al oírlo se podía creer que los turcos ya habían llegado
y era imposible acostumbrarse, a cada nuevo soplido seguía un estremecimiento.
Y como eran trompetas nuevas, todos querían tocarlas, y como era una fiesta
popular, se consentía. Precisamente a nuestro alrededor, tal vez los había
atraído Amalia, había algunos trompetistas, era difícil mantener los sentidos
en esas circunstancias y si además, según las órdenes de nuestro padre, había que
prestar atención a la bomba de incendios, eso era lo máximo que se podía
rendir, así que no nos dimos cuenta durante mucho tiempo de la presencia de
Sortini, a quien tampoco conocíamos de antes.
—Ahí
está Sortini —murmuró Lasemann a mi padre, yo estaba a su lado. Mi padre
inclinó la cabeza y nos hizo un gesto excitado para que nosotros también nos
inclinásemos ante él. Sin conocerle personal mente, nuestro padre siempre había
venerado a Sortini como un especialista en servicios contra incendios, y había hablado
con frecuencia de él en casa, así que para nosotros fue sorprendente y un
acontecimiento muy importante verle en la realidad. Pero Sortini no se
interesaba por nosotros, eso no era ninguna peculiaridad de Sortini, la mayoría
de los funcionarios aparecen públicamente con actitud de indiferencia, también
estaba cansado, sólo su deber le mantenía allí abajo; no son los peores
funcionarios los que encuentran especialmente pesados esos deberes
representativos; otros funcionarios y sirvientes, ya que estaban allí, se
mezclaron con el pueblo, pero él permaneció al lado de la bomba de incendios y
a todo el que se intentaba aproximar con cualquier solicitud o lisonja lo
rechazaba con su silencio. Así ocurrió que él se percató más tarde de nosotros
que nosotros de él. Sólo cuando nos inclinamos llenos de respeto y nuestro
padre nos intentó disculpar miró hacia nosotros y nos contempló a uno detrás
del otro con mirada cansada: era como si suspirase porque al lado de uno
apareciese otro, hasta que se detuvo en Amalia, a la que tuvo que mirar hacia
arriba, pues era mucho más alta que él. Entonces se desconcertó, saltó sobre el
pértigo para estar más cerca de ella, nosotros lo interpretamos mal al
principio y quisimos acercarnos todos a él encabezados por mi padre, pero él
nos detuvo y nos hizo una señal para que nos fuéramos. Eso fue todo. Bromeamos
mucho con Amalia diciéndole que realmente ya había encontrado un novio, en
nuestra inconsciencia estuvimos alegres toda la tarde, pero Amalia estaba más
silenciosa que de costumbre. «Se ha enamorado locamente de Sortini», dijo
Brunswick, que siempre es algo grosero y no tiene comprensión para naturalezas
como la de Amalia, pero esa vez su comentario nos pareció cierto, ese día nos
divertimos mucho y cuando llegamos a casa a medianoche estábamos embriagados,
incluso Amalia lo estaba, con el dulce vino del castillo.
—¿Y
Sortini? —preguntó K.
—Sí,
Sortini —dijo Olga—, a Sortini le vi con frecuencia durante la fiesta, sentado
en un pértigo, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y así permaneció hasta
que vino a recogerle el coche del castillo. Ni siquiera fue a las maniobras de
los bomberos, donde mi padre se distinguió entre todos los hombres de su edad,
precisamente con la esperanza de que Sortini se fijase en él.
—¿Y
no habéis oído más de él? —dijo K—, pareces tener una gran veneración por
Sortini.
—Sí,
veneración —dijo Olga—, sí, y también oímos de él. A la mañana siguiente nos
despertó de nuestro sueño festivo un grito de Amalia, los demás volvieron a
dormirse, pero yo estaba completamente despierta y corrí hacia ella, estaba al
lado de la ventana y sostenía una carta en la mano que un hombre le acababa de
entregar a través de la ventana, el hombre esperaba una respuesta. Amalia ya la
había leído —era corta— y la mantenía en una de sus manos, bajada y lánguida;
cómo la amaba siempre que estaba tan cansada. Me agaché a su lado y leí la
carta. Apenas había terminado de leerla, Amalia, después de dirigirme una
rápida mirada, la cogió, pero no la quiso leer otra vez, sino que la rompió y
arrojó los trozos al rostro del hombre que esperaba fuera y cerró la ventana.
Ésa fue aquella decisiva mañana. La llamo decisiva, pero todo instante de la
tarde anterior fue igual de decisivo.
—Y
¿qué decía la carta? —preguntó K.
—¡Ah!,
sí, aún no lo he contado —dijo Olga—; la carta era de Sortini, e iba dirigida a
la joven con el collar de granates. No puedo reproducir el contenido. Era un
requerimiento para que fuese a su habitación en la posada de los señores y,
además, Amalia tenía que ir en seguida, pues Sortini tenía que partir en una
media hora. La carta estaba escrita con las expresiones más vulgares que he
oído y sólo pude deducir la intención del conjunto. Quien no conociera a Amalia
y sólo hubiese leído esa carta, consideraría deshonrada a la muchacha a la que
alguien había tenido la osadía de escribir así, por más que a ella ni siquiera
la hubiesen rozado. Y no era ninguna carta de amor, en ella no había ninguna
palabra lisonjera, más bien Sortini estaba enojado por el hecho de que le hubiese
afectado tanto la visión de Amalia y de que le hubiese distraído de sus
asuntos. Más tarde nos lo explicamos de la siguiente manera: era probable que
Sortini hubiese querido llegar al castillo, pero sólo a causa de Amalia se
quedó en el pueblo, y por la mañana, furioso porque durante la noche no había
logrado olvidarse de Amalia, había escrito la carta. Al principio uno tenía que
escandalizarse con la carta, incluso quien tuviese la sangre más fría, pero
después, en otra persona que no fuese Amalia, habría prevalecido el miedo por
el tono amenazador, en Amalia, en cambio, prevaleció el enojo. Ella no conoce
el miedo, ni para ella ni para los demás. Y mientras yo me refugiaba en la cama
y me repetía la frase final interrumpida: «o vienes ahora mismo o…», Amalia
permaneció en el banco al lado de la ventana y miró hacia afuera como si
esperara a otros mensajeros y estuviese dispuesta a tratarlos como al primero.
Así
que ésos son los funcionarios —dijo K algo vacilante—, esos ejemplares sólo se
pueden encontrar entre ellos. ¿Qué hizo tu padre? Espero que se quejase de
Sortini con todo vigor en el lugar competen te, si no escogió el camino más
corto y seguro hasta la posada de los señores. Lo más repugnante de la historia
no es la vejación a Amalia, eso se podía enmendar, no sé por qué le concedes
tanta importancia; ¿por qué iba Sortini con semejante carta a comprometer para
siempre a Amalia? Según lo que has contado, se podría creer eso, pero
precisamente eso resulta imposible, era fácil conseguir una satisfacción para
Amalia y en unos días se habría olvidado el caso; Sortini no comprometió a
Amalia, sino que él mismo fue quien se comprometió. Me espanta la posibilidad
de que pueda producirse tal abuso de poder. Lo que en este caso no resultó,
porque, para decirlo con claridad, era completamente transparente y encontró en
Amalia a un enemigo más fuerte, en miles de otros casos con unas circunstancias
algo más desfavorables podría resultar perfectamente y, además, sin que lo
supiese nadie, ni siquiera la afectada.
—Silencio
—dijo Olga—, Amalia nos está mirando.
Amalia
había terminado de dar de comer a sus padres y ahora desvestía a la madre,
acababa de soltarle la falda, puso los brazos de la madre alrededor de su
cuello, la levantó un poco y le quitó la falda volviendo a sentarla con
cuidado. El padre, siempre insatisfecho con que la madre fuese atendida en
primer lugar, lo que sólo ocurría porque ella estaba más desvalida que él,
intentaba desvestirse él mismo, tal vez para castigar a la hija por su supuesta
lentitud, pero a pesar de que comenzó con lo más accesorio y ligero, las
desproporcionadas zapatillas para sus pies, no lo conseguía de ningún modo y
entre fuertes resoplidos tuvo que renunciar y recostarse otra vez con rigidez
en la silla.
—No
te das cuenta de lo esencial —dijo Olga—, puedes tener razón en todo, pero lo
esencial fue que Amalia no se dirigió a la posada de los señores; la manera en
que trató al mensajero, eso podía pasarse por alto, ya se encubriría de alguna
manera, pero que no fuese significó que sobre la familia cayese una maldición y
entonces el tratamiento del mensajero también fue imperdonable, sí, incluso
para la opinión pública ocupó el primer plano.
—¡Cómo!
—exclamó K, y bajó en seguida la voz, ya que Olga levantó la mano suplicante—.
¿No dirás tú, su hermana, que Amalia tuvo que obedecer a Sortini e ir a la
posada?
—No
—dijo Olga—, Dios me libre de esa sospecha, ¿cómo puedes creer eso? No conozco
a nadie que obrase con tanta justicia congo Amalia. Si bien es cierto que, en
el caso de que hubiese ido a la posa da, también le hubiese dado la razón;
pero, que no fuese, fue un acto heroico. En lo que a mí respecta, reconozco
sinceramente que si hubiese recibido una carta como ésa habría ido. No habría
podido soportar el miedo ante las consecuencias, sólo Amalia podía soportarlo.
También había algunas salidas, otra, por ejemplo, se habría maquillado y habría
dejado pasar un buen rato, luego habría llegado a la posada de los señores y se
habría enterado de que Sortini había partido, quizá que había salido
inmediatamente después de enviar al mensajero, algo que incluso habría sido muy
probable, pues los caprichos de los señores son fugaces. Pero a Amalia no se le
ocurrió hacer eso ni nada parecido, se sintió demasiado ofendida y respondió sin
reservas. Si sólo hubiese obedecido en apariencia, si sólo hubiese traspasado
el umbral de la posada a tiempo, se habría podido evitar la fatalidad, aquí
tenemos abogados muy listos que saben hacer todo lo que uno quiere de nada,
pero en este caso ni siquiera había la necesaria nada, todo lo contrario, sólo
había la humillación de la carta de Sortini y la ofensa al mensajero.
—Pero
¿qué fatalidad? —dijo K—, ¿qué abogados? No se podía acusar ni castigar a
Amalia por la actuación delictiva de Sortini.
—Claro
que sí —dijo Olga—, sí que se podía, aunque no mediante un proceso propiamente
dicho ni directamente, pero se la castigaba de otra manera, a ella y a toda su
familia, y ahora empiezas a saber lo grave que es esa pena. A ti te parece
injusto y monstruoso, ésa es una opinión completamente aislada en el pueblo,
para nosotros es muy favorable y nos debería consolar, y así sería si no se
basase visiblemente en errores . Te lo puedo demostrar muy fácilmente, perdona
si hablo al hacerlo de Frieda, pero entre Frieda y Klamm, sin tener en cuenta
en qué ha derivado finalmente su relación, ha ocurrido algo muy similar a lo
ocurrido entre Amalia y Sortini y, sin embargo, tú lo encuentras ahora muy
correcto, aunque al principio te pareciera terrible. Y eso no es por efecto de
la costumbre, nadie puede quedar tan embotado por la costumbre cuando se trata
simplemente de enjuiciar, aquí se trata de una acumulación de errores.
—No,
Olga—dijo K—, no sé por qué metes a Frieda en este asunto, el caso era
completamente distinto, no confundas tantas cosas esencialmente diferentes y
sigue contando.
—Por
favor —dijo Olga—, no me tomes a mal si insisto en la comparación, incurres en
un error respecto a Frieda cuando crees defenderla contra una comparación. No
es necesario defenderla, sino sólo alabarla. Cuando comparo los casos no estoy
diciendo que sean iguales, en realidad se relacionan entre sí como el blanco y
el negro, y el blanco es Frieda. En el peor de los casos uno se puede reír de
Frieda como yo lo he hecho en la taberna de manera tan descortés —después me he
arrepentido mucho—, pero aunque quien ríe aquí es perverso o envidioso, al
menos puede reírse, pero a Amalia, cuando no se mantiene un parentesco
sanguíneo con ella, sólo se la puede despreciar. Por eso son dos casos esencialmente
distintos, como dices, pero también similares.
—Tampoco
son similares —dijo K, y sacudió enojado la cabeza—, deja a Frieda a un lado.
Frieda no recibió ninguna carta de ese jaez como Amalia de Sortini, y Frieda ha
amado realmente a Klamm, y quien lo dude, puede preguntarle, le sigue amando
hoy.
—¿Son
esas grandes diferencias? —preguntó Olga—. ¿Acaso no crees que Klamm pudo
escribirle una carta similar a Frieda? Cuando los señores se levantan del
escritorio son así, no saben orientarse en el mundo; en su despreocupación
dicen las cosas más groseras, no todos, pero muchos. La carta a Amalia pudo
haber sido plasmada en el papel de forma irreflexiva y en completa
despreocupación por lo escrito. ¡Qué sabemos nosotros de los pensamientos de
los señores! ¿Acaso no has escuchado tú mismo o has oído contar el tono que
Klamm empleaba con Frieda? De Klamm se sabe que es muy grosero, al parecer no
habla nada durante horas y de repente dice tal grosería que uno se estremece.
De Sortini, sin embargo, no se sabe nada parecido, quizá porque es un completo
desconocido. En realidad de él sólo se sabe que su nombre es muy similar al de
Sordini; si no existiese esa similitud de nombres, probablemente no se le
conocería. También como especialista en servicios contra incendios se le
confunde probablemente con Sordini, quien es el verdadero especialista y que se
aprovecha de la similitud de los nombres para cargar sobre Sortini los deberes
de representación y así no ser molestado en su trabajo. Pero si un hombre tan
torpe en los asuntos mundanos como Sortini se enamora repentinamente de una
joven del pueblo, la manifestación de ese sentimiento adopta otras formas que
si se enamora el aprendiz de carpintero de la esquina. También hay que tener en
cuenta que entre un funcionario y la hija de un zapatero existe una gran
distancia que debe superarse de alguna manera; Sortini lo intentó de esa
manera, otros podrán hacerlo de otra. Cierto es que se dice que todos
pertenecemos al castillo y que no existe ninguna distancia y por lo tanto que
no hay nada que superar y eso quizá sea verdad por regla general, pero por
desgracia hemos tenido la oportunidad de ver que, cuando realmente llega la
hora de la verdad, no es así. En todo caso, después de lo expuesto la actuación
de Sortini te resultará más comprensible y menos terrible y, en realidad, si se
compara con la de Klamm, mucho más comprensible aún e incluso cuando se ha
estado involucrado, más soportable. Cuando Klamm escribe una carta de amor es
más desagradable que la carta más grosera de Sortini. Compréndeme bien, aquí no
me aventuro a enjuiciar a Klamm, me limito a comparar, ya que tú rechazas la
comparación. Klamm es como un comandante con las mujeres, ordena a una o a otra
que vayan, no tolera ningún retraso y así como ordena que vengan, ordena que se
vayan. ¡Ay!, Klamm ni siquiera haría el esfuerzo de escribir una carta. Y en
comparación con esto sigue siendo horrible que Sortini, que vive completamente
retirado y cuyas relaciones con las mujeres son al menos desconocidas, se siente
una vez y escriba con su bella caligrafía de funcionario una carta repugnante.
Y si de esta circunstancia no resulta ninguna diferencia a favor de Klamm, sino
todo lo contrario, ¿acaso debería hacerlo el amor de Frieda? La relación de las
mujeres con los funcionarios es, créeme, muy difícil o, más bien, muy fácil de
enjuiciar. Aquí nunca falta amor. No hay un amor funcionarial desgraciado. A
este respecto no supone ninguna alabanza cuando se dice de una muchacha —aquí
no hablo, ni mucho menos, sólo de Frieda— que ella se entregó al funcionario
porque le amaba. Ella le amaba y se ha entregado a él, así ha sido, pero en
ello no hay nada que alabar. Amalia, sin embargo, no ha amado a Sortini,
objetas. Bueno, no le ha amado, pero a lo mejor sí que le ha amado, ¿quién
puede decidir? Ni siquiera ella misma. ¿Cómo puede creer haberle amado cuando
le ha rechazado con tanta fuerza, como probablemente no ha sido rechazado
ningún funcionario? Barnabás dice que aún tiembla por el movimiento con que
hace tres años cerró la ventana. Eso también es verdad y por eso no se le puede
preguntar acerca de ello; ha terminado con Sortini, y sólo sabe eso; si le ama
o no, eso no lo sabe. Nosotros, sin embargo, sabemos que las mujeres no pueden
hacer otra cosa que amar a los funcionarios cuando ellos las miran, sí, incluso
aman a los funcionarios ya desde antes, por mucho que quieran negarlo, y
Sortini no sólo miró a Amalia, sino que saltó el pértigo cuando la vio, y lo
saltó con sus articulaciones rígidas debido a su trabajo sedentario. Pero tú
dirás que Amalia es una excepción. Sí, eso es lo que es, eso lo demostró cuando
se negó a ir con Sortini, ésa es suficiente excepción; pero que además no amase
a Sortini, eso ya es casi demasiada excepción, eso sería ya inimaginable. Aquella
tarde nos quedamos completamente cegados, pero que a través de toda la niebla
creyésemos percibir algo del enamoramiento de Amalia muestra un poco de
sentido. Ahora bien, cuando se confrontan todos estos datos, ¿qué diferencia
queda entre Frieda y Amalia? Sólo que Frieda hizo lo que Amalia se negó a
hacer.
—Puede
ser —dijo K—; para mí, sin embargo, la diferencia principal es que Frieda es mi
novia, y Amalia sólo me incumbe por ser la hermana de Barnabás, del mensajero
del castillo, y que su destino quizá se entrelaza con su servicio. Si un
funcionario hubiese cometido con ella una injusticia que clamase al cielo, como
me pareció después de tu relato de los acontecimientos, me hubiera preocupado,
pero esto más como un asunto público que como un sufrimiento personal de
Amalia. Ahora, sin embargo, después de tu relato, cambia algo la imagen en una
forma no del todo comprensible para mí, pero como eres tú quien lo narra, de
una forma lo suficientemente digna de crédito y por eso quiero despreocuparme
completamente del asunto, no soy ningún especialista en servicios contra
incendios y qué me importa a mí Sortini. No obstante, me preocupa Frieda y me
resulta extraño que tú, en quien confío plenamente y en quien siempre estaré
dispuesto a confiar, intentes atacar a Frieda a través de Amalia y despertar en
mí la sospecha. No supongo que lo hagas con intención, mucho menos con mala
intención, si no ya hace tiempo que me habría ido. No lo haces
intencionadamente, las circunstancias te llevan a ello, por amor a Amalia la
quieres elevar sobre todas las mujeres y como tú misma no encuentras en Amalia
algo elogiable, te ayudas empequeñeciendo a otras mujeres. El gesto de Amalia
es extraño, pero conforme más cuentas de ese gesto, menos se puede decidir si
ella ha sido grande o pequeña, lista o necia, heroica o cobarde; Amalia
mantiene sus motivos encerrados en su corazón, nadie se los va a arrebatar.
Frieda, por el contrario, no ha hecho nada extraño, sólo ha seguido los
impulsos de su corazón, para todo aquel que se ocupe de ello con buena
voluntad, queda claro, cualquiera lo puede comprobar, no hay ningún espacio
para rumores. Pero yo ni quiero denigrar a Amalia ni defender a Frieda, sino
sólo aclararte cómo pienso de Frieda y cómo todo ataque contra Frieda supone al
mismo tiempo un ataque contra mi existencia. He venido aquí por propia voluntad
y por propia voluntad me he quedado, pero todo lo que ha ocurrido hasta ahora y
ante todo mis perspectivas de futuro —por muy sombrías que sean, en todo caso
aún existen—, todo eso se lo agradezco a Frieda, eso no se puede discutir. Aquí
fui acogido como agrimensor, pero eso sólo fue en apariencia, han jugado
conmigo, me han expulsado de todas las casas, incluso hoy juegan conmigo, pero
por muy complicado que sea todo esto, en cierto modo he ganado terreno y eso ya
significa algo, ya tengo, por muy insignificante que sea, un hogar, un empleo
real, tengo una novia que, cuando estoy ocupado en otros asuntos, me quita
trabajo, me casaré con ella y seré miembro de la comunidad, además de la
oficial, aún tengo una relación personal con Klamm, aunque todavía no la he
empleado. ¿Acaso eso es poco? Y cuando llego a vuestra casa, ¿a quién saludáis?
¿A quién confías la historia de vuestra familia? ¿De quién tienes la esperanza,
aunque sea la más improbable, de obtener ayuda? No de mí, del agrimensor, a
quien, por ejemplo, hace una semana Lasemann y Brunswick expulsaron de su casa
con violencia, sino que la esperas del hombre que ya posee algún instrumento de
poder, pero ese instrumento de poder se lo agradezco a Frieda, a Frieda, que es
tan modesta que si intentas preguntarle por algo similar no querrá saber nada
de ello. Y, sin embargo, después de todo, parece que Frieda con su inocencia ha
logrado más que Amalia con todo su orgullo, pues mira, tengo la impresión de
que buscas ayuda para Amalia, y ¿de quién? De ninguna otra que de Frieda.
—¿He
hablado tan mal de Frieda? —dijo Olga—, no lo pretendía y tampoco creo haberlo
hecho, aunque es posible, nuestra situación es tal que nos enemistamos con todo
el mundo, y si comenzamos a lamentarnos, esos lamentos nos arrastran y no
sabemos adónde nos llevan. También tienes razón ahora, hay una gran diferencia
entre nosotros y Frieda y es bueno acentuarla por un momento. Hace tres años
éramos jóvenes pequeñoburguesas y Frieda era la huérfana, criada en la posada
del puente; pasábamos a su lado sin dedicarle una mirada, seguramente éramos
demasiado orgullosas, pero así nos habían educado. Pero en la noche que
estuviste en la posada de los señores pudiste darte cuenta del actual estado de
las cosas: Frieda con el látigo en la mano y yo con los criados. Pero es aún
peor. Frieda puede despreciarnos, eso corresponde a su posición, las
circunstancias reales obligan a ello. ¡Pero quién no nos desprecia! Quien se
decide a despreciarnos, no hace más que sumarse a la gran mayoría. ¿Conoces a
la sucesora de Frieda? Se llama Pepi. La conocí hace dos días, hasta entonces
era una criada. Ella supera con certeza a Frieda en desprecio hacia mí. Me vio
desde la ventana cómo venía a recoger la cerveza, corrió hacia la puerta y la
cerró, tuve que suplicarle largo tiempo y prometerle el lazo que llevaba en el
pelo antes de que me abriera. Pero cuando se lo di, lo arrojó a un rincón.
Bueno, puede despreciarme, en parte dependo de su benevolencia y ella es la
dependienta en la taberna de la posada de los señores, aunque también es cierto
que sólo lo es provisionalmente y no tiene las cualidades necesarias para ser
contratada allí por tiempo indefinido. Sólo hay que oír cómo el posadero habla
con Pepi y comparar cómo hablaba con Frieda. Pero eso tampoco impide a Pepi
despreciara Amalia, a Amalia, cuya mirada bastaría para sacar tan rápidamente
de la habitación a la pequeña Pepi con todas sus trenzas y borlas como nunca
podría conseguirlo con sus piernas cortas y gordas. Qué cotilleo más indignante
tuve que oír ayer sobre Amalia, hasta que los clientes se ocuparon de mí de la
forma que tú ya viste.
—Qué
temerosa eres —dijo K— sólo he puesto a Frieda en el lugar que le corresponde,
pero no he querido denigraros como tú lo entiendes ahora. También para mí tenía
vuestra familia algo especial, eso no lo he silenciado; pero no comprendo cómo
ese «algo especial» puede dar motivos para el desprecio.
—¡Ay!,
K —dijo Olga—, me temo que tú también llegarás a comprenderlo; ¿no puedes
comprender de ninguna manera que la conducta de Amalia frente a Sortini fue la
primera causa de ese desprecio?
—Eso
sería demasiado extraño —dijo K—, por eso se puede admirar o condenar a Amalia,
pero ¿despreciarla? Y si alguien por un sentimiento incomprensible para mí
despreciase realmente a Amalia, ¿por qué extiende entonces el desprecio hacia
vosotros, hacia la familia inocente? Que, por ejemplo, Pepi te desprecie, es
imperdonable, y cuando regrese de nuevo a la posada de los señores se lo haré
pagar con creces.
—Si
quisieras hacer cambiar de opinión —dijo Olga— a todos los que nos desprecian,
sería un trabajo muy duro, pues todo parte del castillo. Recuerdo muy bien las
horas que siguieron a aquella mañana. Brunswick, que en aquella época era
nuestro ayudante, había venido como todos los días, mi padre le había dado
trabajo y le había enviado a casa, nosotros estábamos sentados desayunando,
todos menos Amalia y yo estaban muy animados, nuestro padre seguía hablando de
la fiesta, tenía varios planes respecto al cuerpo de bomberos; en el castillo
tienen un servicio de incendios propio, que envió una delegación a la fiesta y
con cuyos miembros se habló de varios aspectos; los señores del castillo habían
visto el rendimiento de nuestro cuerpo de bomberos y habían hablado muy
favorablemente de él, lo habían comparado con el del castillo y el resultado
nos beneficiaba, se había hablado de la necesidad de una reorganización del
servicio de incendios y para ello eran necesarios instructores del pueblo, se
hablaba ya de algunos de ellos pero mi padre tenía la esperanza de que le
eligieran a él. De todo eso hablaba y, como era su costumbre, abrazaba casi
literalmente la mesa y cómo miraba por la ventana hacia el cielo, su rostro era
tan joven y esperanzado, nunca después volví a verle así. Entonces, Amalia, con
una superioridad que no conocíamos en ella, dijo que no había que confiar en
esos discursos de los señores, ellos, con motivo de esos acontecimientos,
solían decir algo amable, pero con poco o ningún significado, una vez dicho ya
estaba olvidado para siempre, aunque, si bien es cierto, en la próxima
oportunidad se volvía a caer en la trampa. Nuestra madre le reprendió esas
palabras, nuestro padre se rió de sus ínfulas de experiencia, luego, sin
embargo, se agachó, pareció buscar algo de cuya falta pareció percatarse en ese
momento, pero no faltaba nada y dijo que Brunswick le había contado algo de un
mensajero y de una carta rota y preguntó si sabíamos algo de ello, a quién le
afectaba y qué había ocurrido. Nosotras nos mantuvimos en silencio, Barnabás,
entonces joven como un corderillo, dijo algo tonto o impertinente, se habló de
otra cosa y se olvidó el asunto.
18
EL
CASTIGO DE AMALIA
Pero
poco después fuimos acribillados desde todas partes con preguntas sobre la
historia de la carta, vinieron amigos y enemigos, conocidos y extraños, pero no
permanecían mucho tiempo, los mejores amigos fueron los que se despidieron más
deprisa; Lasemann, en otras ocasiones lento y digno, entró como si quisiera
examinar las dimensiones de la habitación, echó un vistazo a su alrededor y se
acabó; pareció un horrible juego infantil ver cómo Lasemann huía y nuestro
padre, separándose del resto de la gente, salía detrás de él hasta el umbral
donde renunció a seguirlo más. Brunswick vino y le dijo a mi padre, con toda
sinceridad, que se quería hacer independiente; un tipo listo, ese Brunswick,
supo aprovechar la ocasión; vinieron clientes y buscaron sus zapatos en el
taller de mi padre, los que habían dejado allí para reparar, al principio mi
padre intentó que cambiaran de opinión, y todos le apoyamos con todas nuestras
fuerzas, pero más tarde renunció y ayudó a buscar en silencio, en el libro de
encargos se fue tachando línea tras línea, se entregaron las reservas de piel
que los clientes tenían en el taller, todo ocurrió sin la menor disputa, se
quedaban satisfechos cuando conseguían romper rápida y completamente el vínculo
con nosotros, aunque al hacerlo se sufrieran pérdidas, eso no importaba. Y, finalmente,
como era de prever, apareció Seemann, el jefe de bomberos, aún puedo—ver la
escena, Seemann, alto y fuerte, aunque un poco inclinado y enfermo del pulmón,
siempre serio, no podía reír, estaba ante mi padre, a quien había admirado, a
quien le había prometido en confianza el puesto de representante del jefe, y le
anunció que quedaba expulsado del cuerpo, pidiéndole que le devolviera el
diploma. Las personas que se encontraban a nuestro alrededor dejaron sus
asuntos y rodearon a los dos hombres. Seemann no podía decir nada, se limitaba
a dar unas palmadas en el hombro de mi padre como si quisiera sacarle las
palabras que él mismo quisiera decir y no podía encontrar. Al hacerlo sonreía,
con lo que quería tranquilizarse y tranquilizar a los demás, pero como no podía
sonreír y nadie le había oído reír, a nadie se le ocurrió que aquello pudiera
ser una sonrisa. Nuestro padre, sin embargo, ya estaba demasiado cansado y
desesperado para poder ayudar a Seemann, sí, incluso parecía demasiado cansado
como para poder reflexionar de qué se trataba. Todos estábamos desesperados en
la misma medida, pero como éramos jóvenes no podíamos creer en semejante
catástrofe, siempre pensábamos que entre los visitantes finalmente habría uno
que ordenaría «alto» y obligaría a que todo retrocediese a su estado original.
Seemann nos parecía, en nuestra irreflexión, la persona más indicada para eso.
Con tensión esperábamos a que de esa sonrisa sempiterna saliese finalmente una
palabra clara. ¿De qué se podía uno reír si no era de la necia injusticia que
nos estaba ocurriendo? «Señor jefe, señor jefe, dígaselo a la gente»,
pensábamos y nos apretábamos contra él, lo que sólo le obligaba a realizar los
giros más extraños. Al cabo comenzó a hablar, pero no para cumplir nuestros
deseos ocultos, sino para responder a las exclamaciones de ánimo o enojadas de
la gente. Aún teníamos esperanza. Comenzó realizando una gran alabanza de
nuestro padre. Le llamó un ornato del cuerpo, un modelo inalcanzable para las
nuevas generaciones, un miembro imprescindible, cuya salida del cuerpo casi lo
destruiría. Todo eso fue muy bonito, si hubiese terminado allí. Pero siguió
hablando. Si a pesar de eso el cuerpo había decidido solicitarle la renuncia,
aunque sólo provisional, había que reconocer la seriedad de los motivos que
obligaban al cuerpo a tomar esa medida. Tal vez, sin los espléndidos logros de
nuestro padre en la fiesta del día anterior, no se habría llegado tan lejos,
pero precisamente esos logros habían despertado especialmente la atención
oficial, el cuerpo se encontraba en un primer plano y, por tanto, tenía que
cuidarse más que antes de su pureza. Entonces había ocurrido la ofensa al
mensajero y el cuerpo no había podido encontrar otra salida, él, Seemann, había
asumido el gravoso deber de anunciarlo. Nuestro padre no debía hacérselo más
difícil. Qué contento estaba Seemann de sus palabras, por la satisfacción que
sentía por ello, dejó de ser excesivamente considerado, señaló el diploma que
colgaba de la pared e hizo una señal con el dedo. Nuestro padre asintió y fue a
recogerlo, pero no logró descolgarlo del clavo debido a sus manos temblorosas,
yo me subí a una silla y le ayudé. Y desde ese instante todo se había acabado,
ni siquiera sacó el diploma del marco, sino que se lo dio todo a Seemann, como
estaba. A continuación, se sentó en un rincón, no se movió ni habló con nadie
más, nosotros tuvimos que tratar con la gente de la mejor manera que supimos.
—Y
¿dónde ves aquí la influencia del castillo? —preguntó K—. Por ahora no parece
haber intervenido. Lo que has contado sólo ha sido el miedo irreflexivo de la
gente. La alegría por la desgracia ajena, la falsa amistad, cosas que se
encuentran en todas partes, y también, por parte de tu padre, al menos así me
lo parece, encuentro cierta pobreza de espíritu, pues ¿de qué era aquel
diploma? La confirmación de sus aptitudes, y esas aptitudes las mantenía,
haciéndole imprescindible, además podría haberle puesto las cosas realmente
difíciles al jefe si en cuanto comenzó a hablar le hubiese arrojado a los pies
el diploma. Pero me parece especialmente significativo que no hayas mencionado
a Amalia; Amalia, a la que se debía todo, estaba probablemente tranquila en un
segundo plano y contemplaba la catástrofe.
—No,
no —dijo Olga—, no se le pueden hacer reproches a nadie, nadie pudo actuar de
otra manera, todo eso ya era la influencia del castillo.
—Influencia
del castillo —repitió Amalia que acababa de entrar del patio, los padres hacía
ya tiempo que se habían acostado—. ¿Contáis historias del castillo? ¿Aún estáis
ahí sentados? Y tú, K, querías haberte despedido en seguida, y ya son casi las
diez. ¿Te importan algo esas historias? Aquí hay personas que se alimentan de
esas historias, se sientan juntas, como vosotros, y se estimulan recíprocamente
a hablar, pero no me parece que tú seas una de esas personas.
—Sí
lo soy—dijo K—, precisamente soy una de ellas, pero al contrario que otras que
no se preocupan de esas historias y dejan inquietarse a los demás, a mí no me
impresionan demasiado.
—Bueno
—dijo Amalia—, pero el interés de la gente es muy diferente; una vez oí de un
joven que estaba obsesionado con el castillo, pensaba en él día y noche, todo
lo demás lo descuidaba, se temía por su capacidad para realizar las cosas de la
vida ordinaria, pues su mente siempre estaba en el castillo, pero al cabo
resultó que en realidad sus pensamientos no tenían por objeto el castillo, sino
la hija de una criada de las oficinas, la consiguió y todo volvió a la
normalidad.
—Ese
hombre me caería bien, creo —dijo K.
—Dudo
mucho que ese hombre te cayera bien —dijo Amalia—, quizá su esposa. Pero no os
quiero importunar más, me voy a dormir y voy a tener que apagar la luz, por los
padres; aunque se duermen en seguida, después de una hora ya se les ha acabado
el sueño real y entonces les molesta cualquier resplandor. Buenas noches.
Y,
en efecto, al poco rato todo se quedó a oscuras y Amalia puso un colchón en el
suelo al lado de sus padres y allí se hizo la cama.
—¿Quién
es ese joven del que ha hablado? —preguntó K.
—No
lo sé —dijo Olga—, tal vez Brunswick, aunque no le va nada, pero quizá otro. No
es fácil entenderla de forma adecuada porque no se sabe si habla irónicamente o
en serio.
—¡Deja
las interpretaciones! —dijo K—. ¿Cómo te has vuelto tan dependiente de ella?
¿Era así antes de la desgracia u ocurrió después? ¿Nunca has tenido el deseo de
independizarte de ella? ¿Y está fundada racionalmente esa dependencia? Ella es
la más joven y como tal tendría que obedecer. Inocente o culpable ha traído la
desgracia a la familia. En vez de pediros perdón cada día, lleva la cabeza más
alta que todos, no se preocupa de nada salvo de los padres y por
condescendencia, no quiere ponerse al corriente de nada, como ella se expresa,
y cuando habla con vosotros, entonces es la mayoría de las veces en serio, pero
suena irónico. O domina por su belleza, que tú mencionas a veces. Pero los tres
sois muy similares, y lo que la diferencia a ella de vosotros dos resulta
favorable para ella; ya la primera vez que la vi me horrorizó su mirada hosca y
dura. Y, sin embargo, es la más joven, aunque nada en su exterior lo muestre;
tiene el aspecto sin edad de las mujeres que apenas envejecen y que apenas han
sido realmente jóvenes. Tú la ves todos los días y no notas la dureza de su
rostro. Por eso, si lo pienso, tampoco puedo tomar en serio la inclinación de
Sortini, quizá sólo quería castigarla con la carta, no llamarla.
—No
quiero hablar de Sortini —dijo Olga—, con los señores del castillo todo es
posible, ya se trate de la muchacha más bella o más fea. Por lo demás, te
equivocas completamente respecto a Amalia. No tengo ningún motivo especial para
congraciarte con Amalia y si lo intento sólo lo hago por ti. Amalia fue, en
cierto modo, el origen de nuestra desgracia, eso es seguro, pero ni siquiera
nuestro padre, que ha sido el más afectado por la desgracia y que nunca se ha
mordido la lengua, ni siquiera él ha dicho a Amalia una palabra de reproche, ni
en los peores tiempos. Y no precisamente porque hubiese aprobado el
comportamiento de Amalia; ¿cómo habría podido él, un admirador de Sortini,
aprobarlo? No podía comprenderlo, lo habría sacrificado todo en aras de
Sortini, pero no como realmente ocurrió, con un Sortini probablemente dominado
por la ira, y digo «probablemente» porque ya no supimos más de Sortini; si con
anterioridad había sido reservado, desde aquel momento fue como si no existiese
. Y tendrías que haber visto a Amalia en aquel tiempo. Sabíamos que no se nos
impondría ningún castigo expreso. Simplemente se apartaron de nosotros, tanto
la gente de aquí como la del castillo. Pero mientras notábamos cómo la gente
del pueblo nos evitaba, respecto a la del castillo no notábamos nada. Tampoco
antes habíamos notado ninguna asistencia del castillo, ¿cómo podíamos entonces
notar un cambio? Esa tranquilidad fue lo peor, y no la conducta evasiva de la
gente, pues los habitantes del pueblo no lo habían hecho por convicción, tal
vez ni siquiera tenían algo serio contra nosotros, el actual desprecio aún no
existía, sólo lo habían hecho por miedo y se limitaban a esperar para ver cómo
se desarrollaban los acontecimientos. Tampoco teníamos que temer ninguna
necesidad, nos habían pagado todos los deudores, los negocios que cerramos nos
resultaron ventajosos, lo que nos faltaba en alimentos nos lo proporcionaron
nuestros parientes, fue fácil, estábamos en tiempo de cosecha, si bien es
cierto que no teníamos campos y nadie nos dejó trabajar en ningún lado: por
primera vez en nuestra vida quedamos condenados al ocio. Y entonces nos
sentamos juntos con las ventanas cerradas en el calor de julio y agosto. No
ocurrió nada. Ninguna citación, ninguna noticia, ninguna visita, nada.
—Bueno
—dijo K—, como no ocurría nada y tampoco se esperaba ningún castigo expreso,
¿de qué teníais miedo? ¿Qué clase de personas sois vosotros ?
¿Cómo
puedo explicártelo? —dijo Olga—. No temíamos lo venidero, ya padecíamos bajo
nuestra situación, nos hallábamos en medio del castigo. La gente del pueblo se
limitaba a esperar a que nos acercásemos a ellos, a que nuestro padre volviese
a abrir su taller, que Amalia, que sabía confeccionar bonitos vestidos,
volviese a aceptar pedidos, si bien sólo para los más ricos, a la gente le daba
pena lo que habían hecho. Cuando en el pueblo se aísla repentinamente a una
familia de buena reputación, todos padecen alguna desventaja por ello; cuando
se apartaron de nosotros, creyeron estar cumpliendo con su deber, tampoco
nosotros hubiésemos hecho otra cosa en su lugar. No habían sabido con exactitud
qué había ocurrido, sólo que el mensajero había regresado a la posada de los señores
con la mano llena de trozos de papel; Frieda le había visto salir y regresar,
había hablado unas palabras con él y había difundido rápidamente lo poco de lo
que se había enterado, pero tampoco por hostilidad hacia nosotros, sino sólo
por cumplir con su deber, como habría sido el deber de cualquier otro en el
mismo caso. Y entonces la gente habría preferido más que nada una feliz
solución de todo el problema. Si hubiésemos llegado repentinamente con la
noticia de que todo estaba arreglado, de que, por ejemplo, sólo se había
tratado de un malentendido ya completamente aclarado, o que había sido una
falta ya reparada o —incluso esto habría satisfecho a la gente— que mediante
nuestras conexiones en el castillo habíamos conseguido que se olvidara el asunto,
nos habrían recibido con los brazos abiertos, nos habrían besado y abrazado, se
habrían organizado fiestas, ya he conocido algo parecido con otros. Pero ni
siquiera habría sido necesaria una noticia como ésa, si hubiésemos venido por
propia voluntad y les hubiésemos ofrecido reanudar nuestras antiguas
relaciones, sin perder ninguna palabra sobre el asunto de la carta, eso habría
bastado; con alegría habrían renunciado a mencionar la carta, junto al miedo
había sido ante todo lo delicado del asunto el motivo de que se apartasen de
nosotros, simplemente no querían oír nada sobre el asunto, ni hablar, ni
pensar, ni quedar afectados de ningún modo por él. Cuando Frieda traicionó lo
ocurrido, no lo hizo para regocijarse con ello, sino para resguardarse ella misma
y resguardar a los demás de sus efectos, quiso llamar la atención de la
comunidad de que había ocurrido algo de lo que había que apartarse con el mayor
cuidado posible. No nos tomaban en consideración a nosotros, como familia, sino
sólo a causa del asunto en el que habíamos quedado involucrados. Así que si
hubiésemos vuelto a salir, si hubiésemos dejado descansar el pasado, si
hubiésemos mostrado con nuestro comportamiento que habíamos superado el asunto,
fuera de la manera que fuese, la opinión pública habría llegado a la convicción
de que el asunto, cualquiera que hubiese sido, no volvería a ser objeto de
conversación; entonces todo también habría acabado bien, habríamos encontrado
en todas partes la antigua complacencia; aun cuando nosotros sólo hubiésemos
olvidado parcialmente el asunto, lo habrían comprendido y nos habrían ayudado a
olvidarlo por completo. En vez de eso nos sentábamos en casa; no sé a qué
esperábamos, bien podía ser a la decisión de Amalia, en aquella mañana había
arrebatado para sí el liderazgo de la familia y lo mantuvo con fuerza, y todo
sin ninguna ceremonia especial, sin órdenes, sin súplicas, prácticamente por
medio de su silencio. Los demás teníamos, es cierto, mucho que consultar, era
un continuo murmullo de la mañana hasta la noche y a veces me llamaba mi padre
repentinamente angustiado y yo pasaba casi toda la noche en el borde de su
cama. O a veces nos acurrucábamos juntos Barnabás y yo, mi hermano comprendía
poco de todo el asunto y no cesaba de reclamar ardientemente explicaciones,
siempre las mismas, sabía de sobra que los años de despreocupación que a otros
esperaban a su edad habían desaparecido, así que nos sentábamos juntos, de
forma muy parecida a como estamos sentados tú y yo, y olvidábamos que era de
noche y que volvía a hacerse de día. Nuestra madre era la más débil de todos
nosotros, y esto porque no sólo había padecido el dolor general sino también el
dolor de cada uno de los demás, y pudimos percibir con horror las alteraciones
que se producían en ella y que, como sospechábamos, esperaban a toda la
familia. Su lugar favorito era la esquina de un canapé, hace tiempo que ya no
lo tenemos, se encuentra en el gran salón de Brunswick, allí se sentaba y —no
se sabía muy bien qué ocurría— dormitaba o mantenía consigo misma, como los
labios parecían indicar, largas conversaciones. Era tan natural que hablásemos
continuamente del asunto de la carta, que profundizásemos en él, en todos los
detalles seguros y en todas las inseguras posibilidades, y que continuamente
nos superásemos mutuamente en la búsqueda de medios para conseguir una buena
solución, era tan natural e inevitable, pero no era bueno, caímos más y más
profundamente en el foso del que queríamos escapar. ¿Y de qué servían esas
espléndidas ocurrencias? Ninguna de ellas se podía realizar sin Amalia, todo
eran meros preparativos, auténticos absurdos, ya que sus resultados no llegaban
hasta Amalia y, si hubiesen llegado hasta ella, sólo habrían encontrado su
silencio. Bueno, afortunadamente, hoy conozco mejor que entonces a Amalia. Ella
soportó más que los demás, resulta incomprensible cómo lo ha podido soportar y
que aún viva entre nosotros. Tal vez nuestra madre soportó toda nuestra pena,
la soportó porque penetró violentamente en ella y no la tuvo que soportar mucho
tiempo; si aún la soporta hoy, no se puede decir, ya entonces su mente estaba
nublada. Pero Amalia no sólo soportó la pena, sino que además poseía el
entendimiento de penetrarla con la mirada, nosotros sólo veíamos las
consecuencias, ella veía el motivo, nosotros teníamos esperanza en encontrar
algún medio, por pequeño que fuese, ella sabía que todo estaba decidido,
nosotros teníamos que murmurar, ella tenía que callar. Ella estaba cara a cara
con la verdad y vivió y soportó esa vida como lo sigue haciendo hoy. Qué bien
nos iba a nosotros en nuestra necesidad en comparación con ella. Cierto,
tuvimos que abandonar nuestra casa, Brunswick la ocupó, nos asignaron esta
chabola y con un carro de mano trajimos nuestras posesiones en varios viajes,
Barnabás y yo tirábamos, nuestro padre y Amalia ayudaban en la parte trasera,
nuestra madre, a la que habíamos traído con anterioridad, nos recibió, sentada
en una caja, sin dejar de gemir en voz baja. Pero recuerdo que Barnabás y yo,
durante los fatigosos viajes —que también fueron humillantes, pues con
frecuencia nos encontrábamos con carros que venían de cosechar y cuyos
tripulantes callaban ante nosotros y desviaban la mirada—, ni siquiera podíamos
dejar de hablar de nuestras preocupaciones y de nuestros planes, a veces
quedábamos tan sumidos en nuestra conversación que nos deteníamos y mi padre se
veía obligado a llamarnos la atención para recordarnos nuestro deber. Pero
todas esas conversaciones no lograron cambiar nuestra vida después de la
mudanza, sólo que comenzamos paulatinamente a notar nuestra pobreza. Las
provisiones de los parientes se acabaron, nuestras existencias casi habían
llegado a su fin, en aquel tiempo comenzó a desarrollarse el desprecio contra
nosotros, como tú lo conoces. Se notó que no disponíamos de la fuerza necesaria
para salir del asunto de la carta y eso se nos tomó muy a mal; no
menospreciaban la pesada carga de nuestro destino, pese a que no la conocían
con exactitud; si la hubiésemos superado, nos habrían honrado, pero como no lo
habíamos conseguido, hicieron definitivamente lo que hasta ese momento sólo
habían hecho provisionalmente, nos excluyeron de todos los círculos; sabían que
probablemente nadie habría pasado la prueba mejor que nosotros, pero aún más
necesario, por esa razón, era separarse completamente de nosotros. A partir de
entonces ya no se hablaba de nosotros como si fuésemos seres humanos, ya no se
volvió a pronunciar nuestro apellido, se nos llamaba por Barnabás, el más
inocente de nosotros; incluso nuestra chabola cobró mala fama y si tú
reflexionas, también reconocerás que al entrar en ella por primera vez creíste
percibir la justificación de ese desprecio; más tarde, cuando volvieron a
visitarnos algunas personas, arrugaron la nariz por las cosas más
insignificantes, por ejemplo porque la lámpara de aceite cuelga sobre la mesa,
a ellos eso les parecía insoportable. Pero si colgábamos la lámpara en otro
sitio, su aversión no cambiaba en nada. El mismo desprecio afectaba a todo lo
que éramos y teníamos.
19
PEREGRINAJES
¿Y
qué hicimos nosotros mientras tanto? Lo peor que podíamos hacer, algo por lo
que podríamos haber sido despreciados con más razón de lo que fuimos:
traicionamos a Amalia, desobedecimos su orden silenciosa; no podíamos seguir
viviendo así, sin ninguna esperanza, por lo que comenzamos a suplicar y a
asediar el castillo, cada uno a su manera, ojalá pueda perdonarnos. No
obstante, sabíamos que no estábamos en disposición de subsanar nada, también
sabíamos que la única conexión esperanzada que teníamos con el castillo, la de
Sortini, la del funcionario que sentía inclinación por nuestro padre, se había
vuelto inaccesible debido a los acontecimientos; sin embargo, nos pusimos manos
a la obra. Nuestro padre fue quien comenzó, comenzaron los absurdos
peregrinajes hacia el director, los secretarios, los abogados, los
escribientes, la mayoría de las veces no le recibieron y cuando él, por astucia
o casualidad, logró que le recibieran —cómo nos llenábamos de júbilo con esa
noticia y nos frotábamos las manos— fue rechazado lo más rápidamente posible y
no fue recibido otra vez. También era demasiado fácil responderle, el castillo
lo tiene siempre tan fácil. ¿Qué quería? ¿Qué le había ocurrido? ¿Para qué
pedía una disculpa? ¿Cuándo y por quién se había movido un dedo contra él en el
castillo? Cierto, se había empobrecido, había perdido su clientela, etc., pero
ésos eran sucesos de la vida cotidiana, asuntos profesionales y de mercado,
¿tenía que ocuparse el castillo de todo? En realidad ya se ocupaba de todo,
pero no podía intervenir groseramente en el desarrollo de los acontecimientos,
simple y llanamente para servir los intereses de un particular. ¿Debía enviar a
sus funcionarios para que corriesen detrás de los clientes e intentar traerlos
por la fuerza? Pero, objetaba entonces nuestro padre —nosotros tratábamos estas
cosas con toda exactitud en casa, tanto antes como después, en un rincón, como
ocultándonos de Amalia, que si bien se daba cuenta de todo, no intervenía—,
pero, como decía, entonces objetaba nuestro padre que él no se quejaba de su
empobrecimiento, todo lo que había perdido lo recuperaría con facilidad, todo
eso era accesorio si se le perdonaba. Pero ¿qué se le tenía que perdonar? Se le
respondía, a ellos no les había llegado ninguna demanda, al menos aún no constaba
en las actas, cuando menos no en las actas accesibles a los abogados, en
consecuencia, en lo que podía confirmarse, ni se había emprendido algo contra
él, ni había nada en curso. ¿Podía mencionar alguna disposición emitida contra
él? Nuestro padre no podía. ¿O se había producido la intervención de un órgano
oficial? De eso nuestro padre no sabía nada. Bueno, si no sabía nada y si no
había ocurrido nada, ¿qué quería entonces? ¿Qué se le podía perdonar? Como
mucho que molestara a la administración sin ningún motivo, pero precisamente
eso era imperdonable. Nuestro padre no cejó, en aquel entonces aún era muy
fuerte y el ocio obligado le proporcionaba todo el tiempo que quería.
«Recobraré el honor de Amalia, no durará mucho», nos decía a Barnabás y a mí
varias veces al día, pero en voz muy baja, pues Amalia no podía oírlo; sin
embargo sólo lo decía por Amalia, ya que en realidad no pensaba en recobrar su
honor, sino sólo en el perdón. Pero antes de recibir el perdón tenía que
establecer la culpa y ésta se la negaron una y otra vez en la administración.
Se le ocurrió —y esto mostró que ya estaba perturbado mentalmente— que le
ocultaban la culpa porque no pagaba lo suficiente; hasta ese momento había
pagado siempre las tasas establecidas que, al menos para nuestra situación,
eran lo suficientemente elevadas. Pero ahora creyó que tenía que pagar más, lo
que no era cierto, pues nuestra administración acepta sobornos, aunque sólo
para simplificar las cosas y evitar conversaciones innecesarias, pero con ellos
no se puede lograr nada. Como era la esperanza de mi padre, no le quisimos
molestar. Vendimos lo que nos quedaba —era casi lo imprescindible— para
suministrarle a nuestro padre los medios para seguir investigando y durante
mucho tiempo tuvimos la satisfacción todos los días de que nuestro padre,
cuando se despedía por la mañana, pudiese al menos contar con algunas monedas
en el bolsillo. Nosotros, sin embargo, padecíamos hambre durante todo el día,
mientras que lo único que conseguimos con el dinero fue que nuestro padre se
mantuviese en un estado de esperanzada alegría. Esto, sin embargo, no se podía
decir que fuese una ventaja. Él se atormentaba con sus peregrinajes y lo que
sin dinero habría encontrado un merecido fin, se prolongó en el tiempo. Como a
cambio de su dinero no podía recibir ningún rendimiento extraordinario, algún
escribiente intentaba de vez en cuando, al menos en apariencia, rendir algo,
entonces prometía investigaciones, indicaba que ya se habían encontrado ciertas
pistas que no se seguirían para cumplir el deber, sino sólo por afecto a
nuestro padre, quien en vez de tornarse escéptico era cada vez más crédulo.
Regresaba con una de esas absurdas promesas como si trajera una bendición a la
casa y resultaba patético ver cómo siempre a espaldas de Amalia, haciendo señas
hacia ella con una sonrisa desfigurada y los ojos muy abiertos, nos quería dar
a entender cómo la salvación de Amalia, que no sorprendería a nadie más que a
ella, estaba muy cerca gracias a sus esfuerzos, pero que todo era aún un secreto
y nosotros teníamos que guardarlo muy bien. Todo esto habría durado mucho
tiempo si, finalmente, no nos hubiese sido imposible proporcionarle más dinero.
Aunque mientras tanto Barnabás, después de muchas súplicas, había sido admitido
por Brunswick como ayudante —si bien de tal manera que tenía que recoger los
encargos en la oscuridad de la noche y devolverlos de la misma forma, no
obstante, hay que reconocer que Brunswick asumió un riesgo para su negocio por
nuestra causa, pero por ello pagaba muy poco a Barnabás y el trabajo de
Barnabás no tiene mácula—, pero ese salario apenas bastaba para sacarnos del
hambre. Con muchas preparaciones y con gran delicadeza le anunciamos a nuestro
padre la interrupción de nuestras ayudas monetarias, pero lo tomó con gran tranquilidad.
En el estado en que se encontraba su mente ya no era capaz de comprender lo
vano de sus intervenciones, pero estaba cansado de las continuas decepciones.
Aunque dijo —ya no hablaba con tanta claridad como antes, había hablado casi
con demasiada claridad— que sólo habría necesitado muy poco dinero más, que al
día siguiente o incluso ese mismo día lo podría saber todo y que entonces su
esfuerzo habría sido inútil, que sólo habría fracasado por culpa del dinero
etc., el tono con que lo decía mostraba que no se creía lo que estaba diciendo.
Además, en seguida forjó nuevos planes. Como no había sido capaz de demostrar
la culpa y, en consecuencia, no pudo conseguir nada por la vía oficial, quiso
abordar personalmente a los funcionarios. Entre ellos había algunos que tenían
un corazón bueno y compasivo, que si bien no lo podían mostrar en su cargo, sí
cuando no lo ejercían, cuando se les sorprendía en el momento adecuado.
Aquí,
K, que había estado escuchando absorto a Olga, interrumpió su relato con la
pregunta:
—¿Y
tú no lo consideras correcto?
Aunque
el posterior relato le tenía que dar la respuesta a su pregunta, lo quería
saber en seguida.
—No
—dijo Olga—, no se puede hablar de compasión o de nada parecido. Tan jóvenes e
inexpertos como éramos, eso lo sabíamos muy bien y también nuestro padre lo
sabía, naturalmente, pero lo había olvidado, esto como casi todo lo demás.
Había concebido el plan de situarse en la carretera principal, cerca del
castillo, por donde pasaban los coches de los funcionarios, y siempre que
pudiera presentar su solicitud de perdón. Dicho con sinceridad, un plan
demencial, incluso si hubiese ocurrido lo imposible y su solicitud hubiese
llegado realmente hasta el oído de un funcionario. ¿Acaso puede perdonar un
solo funcionario? Eso tendría que ser competencia de la administración en
conjunto, pero incluso ésta probablemente no puede perdonar, sólo juzgar. Ahora
bien, ¿puede hacerse una idea del asunto un funcionario, incluso en el caso de
que se bajase y se ocupase de él, en virtud de lo que nuestro pobre, cansado y
viejo padre le murmura? Los funcionarios son muy instruidos, pero también
parciales, en su especialidad un funcionario deduce de una palabra cadenas
enteras de pensamientos, pero se puede intentar aclararles cosas que no son de
su departamento durante horas, quizá asientan amablemente con la cabeza, pero
no comprenderán nada. Todo esto es evidente, intenta comprender los pequeños
asuntos oficiales que le incumben a un funcionario, problemas minúsculos que él
soluciona con un encogerse de hombros, intenta comprenderlos a fondo y para
ello necesitarás toda la vida y aun así no llegarás al final. Pero si nuestro
padre hubiese dado con un funcionario competente, éste no podría solucionar
nada sin las actas previas y, por supuesto, tampoco en medio de la carretera
principal; un funcionario competente no puede perdonar, sino archivar
oficialmente el caso y para eso indicar de nuevo la vía oficial, pero conseguir
algo en esta vía le habría sido completamente imposible a nuestro padre. Hasta
qué punto había llegado nuestro padre para querer poner en práctica semejante
plan. Si hubiese una oportunidad, por muy lejana que fuese, la carretera
principal estaría llena de pedigüeños, pero como aquí se trata de una
imposibilidad, de la que para darse cuenta sólo se necesita una educación
básica, está completamente vacía. Quizá eso fortaleciese la esperanza de
nuestro padre, él la alimentaba de todo lo que encontraba. Aquí resultaba muy
necesario, el sentido común no tenía por qué perderse en grandes reflexiones,
tenía que reconocer claramente la imposibilidad en lo más superficial. Cuando
los funcionarios se trasladan al pueblo o regresan al castillo, esos viajes no
son de ocio, en el pueblo y en el castillo les espera el trabajo, por eso viajan
a la mayor velocidad. Ni siquiera se les ocurre mirar por la ventanilla y
buscar allí peticionarios, sino que los coches están llenos de actas y
expedientes que los funcionarios estudian ininterrumpidamente.
—Pero
yo —dijo K— he visto el interior de un trineo de funcionarios en el que no
había expedientes.
En
el relato de Olga se le abría la perspectiva de un mundo tan grande e
inverosímil que no podía evitar confrontarlo con su pequeña experiencia para,
de ese modo, convencerse más claramente de la existencia de ese mundo, así como
de la existencia del suyo propio.
—Es
posible—dijo Olga—, pero entonces es peor, pues el funcionario está ocupado en
asuntos tan importantes que los expedientes son demasiado valiosos o demasiado
voluminosos para poder llevarlos consigo, esos funcionarios avanzan al galope.
En todo caso, para nuestro padre, ninguno de ellos tuvo tiempo. Y, además, hay
varias carreteras que llevan al castillo. De repente una se pone de moda,
entonces la mayoría utiliza ésa, luego se pone otra, y todos quieren circular
por ella. Aún no se sabe mediante qué reglas se produce ese cambio. A las ocho
de la mañana todos van por una carretera, una media hora después, todos por
otra, diez minutos más tarde, por una tercera, una media hora después quizá
otra vez por la primera y por ella se sigue circulando durante todo el día,
pero en cualquier instante existe la posibilidad de un cambio. Aunque en las
proximidades del pueblo convergen todas las carreteras en una, por ella los
coches pasan a toda velocidad, mientras que en las cercanías del castillo la
velocidad es moderada. Pero así como el tráfico respecto a las carreteras no
obedece a ninguna regla y resulta impredecible, lo mismo ocurre con el número
de los coches. Con frecuencia hay días en los que no pasa un solo coche, pero
luego sigue un día en el que circula un gran número de ellos. Y ahora imagínate
a nuestro padre en la carretera. Todas las mañanas, con su mejor traje, que es
lo único que le quedaba, salía de la casa acompañado de nuestras bendiciones.
Se llevaba un pequeño distintivo del cuerpo de bomberos que ha conservado
injustamente y se lo ponía en cuanto salía del pueblo, en él tiene miedo de
mostrarlo a pesar de que es muy pequeño y de que apenas se puede distinguir a
dos pasos de distancia, pero según la opinión de nuestro padre debería servir
para llamar la atención de los funcionarios sobre él. No muy lejos de la
entrada al castillo hay un establecimiento de horticultura, pertenece a un tal
Bertuch, que suministra hortalizas al castillo, allí, en el delgado borde de la
base que sustentaba la verja del huerto, escogió nuestro padre su sitio.
Bertuch lo toleró porque había tenido amistad con mi padre y también había
pertenecido a sus clientes más fieles; por lo demás, él tiene un pie deforme y
creía que sólo nuestro padre era capaz de hacerle un zapato que se adaptara
perfectamente a su defecto. Así que allí permanecía nuestro padre sentado, día
tras día; fue un otoño lluvioso, pero el tiempo le era completamente
indiferente, por la mañana, a una hora determinada, tenía la mano en el
picaporte de la puerta y nos hacía señal de despedida, por la noche regresaba
empapado, parecía como si se fuese encorvando cada vez más, y se arrojaba en el
rincón. Al principio nos contaba sus pequeños acontecimientos, por ejemplo que
Bertuch por compasión y en recuerdo de su antigua amistad le había arrojado una
manta sobre la verja, o que en los coches que pasaban había creído reconocer a
tal o cual funcionario o que de vez en cuando algún cochero le reconocía y le
rozaba con el látigo de broma. Más tarde dejó de contar esas cosas, era
evidente que ya no tenía esperanzas de lograr nada, simplemente consideraba su
deber, su aburrida profesión, irse hasta allí y pasar el día. Entonces
comenzaron sus dolores reumáticos, el invierno se acercaba, cayó nieve antes de
lo esperado, aquí el invierno comienza muy pronto, y se tuvo que sentar sobre
la piedra mojada o sobre la nieve. Por la noche gemía por los dolores, por las
mañanas a veces se sentía inseguro de si debía salir, pero lograba superarse y
partía. Nuestra madre se aferraba a él y no quería dejarle marchar, él, tal vez
angustiado por sus desobedientes miembros, le permitía acompañarle, así que
también nuestra madre comenzó a sufrir dolores. Con frecuencia estábamos con
ellos, les llevábamos comida o simplemente les hacíamos una visita, otras veces
intentábamos convencerles para que regresasen; cuántas veces les encontramos
allí acurrucados, abrazándose en la estrechez de su asiento, tapados con una
delgada manta que apenas los cubría, rodeados sólo de nieve y niebla y días
enteros sin ningún ser humano ni ningún coche hasta donde alcanzaba la vista.
¡Qué visión!, K, ¡qué visión! Hasta que una mañana las piernas rígidas de
nuestro padre ya no le pudieron sacar de la cama; estaba desconsolado, en su
delirio creía ver cómo. paraba un coche al lado del establecimiento de Bertuch,
bajaba un funcionario, buscaba en la verja a nuestro padre y sacudiendo la
cabeza y enojado regresaba al coche. Nuestro padre emitía tales gritos como si
quisiera llamar la atención del funcionario desde allí abajo y explicarle que
se había ausentado sin culpa. Y fue una larga ausencia, ya no regresó más, tuvo
que permanecer semanas enteras en la cama. Amalia asumió su cuidado, el tratamiento,
todo, y así ha seguido con pausas hasta ahora. Ella conoce hierbas medicinales
que tranquilizan los dolores, apenas necesita dormir, nada le asusta, no teme a
nada, jamás se muestra impaciente, ella realizó todo el trabajo relativo a
nuestros padres; mientras nosotros, en cambio, sin poder ayudar en nada,
rondábamos intranquilos, ella se mantenía en todo fría y silenciosa. Una vez
que hubo transcurrido lo peor y nuestro padre, cuidadosamente y apoyado a
izquierda y derecha, logró salir de la cama, Amalia volvió a retirarse en
seguida y nos lo dejó a nosotros.
20
LOS
PLANES DE OLGA
Entonces
se trataba de encontrar cualquier ocupación a nuestro padre de la que aún fuera
capaz, algo que al menos mantuviese en él la creencia de que servía para
liberar a la familia de la culpa. Encontrar algo semejante no era difícil, en
el fondo todo podía ser tan útil como sentarse ante el huerto de Bertuch, pero
yo encontré algo que incluso a mí me dio una esperanza. Siempre que en los
organismos de la administración o entre los escribientes se hablaba de nuestra
culpa, se mencionaba la ofensa al mensajero de Sortini, nadie osaba llegar más
lejos. Bueno, me dije, si la opinión pública, aunque sólo sea en apariencia,
únicamente sabe de la ofensa al mensajero, todo se podría arreglar, al menos en
apariencia, si nos pudiésemos reconciliar con el mensajero. No se había
presentado ninguna denuncia, como nos explicaron, el asunto aún no estaba en
manos de la administración, así que dependía enteramente del mensajero, de su
persona, pues sólo se trataba del hecho de perdonarnos. Todo eso podía no tener
ninguna importancia decisiva, era sólo apariencia y podía ser que no diese
ningún resultado, pero a nuestro padre le alegraría y podría resarcirse algo
con los informadores que tanto le habían atormentado. Primero, ciertamente,
había que encontrar al mensajero. Cuando le conté mi plan a nuestro padre, al
principio se enojó mucho, se había vuelto muy caprichoso, en parte creía, lo
que se desarrolló durante su enfermedad, que le habíamos impedido lograr el
éxito final, primero al interrumpir el suministro de dinero, luego al
mantenerle en la cama, en parte también porque ya era incapaz de asumir
pensamientos ajenos. No había terminado de contárselo, cuando ya había
rechazado mi plan; según su opinión, tenía que seguir esperando ante el huerto
de Bertuch y como ya no sería capaz de ir diariamente, le tendríamos que llevar
en la carretilla. Pero yo no cejé y poco a poco se fue reconciliando con la
idea, lo único que le molestaba de ella era que en ese asunto dependía
completamente de mí, pues sólo yo había visto al mensajero aquella mañana, él
no le conocía. Cierto, un sirviente se asemeja al otro, y no estaba muy segura
de poder reconocerle otra vez. Comenzamos a frecuentar la posada de los señores
y a buscar entre el servicio que solía aparecer por allí. Había sido un criado
de Sortini y Sortini ya no volvió a bajar al pueblo, pero los señores cambian
con frecuencia de sirvientes, se le podía encontrar en el grupo de otro señor y
si no se le podía encontrar al menos se podría averiguar algo preguntando a los
otros sirvientes. Para esto, sin embargo, había que pasar todas las noches en
la posada y la gente no se encontraba a gusto en nuestra presencia, menos en un
lugar como ése; como clientes que pagan no podíamos aparecer. Pero resultó que
nos podían necesitar, ya sabes el tormento que suponía la servidumbre para
Frieda, en el fondo se trata de gente tranquila, mal acostumbrada por un
servicio fácil y holgazana, «¡que te vaya como a un sirviente!», reza una de
las bendiciones de los funcionarios y en efecto, en lo que respecta a la buena
vida, los sirvientes son los auténticos señores en el castillo; ellos también
saben apreciarlo en lo que vale y en el castillo, donde se mueven según sus propias
leyes, son silenciosos y dignos, eso me lo han confirmado con frecuencia y
también aquí, entre los sirvientes, se encuentran restos de ello, pero sólo
restos, en lo demás, como las leyes del castillo no poseen una validez completa
en el pueblo, parecen transformados, se convierten en un grupo salvaje e
insubordinado, sin que sus instintos insaciables queden dominados por las
leyes. Su desvergüenza no conoce límites, es una suerte para el pueblo que sólo
puedan abandonar la posada obedeciendo órdenes, pero en la posada no cabe otro
remedio que bregar con ellos; a Frieda le resultaba muy difícil, así que le
vino muy bien que me utilizasen a mí para tranquilizar a la servidumbre; desde
hace más de dos años paso como mínimo dos noches enteras a la semana en el
establo con la servidumbre. Antes, cuando nuestro padre aún podía ir a la
posada de los señores, dormía en cualquier lado en la taberna y así podía
esperar las noticias que yo le traía por la mañana temprano. Eran pocas. Al
mensajero no le hemos encontrado hasta hoy, aún debe de estar al servicio de
Sortini, quien le aprecia mucho, y ha debido de seguirle cuando Sortini se
retiró a oficinas alejadas. Durante todo este tiempo tampoco le han visto los
sirvientes, y si alguno dice que sí, se trata de un error. Así que en realidad
mi plan había fracasado, aunque no completamente: es indudable que no hemos
encontrado al mensajero y que nuestro padre, al tener que recorrer el camino
hasta la posada y pernoctar allí, tal vez incluso debido a la compasión que sentía
por mí, en la medida en que era capaz de sentirla, empeoró y se halla desde
hace dos años en este estado en que tú le has visto, y quizá le vaya mejor que
a nuestra madre, cuyo fin esperamos cualquier día y que sólo se retrasa gracias
a los esfuerzos sobrehumanos de Amalia. Pero lo que he logrado en la posada de
los señores ha sido cierta conexión con el castillo, no me desprecies si digo
que no me arrepiento de lo que he hecho. ¿De qué gran conexión con el castillo
se puede tratar?, te preguntarás. Y tienes razón, no es ninguna gran conexión.
Cierto, conozco a muchos sirvientes, casi a todos los sirvientes de los
señores, y si alguna vez entrase en el castillo no sería ninguna extraña.
También es cierto que sólo son sirvientes en el pueblo, en el castillo son muy
diferentes y allí no reconocen a nadie y menos a alguien con quien han tenido
tratos en el pueblo, por mucho que juren mil veces en el establo que se
alegrarían de verte en el castillo. Por lo demás, ya he experimentado lo poco
que significan esas promesas. Pero eso no es lo más importante. No sólo a
través de los sirvientes tengo una conexión con el castillo, sino también, y
ojalá que sea así, por alguien que me observa a mí y lo que hago desde arriba
—siendo la organización de la servidumbre una parte muy importante y delicada
del trabajo administrativo—, y esa persona que me observa quizá llegue a un
juicio más benevolente sobre mí que otras, quizá reconozca que yo, aunque de
una forma lastimosa, lucho por mi familia y continúo los esfuerzos de mi padre.
Si se contempla así, quizá también se me perdone que acepte dinero de los
sirvientes y lo emplee en mi familia. Y aún he logrado algo más, algo que tú
también me reprochas. He sabido a través de los sirvientes cómo se puede
ingresar en el servicio del castillo por medio de atajos y sin someterse al
procedimiento oficial de selección, tan difícil y que puede durar años,
entonces, aunque no se sea un empleado público, sino sólo secreto y
parcialmente aceptado, no se tienen ni derechos ni deberes, ni ventajas ni
desventajas; lo peor es no tener ventajas, aunque una sí se tiene, que siempre
se está cerca de todo, se pueden reconocer oportunidades favorables y
aprovecharlas, no se es ningún empleado, pero casualmente se puede encontrar
algún trabajo, en ese momento no hay un empleado a mano, una llamada, uno se
apresura, y lo que no se era un segundo antes, se es ahora: un empleado. Sin
embargo, ¿cuándo se puede encontrar esa oportunidad? A veces en seguida, apenas
se ha llegado, surge la oportunidad, no todos tienen la capacidad y la
presencia de ánimo como para, en la condición de novato, darse cuenta de ella,
pero otras veces dura más años que el procedimiento de selección público y
quien sólo ha sido aceptado parcialmente ya no puede aspirar a un ingreso
conforme a las normas. Así que aquí hay suficientes inconvenientes. Sin
embargo, ellos silencian que en el procedimiento público se selecciona con
extremada severidad y que el miembro de una familia de mala fama queda
descartado de antemano; si alguien así se somete a ese procedimiento, tiembla
durante años ante el resultado, por todas partes le preguntan desde el primer
día con asombro cómo ha podido osar algo tan inútil; pero él tiene esperanzas,
cómo podría vivir si no, pero después de muchos años, tal vez ya anciano, se
entera del rechazo, se entera de que todo está perdido y de que su vida fue en
vano. No obstante, también aquí se producen excepciones, por eso se puede caer
tan fácilmente en la tentación. Ocurre que precisamente personas de mala reputación
sean admitidas, hay funcionarios que, contra su voluntad, aman el olor de esos
tipos; en los exámenes de ingreso olfatean el aire, contraen la boca, ponen los
ojos en blanco, un hombre semejante parece obrar para ellos como un estímulo
del apetito y tienen que aferrarse con fuerza a los códigos para poder resistir
la tentación. Algunas veces eso ayuda a la persona en cuestión no para la
admisión, sino para la prolongación infinita del procedimiento de ingreso, que
ya no termina, sólo se interrumpe con su muerte. Así pues, tanto el
procedimiento legal de admisión como el otro están llenos de dificultades tanto
conocidas como ocultas y antes de embarcarse en esa aventura es aconsejable
pensarlo muy bien. Bueno, Barnabás y yo nos hemos tomado esto último muy en
serio. Siempre que regresaba de la posada de los señores, nos sentábamos
juntos, yo le contaba las novedades que había conocido, hablábamos durante días
enteros y el trabajo de Barnabás se interrumpía más tiempo del prudencial. Y
aquí puedo tener cierta culpa en tu sentido. Sabía que no podía fiarme mucho de
las informaciones de los sirvientes. Sabía que nunca tenían ganas de contarme
nada del castillo, siempre cambiaban de tema, había que rogarles para que
dejaran escapar una palabra, pero luego, cuando estaban en ello, se disparaban,
soltaban las cosas más absurdas, fanfarroneaban, se superaban unos a otros en
exageraciones e invenciones, de tal forma que en el griterío infinito en el
oscuro establo apenas había alguna indicación que correspondiese a la verdad.
Yo, sin embargo, se lo volvía a contar todo a Barnabás de la forma en que lo
recordaba, y él, que aún no tenía la capacidad de distinguir entre lo verdadero
y lo falso y que por la situación de nuestra familia se moría de anhelo por esas
cosas, se lo creía todo y ardía en deseos de saber más. Y, efectivamente, mi
nuevo plan se centraba en Barnabás. De los sirvientes ya no se podía lograr
más. No había quien encontrara al mensajero de Sortini y no se le encontraría
jamás, tanto Sortini como su mensajero parecían ir retrocediendo cada vez más,
con frecuencia su apariencia y sus nombres caían en el olvido y yo tenía que
describirlos largo tiempo para no lograr otra cosa que se acordaran con
esfuerzo de ellos pero sin saber decir nada. Y en lo que respecta a mi vida con
los sirvientes, naturalmente no tenía ninguna influencia en cómo se juzgaba,
sólo podía esperar que se tomara como se tomó y que se redujera algo la culpa
de mi familia, pero no recibí ningún signo externo de ello. No obstante, seguí,
ya que no veía para mí ninguna otra posibilidad de poder conseguir algo en el
castillo. Para Barnabás, sin embargo, sí vi otra posibilidad. De las
informaciones de los sirvientes pude deducir, cuando tenía ganas y siempre
tenía de sobra, que alguien que ha sido admitido en el servicio del castillo
puede lograr mucho para su familia. Cierto, ¿qué había digno de crédito en esos
cuentos? Era imposible distinguirlo, sólo estaba claro que era muy poco. Pues,
cuando un sirviente, a quien no volvería a ver o a quien, en el caso de volver
a verle, apenas volvería a reconocerle, me aseguraba solemnemente que ayudaría
a mi hermano a conseguir un puesto en el castillo o, al menos, a apoyarle
cuando Barnabás fuese al castillo, esto es, algo como animarle, pues, según los
relatos de los criados, puede ocurrir que los solicitantes de un empleo se
desmayen por la larga espera o queden confusos, en cuyo caso están perdidos si
no hay amigos que se preocupen de ellos, cuando me contaba todo eso y mucho
más, eran seguramente advertencias justificadas, pero las promesas de que iban
acompañadas estaban vacías. No para Barnabás, aunque le advertí que no las
creyera; el simple hecho de mencionarlas fue suficiente para también hacer suyo
mi plan. Mis objeciones apenas le hicieron efecto, en él sólo tenían efecto los
relatos de los sirvientes. Y así me quedé dependiendo únicamente de mí misma,
pues con mis padres no se podía entender nadie salvo Amalia; conforme seguía
con más perseverancia los antiguos planes de mi padre, aunque a mi manera, más
se apartó Amalia de mí; ante ti o ante otros habla conmigo, pero nunca cuando
estamos solas, para los sirvientes en la posada de los señores fui un juguete
que se esforzaban enfurecidos por romper, durante dos años ni siquiera he
intercambiado con uno de ellos una palabra confidencial, sólo mentiras,
insidias o desvaríos, así que sólo me quedaba Barnabás y Barnabás aún era muy
joven. Cuando al transmitirle mis informes veía el brillo de sus ojos, que él
ha mantenido desde entonces, me asustaba, pero no desistía, me parecía que
había demasiado en juego. Cierto, no tenía los grandes y vacíos planes de mi
padre, no tenía esa determinación masculina, permanecí en el desagravio por la
ofensa al mensajero y quería que se me reconociera como un mérito esa modestia.
Pero lo que a mí me había sido imposible conseguir, lo quería lograr a través
de Barnabás y de una forma distinta y segura. Habíamos ofendido a un mensajero
y le habíamos ahuyentado de las oficinas más externas, ¿qué podía ser más indicado
que ofrecer a un nuevo mensajero en la persona de Barnabás, realizar el trabajo
del mensajero ofendido a través del trabajo de Barnabás y así facilitar al
ofendido la posibilidad de permanecer en la distancia todo el tiempo que
quisiera, todo el tiempo que necesitase para olvidar la ofensa? Me di perfecta
cuenta de que en toda la modestia de este plan había cierta arrogancia por mi
parte, pues podía despertar la sensación de que quería dictarle algo a la
administración, por ejemplo, cómo debía tratar cuestiones de personal, o podía
parecer como si dudásemos de que la administración fuese capaz de resolver la
situación por su cuenta y de la mejor forma posible, o de que incluso no
hubiesen tomado las medidas necesarias antes de que a nosotros se nos hubiese
ocurrido que ahí se podía hacer algo. Sin embargo, creí de nuevo que era
imposible que la administración me interpretase tan mal o que ella, si ése
fuese el caso, lo hiciera con intención, esto es, que todo lo que yo hago
quedase rechazado de antemano y sin ninguna investigación. Así que no cejé y el
celo de Barnabás hizo el resto. En esa fase preparatoria Barnabás se volvió tan
altanero que, como futuro empleado de las oficinas, consideró el trabajo de
zapatero demasiado sucio, sí, incluso se atrevió a contradecir a Amalia cuando
ésta habló unas palabras con él, lo que era muy extraño, y además, la
contradijo en lo esencial. Le permití esa corta alegría, pues con el primer día
que fue al castillo se acabó con la alegría y la altanería, como era de prever.
Entonces comenzó a desempeñar ese servicio aparente del que te he hablado.
Resulta sorprendente cómo Barnabás entró en el castillo o, mejor, en la oficina
que se ha convertido, por decirlo así, en su ámbito laboral. Ese éxito casi me
volvió loca al principio, y cuando Barnabás me lo murmuró al oído por la noche
cuando regresó a casa, fui hacia Amalia, la abracé, la apreté contra una
esquina y la besé con los labios y los dientes hasta que lloró del dolor y del
susto. No pude decir nada por la excitación y, además, ya hacía mucho tiempo
que no habíamos intercambiado una palabra, lo dejé para los días siguientes.
Pero en los días siguientes ya no había nada que decir. Nos quedamos estancados
en lo que habíamos logrado tan rápidamente. Durante dos años llevó Barnabás esa
vida monótona y opresiva. Los sirvientes fracasaron lastimosamente, yo le di a
Barnabás una carta en la que le recomendaba a los sirvientes y que al mismo
tiempo les recordaba sus promesas; siempre que veía a un sirviente, sacaba la
carta y se la presentaba, por más que a veces se encontrara con sirvientes que
no me conocían, y aunque a los que sí me conocían se limitaba a mostrarles la
carta sin decir palabra, pues arriba no se atreve a hablar, fue una vergüenza
que nadie le ayudara y resultó un alivio, que nos podíamos haber procurado
nosotros mismos y desde hacía mucho tiempo, cuando un sirviente, a quien
probablemente ya le había mostrado la carta varias veces, formó una bola de
papel con ella y la tiró a la papelera. Se me ocurre que al mismo tiempo podría
haber dicho: «Así soléis tratar también vosotros las cartas». Pero por muy
infructuosa que fuese esa época, en Barnabás ejerció una influencia
beneficiosa, si se puede llamar beneficioso a que madurase prematuramente, a
que se convirtiese precozmente en un adulto, incluso en cierta manera con una
seriedad y perspicacia que superan el término medio entre los hombres adultos.
Con frecuencia me apena contemplarle y compararle con el joven que aún era hace
dos años. Y ni siquiera he tenido de él el consuelo y el apoyo que quizá podría
darme como hombre. Sin mí no habría llegado al castillo, pero desde que está
allí es independiente de mí. Yo soy su única persona de confianza, pero él sólo
me cuenta una parte de lo que siente. Me cuenta muchas cosas del castillo, pero
de lo que me cuenta, de los pequeños sucesos que me transmite, no se puede
comprender ni mucho menos cómo todo eso le ha podido transformar tanto. En
especial no se puede comprender por qué ahora que es un hombre ha perdido allá
arriba el valor que, cuando joven, llegaba a desesperarnos. Cierto, esa inútil
espera día tras día, repitiéndose una y otra vez, sin posibilidades de cambio,
desmoraliza, produce indecisión y, finalmente, incapacita para otra cosa que no
sea esa eterna espera. Pero ¿por qué no ofreció ninguna resistencia al
principio? Porque pronto reconoció que yo había tenido razón y que allí no se
podía conseguir nada que retribuyera la ambición, si acaso tal vez para la
mejora de nuestra situación familiar. Pues allí todo funciona, si exceptuamos
los caprichos de los sirvientes, con modestia, el orgullo busca allí
satisfacción en el trabajo y como el asunto mismo es lo que cobra mayor
importancia, el orgullo se pierde por completo y no hay espacio para deseos
infantiles. Sin embargo, Barnabás, como me contó, creía ver claramente lo
grande que era el poder y el saber de esos funcionarios tan discutibles de la
oficina en que podía permanecer. Me describió cómo dictaban, rapido, con los
ojos semicerrados, y breves ademanes; cómo despachaban, sólo con el dedo índice
y sin decir una palabra, a los quejosos sirvientes, que en esos instantes
sonreían felices mientras respiraban dificultosamente, o cómo encontraban un
pasaje importante en sus libros, llamaban la atención sobre él con una palmada
y los demás acudían presurosos, estorbándose mutuamente debido a la estrechez
del pasillo, y alargaban los cuellos para poder verlo. Eso y otras cosas
similares alimentaban la fantasía de Barnabás acerca de esa gente y tenía la
sensación de que si ellos llegaran a fijarse en él y pudiera intercambiar con
ellos algunas palabras, no como un extraño, sino como un colega de oficina,
aunque subordinado, podría lograr algo impredecible para nuestra familia. Pero
no ha llegado tan lejos y Barnabás no se atreve a hacer algo que pudiera
aproximarlo a eso, a pesar de que sabe muy bien que pese a su juventud ha
ocupado entre nosotros, a causa de las infelices circunstancias, la posición
tan cargada de responsabilidad del cabeza de familia. Y para colmo hace una
semana llegaste tú. Lo oí mencionar a alguien en la posada de los señores, pero
no me interesé por el asunto. Había llegado un agrimensor, ni siquiera sabía
qué profesión era ésa. Pero a la noche siguiente llegó Barnabás a casa —yo
solía salir a su encuentro a una hora determinada—, más pronto que de
costumbre, miró a Amalia, que en ese instante se encontraba en la habitación, y
por eso me sacó a la calle, allí presionó su rostro sobre mi hombro y lloró
durante varios minutos. Ha vuelto a ser el joven de antes. Le ha ocurrido algo
para lo que no está preparado. Es como si un nuevo mundo se hubiese abierto
repentinamente ante él y no pudiese soportar las inquietudes que le produce esa
novedad. Y lo único que le ha ocurrido es que ha recibido una carta para ti,
pero ciertamente se trata de la primera carta, del primer trabajo que le han
encargado.
Olga
dejó de hablar. Todo se quedó en silencio, sólo se oía la respiración fatigosa
de los padres. K, como para completar el relato de Olga, dijo sin reflexionar:
—Habéis
simulado conmigo. Barnabás me trajo la carta como si fuese un mensajero con
experiencia y muy ocupado y tanto tú como Amalia, que en esto estaba de acuerdo
con vosotros, hicisteis como si el servicio de mensajero y las cartas no fuesen
sino algo secundario.
—Tienes
que distinguir entre nosotros —dijo Olga—. Barnabás, gracias a las dos cartas,
se ha convertido de nuevo en un niño feliz, pese a todas las dudas que tiene en
su actividad. Esas dudas sólo las tiene para él y para mí, frente a ti, sin embargo,
busca su honor en presentarse como un mensajero real, del modo en que, según su
idea, tienen que presentarse los mensajeros de verdad. Por eso, por ejemplo, y
aunque su esperanza de recibir un traje oficial ha aumentado, en dos horas tuve
que cambiarle tanto el pantalón como para que fuese al menos parecido al
pantalón ajustado del traje oficial y así poder darte una buena impresión, ya
que tú a este respecto eres fácil de engañar. Así es Barnabás. Amalia, en
cambio, desprecia realmente el servicio de mensajero y ahora que Barnabás
parece tener algo de éxito, como se puede reconocer fácilmente tanto en él como
en mí misma y se puede deducir de nuestros encuentros y cuchicheos, ahora le
desprecia aún más que antes. Así pues, ella dice la verdad, no cometas nunca el
error de dudar de ello. Pero si yo, K, he menospreciado alguna vez el servicio
de mensajero, no ocurrió con la intención de engañarte, sino a causa del miedo.
Esas dos cartas que han pasado hasta ahora por las manos de Barnabás son, desde
hace tres años, el primer signo de gracia, por muy dudoso que sea, que ha
recibido nuestra familia. Este cambio, si realmente se trata de un cambio y no
de una ilusión —las ilusiones son más frecuentes que los cambios—, está en
relación con tu llegada; nuestro destino, en cierto modo, se ha hecho
dependiente de ti, quizá esas dos cartas sean sólo el inicio y la actividad de
Barnabás pueda extenderse más allá del servicio de mensajero que te presta a ti
—en eso pondremos nuestras esperanzas tanto tiempo como podamos—, pero por
ahora todo apunta en tu dirección. Allí arriba tenemos que contentarnos con lo
que se nos da, aquí abajo, en cambio, tal vez podamos hacer algo, esto es:
asegurarnos tu favor o, al menos, evitar tu rechazo o, lo que es más
importante, protegerte hasta donde alcancen nuestras fuerzas y nuestra
experiencia para que contigo no se pierda la conexión con el castillo, de la
que tal vez podríamos vivir. ¿Cómo podemos conseguirlo de la mejor manera?
Intentando que no alimentes sospechas contra nosotros cuando nos aproximemos a
ti, pues aquí eres un extraño y por lo tanto algo sospechoso en todas partes,
algo legítimamente sospechoso. Además, a nosotros nos desprecian y tú te ves
influido por la opinión general, especialmente a través de tu novia, ¿cómo
podemos entonces acercarnos a ti sin, por ejemplo, y aunque nosotros no
tengamos esa intención, enfrentarnos a tu novia y, por tanto, sin mortificarte?
Y los mensajes que yo he leído detalladamente antes de que tú los recibieras
—Barnabás no los ha leído, al ser mensajero no le está permitido— a primera
vista no parecían muy importantes, todo lo contrario, parecían anticuados,
ellos mismos se quitaban importancia al remitirte al alcalde. ¿Cómo tenemos que
comportarnos contigo a este respecto? Si aumentamos su importancia, nos hacemos
sospechosos de valorar en demasía algo que es evidente carece de importancia o
de ensalzarnos ante ti como los portadores de las noticias, pero si no
persiguiésemos tus objetivos, podríamos menospreciar las noticias y engañarte
contra nuestra voluntad. Sin embargo, si no atribuimos mucho valor a las
cartas, también nos hacemos sospechosos, pues ¿por qué nos ocuparíamos entonces
de llevar esas cartas sin importancia a su destinatario? Aquí nuestros actos
rebatirían nuestras palabras, pues no sólo no te engañaríamos a ti, al
destinatario, sino también a nuestro mandante, que, ciertamente, no nos dio las
cartas para que rebajásemos su valor ante el destinatario con nuestras
explicaciones. Y encontrar el justo medio entre las exageraciones, esto es,
interpretar correctamente las cartas, es imposible, cambian continuamente de
valor; las reflexiones a que dan pie son infinitas y el lugar donde uno se
detiene viene determinado por la casualidad, así que las opiniones resultantes
también son casuales. Y si encima a ello se añade el miedo que tenemos por ti,
todo se confunde, no puedes juzgar mis palabras con mucha severidad. Cuando,
por ejemplo, como ya ha ocurrido una vez, viene Barnabás con la noticia de que
estás insatisfecho con su servicio y él, guiado por el susto, así como,
desgraciadamente, por su sensibilidad de mensajero, considera dimitir de su
puesto, entonces estoy dispuesta, para reparar el error, a engañar, mentir,
estafar, a realizar cualquier perversidad si puede ayudar. Pero eso lo hago, al
menos así lo creo, tanto por ti como por nosotros.
Llamaron.
Olga se acercó a la puerta y la abrió. En la oscuridad se vio un resplandor
procedente de una linterna sorda. El visitante tardío murmuró algunas preguntas
y recibió algunos murmullos de respuesta, pero no quedó satisfecho con ello y
quiso entrar en la habitación. Olga no pudo impedírselo y llamó, por lo tanto,
a Amalia, de quien esperaba que, para proteger el sueño de sus padres, haría
todo lo posible para alejar al visitante. Y, ciertamente, apareció deprisa,
echó a Olga hacia un lado, salió a la calle y cerró la puerta tras de sí. Sólo
transcurrió un instante y volvió a entrar, tan rápidamente había logrado lo que
había sido imposible para Olga.
K
se enteró por Olga de que la visita le había concernido a él, había sido un
ayudante que le buscaba por encargo de Frieda. Olga había querido protegerle
del ayudante; si más tarde quería reconocer ante Frieda su visita, podía hacer
lo que quisiera, pero no podía ser descubierto por los ayudantes; K lo aprobó.
No obstante, rechazó la oferta de Olga de quedarse a dormir allí y esperar a
Barnabás; por él quizá habría aceptado, pues ya era muy tarde y le parecía que,
quisiéralo o no, estaba unido de tal manera a esa familia que un alojamiento
allí, por otros motivos quizá desagradable, sin embargo, respecto a ese
vínculo, sería lo más natural en todo el pueblo, pero rechazó la oferta, la
visita del ayudante le había asustado, le resultaba incomprensible cómo Frieda,
que conocía su voluntad, y los ayudantes, que habían aprendido a temerle,
habían vuelto a unirse de tal manera que Frieda no dudaba en mandarle a uno de
ellos, por lo demás a uno solo, mientras el otro se quedaba con ella. Preguntó
a Olga si tenía un látigo, pero no tenía, aunque sí una buena vara de mimbre,
que K tomó; a continuación, preguntó si había otra salida de la casa; había
otra por el patio, pero luego había que trepar por la verja del jardín del
vecino y atravesar ese jardín hasta llegar a la calle. Eso es lo que K quiso
hacer. Mientras Olga le acompañaba a través del patio hasta la verja, K intentó
tranquilizarla lo más rápidamente posible, explicándole que no se había enojado
con ella debido a sus ardides en el relato de lo acontecido, sino que lo
comprendía muy bien, le agradeció la confianza que había depositado en él y que
había demostrado con sus palabras y le encargó que enviase a Barnabás a la
escuela en cuanto llegase, aunque fuese por la noche. Aunque los mensajes de
Barnabás no constituían su única esperanza, en ese caso su futuro se vería
negro, tampoco quería renunciar a ellos, quería atenerse a ellos y no olvidar a
Olga, pues para él Olga era aún más importante que los mensajes: su valor, su
prudencia, su astucia, su sacrificio por la familia. Si tuviese que elegir
entre ella y Amalia, no le costaría reflexionar mucho. Y le estrechó
efusivamente la mano, mientras se disponía a trepar por la verja del jardín
vecino.
Cuando
se encontró en la calle vio, en la medida en que se lo permitía la oscuridad de
la noche, cómo el ayudante seguía yendo y viniendo ante la puerta de la casa de
Barnabás, a veces se detenía e intentaba iluminar el interior a través de la
ventana cubierta con una cortina. K le llamó; sin asustarse visiblemente, dejó
de espiar la casa y se dirigió hacia donde estaba K.
¿A
quién buscas? —preguntó K, y probó en su pierna la flexibilidad de la vara de
mimbre.
—A
ti —dijo el ayudante mientras se aproximaba.
¿Quién
eres tú? —dijo repentinamente K, pues no le parecía que fuese el ayudante.
Parecía más viejo, cansado y arrugado, aunque con un rostro más lleno, también
su paso era muy diferente al paso ágil, como electrizado en las articulaciones
de los ayudantes, era más lento, cojeante, enfermizo.
—¿No
me reconoces? —preguntó el hombre—. Soy Jeremías, tu antiguo ayudante.
¿Sí?
—dijo K, y dejó asomar de nuevo la vara, que había escondido a su espalda—.
Pero tu aspecto es muy diferente.
—Es
porque estoy solo —dijo Jeremías—, cuando estoy solo, desaparece la alegre
juventud.
—¿Dónde
está Artur? —preguntó K.
—¿Artur?
—preguntó Jeremías—. ¿El niño mimado? Ha abandonado el servicio. Fuiste
demasiado duro con nosotros. Su alma delicada no lo ha soportado. Ha regresado
al castillo y va a poner una denuncia contra ti.
¿Y
tú? —preguntó K.
—Yo
he podido permanecer aquí, Artur también pone la denuncia en mi nombre.
¿De
qué os quejáis? —preguntó K.
—De
que no entiendes ninguna broma —dijo Jeremías—. ¿Qué hemos hecho? Hacer unas
cuantas bromas, reírnos un poco, importunar algo a tu novia. Todo, por lo
demás, según lo que nos encargaron. Cuando Galater nos envió a ti…
¿Galater?
—preguntó K.
—Sí,
Galater —dijo Jeremías—, entonces representaba a Mamm. Cuando nos envió a ti,
dijo —lo recuerdo muy bien pues a eso apelamos— que nosotros íbamos como los
ayudantes del agrimensor. Nosotros dijimos: no entendemos nada de ese trabajo.
Él respondió: eso no es lo más importante; si es necesario, él os instruirá al
respecto. Pero lo más importante es que le entretengáis un poco. Me han
informado de que todo se lo toma muy a pecho. Acaba de llegar al pueblo y ya le
parece un gran acontecimiento, pero en realidad no significa nada. Eso es lo
que le tenéis que transmitir.
—Bien
—dijo K—, ¿ha tenido razón Galater y habéis cumplido su encargo?
—No
lo sé —dijo Jeremías—, tampoco ha sido posible en un tiempo tan breve. Sólo sé
que tú has sido muy grosero y por eso nos quejamos. No entiendo cómo tú, que no
eres más que un empleado y ni siquiera un empleado del castillo, no puedes
comprender que nuestro servicio es un trabajo duro y que es muy injusto
dificultar a propósito y de forma tan infantil la labor de los trabajadores
como tú has hecho. Te recuerdo la desconsideración con la que nos dejaste que
nos congeláramos en la verja o cómo golpeaste con el puño a Artur cuando se
encontraba en el jergón, un hombre a quien una palabra negativa le duele
durante días, o cómo me perseguiste a mí por la nieve en plena noche, por lo
que necesité una hora para recuperarme de la persecución. ¡Ya no soy joven!
—Querido
Jeremías —dijo K—, tienes razón, pero deberías exponérselo todo a Galater. Él
ha sido quien os ha enviado por propia voluntad, yo no se lo he pedido. Y como
no os había reclamado, nada me impedía devolveros, y habría preferido hacerlo
en paz y sin violencia, pero al parecer vosotros no lo queríais de otra forma.
¿Por qué no me hablaste con la misma sinceridad cuando nos vimos por primera
vez?
—Porque
estaba de servicio —dijo Jeremías—, eso es evidente.
—Y
ahora ¿ya no estás de servicio? —preguntó K.
—Ya
no —dijo Jeremías—, Artur ha renunciado al servicio en el castillo o al menos
ha abierto el procedimiento que nos liberará definitivamente de ti.
—Pero
ahora me buscas como si siguieras de servicio —dijo K.
—No
—dijo Jeremías—, sólo te busco para tranquilizar a Frieda. Cuando la
abandonaste por la muchacha de los Barnabás, fue muy infeliz, no tanto por la
pérdida como por tu traición, por lo demás lo había visto venir desde hacía
tiempo y por eso había sufrido. Precisamente regresé a la ventana de la escuela
para comprobar si tal vez te habías vuelto más razonable, pero ya no estabas
allí, sólo estaba Frieda, que lloraba sentada en un banco de la escuela.
Entonces me acerqué a ella y llegamos a un acuerdo. Ya he cumplido mi parte.
Soy camarero en la posada de los señores, al menos mientras en el castillo no
se haya llegado a una solución en mi asunto, y Frieda está de nuevo en la
taberna. Es mejor para Frieda. No había nada razonable en convertirse en tu
esposa. Y tú tampoco has sabido valorar el sacrificio que suponía para ella.
Ahora, sin embargo, la muy bondadosa aún tiene dudas de si no se ha cometido
una injusticia contigo, de si tu tal vez no estuviste con la muchacha de los
Barnabás. Aunque, naturalmente, no había ninguna duda de dónde estabas, yo he
venido para cerciorarme de una vez por todas, pues, después de tanta agitación,
Frieda merece dormir con tranquilidad, yo, por lo demás, también. Así que he
venido hasta aquí y no sólo te he encontrado, sino que además he podido
comprobar que las jovenzuelas comen de tu mano; especialmente la morena, una
auténtica tigresa, está a tu favor. Bueno, cada uno según sus gustos. En todo
caso, era innecesario que tomases el rodeo por el jardín vecino, conozco el
camino .
21
Así
que había ocurrido lo que era de prever y no se había podido impedir. Frieda le
había abandonado. No tenía por qué ser algo definitivo, tampoco era tan malo,
podía volver a conquistarla, se dejaba influir fácilmente por extraños, ante
todo por esos ayudantes que consideraban el puesto de Frieda comparable con el
suyo y, como habían abandonado el servicio, también habían inducido a Frieda a
hacerlo, pero K sólo tenía que aparecer ante ella, recordarle todo lo que
hablaba en su favor y sería suya una vez más y llena de arrepentimiento, sobre
todo si fuese capaz de justificar la visita a las muchachas con un éxito
obtenido gracias a ellas. Sin embargo, y pese a esas reflexiones con las que
intentaba tranquilizarse respecto a Frieda, no lograba calmarse. Hacía poco se
había preciado de Frieda ante Olga y la había llamado su único apoyo, bueno,
ese apoyo no había sido de lo más sólido, ni siquiera había sido necesario el
ataque de un poderoso para robárselo a K, bastó ese desagradable ayudante, ese
trozo de carne que a veces daba la impresión de ni siquiera estar vivo.
Jeremías
ya había comenzado a alejarse, K le llamó:
—Jeremías
—dijo—, quiero ser sincero contigo: respóndeme honradamente una pregunta. Entre
nosotros ya no existe una relación entre señor y sirviente, por lo que no sólo
te alegras tú, sino también yo, así que no tenemos ninguna razón para
engañarnos. Aquí, ante tus ojos, rompo la vara que reservaba para ti, pues no
he escogido el camino del jardín por miedo, sino para sorprenderte y dejar caer
la vara más de una vez sobre tus espaldas. Bien, no me lo tomes a mal, todo eso
es historia, si no fueras un sirviente que se me ha impuesto oficialmente, sino
sólo un conocido, nos hubiésemos entendido muy bien, aunque algunas veces tu
aspecto me moleste un poco. Y ahora podríamos recobrar el tiempo perdido.
—¿Así
lo crees? —dijo el ayudante, y se frotó los cansados ojos mientras bostezaba—.
Podría explicarte todo el asunto de una forma más detallada, pero no tengo
tiempo, tengo que ir a ver a Frieda, la niña me espera, aún no se ha puesto a
trabajar, el posadero, convencido por mis palabras —ella quería concentrarse en
seguida en el trabajo, probablemente para olvidar— le ha dado un periodo para
que se recupere y al menos ese tiempo queremos pasarlo juntos. En lo que
respecta a tu proposición, ciertamente no tengo ningún motivo para mentirte,
pero tampoco para confiarte algo. Mi caso es diferente al tuyo. Mientras estaba
en relación de servicio contigo, para mí eras, naturalmente, una persona muy
importante, no por tus atributos, sino a causa del encargo oficial, y lo habría
hecho todo por ti, lo que hubieses querido, pero ahora me resultas indiferente.
Tampoco el que rompas la vara me afecta algo, sólo me recuerda al señor tan
brutal que he tenido y que no ha sabido ganarse mi favor.
—Hablas
conmigo —dijo K— con la seguridad de que ya no vas a tener ningún motivo para
temerme. Pero en realidad no es así. Es probable que aún no te hayas liberado
por completo de mí, aquí no se resuelven estos asuntos con tanta celeridad.
—A
veces aún más rápido —objetó jeremías.
—A
veces —dijo K—, nada indica que eso haya ocurrido esta vez, al menos ni tú ni
yo disponemos por ahora de una cancelación por escrito. El procedimiento se ha
puesto en marcha y yo aún no he intervenido con mis conexiones, aunque lo haré.
Si la solución fuese desfavorable para ti, aún no habrás hecho lo suficiente
para ganarte el favor de tu señor, quizá me haya precipitado al romper la vara.
Y a Frieda, es cierto, te la has llevado para ti, de lo que puedes presumir
todo lo que quieras, pero con todo el respeto por tu persona, y aunque tú no
tengas ninguno conmigo, unas palabras mías a Frieda bastarían para destruir las
mentiras con que la has embaucado. Y sólo mentiras podrían apartar a Frieda de
mí.
—Tus
amenazas no me asustan —dijo Jeremías—. Tú no quieres tenerme como ayudante, todo
lo contrario, me temes como ayudante, temes a los ayudantes en sí mismos, sólo
por miedo golpeaste al bueno de Artur.
—Tal
vez —dijo K—, ¿le ha hecho por ello menos daño? Es posible que te muestre con
más frecuencia mi miedo de esa misma manera. Ya veo que ä ti eso de ayudar no
te procura muchas alegrías, así que obligarte a cumplir con tu deber me
divertirá mucho más, prescindiendo de todo el miedo. Y además ahora me las
arreglaré para sólo tomarte a ti a mi servicio, sin Artur, así podré prestarte
más atención.
¿Acaso
crees dijo jeremías— que tengo miedo de todo eso?
—Pues
sí, sí lo creo —dijo K—. Un poco de miedo sí que tienes y si eres listo, mucho
miedo. ¿Por qué no te has ido ya con Frieda? Di, ¿la amas?
¿Que
si la amo? Es una chica buena y lista, una antigua amante de Klamm, así que
respetable en todo caso. Y si ella me pide continuamente que la libere de ti,
¿por qué no debería hacerle ese favor, especialmente cuando al hacerlo no te
causo ningún daño a ti, pues te consuelas con las malditas mujeres de los
Barnabás?
—Ahora
veo tu miedo —dijo K—, un miedo lamentable, intentas atraparme con tus
mentiras. Frieda sólo ha pedido una cosa, que la liberen de los perrunos y
lascivos ayudantes que se han tornado incontrolables, por desgracia no he
tenido tiempo para cumplir completamente sus deseos y ahora ya están aquí las
secuelas de mi negligencia.
—¡Señor
agrimensor! ¡Señor agrimensor! —gritó alguien en la calle. Era Barnabás. Venía
jadeante, pero no olvidó inclinarse ante K.
—Lo
he conseguido —dijo.
¿Qué
has conseguido? —preguntó K—. ¿Has llevado mi petición a Klamm?
—Eso
no pude hacerlo —dijo Barnabás—, me he esforzado mucho, pero fue imposible; me
abrí camino, permanecí allí todo el día sin que nadie me requiriese, tan cerca
del pupitre que incluso un escribiente a quien le quitaba la luz me empujó
hacia un lado; me anuncié, lo que está prohibido, con la mano levantada cuando
Klamm miró hacia arriba, fui el que más tiempo permaneció en la oficina, me
quedé allí solo con el sirviente cuando tuve una vez más la oportunidad de ver
a Klamm, pero no vino por mi causa, sólo quería comprobar rápidamente algo en
un libro y se fue al instante, finalmente el sirviente me expulsó, casi con la
escoba, pues aún no tenía la intención de moverme de allí. Te confieso todo
esto para que no te muestres insatisfecho de mi rendimiento.
¿De
qué me sirve toda tu diligencia, Barnabás —dijo K—, si no conduce a ningún
éxito?
—Pero
tuve éxito —dijo Barnabás—. Cuando salí de mi oficina—yo la llamo mi oficina—,
vi cómo venía lentamente un señor por el largo pasillo, todo lo demás ya estaba
vacío, era muy tarde, decidí esperarle, era una buena oportunidad para
permanecer allí, en realidad hubiese preferido permanecer allí para no tener
que traerte la mala noticia. Pero mereció la pena esperar a ese señor, era
Erlanger . ¿No le conoces? Es uno de los primeros secretarios de Klamm, un
hombre pequeño y débil que cojea un poco. Me reconoció en seguida, es famoso
por su memoria y su conocimiento de la naturaleza humana, se limita a contraer
las cejas y eso le basta para reconocer a alguien, con frecuencia a personas
que ni siquiera ha visto, de las que sólo ha oído o leído, a mí, por ejemplo,
no creo que me hubiese visto nunca. Pero a pesar de que reconoce a cualquier
persona, siempre pregunta como si estuviera inseguro. «¿No eres Barnabás?», me
dijo. Y luego preguntó: «Tú conoces al agrimensor, ¿verdad?» Y, a continuación,
dijo: «Es una feliz coincidencia. Ahora mismo me voy a la posada de los
señores. El agrimensor me tiene que visitar allí. Vivo en la habitación N.° 15.
Pero tendría que venir ahora, en seguida, allí tengo unas entrevistas y
regresaré a las cinco de la mañana. Dile que es importante que hable con él».
De
repente Jeremías salió corriendo. Barnabás, que por su agitación apenas le
había prestado atención, preguntó:
¿Qué
quiere Jeremías?
—Anticiparse
a mí para ver a Erlanger —dijo K, que salió corriendo detrás de Jeremías, le
alcanzó y le sostuvo por el brazo, diciendo:
¿Es
el anhelo de ver a Frieda lo que ha causado esa despedida tan repentina? Yo no
lo siento menos, así que iremos al mismo paso.
Ante
la oscura posada de los señores se encontraba un pequeño grupo de hombres, dos
o tres tenían linternas de mano, de tal forma que se podían reconocer algunos
rostros. K sólo encontró a un conocido, a Gerstäcker, el cochero. Gerstäcker le
saludó con la pregunta:
—¿Aún
estás en el pueblo?
—Sí
—dijo K—, he venido para quedarme.
—A
mí me da igual —dijo Gerstäcker, tosió con fuerza y se volvió hacia los demás.
Resultó
que todos esperaban a Erlanger. Este último ya había llegado, pero aún se
entrevistaba con Momus antes de recibir a las partes. La conversación general
se centraba en que no se podía esperar en la casa, sino fuera, de pie en la
nieve. Aunque no hacía mucho frío, era desconsiderado dejar a aquellas personas
quizá durante horas ante el edificio. Cierto, no era culpa de Erlanger, que más
bien era muy transigente, apenas sabía nada de ello y con toda seguridad se
habría enojado mucho si se lo hubiesen comunicado. Era culpa de la posadera,
que en su enfermiza aspiración por la exquisitez, no soportaba que entrasen
muchas personas al mismo tiempo en la posada de los señores. «Ya que es
inevitable y tienen que venir», solía decir, «entonces, por amor de Dios, uno
detrás de otro». Y finalmente había logrado que las personas que primero
esperaban en el recibidor, más tarde en la escalera, luego en el pasillo y, por
último, en la taberna, fueran expulsados a la calle. Y ni siquiera eso le
bastó. Le parecía insufrible quedar «sitiada» en su propia casa, como ella se
expresaba. Le resultaba incomprensible por qué había ese trajín de personas.
«Para ensuciar la escalera», le contestó una vez un funcionario a su pregunta,
quizá enojado, pero para ella fue una respuesta muy esclarecedora y solía citar
esas palabras . Aspiraba, y en esto también se acomodaba a los gustos de los
interesados, a que se construyera un edificio frente a la posada de los señores
en el que pudieran esperar. Pero lo que más deseaba era que las entrevistas con
las partes, así como los interrogatorios, se celebrasen fuera de la posada,
pero a eso se oponían los funcionarios y cuando los funcionarios se oponían
seriamente, la posadera no podía imponerse, por más que en las cuestiones
accesorias, y debido a su celo incansable y femenino, ejerciese una especie de
pequeña tiranía. Pero la posadera tendría que seguir tolerando previsiblemente
las entrevistas y los interrogatorios en la posada, pues los señores del
castillo, cuando estaban en el pueblo, se negaban a abandonar la posada para
asuntos oficiales. Siempre tenían prisa, sólo estaban en el pueblo contra su
voluntad, alargaban su estancia allí sólo para lo absolutamente necesario, no
tenían nada de ganas y, por eso, no se podía exigir de ellos que, en
consideración a la paz doméstica en la posada, se trasladasen temporalmente con
todos sus escritos a cualquier otro edificio y así perder el tiempo. Los
funcionarios preferían resolver los asuntos oficiales en la taberna o en su
habitación, a ser posible durante la comida o desde la cama, antes de dormirse
o por la mañana, cuando estaban demasiado cansados para levantarse y querían
estirarse un poco en la cama. En cambio, la cuestión de la construcción de una
sala de espera en otro edificio les parecía una solución ventajosa, aunque,
ciertamente, se trataba de un castigo considerable para la posadera —se reían
un poco sobre ello—, pues precisamente el asunto de la construcción de una sala
de espera haría necesarias numerosas entrevistas y los pasillos de la casa no
podrían quedar vacíos.
Sobre
todas estas cosas se conversaba a media voz entre los que esperaban. A K le
llamó la atención que, aunque la insatisfacción era grande, nadie reprochaba a
Erlanger que convocase a los interesados en plena noche. Preguntó al respecto y
recibió la información de que por esa medida habría que estarle más bien
agradecido. A fin de cuentas, era exclusivamente su buena voluntad y la gran
estima que tenía de su cargo lo que le impulsaba a venir al pueblo, él, si
quisiera —y tal vez correspondiese mejor a los reglamentos—, podría enviar a un
secretario subalterno y dejar que él rellenase las actas. Pero se niega la
mayoría de las veces a hacer esto, quiere verlo y oírlo todo, pero para eso
tiene que sacrificar sus noches, pues en su horario de trabajo no hay previsto
ningún tiempo para viajes al pueblo. K objetó que Mamm venía al pueblo por el
día y que incluso permanecía allí varios días, ¿acaso era Erlanger, que sólo
tenía el cargo de secretario, más indispensable arriba? Algunos rieron
bondadosamente, otros callaron confusos, estos últimos formaban la mayoría y
apenas le contestaron algo a K. Sólo uno dijo algo vacilante que, naturalmente,
Klamm era indispensable, tanto en el castillo como en el pueblo.
En
ese momento se abrió la puerta de la posada y apareció Momus entre dos
sirvientes con dos lámparas.
—Los
primeros a los que dará audiencia el señor secretario Erlanger —dijo— son
Gerstäcker y K. ¿Están presentes?
Ellos
se anunciaron, pero antes que ellos jeremías se deslizó en el interior con las
palabras:
—Soy
camarero aquí.
Y
fue saludado por un Momus sonriente con una palmada en el hombro.
«Tendré
que prestar más atención a Jeremías» —se dijo K, aunque era consciente de que
jeremías probablemente era menos peligroso que Artur, quien trabajaba contra él
en el castillo. Tal vez fuese más astuto dejarse atormentar por los ayudantes
que dejarlos vagar sin control para que pudiesen intrigar libremente, para lo
que, por cierto, parecían tener un talento especial.
Cuando
K pasó al lado de Momus, éste hizo como si reconociese en él en ese momento al
agrimensor.
—¡Ah,
el señor agrimensor! —dijo—. El que no le gusta que le interroguen, se apresura
ahora para llegar al interrogatorio. Conmigo hubiese sido entonces mucho más
fácil, aunque, ciertamente, es difícil escoger los interrogatorios adecuados.
Cuando
K quiso detenerse para contestar a esa alusión, Momus
dijo:
—¡Vaya!
¡Vaya! Aquella vez habría necesitado sus respuestas, ahora no.
Sin
embargo, K contestó, irritado por la conducta de Momus.
—Sólo
pensáis en vosotros. No responderé por el mero hecho de que se me interrogue de
oficio, ni lo hice antes ni lo haré ahora.
Momus
dijo:
—¿En
quién tenemos que pensar entonces? ¿Quién sigue aquí? ¡Váyase!
En
el pasillo le recibió un sirviente que le condujo por el camino ya conocido por
K a través del patio, luego por la puerta y el corredor bajo y descendente. En
los pisos superiores vivían al parecer sólo los funcionarios superiores, los
secretarios, en cambio, vivían en ese corredor, también Erlanger, aunque era uno
de los secretarios superiores. El sirviente apagó su lámpara, pues allí había
luz eléctrica. Todo en el interior era pequeño pero construido con elegancia.
Se había aprovechado el poco espacio disponible. El corredor tenía la altura
justa para pasar por él sin inclinarse; en los laterales se sucedía una puerta
tras otra; las paredes no llegaban hasta el techo, eso se debía probablemente a
motivos de ventilación, pues las pequeñas habitaciones en ese corredor profundo
y propio de un sótano no tenían ventanas. La desventaja de esas paredes
incompletas era el alboroto en el corredor y en las habitaciones. Muchas de
éstas parecían ocupadas, en la mayoría de ellas aún había personas despiertas,
se oían voces, golpes de martillo, tintineos de cristal, pero no se tenía la
impresión de que reinase una especial alegría. Las voces parecían sofocadas,
apenas se entendía aquí y allá una voz, tampoco daban la sensación de ser
conversaciones, probablemente alguien dictaba a alguien o le leía algo;
precisamente en la habitación en la que se oía el ruido de copas y platos no se
oía ninguna palabra y los martillazos recordaron a K algo que le habían
contado, que algunos funcionarios, para recuperarse de los continuos esfuerzos
intelectuales, se ocupaban a ratos con carpintería, mecánica de precisión u
otras actividades similares. El corredor estaba vacío, sólo ante una puerta se
sentaba un señor alto, pálido y delgado con un abrigo de piel, bajo el cual se
podía ver el pijama, era probable que hubiese sentido la escasa ventilación en
su habitación, así que había salido, se había sentado y leía el periódico, pero
sin concentrarse, a veces dejaba de leer con bostezos, se inclinaba y miraba
por el corredor, tal vez esperase a alguna de las partes a la que había citado
y que se había olvidado de venir. Cuando pasaron a su altura, el sirviente le
dijo a Gerstäcker en referencia al señor sentado:
—¡El
Pinzgauer!
Gerstäcker
asintió.
—Hacía
tiempo que no bajaba—dijo.
—Sí,
hace mucho tiempo —confirmó el sirviente.
Finalmente
llegaron ante una puerta que no era diferente de las demás y detrás de la cual,
como informó el sirviente, vivía Erlanger. El sirviente se subió a los hombros
de K y miró por la parte de arriba en la habitación.
—Está
en la cama —dijo el sirviente bajándose—, aunque vestido, pero creo que
dormita. A veces le asalta un enorme cansancio aquí en el pueblo, por el cambio
de la forma de vida. Tenemos que esperar. Cuando se despierte, llamará. No
obstante, ha llegado a ocurrir que se ha quedado dormido durante toda su estancia
en el pueblo y después de despertarse se ha ido inmediatamente al castillo. A
fin de cuentas se trata de un trabajo voluntario el que aquí realiza.
—Es
preferible que duerma hasta el final —dijo Gerstäcker—, pues si después de
despertarse aún le queda algo de tiempo para trabajar se muestra muy enojado
por haberse quedado dormido e intenta resolver las cuestiones con prisa y uno
no puede decirlo todo.
¿Usted
viene por la concesión de los transportes para el nuevo edificio? —preguntó el
sirviente.
Gerstäcker
asintió, llevó al sirviente a un lado y habló en voz baja con él, pero el
sirviente apenas le escuchó, miró sobre Gerstäcker, pues le superaba en más de
una cabeza, y se acarició lentamente y con seriedad el pelo.
22
Entonces
K vio, al mirara su alrededor, en la lejanía, en una de las esquinas del
corredor, a Frieda; ella hizo como si no le reconociera, se limitaba a mirarle
fijamente, en la mano llevaba una taza y varios platos vacíos. K le dijo al
sirviente, quien, sin embargo no le prestó ninguna atención —cuanto más se
hablaba con el sirviente, más ausente se mostraba—, que volvería en seguida, y
corrió hacia Frieda. Al llegar a donde estaba la cogió por los hombros, como si
recuperase su posesión, le hizo algunas preguntas insignificantes y miró sus
ojos con actitud examinadora. Pero su aspecto tenso no cambió, intentó algo
confusa colocar algunos platos sobre una taza y dijo:
—¿Qué
quieres de mí? Vete con ellas…, bueno, ya sabes cómo se llaman, precisamente
vienes de su casa, puedo verlo en tu mirada.
K
cambió rápidamente de tema, la entrevista no tenía que producirse de manera tan
repentina y comenzando por lo peor, por lo más desventajoso para él.
—Pensaba
que estarías en la taberna—dijo.
Frieda
le miró asombrada y pasó suavemente la mano que le quedaba libre por su frente
y su mejilla. Era como si hubiese olvidado su aspecto y quisiese volver a tomar
conciencia de él, también sus ojos tenían la expresión velada de un recuerdo
ganado con esfuerzo.
—He
sido readmitida en la taberna —dijo lentamente, como si careciese de
importancia lo que pudiese decir, pero condujese a una conversación con K y eso
fuese lo más importante—. Este trabajo no es para mí, lo puede hacer
cualquiera; cualquiera que sepa poner una cara amable o hacer la cama y que no
tema las molestias causadas por los huéspedes, sino que ella misma dé pie a
ellas, puede ser una criada. Pero en la taberna, eso es muy distinto. Acabo de
ser readmitida en la taberna, aunque la abandoné de una forma no muy honrosa;
tengo que reconocer, sin embargo, que he tenido protección. Pero el posadero
está contento de que tenga protección y así le fuese posible readmitirme.
Incluso sucedió que tuvo que animarme para que aceptara el puesto; si piensas
en los recuerdos que me trae la taberna, lo comprenderás. Finalmente, he
aceptado el puesto. Aquí sólo estoy como ayudante, Pepi ha pedido que no la
avergüencen teniendo que abandonar en seguida la taberna; por esa razón, y
porque ha trabajado con diligencia y ha cumplido con su deber en los límites de
su capacidad, le hemos concedido un plazo de veinticuatro horas.
—Todo
eso está muy bien dispuesto —dijo K—, ahora bien, tú abandonaste una vez la
taberna por mi causa, ¿y ahora que estamos a punto de casarnos regresas a ella?
—No
habrá ninguna boda —dijo Frieda.
—¿Porque
te he sido infiel? —preguntó K.
Frieda
asintió en silencio.
—Mira,
Frieda —dijo K—, sobre esa supuesta infidelidad ya hemos hablado con frecuencia
y siempre has tenido que reconocer finalmente que se trataba de una sospecha
injusta. Desde entonces no ha cambia do nada por mi parte, todo es tan inocente
como era y como no puede ser de otra manera. Así que algo ha tenido que cambiar
de tu parte, ya sea por insinuaciones ajenas o por otros motivos. En todo caso,
conmigo cometes una injusticia, pues, ¿qué ocurre con esas dos muchachas? Una
de ellas, la morena —me avergüenzo por tener que defenderme, pero tú así lo
quieres—, la morena no me resulta menos desagradable que a ti, si puedo
alejarme de ella, lo haré, y ella lo facilitará, pues no se puede ser más
reservada de lo que ella es.
—¡Así
es! —exclamó Frieda, sus palabras parecían brotar contra su voluntad. K se
alegró de verla tan desorientada, era diferente a como quería ser.
—Precisamente
te gusta por su aspecto reservado, a la más desvergonzada de todas la llamas
reservada y tú lo crees sinceramente; por muy inverosímil que parezca, no
disimulas, ya lo sé. La posadera de la posada del puente dice de ti: «No le
puedo soportar, pero tampoco lé puedo abandonar, una no puede dominarse ante la
mirada de un niño pequeño, que aún no puede andar bien y se atreve a alejarse,
hay que intervenir».
Acepta
por esta vez su consejo —dijo K sonriendo—, pero a esa muchacha, ya sea
reservada o una desvergonzada, la podemos dejar a un lado, no quiero saber nada
de ella.
—Pero,
¿por qué la llamas «reservada»? —preguntó Frieda inflexible.
K
tomó ese interés por una señal favorable.
¿Acaso
lo has experimentado o quieres rebajar a otras? —dijo ella.
—Ni
lo uno ni lo otro —dijo K—, la llamo así por agradecimiento, porque me facilita
hacer caso omiso de ella y porque, aun cuando ella me hablase con más
frecuencia, no lograría que regresase, lo que sería una gran pérdida para mí,
pues tengo que ir a causa de nuestro futuro común, como ya sabes. Y por esta
razón también tengo que hablar con la otra joven, a quien aprecio por su
aptitud, prudencia y desinterés, pero de quien nadie puede afirmar que sea
seductora.
—Los
criados son de otra opinión —dijo Frieda.
—Tanto
en ese como en otros muchos aspectos —dijo K—. ¿De los caprichos de los criados
quieres deducir mi infidelidad?
Frieda
se calló y toleró que K tomase la taza de su mano, la pusiera en el suelo, la
cogiese del brazo y comenzasen a caminar de un lado a otro en el reducido
espacio.
—No
sabes lo que es la fidelidad —dijo ella, resistiéndose un poco a su
proximidad—, el modo en que te comportas con esas muchachas no es lo más
importante; el hecho de que vayas a la casa de esa familia, el olor de la
habitación en tu ropa ya suponen una vergüenza insoportable para mí. Y, por
añadidura, te vas de la escuela sin decirme nada, y te quedas con ellas parte
de la noche, y cuando alguien pregunta por ti, dejas que ellas nieguen que
estás allí, que lo nieguen apasionadamente, sobre todo la reservada, que no
tiene rival. Luego sales furtivamente de la casa por un camino secreto, quizá
para proteger el honor de esas muchachas, ¡el honor de esas muchachas! ¡No, no
hablemos más del asunto!
—De
éste no —dijo K—, pero sí de otro muy diferente, Frieda. De éste ya no hay nada
más que decir. Tú conoces el motivo de por qué debo ir. No me resulta fácil,
pero tengo que superarlo. No deberías ponérmelo más difícil de lo que es. Hoy
había pensado ir un instante y preguntar si Barnabás, quien tenía que haberme
traído un mensaje importante desde hacía tiempo, por fin había llegado. No
había llegado aún, pero tenía que venir muy pronto, como se me aseguró y
también era creíble. No quería que viniese a la escuela para que no te
molestase con su presencia. Pero las horas pasaron y, por desgracia, no vino.
Sin embargo, vino otro a quien odio. No tenía ganas de dejarme espiar, así que
salí por el jardín vecino, pero tampoco quería esconderme de él, sino que salí
libremente a la calle y me dirigí hacia él, con una flexible vara de mimbre,
como tengo que confesar. Eso es todo, sobre ello ya no hay nada más que decir,
pero sí sobre otra cosa muy diferente. ¿Qué ocurre con los ayudantes, cuya
mención me resulta tan repugnante como a ti la de esa familia? Compara tu
relación con ellos y mi comportamiento con esa familia. Comprendo tu aversión
contra esa familia y puedo compartirla. Sólo voy a su casa por mi asunto, a
veces casi me parece que cometo una injusticia con ellos, que los utilizo. Lo
contrario ocurre contigo y con los ayudantes. No has negado que te persiguen y
has reconocido que sientes cierta atracción por ellos. No me enojé contigo por
ese motivo, he comprendido que ahí había fuerzas en juego que te superan,
estaba feliz de que al menos te defendieras y sólo porque te he dejado unas
horas, confiando en tu fidelidad, y también con la esperanza de que la casa
estaba irremisiblemente cerrada y los ayudantes se habían dado definitivamente
a la fuga —me temo que los sigo subestimando—, sólo porque te dejé unas horas y
ese jeremías —por cierto, un tipo envejecido y enfermizo— ha osado asomarse a
la ventana, sólo por eso tengo que perderte, Frieda, y oír como saludo: «No
habrá ninguna boda». A mí sería a quien le correspondería hacerte reproches y,
sin embargo, no los hago, sigo sin hacerlos.
Y
una vez más a K le pareció conveniente desviar un poco a Frieda del tema y le
pidió que trajera algo de comer, pues no había comido nada desde el mediodía.
Frieda, al parecer también aligerada por la petición, asintió y se fue a buscar
algo, no por el corredor donde K suponía la cocina, sino por otro lateral,
bajando dos escalones. Al poco rato regresó con un surtido de fiambres y una
botella de vino, pero eran los restos de una comida, lo que había quedado había
sido ordenado fugazmente para que no se notara, incluso quedaban trozos de piel
y la botella no estaba llena. Pero K no dijo nada y se puso a comer con
apetito.
¿Has
estado en la cocina? —preguntó.
—No,
en mi habitación —dijo ella—. Aquí abajo tengo una habitación.
—Tendrías
que haberme llevado contigo —dijo K—, bajaré y me sentaré un poco para comer.
—Te
traeré una silla —dijo Frieda, y ya se había puesto en camino.
—Gracias
—dijo K impidiendo que se fuese—. Ni voy a bajar ni necesito una silla.
Frieda
soportó la situación con insolencia, inclinó la cabeza y se mordió los labios.
—Pues
sí, está abajo —dijo—. ¿Esperabas otra cosa? Está en mi cama, se ha constipado,
tiembla de frío y apenas ha comido. En el fondo todo es culpa tuya, si no
hubieses espantado a los ayudantes y no hubieras ido detrás de esa gente, ahora
mismo podríamos estar sentados pacíficamente en la escuela. Pero has destrozado
nuestra felicidad. ¿Acaso crees que Jeremías, mientras estaba de servicio, se
habría atrevido a secuestrarme? En ese caso desconoces el orden que rige aquí.
Quería venir conmigo, se ha atormentado, me ha espiado, pero sólo era un juego,
del mismo modo en que juega un perro hambriento y no se atreve a saltar a la
mesa. A mí me ocurrió lo mismo. Me sentí atraída por él, es mi camarada de
juegos de la infancia—jugábamos juntos en la ladera de la montaña del castillo,
fueron tiempos felices, tú nunca me has preguntado por mi pasado—, pero nada
era importante mientras jeremías estuviese impedido por el servicio, pues él
conocía mi deber como tu futura esposa. Pero entonces expulsaste a los
ayudantes y, por añadidura, te precias de ello, como si hubieses hecho algo por
mí, sólo en cierto sentido es verdad. En el caso de Artur tuviste éxito, aunque
sólo provisionalmente, él es delicado, no tiene la pasión de Jeremías, que no
teme ninguna dificultad, también es verdad que casi le has destrozado con tu
puñetazo nocturno, aquel puñetazo que también diste contra nuestra felicidad;
ha huido al castillo para quejarse y aunque regresará pronto, ahora ya no está
aquí. Jeremías, sin embargo, se quedó. Cuando está de servicio teme hasta un
guiño del señor, pero cuando no lo está, no teme a nada ni a nadie. Vino y me
tomó; abandonada por ti y dominada por mi viejo amigo, no pude ofrecer
resistencia. No había cerrado la puerta de la escuela, aun así rompió el
cristal de la ventana y me sacó. Huimos hasta aquí, el posadero le respeta;
además, nada le puede resultar más agradable a los huéspedes que tener
semejante camarero, así que fuimos aceptados, él no vive en mi habitación, sino
que tenemos una habitación común.
—A
pesar de todo eso que me cuentas —dijo K— no lamento haber expulsado a los
ayudantes de su trabajo. Si la relación era como tú la describes, esto es, tu
fidelidad sólo se hallaba condicionada por el vínculo laboral de los ayudantes,
entonces está bien que todo haya finalizado. La felicidad del matrimonio en
medio de dos depredadores que sólo se humillan bajo el látigo no hubiese sido
mucha. Entonces le quedo agradecido a esa familia que ha contribuido su parte
en separarnos.
Se
callaron y comenzaron a caminar otra vez uno al lado del otro sin que fuese
posible distinguir quién había dado el primer paso. Frieda, cercana a K,
parecía enojada porque él no la volvió a tomar del brazo.
—Y
así todo estaría arreglado —continuó K—, y podríamos despedirnos, tú podrías
irte con tu señor Jeremías, que probablemente aún siente el frío del jardín de
la escuela y a quien tú, en consideración a ello, ya le has abandonado
demasiado tiempo, y yo podré regresar a la escuela o, como allí sin ti no tengo
nada que hacer, a cualquier otro sitio donde me acojan. Si, no obstante, aún
vacilo, es por un buen motivo: aún dudo un poco de lo que me has contado. De
Jeremías tengo la impresión contraria. Mientras estaba de servicio, estaba
detrás de ti y no creo que el servicio le hubiese impedido por mucho tiempo
asaltarte. Ahora, en cambio, desde que considera que ha sido liberado del
servicio, es diferente. Disculpa si me lo aclaro de esta manera: desde que tú
has dejado de ser la novia de su señor, ya no eres para él tan seductora como
antes. Puedes ser su amiga de los años de infancia, pero él —realmente sólo le
conozco por una conversación que he mantenido con él esta noche— no creo que dé
mucha importancia a esos sentimientos. No sé por qué te parece un carácter apasionado.
Su forma de pensar me parece más bien fría. Ha recibido, en relación conmigo,
un encargo de Galater, que tal vez no me sea favorable; él se esfuerza en
ejecutarlo, con cierta pasión servicial, como debo reconocer —aquí no es
demasiado rara—, y en su misión queda incluida la ruptura de nuestra relación;
él quizá lo ha intentado de formas diferentes, una de ellas fue que intentó
atraerte con sus lascivas ignominias, otra, y aquí le ha ayudado la posadera,
al fabular acerca de mi infidelidad; su ataque ha tenido éxito, cualquier
recuerdo de Klamm puede haber ayudado, pero ha perdido el puesto, aunque quizá
precisamente en el momento en que ya no lo necesitaba, ahora recolecta los
frutos de su trabajo y te saca por la ventana de la escuela, con eso su trabajo
ha terminado y, abandonado por el celo servicial, aparece cansado, hubiese
preferido estar en el lugar de Artur, que desde luego no se queja, sino que se
dedica a alabarse y a conseguir nuevos encargos, pero alguien tiene que
quedarse atrás para observar el desarrollo de los acontecimientos. Para él
sustentarte es un deber desagradable y pesado. En él no hay ni una huella de
amor hacia ti, me lo ha confesado con toda sinceridad, como amante de Klamm,
naturalmente, le resultas respetable e instalarse en tu habitación y sentirse
como un pequeño Klamm, le viene de perlas, pero eso es todo, tú, ahora, no
significas nada para él, haberte conseguido aquí un alojamiento no es más que
una medida complementaria de su encargo principal; él también ha permanecido para
que no te inquietes, pero sólo provisionalmente, mientras no reciba nuevas del
castillo y su constipado no se haya curado del todo.
—¡Cómo
le calumnias! —dijo Frieda golpeando sus pequeños puños uno contra el otro.
¿Calumniar?
—dijo K—. No, no le quiero calumniar. Tal vez cometa con él una injusticia, eso
es posible. Lo que he dicho de él no se basa en rasgos superficiales, se puede
interpretar de otra manera. Pero ¿calumniar? Calumniar sólo podría tener un
objetivo: luchar contra el amor que sientes por él. Si fuese necesario y la
calumnia fuese un medio adecuado, no dudaría en calumniarle. Nadie podría
condenarme por eso, está en tal ventaja respecto a mí por su mandante, que yo,
dependiendo sólo de mí, podría calumniar un poco. Sería un medio de defensa
proporcionalmente inocente y, al fin y al cabo, impotente. Así que deja
tranquilos los puños.
Y
K tomó la mano de Frieda en la suya; ella quiso impedirlo, pero sonriendo y sin
aplicar mucha fuerza.
—Pero
no tengo que calumniar—dijo K—, pues tú no le amas, sólo le crees y me quedarás
agradecida si te libero de esa ilusión. Si alguien quisiera apartarte de mí,
sin violencia, pero con una cuidadosa estrategia, entonces lo tendría que hacer
por mediación de los dos ayudantes. Jóvenes aparentemente buenos, cándidos,
alegres, irresponsables, procedentes del castillo, a lo que se añade un poco de
recuerdos infantiles, todo eso es muy agradable, sobre todo porque yo soy todo
lo contrario, siempre detrás de asuntos que no te resultan del todo
comprensibles, que te son enojosos, que me llevan a frecuentar gente que te
parece odiosa y algo de eso lo proyectas en mi persona, a pesar de mi
inocencia. Todo esto no es más que la explotación perversa y, sin embargo, muy
astuta de los defectos en nuestra relación. Toda relación tiene defectos,
incluso la nuestra. A fin de cuentas, los dos procedemos de mundos distintos y,
desde que nos conocemos, la vida de cada uno de nosotros ha tomado un camino
completamente insólito, aún nos sentimos inseguros, todo es demasiado nuevo. No
hablo de mí, eso no es tan importante, en el fondo yo me he considerado
agasajado desde el principio, desde la primera vez que pusiste tus ojos en mí:
acostumbrarse a ser agasajado no es difícil. Tú, sin embargo, sin considerar lo
restante, fuiste arrancada de las manos de Klamm, no puedo valorar lo que eso
significa, pero paulatinamente me he ido haciendo una idea, uno vacila, no
puede orientarse, y aunque hubiese estado dispuesto a acogerte otra vez, no me
hallaba presente y cuando lo estaba te retenían tus ensueños o algo más vivo,
como la posadera, en suma, hubo momentos en que, pobre niña, apartaste la
mirada de mí, en que la dirigiste hacia algo indefinido y en esos periodos
intermedios se te tenían que presentar en la misma dirección de tu mirada las
personas adecuadas y ellas te perdieron, sucumbiste a la ilusión de que, lo que
eran instantes, fantasmas, viejos recuerdos, en el fondo vida pasada y ya
transcurrida, eso creíste que aún era tu vida real del presente. Un error,
Frieda, nada más que la última dificultad y, bien visto, la más despreciable,
que impide nuestra unión final. Vuelve en ti, serénate; si también pensaste que
los ayudantes habían sido enviados por Klamm —no es cierto, vienen de Galater—
y si también pudieron hechizarte con ayuda de ese truco hasta tal punto que
creíste encontrar en su suciedad y lascivia huellas de Klamm, como alguien cree
ver una piedra preciosa perdida hace tiempo en un montón de estiércol, mientras
que en realidad no podría encontrarla aun si estuviera allí, en realidad no se
trata más que de jóvenes del tipo de los sirvientes del establo, sólo que no
tienen su salud, les pone enfermos un poco de aire fresco y acaban en la cama,
la cual, si bien es cierto, saben buscar con sagacidad servil.
Frieda
había apoyado su cabeza en el hombro de K, con los brazos entrelazados
siguieron caminando en silencio de un lado a otro.
—Si
hubiéramos emigrado en seguida —dijo Frieda lentamente, calmada, casi
sintiéndose cómoda, como si supiera que sólo le estaba permitido un corto plazo
de tranquilidad en el hombro de K y quisiese disfrutarlo hasta el último
instante—, si hubiéramos emigrado aquella misma noche, ahora podríamos estar
seguros en cualquier lado, siempre juntos, con tu mano siempre lo
suficientemente cerca para tocarla; cómo necesito tu proximidad, cómo me siento
abandonada sin tu presencia desde que te conozco; tu presencia, créeme, es el
único objeto de mis sueños, ningún otro.
Alguien
gritó en el corredor lateral: era jeremías, estaba fuera, en el escalón
inferior, vestido sólo con una camisa, pero se había envuelto con un chal de
Frieda. Como allí estaba, con el pelo desgreñado, la barba rala, deslucida, los
ojos cansados, suplicantes y expresando reproche, con las mejillas coloradas
pero caídas, con las piernas desnudas temblando de frío, de tal forma que los
largos flecos del chal temblaban con ellas, parecía un enfermo escapado del
hospital, frente a quien no se podía pensar en otra cosa que en llevarlo de
nuevo a la cama. Así lo entendió también Frieda, se soltó de K y en un instante
ya estuvo abajo con él. Su cercanía, el modo cuidadoso con que le envolvió
mejor en el chal, la prisa con que quería llevarle a la habitación, pareció
fortalecerle algo, era como si en ese momento reconociese a K.
—¡Ah,
el agrimensor! —dijo él, acariciando la mejilla de Frieda para pagarle su
atención, pero ella no quería permitir ninguna conversación—. Perdone la
molestia. No me siento bien, eso disculpa. Creo que tengo fiebre, tengo que
tomar té y sudar. La condenada verja del jardín, de eso me tendré que
arrepentir, y luego vagando de noche. Uno sacrifica su salud, sin notarlo, por
cosas que no merecen la pena. Pero usted, señor agrimensor, no se deje estorbar
por mí, venga con nosotros a nuestra habitación, haga una visita de enfermo y
dígale a Frieda lo que le falte por decir. Cuando dos que están acostumbrados a
estar juntos se separan, tienen, naturalmente, tanto que contarse en el último
momento que un tercero es imposible que pueda comprenderlo, incluso cuando yace
en la cama y espera el té que le han prometido. Pero entre, yo me mantendré en
silencio.
—Basta,
basta —dijo Frieda, y tiró violentamente de su brazo—. Tiene fiebre y no sabe
lo que dice. K, no vengas, te lo pido. Es nuestra habitación, de jeremías y
mía, te prohibo que entres. Me persigues, ay, K, ¿por qué me persigues? Jamás,
jamás regresaré contigo, me dan escalofríos cuando pienso en esa posibilidad.
Ve con tus mujercitas, se sientan junto a la calefacción con sólo la camisa, a
tu lado, como me han contado, y cuando alguien viene a buscarte, le echan de
allí. Allí estarás como en casa, si tanto te atrae. Siempre he intentado
apartarte de allí, con poco éxito, pero al menos lo he intentado, pero ya es
demasiado tarde, eres libre, ante ti se abre una vida feliz, a causa de la
primera quizá tengas que luchar un poco con los sirvientes, pero en lo que
respecta a la segunda, no hay nadie en el cielo ni en la tierra que pueda
disputártela. La unión ha sido bendecida de antemano. No digas nada en contra,
lo puedes refutar todo, pero al final no has refutado nada. Date cuenta,
Jeremías, ¡lo ha refutado todo!
Se
entendieron con gestos de la cabeza y sonrisas.
—Pero
—continuó Frieda—, aceptando que lo hubieses refutado todo, ¿qué habrías
logrado que me importase a mí? Lo que allí suceda es asunto vuestro, tuyo y de
ellas, no mío. Lo mío es cuidar de jeremías hasta que vuelva a estar sano como
estaba antes, antes de que K le atormentase por mi culpa.
—Entonces
¿no quiere venir, señor agrimensor? —preguntó Jeremías, pero fue apartado
finalmente por Frieda, quien ni siquiera se volvió más hacia K. Abajo se veía
una puerta pequeña, aún más pequeña que la del corredor: no sólo Jeremías,
también Frieda tenía que inclinarse para entrar, en el interior parecía haber
claridad y una temperatura agradable, aún se escucharon algunos susurros,
probablemente palabras cariñosas para que Jeremías se acostara, luego cerraron
la puerta.
23
K
se dio cuenta entonces del silencio que reinaba en el corredor, y no sólo en la
parte en que había estado con Frieda y que parecía pertenecer a los espacios
adyacentes a la taberna,—sino también en el corredor largo con las habitaciones
en las que antes había existido tanta agitación. Así que los señores se habían
quedado finalmente dormidos. También K estaba muy cansado, tal vez a causa del
cansancio no se había defendido contra jeremías como tendría que haberlo hecho.
Probablemente hubiese sido más astuto cambiar de estrategia y haberse puesto en
el mismo plano que jeremías, quien exageraba visiblemente su resfriado —su
estado deplorable no se debía al resfriado, sino que era innato y no se dejaba
curar por ningún té medicinal—, haberse puesto en su mismo plano, mostrando su
gran cansancio real, agachándose allí mismo, en el corredor, lo que le tendría
que haber sentado muy bien, dormir un poco y quizá haberse dejado cuidar. Pero
no le habría ido tan bien como a Jeremías, quien con toda seguridad habría
ganado en esa competición por la compasión ajena y, además, con razón, así como
en cualquier otro tipo de lucha. K estaba tan cansado que pensó si no debería
intentar entrar en una de esas habitaciones, de las que alguna podría estar
vacía, y dormir profundamente sobre una buena cama. Eso habría sido, según su
opinión, una buena indemnización por mucho de lo acaecido. También tenía
consigo una bebida que le facilitaría el sueño. En la bandeja que Frieda había
dejado en el suelo había una pequeña garrafa que contenía algo de ron. K
acometió el esfuerzo de regresar y la vació.
Ahora
se sentía al menos lo suficientemente fuerte para ver a Erlanger. Buscó la
puerta de Erlanger, pero como ya no veía al criado ni a Gerstäcker y todas las
puertas eran iguales, no la pudo encontrar. No obstante, creyó recordar en qué
lugar del corredor había estado la puerta y decidió abrir una puerta que, según
su opinión, era la buscada. El intento no podía ser muy peligroso; si era la
habitación de Erlanger, éste le recibiría, si era la habitación de algún otro,
sería posible disculparse e irse, y si el huésped dormía, lo que era más probable,
no notaría la visita de K, sólo podía empeorar la situación si la habitación
estaba vacía, pues en ese caso no podría resistir la tentación y se echaría en
la cama, durmiendo hasta no se sabe cuándo. Miró una vez a derecha e izquierda
del corredor por si venía alguien que le pudiese informar e hiciese inútil el
riesgo, pero todo el corredor se encontraba vacío y en silencio. A
continuación, K escuchó en la puerta y tampoco oyó nada. Llamó tan bajo que
alguien durmiendo no se habría despertado y como entonces tampoco sucedió nada,
abrió la puerta con extremada precaución. Pero le recibió un ligero grito . Era
una habitación pequeña, una amplia cama ocupaba casi la mitad de ella, en la
mesita de noche brillaba una lámpara, a su lado había un maletín. En la cama,
aunque oculto por una manta, alguien se movió con nerviosismo y susurró a
través de un resquicio entre la manta y la almohada:
¿Quién
es?
Ahora
K no podía marcharse sin más; insatisfecho observó la opulenta cama, aunque,
desgraciadamente, ocupada, entonces se acordó de la pregunta y dijo su nombre.
Eso pareció tener un buen efecto, el hombre en la cama retiró un poco la manta
del rostro, pero con miedo, dispuesto a volverse a cubrir por completo cuando
algo en el exterior le resultase sospechoso. Pero al instante se quitó toda la
manta y se incorporó. Desde luego no se trataba de Erlanger. Era un hombre
pequeño y bien parecido, cuyo rostro incluía una cierta contradicción: que las
mejillas poseían una redondez infantil, los ojos reflejaban una alegría también
infantil, pero la elevada frente, la nariz puntiaguda, la boca delgada, cuyos
labios no llegaban a cerrarse, y el mentón retraído no eran en ningún modo
infantiles, sino que traicionaban un pensamiento superior. Era la satisfacción,
la satisfacción consigo mismo la que había mantenido en su rostro un fuerte
resto de sana infantilidad.
—¿Conoce
a Friedrich? —preguntó.
Kafka
respondió negativamente.
—Pero
él le conoce a usted —dijo el señor sonriendo.
K
asintió, no le faltaba gente que le conociera, ése era incluso uno de los
impedimentos principales en su camino.
—Soy
su secretario —dijo el señor—, me llamo Bürgel”.
—Disculpe
—dijo K, y puso la mano en el picaporte—, me he equivocado de puerta, en
realidad estoy citado en la habitación del secretario Erlanger.
—¡Qué
lástima! —dijo Bürgel—. No que haya sido citado en otra parte, sino que se haya
equivocado de puerta. Una vez despertado, ya no puedo dormirme. Bueno, eso no
tiene por qué preocuparle, es mi desgracia personal. ¿Por qué no se podrán cerrar
aquí las puertas con llave? Cierto, tiene su motivo: porque, según el dicho,
las puertas de los secretarios siempre deben estar abiertas. Pero tampoco se
debería tomar tan a la letra.
Bürgel
miró a K con alegría y un gesto interrogativo; al contrario de lo que
expresaban sus quejas, parecía muy descansado, desde luego no estaba tan
cansado como K en ese momento.
—Son
las cuatro, tendrá que despertar a la persona con quien quiere hablar, no todos
están acostumbrados como yo a que perturben su sueño, no todos lo aceptarán con
tanta paciencia, los secretarios forman un cuerpo muy nervioso. Quédese, por
tanto, un rato. A las cinco comienzan aquí a levantarse, entonces podrá cumplir
de la mejor manera con su citación. Deje entonces de una vez el picaporte y siéntese
donde pueda, el espacio aquí es estrecho, lo mejor será que se siente aquí, en
el borde de la cama. ¿Se asombra de que no tenga ni mesa ni sillas? Bueno, tuve
la elección, o una habitación completamente amueblada con una estrecha cama de
hotel o esta gran cama con sólo el lavabo. Elegí la cama grande: en un
dormitorio la cama es lo principal. ¡Ay!, para quien pueda estirarse bien y sea
un buen dormilón, esta cama tiene que ser espléndida. Pero también a mí, que
siempre estoy cansado y sin poder dormir, me hace bien, en ella paso la mayor
parte del día, aquí despacho la correspondencia y tomo declaración a las
partes. Me va bien. Aunque las partes no tienen sitio para sentarse, lo
soportan, para ellos resulta más agradable si permanecen de pie y el secretario
se siente a gusto, que permanecer cómodamente sentados y que les miren con mala
cara. Así que sólo puedo ofrecer este sitio en el borde de la cama; no
obstante, éste no es un sitio oficial y sólo está reservado para las
conversaciones nocturnas. Pero usted está demasiado callado, señor agrimensor.
—Estoy
muy cansado —dijo K, quien, después de la invitación, se había sentado
inmediatamente, con grosería y sin respeto alguno, en la cama y se había
apoyado en un poste.
—Naturalmente
—dijo Bürgel sonriendo—, todos aquí están cansados. No ha sido ninguna pequeñez
lo que he rendido entre ayer y hoy. Es prácticamente imposible que me vuelva a
dormir ahora, pero si ocurriera esa extremada improbabilidad y me durmiera
mientras usted está aquí, le ruego que permanezca en silencio y no abra la
puerta. Pero no tema, no me voy a dormir y, en el mejor de los casos, sólo unos
minutos. Ocurre conmigo que, quizá debido a que estoy acostumbrado al trato con
las partes, me duermo más fácilmente cuando tengo compañía.
—Le
ruego que se duerma, señor secretario —dijo K, contento por ese anuncio—, yo
también dormiré un poco, si me lo permite.
—No,
no —volvió a reír Bürgel—, no puedo dormirme simplemente porque me inviten a
ello, sólo en el curso de la conversación se puede dar la ocasión, lo que mejor
me duerme es una conversación. Sí, los nervios padecen con nuestro trabajo. Yo,
por ejemplo, soy secretario de enlace . ¿No sabe lo que es? Bueno, yo
represento el enlace más fuerte —aquí se frotó las manos con alegría espontánea—
entre Friedrich y el pueblo, formo el enlace entre sus secretarios del castillo
y los del pueblo, la mayor parte del tiempo la paso en el pueblo, pero no
siempre, en cualquier momento tengo que estar preparado para subir al castillo,
ahí ve mi maletín, una vida agitada, no todos están hechos para ella. Por otra
parte, es cierto que ya no puedo prescindir de este tipo de trabajo, cualquier
otro trabajo me parece insípido. ¿Ocurre lo mismo con su trabajo de agrimensor?
—Ahora
mismo no realizo ese trabajo, no me ocupo en labores de agrimensor —dijo K; no
prestaba mucha atención a lo que se estaba diciendo, en realidad ardía en
deseos de que Bürgel se durmiera, pero también eso lo hacía por un cierto
sentido del deber, en el fondo creía saber que aún transcurriría tiempo antes
de quedarse dormido.
—Eso
es asombroso —dijo Bürgel con un vivo gesto de la cabeza y sacó un cuaderno de
debajo de la manta para anotar algo—. Usted es agrimensor y no realiza ningún
trabajo de agrimensura.
K
asintió mecánicamente, había extendido su brazo izquierdo hacia arriba en el
poste de la cama y descansaba su cabeza en él; ya había intentado ponerse
cómodo de múltiples maneras, pero esa posición era la más cómoda de todas,
ahora podía prestar algo más de atención a lo que Bürgel decía.
—Estoy
dispuesto —continuó Bürgel— a seguir este asunto. Aquí en el pueblo no estamos
en la situación de poder desaprovechar fuerzas laborales especializadas. Y
también para usted tiene que ser desagradable, ¿no padece por ello?
—Sí
que padezco —dijo lentamente K, y sonrió para sí, pues precisamente en ese
momento no padecía lo más mínimo por esa circunstancia. Tampoco le hizo una
gran impresión el ofrecimiento de Bürgel. Era por completo diletante. Sin saber
algo de la situación que había propiciado el llamamiento de K, de las
dificultades que habían surgido en la comunidad y en el castillo, de las
complicaciones que se habían producido durante la residencia de K en el pueblo,
sin saber nada de eso, sí, incluso sin mostrar, como sería de esperar sin más
en un secretario, que ni siquiera tenía una idea del tema, se ofrecía de
repente a arreglar todo el asunto con ayuda de su pequeño cuaderno de notas.
—Parece
haber sufrido ya algunas decepciones —dijo Bürgel, y demostró tener una cierta
experiencia del mundo, lo que impulsó a K, desde que había entrado en la
habitación, a no subestimar a Bürgel, pero en su estado era difícil juzgar
correctamente algo que no fuese su propio cansancio.
—No
—dijo Bürgel, como si respondiera a un pensamiento de K y le quisiera privar de
forma considerada del esfuerzo de responder—. No debe dejarse desanimar por las
decepciones. Aquí hay algo que especialmente parece dispuesto para desanimar, y
cuando se llega a este lugar por primera vez, los impedimentos parecen
insalvables. No quiero investigar el fondo del asunto, tal vez la apariencia se
corresponda con la realidad, en mi posición me falta la distancia necesaria
para comprobarlo, pero adviértalo, a veces pueden surgir nuevas ocasiones que
no llegan a coincidir del todo con la situación general, ocasiones mediante las
cuales, a través de una palabra, de una mirada, de una señal de confianza, se
puede conseguir más que con esfuerzos extenuantes que duran toda la vida. Sí,
así es. Ciertamente, esas ocasiones coinciden de nuevo con la situación general
en la medida en que nunca se aprovechan del todo. Pero, ¿por qué no se llegan a
aprovechar del todo?, me pregunto una y otra vez.
K
no lo sabía, sin embargo notaba que el tema de conversación de Bürgel con toda
probabilidad le afectaba a él personalmente, pero tenía una gran aversión hacia
todo aquello que le afectaba de algún modo: echó la cabeza un poco hacia un
lado, como si quisiese dejar vía libre a las preguntas de Bürgel y no le
concerniera ninguna de ellas.
—Los
secretarios siempre se han quejado —continuó Bürgel, estirando los brazos y
bostezando, lo que contradecía confusamente la seriedad de sus palabras— de
verse obligados a realizar por la noche la mayoría de los interrogatorios en el
pueblo. Pero ¿por qué se quejan? ¿Porque les fatiga mucho? ¿Porque preferirían
mejor emplear la noche en dormir? No, de eso no se quejan. Entre los
secretarios los hay, naturalmente, diligentes y menos diligentes, como en todas
partes, pero ninguno de ellos se queja por realizar esfuerzos desmedidos, sobre
todo en público. No es nuestra manera de ser. A este respecto no conocemos
ninguna diferencia entre tiempo de ocio y tiempo laboral. Esas diferenciaciones
nos resultan ajenas. Pero, entonces ¿qué tienen los secretarios contra los
interrogatorios nocturnos? ¿Se trata acaso de consideración hacia las partes?
No, no, tampoco es eso. Frente a las partes los secretarios son
desconsiderados, aunque no lo son menos que frente a ellos mismos, sino
exactamente igual. En realidad, esa desconsideración, es decir, su férrea
prestación y ejecución de su servicio, representa la mayor consideración que
las partes podrían desearse. En el fondo, esta circunstancia se acepta por
todos —un observador superficial, sin embargo, no lo nota—, aunque, por ejemplo,
en este caso, son precisamente los interrogatorios nocturnos los más apreciados
por las partes, nunca se presentan quejas importantes contra los
interrogatorios nocturnos. ¿Por qué, entonces, esa aversión de los secretarios?
K
tampoco lo sabía, sabía tan poco, ni siquiera distinguía si Bürgel reclamaba
seriamente la respuesta o sólo en apariencia. «Si me dejas echarme en tu cama
—pensó—, te responderé a todas las preguntas mañana al mediodía o, mejor, por
la tarde».
Pero
Bürgel no parecía prestarle atención, tanto le ocupaba la pregunta que él se
había formulado a sí mismo.
—Por
lo que puedo reconocer y según mi experiencia, los secretarios tienen, respecto
a los interrogatorios nocturnos, las siguientes dificultades: la noche es poco
adecuada para las sesiones con las partes porque por la noche es difícil o casi
imposible mantener el carácter oficial de las sesiones. Esto no se debe a las
formalidades, las formas se pueden observar, naturalmente, con la misma
severidad que durante el día. Así que eso no es; sin embargo, la apreciación
oficial padece por la noche. Uno tiende involuntariamente a enjuiciar las cosas
bajo una perspectiva más personal, las alegaciones de las partes cobran más
peso de lo que les corresponde, en la apreciación se mezclan consideraciones
ajenas que pertenecen a la situación privada de las partes, al margen del
asunto, así como sus padecimientos y preocupaciones; la barrera necesaria entre
las partes y el funcionario, por más que exista sin máculas, se disloca, y
donde, como debería ser, sólo se intercambian preguntas y respuestas, parece
producirse un extraño e inadecuado trueque de personas. Al menos eso es lo que
cuentan los secretarios, esto es, gente que, a causa de su profesión, está
dotada de un extraordinario tacto para esas cosas. Pero incluso ellos —sobre
esto ya se ha discutido con frecuencia en nuestro círculo— notan poco de esos
efectos desfavorables durante los interrogatorios nocturnos, todo lo contrario,
se esfuerzan de antemano por oponerse a ellos y finalmente creen haber
alcanzado buenos rendimientos. Pero si después se leen los expedientes, uno se
sorprende por sus ostensibles debilidades. Y son estos errores, una y otra vez
victorias casi injustificadas de las partes, los que, al menos según nuestros
reglamentos, ya no se pueden arreglar en la acostumbrada vía breve. Cierto, más
tarde serán mejorados por la oficina de control, pero eso sólo servirá al
derecho, pero ya no podrá dañar a la parte beneficiada. ¿No están muy
justificadas, bajo esas circunstancias, las quejas de los secretarios?
K
ya se había quedado un rato adormecido, ahora volvía a ser molestado. ¿A qué
venía todo eso? ¿A qué?, se preguntó, y con los párpados caídos contempló a
Bürgel no como a un funcionario, sino como a algo que le impedía dormir y cuyo sentido
no podía averiguar. Bürgel, sin embargo, sumido en su argumentación, sonreía
como si hubiese conseguido desorientar un poco a K, pero estaba dispuesto a
conducirlo de nuevo al camino correcto.
—Bueno
—dijo—, tampoco se puede decir, así, sin más, que esas quejas sean del todo
justificadas. Los interrogatorios nocturnos no han sido prescritos en ningún
sitio, no se incumple ningún reglamento si los funcionarios intentan evitarlos,
pero las circunstancias, el estar sobrecargados de trabajo, las formas de
desempeñar su empleo en el castillo, su difícil disponibilidad, el reglamento
que establece que se debe interrogar a las partes inmediatamente después de la
finalización de la investigación, todo eso y mucho más ha contribuido a que los
interrogatorios nocturnos se hayan convertido en una necesidad inevitable. Pero
si se han convertido en una necesidad —digo yo—, también es, al menos
indirectamente, un resultado de los reglamentos, y censurar la esencia de los
interrogatorios nocturnos —aquí, naturalmente, exagero un poco, y precisamente
como exageración puedo decirlo— supone entonces censurar al mismo tiempo los
reglamentos. Por el contrario, los secretarios mantienen la competencia de
asegurarse tan bien como pueden contra los interrogatorios y contra sus tal vez
aparentes desventajas en el marco establecido por los reglamentos. Y eso es lo
que hacen y, además, en gran medida, sólo permiten causas en las que haya poco
que temer en todos los sentidos: las examinan cuidadosamente antes de las
sesiones y, cuando el resultado del examen así lo requiere, y aunque sea en el
último momento, suspenden todas las declaraciones, se fortalecen al citar a una
de las partes hasta diez veces antes de interrogarla realmente, prefieren
dejarse representar por algún colega que no es competente en el caso
correspondiente (tratándole así con más ligereza) o sitúan las sesiones al
principio o al final de la noche y evitan las horas intermedias, y éstas no son
todas las medidas; los secretarios no se dejan abordar fácilmente, son casi tan
resistentes como vulnerables.
K
dormía, en realidad no era un sueño en el sentido propio del término, oía las
palabras de Bürgel quizá mejor que cuando estaba despierto y muerto de
cansancio, cada una de las palabras repercutía en su oído, pero la molesta
conciencia había desaparecido, se sentía libre, ya no era Bürgel quien le
retenía, sino que era él quien tanteaba en el camino hacia Bürgel; aún no se
había quedado profundamente dormido, pero se había sumido en el sueño, nadie se
lo podría ya robar. Y le pareció como si hubiese logrado una gran victoria y de
pronto hubiese alguien allí para celebrarlo y como si él u otra persona elevase
una copa de champán en honor del vencedor. Y para que todos supieran de qué se
trataba, la lucha y la victoria se repitieron, o quizá no, más bien se
produjeron en ese momento y, en realidad, la victoria se había celebrado con
anticipación, así que tampoco se dejó de celebrar, pues el éxito,
afortunadamente, era seguro. K acosó en la lucha a un funcionario desnudo, muy
parecido a la estatua de un dios griego. Era muy gracioso y K se rió en sueños
de cómo el secretario perdía su actitud orgullosa ante cada ataque de K y tenía
que emplear el brazo extendido y el puño cerrado para cubrir sus vergüenzas,
siendo siempre demasiado lento. La lucha no duró mucho, K avanzó paso a paso y
los pasos eran muy grandes. ¿Se trataba, en realidad, de una lucha? No había
ninguna resistencia seria, sólo aquí y allá se oía algo parecido al piar del
secretario. Ese dios griego piaba como una jovencita a la que se le hacen
cosquillas. Y, finalmente, desapareció; se quedó solo en una gran estancia:
dispuesto a la lucha giró sobre sí mismo y buscó al contrario, pero no había
nadie, también la compañía había desaparecido, sólo quedaba la copa de champán
rota en el suelo. K la trituró con el pie. Sin embargo, los trozos de cristal
se le clavaron y en ese momento se despertó sobresaltado. Se sintió mareado,
como cuando despiertan a un niño pequeño, a pesar de ello, al ver el pecho
desnudo de Bürgel, se deslizó en él un pensamiento del sueño: ¡aquí tienes a tu
dios griego! ¡Sácale de la cama!
—Sin
embargo —dijo Bürgel, elevando el rostro hacia el techo en actitud reflexiva,
como si buscase ejemplos en la memoria, pero no pudiese encontrar ninguno—, sin
embargo, pese a todas las medidas de precaución, hay una posibilidad para las
partes de aprovecharse de esa debilidad nocturna de los secretarios, siempre
presuponiendo que se trate de una debilidad. Si bien se trata de una
posibilidad muy esporádica que no surge casi nunca. Consiste en que el
interesado comparezca a medianoche sin haberse anunciado. Tal vez se sorprenda
de que esto, a pesar de que parezca tan evidente, ocurra tan poco. Bueno, usted
no se ha familiarizado aún con nuestras costumbres. Pero también a usted le ha
debido de llamar la atención la falta de lagunas que caracteriza a la
organización administrativa. De esa falta de lagunas resulta que cualquiera que
tenga alguna demanda o que deba ser interrogado por cualquier otro motivo, en
seguida, sin dudar, la mayoría de las veces antes de haberse hecho cargo del
asunto, sí, incluso antes de que lo sepa, reciba una citación. Esa vez aún no
se le tomará declaración, en la mayoría de los casos aún no, por lo normal el
asunto no ha alcanzado la madurez necesaria, pero ya tiene la citación, ya no
puede venir completamente de sorpresa y sin anunciarse, como mucho sólo puede
llegar a destiempo, entonces se le llama la atención sobre la fecha y la hora
de la citación y cuando regresa en el momento preciso, por regla general, ya no
se le recibe y no hay ninguna dificultad más; la citación en la mano del
interesado y la anotación en el expediente siempre son para los secretarios
fuertes armas defensivas, aunque no siempre basten. Esto se refiere al secretario
que únicamente es competente del asunto, cualquiera tiene la libertad de
presentarse sorpresivamente ante los otros por la noche. Pero eso apenas hay
alguien que lo haga, no tiene sentido. Al principio con esa medida se irritaría
al funcionario competente; nosotros, los secretarios, no somos celosos del
trabajo de los demás, cada uno soporta su elevada y bien distribuida carga de
trabajo, sin mezquindad alguna, pero frente a las partes no podemos tolerar
perturbaciones en el ámbito competencial. Alguno ya ha perdido la partida
porque, al creer que no lograba avanzar hasta la instancia competente, intentó
escurrirse en una que no era competente. Esos intentos, por lo demás, también
tienen que fracasar debido a que un secretario que no es competente, incluso
cuando es asaltado por sorpresa en plena noche y quiere ayudar con la mejor
voluntad, precisamente debido a su falta de competencia apenas puede intervenir
más que cualquier abogado o, en el fondo, mucho menos, pues, incluso si pudiera
hacer algo, ya que conoce los caminos secretos del Derecho mejor que cualquier
abogado, le falta el tiempo en las cosas que no es competente, no puede emplear
en ellas ni un minuto. ¿Quién utilizaría entonces sus noches en visitar a
secretarios que no son competentes? También las partes están muy ocupadas,
sobre todo si, además de cumplir con sus profesiones, quieren corresponder a
las citaciones y avisos de las instancias competentes, «ocupadas», es cierto,
en el sentido de las partes, lo que no es ni mucho menos lo mismo que «ocupado»
en el sentido de los secretarios.
K
asintió sonriendo, ahora creía comprenderlo todo, y no porque le preocupase,
sino porque ahora estaba convencido de que de un momento a otro iba a caer
dormido profundamente, esta vez sin sueños ni perturbaciones; entre los
secretarios competentes a un lado y los que no lo eran a otro y, en vista de la
masa de partes tan ocupada, se sumiría en un sueño profundo y de esa manera
escaparía a todos. Se había acostumbrado hasta tal punto a la voz baja y satisfecha
de Bürgel, luchando ella misma en vano por alcanzar el sueño, que más que
impedirla estimulaba su somnolencia.
«Muele,
molino, muele —pensaba—, sólo mueles para mí».
—Así
pues, ¿dónde está? —dijo Bürgel, jugando con dos dedos en el labio inferior,
con los ojos muy abiertos y el cuello extendido, como si, después de una
esforzada caminata, se aproximara a una vista espléndida—, ¿dónde está esa
mencionada y rara posibilidad que casi nunca se presenta? El secreto se
encuentra en los reglamentos sobre las distribuciones de competencias. Pero
esto no supone, y no puede suponer, en una gran organización viviente, que haya
un determinado secretario competente para cada asunto. Ocurre que uno tiene la
competencia principal, muchos otros, sin embargo, una competencia parcial,
aunque sea pequeña. ¿Quién podría solo, aunque fuese el trabajador más
esforzado, concentrar en su mesa todas las relaciones y todos los asuntos por
pequeños que fueran? Incluso lo que he dicho sobre la competencia principal
resulta exagerado. ¿Acaso no se encuentra ya en la competencia más pequeña
también la general? ¿No decide la pasión con que se acomete el asunto? Y esta
pasión, ¿no es siempre la misma y siempre con la misma fuerza? Puede ser que
haya diferencias entre los secretarios, y las hay numerosísimas, pero no en la
pasión, ninguno de ellos puede retenerse cuando le llega el requerimiento para
ocuparse de un caso respecto al cual tenga competencia, por mínima que ésta
sea. Hacia el exterior, sin embargo, se tiene que crear una posibilidad
ordenada para el desarrollo de la causa, por eso siempre aparece en primer
plano ante las partes un determinado secretario, a quien se tienen que atener
oficialmente. Pero no tiene que ser aquel que posee la competencia principal
sobre el caso, aquí decide la organización y sus necesidades circunstanciales.
Éste es el estado de las cosas. Y ahora considere, señor agrimensor, la
posibilidad de que una de las partes, por cualquier razón, a pesar de los
impedimentos que ya le he descrito, en general completamente suficientes,
sorprenda en plena noche a un secretario que tiene cierta competencia sobre el
caso correspondiente. ¿No ha pensado en esa posibilidad? Lo creo. Tampoco es
necesario pensar en ella, pues no se presenta casi nunca. Qué extraño, hábil y
bien formado granito de arena debería ser esa persona para poder pasar por ese
insuperable cedazo. ¿Usted cree que no puede pasar? Tiene razón, no puede pasar
de ningún modo. Pero una noche —¿quién puede garantizarlo todo?— logra pasar.
Entre mis conocidos no conozco a ninguno a quien le haya ocurrido, pero eso
demuestra poco: mis conocidos son limitados en comparación con todos los que
aquí tomamos en consideración y, además, no es seguro que un secretario, a
quien le haya ocurrido algo parecido, lo quiera reconocer, se trata, así y
todo, de un asunto muy personal y que afecta de algún modo al pudor
profesional. No obstante, mi experiencia demuestra que se trata de un asunto
muy esporádico, que sólo parece existir en los rumores y que no ha sido confirmado
por ninguna circunstancia. Incluso si ocurriera realmente, se le podría quitar
su carácter nocivo —al menos eso creo— demostrándole —lo que resulta muy fácil—
que para él no hay ningún lugar en el mundo. En todo caso, supone una actitud
enfermiza cuando, por miedo, se esconde algo de él bajo la manta y uno no se
atreve a mirar. E incluso cuando la perfecta improbabilidad hubiese tomado
repentinamente cuerpo, ¿acaso está todo perdido? Todo lo contrario. Que esté
todo perdido es más improbable que lo más improbable. Cierto, si la parte se
encuentra en la habitación, ya es lo suficientemente malo. Oprime el corazón.
«¿Cuánto tiempo podrás ofrecer resistencia?», se pregunta uno. Pero no habrá
ninguna resistencia, eso ya se sabe. Debe imaginarse correctamente la
situación. La parte nunca vista, siempre esperada, esperada con verdadera sed y
siempre considerada de forma razonable como inalcanzable, se sienta ahí. Sólo
su muda presencia invita a penetrar en su pobre vida, a moverse por ella como
si fuera de nuestra propiedad y sufrir con él por sus vanas reclamaciones. Esa
invitación en la noche silenciosa es cautivadora. Se la acepta y se ha dejado
de ser una persona de la administración . Es una situación en la que muy pronto
será imposible rechazar una petición. Bien considerado, se está desesperado y,
mejor considerado aún, se es muy feliz. Desesperado porque esa indefensión con
la que nos sentamos aquí y esperamos la petición de la parte, sabiendo que una
vez formulada hay que cumplirla, aun cuando, al menos en lo que uno puede
apreciar, haga pedazos la organización administrativa, es lo más enojoso que se
nos puede presentar en la práctica. Ante todo —y prescindiendo de lo demás—
porque se produce una violenta e inaudita elevación jerárquica. Por nuestra posición
no estamos autorizados a cumplir ese tipo de peticiones, pero por la proximidad
de esas partes nocturnas aumentan en cierto modo nuestras energías
administrativas, nos obligamos a cosas que están fuera de nuestro ámbito, sí,
incluso las ejecutamos; las partes, como los ladrones en el bosque, nos obligan
en la noche a realizar sacrificios de los que no seríamos capaces durante el
día; pues bien, así ocurre cuando la parte está ahí, nos fortalece y nos obliga
y nos instiga y todo está inconscientemente en marcha, pero ¿cómo será después,
cuando la parte nos abandone ya satisfecha y despreocupada y nosotros nos
quedemos solos e indefensos ante nuestro abuso de autoridad? No me atrevo ni a
pensarlo. Y, sin embargo, somos felices. Qué suicida puede ser la felicidad.
Podríamos esforzarnos en mantener secreta para las partes la verdadera
situación. Ellas, por sí mismas, apenas notan nada. Según su opinión,
probablemente han entrado, por cualquier motivo casual, cansados, decepcionados
y desconsiderados e indiferentes por el cansancio y la decepción, en una
habitación equivocada, se sientan ahí completamente ignorantes y ocupan sus
pensamientos, si se llegan a ocupar en algo, con su error o su cansancio. ¿No
se les podría dejar abandonados a sus pensamientos? No, no se puede . Hay que
explicarles todo con la locuacidad de los benditos. Hay que mostrarles
detalladamente, sin exponerse a ningún riesgo, lo que ha ocurrido y por qué
motivos ha ocurrido, qué excepcionalmente rara y qué únicamente grande es la
oportunidad, hay que mostrar cómo ha caminado a tientas en ese asunto en plena
impotencia, como sólo las partes pueden hacerlo, y cómo ahora, señor
agrimensor, lo pueden dominar todo y para ello no tienen que hacer nada más que
presentar su petición, cuyo cumplimiento ya está dispuesto, y para el que ellas
ya estiran sus brazos, todo eso hay que mostrar, es la hora más difícil del
funcionario. Pero una vez que se ha hecho, señor agrimensor, ya ha ocurrido lo
más necesario, entonces hay que moderarse y esperar.
K
ya no oyó nada más, dormía, ausente a todo lo que podía ocurrir. Su cabeza, que
al principio había colocado en el brazo izquierdo en la parte superior del
poste de la cama, se había deslizado durante el sueño y colgaba libremente,
hundiéndose cada vez más, sin que el apoyo del brazo fuese ya suficiente, pero
K se apropió de otro apoyo al extender la mano derecha bajo la manta y coger
casualmente el pie de Bürgel. Éste miró en esa dirección y le dejó el pie, por
molesto que le resultara .
De
repente alguien golpeó repetidamente la pared. K se asustó y miró hacia la
pared.
¿Está
ahí el agrimensor? —preguntó alguien.
—Sí
—dijo Bürgel, liberó su pie de K y se estiró repentinamente animado y travieso
como un joven.
—Entonces
que venga ya de una vez —dijo la voz.
No
se tomó en consideración a Bürgel ni a que pudiera necesitar
a
K.
—Es
Erlanger —musitó Bürgel. No pareció sorprenderle que se encontrase en la
habitación contigua.
—Vaya
en seguida, ya está enojado, intente calmarlo. Tiene un buen sueño, pero hemos
conversado en voz demasiado alta, uno no puede dominarse cuando habla de
ciertas cosas. Vaya, vaya, parece como si no pudiera salir de su somnolencia.
Vaya ¿qué quiere aún aquí? No, no tiene que disculparse por su somnolencia,
¿por qué tendría que hacerlo? Las energías corporales sólo llegan hasta un
límite determinado, ¿qué culpa tiene de que esos límites tengan gran
importancia en otros aspectos? No, nadie es culpable por eso. Así se corrige el
mundo en su curso y mantiene el equilibrio. Se trata de un dispositivo
admirable, inimaginablemente admirable, aunque desconsolador en otros sentidos.
Pero ahora váyase, no sé por qué me mira así. Si se sigue demorando, Erlanger
caerá sobre mí, y me gustaría evitarlo. Pero váyase, quién sabe lo que le
espera, aquí está todo lleno de oportunidades. Sólo que hay oportunidades que,
en cierta medida, son demasiado grandes para ser aprovechadas; hay cosas que no
fracasan por otro motivo que por sí mismas. Sí, es maravilloso. Por lo demás,
ahora espero poder dormir un poco. Cierto, ya son las cinco y pronto comenzará
el ruido. ¡Si al menos quisiera irse ya!
Aturdido
por el repentino despertar de un profundo sueño, aún necesitado ilimitadamente
de sueño, con el cuerpo dolorido por la incómoda postura, K no se decidía a
levantarse, mantenía la frente con una mano y miraba hacia su pecho. Ni
siquiera las continuas despedidas de Bürgel habían logrado impulsarle a
marcharse, sólo el sentimiento de la completa inutilidad de prolongar su
estancia allí le indujo lentamente a hacerlo. Aquella habitación le parecía
indescriptiblemente yerma. Si eso había ocurrido entonces o había sido así
desde el principio, no lo sabía. Ni siquiera lograría volver a dormirse allí.
Ese convencimiento fue, incluso, lo decisivo, riéndose un poco de ello, se
levantó, se apoyó donde sólo se podía encontrar un apoyo, en la cama, en la
pared, en la puerta, y salió, como si hiciese mucho tiempo que se hubiese
despedido de Bürgel, sin un saludo .
24
Probablemente
también le hubiera resultado indiferente haberse pasado la habitación de
Erlanger, si Erlanger no hubiese estado en la puerta abierta y le hubiese hecho
una seña, una única y pequeña seña con el dedo índice. Erlanger ya estaba
dispuesto a irse, llevaba un abrigo de piel negro abrochado hasta el cuello. Un
sirviente le daba en ese mismo momento los guantes y mantenía en la otra mano
un gorro de piel.
—Tendría
que haber venido mucho antes —dijo Erlanger.
K
quiso disculparse, pero Erlanger mostró al parpadear con cansancio que
renunciaba a sus disculpas.
—Se
trata de lo siguiente —dijo—, en la taberna trabajaba antes una tal Frieda,
sólo conozco su nombre, a ella no la conozco, no me interesa. Esa tal Frieda le
sirvió a Klamm alguna vez la cerveza, ahora parece haber allí otra muchacha.
Bien, ese cambio carece, naturalmente, de importancia, probablemente para
todos, con toda seguridad para Klamm. Pero cuanto más grande es un trabajo, y
el trabajo de Klamm es el más grande, menos fuerza resta para defenderse contra
el mundo exterior, en consecuencia cualquier cambio banal puede perturbar
seriamente las cosas más importantes. El más pequeño cambio en la mesa, la
limpieza de una mancha existente allí desde siempre, todo eso puede perturbar
del mismo modo que una nueva criada. Ahora bien, todo eso perturba, como perturbaría
a cualquier otro con cualquier trabajo, pero no a Klamm, eso es imposible. Sin
embargo, estamos obligados a velar por el bienestar de Klamm de tal forma que
apartemos de él perturbaciones que para él no son tales —probablemente para él
no haya ninguna—, cuando nos llaman la atención como un potencial foco de
perturbación. Y no por él, no por su trabajo apartamos esas perturbaciones,
sino por nosotros, por nuestra conciencia y tranquilidad. Por esta razón,
Frieda tiene que regresar inmediatamente a la taberna: quizá por el hecho de
regresar, perturbe, pero entonces la volveremos a echar; provisionalmente, sin
embargo, tiene que regresar. Usted vive con ella, según me han dicho, así que
consiga que regrese de inmediato. Es evidente que aquí no se deben tomar en
consideración sentimientos personales, por eso no pienso discutir nada sobre
este asunto. Ya estoy haciendo más de lo necesario si menciono que en el caso
de que cumpla en esta pequeñez, le podría ser útil en otro momento. Esto es
todo lo que tenía que decirle.
Se
despidió de K con una inclinación de cabeza, se puso el gorro de piel que le
ofreció el sirviente y, seguido por éste, bajó rápidamente por el corredor
aunque cojeando algo.
A
veces allí se impartían órdenes que eran muy fáciles de cumplir, pero esa
facilidad no alegró a K. No sólo porque la orden afectaba a Frieda se había
emitido como una orden, aunque a K le hubiera sonado como una burla, sino ante
todo porque en ella se reflejaba la inutilidad de todos sus esfuerzos. Sobre él
pasaban las órdenes, las favorables y las desfavorables, y también las
favorables tenían un núcleo desfavorable, pero en todo caso todas pasaban por
encima de él y él se encontraba en una situación de inferioridad que le impedía
acometerlas o enmudecerlas y tener la posibilidad de hacerse oír. Si Erlanger
te hace señas para que no hables, ¿qué puedes hacer? Y si no hiciera señas,
¿qué podrías decirle? Ciertamente, K era consciente de que su cansancio le
había perjudicado más que lo desfavorable de las circunstancias, pero ¿por qué
una persona, que había creído poder confiar en su cuerpo y que sin esa
convicción jamás se habría puesto en camino, no había podido pasar una noche
sin dormir y otras durmiendo mal?, ¿por qué sintió allí ese cansancio
incontrolable, donde nadie estaba cansado o, donde, más bien, todos estaban
continuamente cansados sin que eso perjudicase su trabajo, sí, incluso parecía
que lo fomentaba?
De
eso se podía deducir que era un cansancio diferente al de K. Allí se encontraba
el cansancio en medio de un trabajo feliz, era algo que daba la sensación de
ser cansancio pero que en realidad era una tranquilidad indestructible, una paz
indestructible. Cuando se está algo cansado al mediodía, eso pertenece al feliz
curso del día. Los señores aquí disfrutan de un continuo mediodía, se dijo K.
Y
con esa idea coincidía que ya a las cinco de la mañana todo se tornase animado
a los lados del corredor. Esa confusión de voces en las habitaciones tenía algo
de extremadamente alegre. Una vez sonaba como el júbilo de los niños que se
preparan para irse de excursión, otras veces como el amanecer en el gallinero,
como la alegría de estar en consonancia con el día que despierta, incluso en un
momento uno de los señores imitó el canto de un gallo. El corredor, sin embargo,
aún estaba vacío, pero las puertas ya estaban en movimiento, una y otra vez se
abría alguna de ellas y se cerraba en seguida, el corredor zumbaba por el abrir
y cerrar de puertas, K también vio por arriba, en el resquicio que dejaban las
paredes sin llegar al techo, cómo aparecían las cabezas desgreñadas y volvían a
desaparecer. Desde el fondo venía lentamente un carrito, llevado por un
sirviente, que contenía expedientes. Un segundo sirviente caminaba a su lado,
tenía una lista en la mano y comparaba los números de las puertas con el de los
expedientes. El carrito se detenía ante la mayoría de las puertas; por regla
general se abría entonces la puerta y los expedientes correspondientes, a veces
sólo una hoja —en estos casos se producía una pequeña conversación entre la
habitación y el corredor, probablemente se le hacían reproches al sirviente—,
eran entregados en la habitación. Si la puerta permanecía cerrada, se colocaban
cuidadosamente ante ella. En esos casos a K le pareció como si no cesase el movimiento
en las puertas contiguas, sino que aumentase. Tal vez los otros se asomaban
para mirar llenos de ansiedad los expedientes acumulados incomprensiblemente
ante la puerta, no podían comprender que alguien que sólo tenía que abrir la
puerta para apoderarse de sus expedientes no lo hiciese; quizá incluso fuese
posible que más tarde se repartiesen definitivamente los expedientes
abandonados entre los demás señores, quienes en ese momento, asomándose
continuamente, querían convencerse de si los expedientes seguían ante la puerta
y si, por tanto, aún podían albergar esperanzas. Por lo demás, esos expedientes
abandonados en el suelo solían ser gruesos legajos y K supuso que se habían
dejado allí provisionalmente por cierta fanfarronería o maldad o por un justificado
orgullo frente a los colegas. Algo fortaleció esa suposición: que a veces, y
precisamente cuando él no miraba, el paquete, después de haber estado allí en
exhibición un buen rato, era retirado repentinamente y a toda prisa, quedando
la puerta tan inmóvil como antes. También las puertas vecinas se tranquilizaban
en ese caso, decepcionadas o también satisfechas de que ese motivo de
irritación hubiese desaparecido, pero poco después volvían a entrar en
movimiento.
K
contemplaba todo eso no sólo con curiosidad, sino también con interés. Casi se
sentía en medio de esa agitación, miraba aquí y allá y seguía, aunque a
prudente distancia y para observar su labor de reparto, a los sirvientes,
quienes, por cierto, ya con frecuencia se habían dado la vuelta con mirada
severa, cabeza inclinada y gesto huraño. Esta labor, conforme avanzaba, se
producía con mayor lentitud, o la lista río coincidía, o los expedientes no
eran bien distinguidos por los sirvientes, o los señores ponían objeciones por
otros motivos, en todo caso se llegaron a repetir algunos repartos, entonces el
carrito retrocedía y el sirviente negociaba sobre la devolución a través del
resquicio de la puerta. Esas negociaciones causaban grandes dificultades,
ocurría con frecuencia que, cuando se trataba de una devolución, puertas que
habían estado con anterioridad muy animadas, ahora permaneciesen
inexorablemente cerradas, como si no quisiesen saber nada del asunto. Entonces
comenzaban las verdaderas dificultades. Aquel que creía tener derecho a los expedientes,
era extremadamente impaciente, hacía mucho ruido en su habitación, daba
palmadas, pataleaba, y gritaba una y otra vez a través del resquicio de la
puerta un número determinado de expediente. En esas situaciones el carrito
quedaba abandonado. Mientras uno de los sirvientes estaba ocupado en
tranquilizar al impaciente, el otro luchaba ante la puerta cerrada para la
devolución. Los dos lo tenían difícil. El impaciente se volvía más impaciente
con los intentos de calmarle, ya no podía oír las palabras vacías del
sirviente, no quería consuelo, quería expedientes, uno de esos señores llegó a
derramar un vaso de agua sobre el sirviente. El otro sirviente, de superior
rango jerárquico, aún lo tenía más difícil. Si el señor condescendía en
negociar, se producían discusiones complejas en las que el sirviente se remitía
a su lista y el señor a sus notas y precisamente a los expedientes que en
teoría tenía que devolver, pero que mantenía con fuerza en la mano de tal
manera que ni siquiera una esquina de él quedaba expuesta a la ansiosa mirada
del sirviente. El sirviente, para buscar nuevas pruebas, también tenía que
regresar al carrito que siempre había rodado un poco más debido a la
inclinación del corredor, o tenía que ir a la habitación del señor que reclamaba
sus expedientes para intercambiar las objeciones del actual poseedor con las
del otro. Esas negociaciones duraban mucho tiempo, a veces llegaban a un
acuerdo, el señor cedía una parte de los expedientes o recibía otra como
indemnización, ya que sólo se había producido una confusión, pero también
sucedía que alguien tuviera que renunciar sin más a todos los expedientes
requeridos, ya fuese porque el sirviente le acorralase con sus pruebas, ya
porque se cansase de tanto negociar, pero entonces no le devolvía los
expedientes al sirviente, sino que los arrojaba en una pronta decisión por el
corredor, lo que provocaba que se soltasen las cintas, las hojas volasen y los
sirvientes tuvieran que esforzarse en ordenarlo todo otra vez. Pero el problema
resultaba proporcionalmente más difícil cuando el sirviente no recibía ninguna
respuesta a su petición de devolución; en ese caso permanecía ante la puerta
cerrada, pedía, suplicaba, citaba su lista, se remitía a reglamentos, todo en
vano, ningún sonido salía de la habitación y, al parecer, el sirviente no tenía
ningún derecho a entrar en la habitación sin permiso. A veces el sirviente
llegaba a perder en esa situación el dominio de sí mismo, se iba hacia su
carrito, se sentaba, sin más recursos, sobre los expedientes, se limpiaba el
sudor de la frente y durante un rato no emprendía nada que no fuese bambolear
los pies. El interés por esos incidentes era grande, por todas partes se oían
cuchicheos en cuanto una puerta se quedaba tranquila y, curiosamente, seguían
los acontecimientos por el resquicio de la pared con rostros embozados con
toallas, que, por lo demás, no podían estar un rato en calma. En medio de toda
esa agitación a K le resultó llamativo que la puerta de Bürgel permaneciese
cerrada durante ese tiempo y que, aunque los sirvientes habían realizado el
reparto de expedientes en esa parte del corredor, no le hubiesen entregado
ninguno. Quizá seguía durmiendo, lo que, con ese ruido, hubiese significado un
sueño muy sano, pero ¿por qué no había recibido ningún expediente? Sólo muy
pocas habitaciones y, además, probablemente deshabitadas, habían sido evitadas
de esa manera. En cambio, en la habitación de Erlanger ya había un nuevo e
intranquilo huésped, Erlanger debió de ser prácticamente desalojado por él en
plena noche; eso no se adaptaba mucho al carácter frío y experimentado de
Erlangen, pero el hecho de que hubiese esperado a K en el umbral de la puerta
hablaba en esa dirección.
Después
de esas observaciones más personales, se fijó de nuevo en el sirviente; respecto
a ese sirviente no se constataba lo que le habían contado a K acerca de los
sirvientes en general, de su inactividad, su vida cómoda, su arrogancia,
también había excepciones entre los sirvientes o, lo que era más probable,
había diferentes grupos entre ellos, pues allí había, como notó K,
delimitaciones que hasta ese momento no había percibido. En especial de ese
sirviente le gustó mucho su inflexibilidad. En lucha contra esas habitaciones
obstinadas —a K le parecía una lucha contra las habitaciones, pues sus
habitantes apenas se dejaban ver—, el sirviente no cedía. Se fatigaba, sin
duda, pero ¿quién no se hubiese fatigado? Al poco tiempo, sin embargo, ya se
había recuperado, bajaba del carrito y avanzaba una vez más, con los dientes
apretados, para conquistar la puerta. Y ocurría que fuese rechazado una y dos
veces, y de una forma muy fácil, mediante el endemoniado silencio, pero aún no
se daba por vencido. Como veía que no podía conseguir nada con un ataque
frontal, lo intentaba de otra manera, por ejemplo, y si K lo comprendió
correctamente, con astucia. Se distanciaba aparentemente de la puerta, dejaba
que agotase su silencio, se dirigía hacia otras puertas, pero después de un
rato regresaba, llamaba al otro sirviente, todo en voz alta y de forma llamativa,
y comenzaba a apilar expedientes ante la puerta, como si hubiese cambiado de
opinión y al señor no se le tuviesen que retirar legítimamente expedientes,
sino en realidad darle más. Entonces seguía, pero mantenía la puerta vigilada,
y cuando el señor, como solía ocurrir, abría la puerta cuidadosamente para
coger los expedientes, el sirviente estaba allí en dos saltos, introducía el
pie entre la puerta y la pared y obligaba así al señor a negociar con él cara a
cara, lo que conducía por regla general a un acuerdo parcialmente
satisfactorio. Y si no lo conseguía así o no le parecía el método adecuado para
una puerta concreta, lo intentaba de otra forma. Entonces se dedicaba, por
ejemplo, al señor que reclamaba los expedientes. Desplazaba a un lado al otro
sirviente, que sólo trabajaba mecánicamente, y era más bien un estorbo, y
comenzaba a convencer al señor con susurros, en secreto, introduciendo la
cabeza en la habitación, probablemente le hacía promesas y le aseguraba el
correspondiente castigo del otro señor en el próximo reparto, al menos señalaba
con frecuencia hacia la puerta del oponente y reía, en lo que se lo permitía su
cansancio. Pero también se daban casos, uno o dos, en los que renunciaba a más
intentos, pero aquí también creía K que eso sólo era una renuncia aparente o,
al menos, una renuncia con motivos justificados, pues seguía con toda
tranquilidad, toleraba, sin mirar hacia atrás, el ruido del señor perjudicado,
y mostraba simplemente con un parpadeo más largo que sufría por el ruido. El señor,
sin embargo, se tranquilizaba paulatinamente, al igual que el ininterrumpido
llanto infantil se convierte poco a poco en sollozos aislados, aunque después
de que hubiese enmudecido aún se oyese de vez en cuando un grito o un fugaz
abrir y cerrar de esa puerta. En todo caso, se mostraba que también en esa
oportunidad el sirviente había actuado correctamente. Finalmente sólo quedó un
señor que no quería tranquilizarse, calló durante un largo tiempo, pero
simplemente para recuperarse, luego comenzó de nuevo, y no más débil que antes.
No estaba muy claro por qué gritaba y se quejaba, quizá no fuese por el reparto
de los expedientes. Mientras tanto, el sirviente había concluido su trabajo,
sólo un expediente, en realidad, un papel, la página de un cuaderno de notas,
había quedado por culpa del ayudante en el carrito y no se sabía a quién le
correspondía.
«Ése
podría ser mi expediente», se le pasó a K por la cabeza. El alcalde siempre
había hablado de ese «caso minúsculo». Y K, por muy ridícula y absurda que le
pareciera esa suposición, intentó acercarse al sirviente que en ese momento
mantenía pensativo la página en su mano. No era fácil, pues el sirviente no
soportaba la proximidad de K, incluso en medio del trabajo más duro siempre
había encontrado tiempo para mirar hacia K impaciente y enojado, con
movimientos bruscos de la cabeza. Sólo después de haber concluido el reparto
parecía haberse olvidado algo de K, quizá porque se había tornado más
indiferente; su extremado agotamiento lo hacía comprensible, tampoco se
esforzaba mucho con la nota, ni siquiera la leyó entera, sólo lo aparentó, y
aunque probablemente habría procurado una gran alegría a uno de los señores al
repartirle la nota, tomó otra decisión, ya estaba harto de repartir, así que
hizo un gesto de silencio a su acompañante llevándose el dedo índice a la boca,
rompió —K aún no había llegado hasta él— la nota en trozos pequeños y se los
metió en el bolsillo. Se trataba de la primera irregularidad que K había visto
en el trabajo administrativo, aunque también podía ser posible que lo hubiese
entendido erróneamente. Y aun cuando fuese una irregularidad, se podía
disculpar, y bajo las condiciones en que se realizaba el trabajo, el sirviente
no podía trabajar sin cometer errores, una vez tenía que liberarse del enojo y
la irritación acumulados, y que eso se mostrase sólo en la acción de romper esa
nota, parecía lo suficientemente inocente. Aún resonaba la voz por el corredor
del señor que no había manera de tranquilizar y los colegas, que en otros aspectos
no se comportaban precisamente con amabilidad entre ellos, parecían compartir
la misma opinión en lo referente al ruido, era como si el señor hubiese
adoptado la tarea de hacer ruido por todos aquellos que le animaban con gritos
y gestos con la cabeza para que siguiera con el escándalo. Pero el sirviente ya
no se preocupaba en absoluto de ello, había terminado su trabajo, señaló el
asidero del carrito para que el otro sirviente lo agarrase y se fueron como
habían venido, sólo que más satisfechos y con tal rapidez que el carrito
brincaba ante ellos. Sólo una vez se sobresaltaron y miraron hacia atrás,
cuando el señor, que continuaba gritando, y ante cuya puerta permanecía K,
porque le hubiera gustado saber qué quería realmente, al parecer comprobó que
con los gritos no iba a llegar a ninguna parte y encontró el botón de un
timbre, por lo que, entusiasmado con la posibilidad de liberar su enojo, en vez
de gritar comenzó a tocar el timbre. A continuación, comenzó un gran murmullo
en las otras habitaciones, al parecer de aprobación; el señor parecía estar
haciendo algo que a todos les hubiera gustado hacer desde hacía tiempo y que
habían omitido sólo por motivos desconocidos. ¿Era quizá a la servidumbre, tal
vez a Frieda, a quien llamaba el señor con todo ese ruido? Ya podía tocar todo
lo que quisiera. Frieda estaba ocupada en envolver a jeremías en paños
calientes y aun cuando él estuviese sano, ella tampoco tendría tiempo, pues
entonces estaría en sus brazos. Pero los timbrazos tuvieron un efecto
inmediato. Ya se veía cómo el posadero venía corriendo desde la lejanía,
vestido de negro y abotonado hasta el cuello, como siempre; pero corría como si
se olvidase de su dignidad; había extendido los brazos, como si le hubiesen
llamado por haberse producido una gran desgracia y llegase para agarrarla y
hacerla desaparecer en su pecho; y con cada irregularidad del timbre parecía
dar un saltito y apresurarse aún más. Su esposa apareció a una gran distancia
de él: también ella corría con los brazos extendidos, pero sus pasos eran
cortos y afectados y K pensó que llegaría demasiado tarde, mientras tanto el
posadero ya habría hecho todo lo necesario. Para dejar espacio al posadero, K
se apretó contra la pared. Pero el posadero se detuvo ante K como si ésa fuese
su meta y la posadera le alcanzó en seguida y los dos le llenaron de reproches,
que él, con las prisas y la sorpresa, no entendió, sobre todo porque el timbre
del señor se injería e incluso otros timbres comenzaron a sonar, ahora ya no
por necesidad, sino sólo por jugar y por el exceso de alegría. K, porque tenía
mucho interés en comprender su culpabilidad, se mostró conforme con que el
posadero le tomase por el brazo y se lo llevase de aquel ruido que seguía
aumentando, pues detrás de ellos —K no se volvió, ya que el posadero y sobre
todo, en la otra parte, la posadera, no dejaban de hablarle— se abrían las
puertas por completo, el corredor se animaba, pareció desarrollarse cierto
tráfico, como en una animada callejuela, las puertas ante ellos parecían
esperar impacientes a que K pasase de una vez por todas para poder dejar salir
a los señores, y, mientras, no cesaban de tocar los timbres como si festejasen
una victoria. Finalmente —ya se encontraban en el blanco y silencioso patio—, y
con lentitud, K pudo irse enterando de qué había ocurrido. Ni el posadero ni la
posadera podían entender que K hubiese osado hacer semejante cosa. Pero ¿qué
había hecho? Una y otra vez lo preguntó K, pero durante mucho tiempo no lo pudo
averiguar, pues su culpabilidad era para los dos tan evidente que no podían
pensar en su buena fe. Sólo muy lentamente se dio cuenta K de todo. No tenía
derecho a estar en el corredor, por regla general sólo le era accesible
excepcionalmente la taberna por un acto de gracia y salvo contraorden. Si había
sido citado por un señor, naturalmente tenía que comparecer en el lugar
señalado, pero siempre tenía que permanecer consciente —al menos tendría el
habitual sentido común, ¿no?— de que estaba en un sitio al que no pertenecía,
sólo porque un señor, en la mayoría de los casos contra su voluntad, puesto que
así lo reclamaba y disculpaba un asunto administrativo, le había convocado. Así
pues, tenía que aparecer rápidamente, someterse al interrogatorio, pero después
desaparecer cuanto antes mejor. ¿No había tenido en el corredor el sentimiento
de que aquél no era su sitio? Pero si lo había tenido, ¿cómo había podido vagar
por allí como un tigre enjaulado? ¿Acaso no había sido citado para un
interrogatorio nocturno? ¿No sabía por qué se habían introducido los interrogatorios
nocturnos? Los interrogatorios nocturnos —y aquí recibió K una nueva
explicación de su sentido— tenían como finalidad escuchar rápidamente, en plena
noche y con luz eléctrica, a aquellas partes cuya visión fuese insoportable
para los señores durante el día, con la posibilidad de olvidar toda esa fealdad
mediante el sueño. El comportamiento de K, sin embargo, se había burlado de
todas las medidas de precaución. Incluso los fantasmas desaparecían cuando
amanecía, pero K se había quedado allí, con las manos en los bolsillos, como si
esperase que, ya que él no se apartaba, todo el corredor con todas las
habitaciones y sus ocupantes tenían que apartarse. Y eso habría ocurrido —de
eso podía estar seguro— con toda certeza, si hubiese sido posible, pues la delicadeza
de sentimientos de los señores no conoce límites. Ninguno de ellos expulsaría a
K o ni siquiera diría lo más evidente, que se tenía que ir, ninguno de ellos lo
haría, a pesar de que mientras durase la presencia de K probablemente temblasen
de excitación y les aguase la mañana, su momento preferido. En vez de dirigirse
a K, preferirían sufrir, en lo que, si bien es cierto, también jugaría la
esperanza de que K, finalmente, tendría que reconocer lo que saltaba a la vista
y tendría que sufrir los mismos padecimientos de los señores hasta límites
insoportables, tan terriblemente inconveniente era su estancia allí, en el
corredor, por la mañana y visible para todos. Pero se trataba de una vana
esperanza. No sabían, o, en su amabilidad y tolerancia, no querían saber, que
hay corazones insensibles, duros, que no se ablandan con ningún respeto. ¿Acaso
no busca la polilla nocturna, el pobre animal, cuando llega el día, un rincón
silencioso y allí se aplana, prefiriendo desaparecer, siendo infeliz por no
poder lograrlo? K, en cambio, se había situado allí donde era más visible y si
pudiera mediante esa acción impedir que amaneciera, lo haría. No lo podía
impedir, pero, desgraciadamente, sí lo podía retrasar o dificultar. ¿Acaso no
había presenciado cómo se repartían los expedientes? Eso era algo que no podía
presenciar nadie excepto los interesados. Eso era algo que ni el posadero ni la
posadera podían presenciar en su propia casa. Sólo recibían alguna información
como, por ejemplo, ese mismo día, del sirviente. ¿No había notado las
dificultades con que se topaba la distribución de expedientes? Algo
incomprensible, pues cada uno de los señores sólo servía a la causa, nunca
pensaba en su ventaja personal y, por tanto, tenía que trabajar con todas sus
fuerzas para que la distribución de expedientes, esa labor tan importante y
fundamental, se produjera con celeridad, facilidad y sin errores. Y, ¿ni
siquiera había supuesto lejanamente que el motivo principal de todas las
dificultades era que el reparto de los expedientes se tenía que realizar, por
su culpa, con las puertas casi cerradas, sin la posibilidad de un trato directo
entre los señores, quienes, naturalmente, podían entenderse en un instante,
mientras que con la mediación del sirviente todo tenía que durar horas, nunca
podía ocurrir sin quejas, lo que suponía un tormento duradero para señores y
sirviente y que probablemente tendría efectos perjudiciales para el trabajo
posterior? Y ¿por qué no podían tratar directamente los señores entre ellos?
Sí, ¿aún no lo comprendía K? La posadera no había conocido nada similar y el
posadero lo confirmó también de su parte y eso que ya habían tenido que tratar
con gente terca. Cosas que, en otro caso, no se osarían decir, había que
decírselas abiertamente para que comprendiese lo más necesario. Muy bien,
habría que decírselo: por su culpa, exclusivamente por su culpa, no habían
salido los señores de sus habitaciones, pues a esas horas de la mañana, poco
después del sueño, son demasiado vergonzosos y sensibles como para exponerse a
las miradas ajenas; se sienten demasiado desnudos para mostrarse, por más que
ya estén completamente vestidos. Es difícil decir de qué se avergonzaban, tal
vez lo hacían, esos eternos trabajadores, por el sencillo hecho de haber
dormido. Pero quizá más que de mostrarse, se avergonzaban de ver a gente
extraña; lo que habían superado felizmente con ayuda de los interrogatorios
nocturnos, la visión de las partes tan difícilmente soportable para ellos, no
querían volver a afrontarlo de nuevo por la mañana , súbitamente, en toda su
crudeza. A eso no le podían hacer frente. ¿Qué tipo de hombre había que ser
para no respetar ese hecho? Bien, había que ser un hombre como K, alguien que,
con su obtusa indiferencia y somnolencia, pasase por alto todo, las leyes, así
como la consideración humana más normal, a quien no le importase nada hacer
casi imposible la distribución de los expedientes y dañar la reputación de la
casa, que lograse lo hasta ahora inaudito de desesperar tanto a los señores que
éstos comenzasen a defenderse, que echasen mano de los timbres, en una
superación de sí mismos impensable para personas comunes, y pidiesen ayuda para
así poder expulsar a K, a quien no había otra manera de estremecer. ¡Ellos, los
señores, pidiendo ayuda! El posadero y la posadera, con todo el personal,
¿acaso no habrían acudido a toda prisa, si hubiesen osado aparecer por la
mañana ante los señores, aunque sólo fuese con el fin de traer ayuda, para
luego desaparecer inmediatamente? Temblando de indignación, desconsolados por
la impotencia habían tenido que esperar allí, al inicio del corredor, y el
sonido de los timbres no fue precisamente para ellos un sonido de salvación.
Bueno, ¡lo peor ya había pasado! ¡Si al menos pudieran echar un vistazo en el
alegre alboroto de los señores finalmente liberados de K! Para K, sin embargo,
no había pasado, con toda certeza tendría que responder de lo allí ocurrido.
Mientras,
habían llegado a la taberna, el motivo por el que el posadero, a pesar de su
enojo, había conducido a K hasta allí, no estaba del todo claro, tal vez se
había dado cuenta de que el cansancio de K le haría imposible abandonar la
casa. Sin esperar una invitación a que se sentara, K se desplomó sobre uno de
los barriles. Allí, en la oscuridad, se sentía bien. En toda la estancia sólo
brillaba una débil lámpara eléctrica colocada sobre los grifos de los barriles.
También fuera reinaba una profunda oscuridad, parecía que nevaba copiosamente.
Había que estar agradecido por permanecer allí, en la habitación templada, y
tomar medidas para no ser expulsado. El posadero y la posadera aún estaban ante
él, como si de su presencia siguiera emanando cierto peligro, como si con su
falta de formalidad no se pudiera excluir que saliese de repente e intentase
volver a penetrar en el corredor. También ellos estaban cansados del susto
nocturno y del temprano despertar, especialmente la posadera, que llevaba
puesto un traje sedoso de color marrón, de falda amplia, no muy bien abotonado
—¿de dónde lo había sacado con las prisas?—, y que mantenía la cabeza apoyada
en el hombro de su esposo, secándose los ojos con un pañuelo de tela fina
mientras lanzaba miradas enojadas a K. Para tranquilizar al matrimonio, K dijo
que todo lo que le habían contado era nuevo para él, que, a pesar de su
ignorancia, no habría permanecido tanto tiempo en el corredor, donde realmente
no tenía nada que hacer y, con toda seguridad, no había pretendido atormentar a
nadie, sino que todo había ocurrido por su extremado cansancio. Les agradecía
que hubiesen puesto fin a esa escena tan desagradable. Si tenía que responder
por su conducta, lo haría agradecido, pues así podría impedir una
interpretación errónea de ella. Sólo el cansancio y nada más había sido el
culpable. Ese cansancio, sin embargo, procedía de que aún no estaba
acostumbrado al esfuerzo de los interrogatorios. No hacía mucho tiempo que
había llegado. Con un poco más de experiencia, no volvería a pasar. Tal vez se
tomaba demasiado en serio los interrogatorios, pero eso no podía representar
ninguna desventaja. Había tenido que soportar dos interrogatorios consecutivos,
uno en la habitación de Bürgel y el segundo en la de Erlanger, especialmente el
primero le había agotado, el segundo, es cierto, no había durado mucho,
Erlanger sólo le había pedido un favor, pero los dos juntos había sido más de
lo que podía soportar, tal vez para otro, como por ejemplo, para el señor
posadero, algo parecido también hubiese sido demasiado. Del segundo
interrogatorio salió tambaleándose. Casi se podría decir que había quedado
sumido en un estado de embriaguez: había visto y oído a aquellos señores por
primera vez y también les había tenido que responder. Por lo que sabía, todo
había salido bien, pero entonces ocurrió esa desgracia, que, sin embargo, no se
le podía atribuir como un comportamiento culpable en vista de lo precedente.
Por desgracia sólo Erlanger y Bürgel se habían dado cuenta de su estado y, con
toda seguridad, le habrían protegido y evitado todo lo posterior, pero Erlanger
se tuvo que ir inmediatamente después del interrogatorio, al parecer para
dirigirse al castillo, y Bürgel, probablemente cansado por el interrogatorio
—¿cómo habría podido entonces resistirlo K sin salir perjudicado?— se había
dormido e incluso se había saltado toda la distribución de los expedientes. Si K
hubiese tenido otra posibilidad, la habría puesto en práctica con alegría y
habría renunciado a todas las observaciones prohibidas, y esto le hubiese
resultado más fácil puesto que en realidad no había estado en disposición de
ver nada y por eso los señores más sensibles se habrían podido mostrar ante él
sin sentir vergüenza alguna.
La
mención de los dos interrogatorios, sobre todo el de Erlanger, y el respeto con
el que K había hablado de los dos señores, ablandó al posadero. Pareció querer
cumplir la petición de K de poner una tabla sobre los barriles y dejarle dormir
allí hasta la tarde, pero la posadera estaba claramente en contra; ajustándose
inútilmente el vestido, cuyo desorden parecía haber descubierto en ese momento,
sacudía una y otra vez la cabeza; al parecer estaba a punto de desencadenarse
de nuevo la vieja disputa sobre la pureza de la casa . Para K, debido a su
cansancio, la conversación del matrimonio adoptada una importancia desmesurada.
Ser expulsado de allí le parecía una desgracia que superaba todo lo
experimentado hasta entonces. Eso no podía ocurrir, ni siquiera si los dos se
ponían de acuerdo contra él. Les siguió acechando acurrucado sobre el barril,
hasta que la posadera, con su hipersensibilidad, que a K le había llamado la
atención hacía tiempo, se echó repentinamente a un lado —probablemente ya había
hablado con el posadero de cosas diferentes— y gritó:
—¿No
ves cómo me mira? ¡Haz que salga de aquí de inmediato!
K,
sin embargo, aprovechando la oportunidad y completamente convencido, casi hasta
la indiferencia, de que permanecería allí, dijo:
—No
te miro a ti, sino tu vestido.
¿Por
qué mi vestido? —preguntó la posadera irritada.
K
se encogió de hombros.
—Ven
—dijo la posadera a su esposo—, está borracho, el muy bruto. Deja que duerma
aquí la borrachera.
Y
ordenó a Pepi, que al oír cómo se dirigía a ella salió de la oscuridad, cansada
y desgreñada, sosteniendo con negligencia una escoba, que le arrojase a K un
cojín cualquiera.
25
Cuando
K despertó, creyó al principio que apenas había dormido; la habitación estaba
igual, vacía y templada, todas las paredes ocultas por la oscuridad, la lámpara
sobre los grifos de los barriles, y una ventana que mostraba la noche. Pero
cuando se estiró, cayó el cojín y tanto la tabla como los barriles crujieron;
Pepi acudió en seguida y entonces se enteró de que ya era de noche y que había
dormido más de doce horas. La posadera había preguntado por él varias veces
durante el día, también Gerstäcker, quien, por la mañana, cuando K hablaba con
la posadera, había esperado allí con una cerveza, pero luego no se atrevió a
molestarle, había regresado para verle, también Frieda había venido y había
permanecido un instante al lado de K, pero no había venido por él, sino porque
tenía cosas que preparar allí, pues por la noche tenía que reanudar su antigua
labor.
—¿Ya
no te quiere? —le preguntó Pepi, mientras le traía un café y un pastel. Pero no
lo preguntó con maldad como antes, sino con tristeza, como si mientras tanto
hubiese conocido la maldad del mundo, frente a la cual fracasa toda maldad
propia y se torna absurda. Habló a K como una compañera de infortunios, y
cuando él probó el café y ella creyó ver que no lo consideraba lo
suficientemente dulce, corrió y le trajo el azucarero. Su tristeza, sin
embargo, no le había impedido aderezarse más que la última vez, se había
trenzado cuidadosamente el pelo, pequeños rizos caían sobre la frente y las
sienes y, alrededor del cuello, llevaba una cadena que colgaba hasta el escote
de la blusa. Cuando K, satisfecho por haber dormido bien y por poder tomar un
buen café, cogió disimuladamente una de las trenzas e intentó soltarla, Pepi le
dijo cansada:
—Déjame
—y se sentó frente a él en un barril.
Y
K no tuvo que pedirle que le hablara de su dolor, ella misma comenzó a hablar
de él, con la mirada fija en la cafetera, como si necesitase una distracción
incluso durante el relato, como si, aun ocupándose de su propio dolor, no
pudiese entregarse por completo a él, pues eso superaría sus fuerzas. Para
empezar, K se enteró de que en realidad él tenía la culpa en la desgracia de
Pepi, pero que ella no le guardaba rencor por eso. Y asintió fervientemente
para impedir cualquier contradicción de K. Primero se había llevado a Frieda de
la taberna y posibilitado así el ascenso de Pepi. Nada imaginable, de no ser
eso, habría podido impulsar a Frieda a renunciar a su puesto; ella se sentaba
allí, en el mostrador, como la araña en el centro de su tela, tenía tendidos
sus hilos por todas partes, que sólo ella conocía. Quitarlos sin su consentimiento
habría sido imposible, sólo el amor por un inferior, esto es, algo que no era
compatible con su posición, la podía apartar de su puesto. ¿Y Pepi? ¿Había
pensado alguna vez ganarse ese puesto? Ella era una simple criada, tenía un
empleo insignificante y con pocas perspectivas. Por supuesto, tenía sueños de
un gran futuro, como cualquier otra muchacha, nadie podía prohibirse soñar,
pero no pensaba seriamente en prosperar, se había conformado con lo logrado. Y
de repente desapareció Frieda de la taberna, ocurrió de forma tan repentina que
el posadero no tenía disponible una sustituta adecuada, buscó y su mirada
recayó en Pepi, quien, ciertamente, se había adelantado. En aquel tiempo amaba
a K como no había amado a nadie en su vida, se había sentado meses enteros en
su cuarto oscuro y diminuto y estaba preparada a pasar allí años y, en el peor
de los casos, toda su vida, siempre inadvertida y, de repente, apareció K, un
héroe, un liberador de mujeres jóvenes y le había abierto el camino hacia
arriba. Él, por supuesto, no sabía nada de ella, no lo había hecho por ella,
pero eso no disminuyó en nada su gratitud; en la noche anterior a su ascenso
—la contratación aún era insegura, pero muy probable—, pasó horas hablando con
él, susurrándole en el oído su agradecimiento. Y en sus ojos aún aumentó su
acto por el hecho de que era precisamente Frieda la carga que había puesto
sobre sus hombros, algo incomprensiblemente desprendido residía en esa acción:
que para alzar a Pepi, convirtiese a Frieda en su amante, a Frieda, una
muchacha fea, envejecida y escuálida, con un cabello corto y ralo, además una
muchacha insidiosa, que siempre tenía algún secreto, lo que sin duda guardaba
relación con su aspecto; si su cuerpo y su rostro eran deplorables, debía de
tener algún secreto que nadie podía comprobar, por ejemplo su supuesta relación
con Klamm. E incluso a Pepi le habían asaltado pensamientos como que era
posible que K amase realmente a Frieda, quizá no se engañase o sólo engañase a
Frieda y el único resultado de ello fuera el ascenso de K, luego él se daría
cuenta de su error o no querría ocultarlo por más tiempo y entonces sólo vería
a Pepi y no a Frieda, lo que no tenía por qué ser pura imaginación de Pepi,
pues ella podía competir muy bien con Frieda, mujer frente a mujer, lo que
nadie podía negar, y ante todo había sido la posición de Frieda y el brillo que
ella le había sabido dar lo que había cegado momentáneamente a K. Y Pepi,
entonces, había soñado que K, cuando ella tuviera el puesto, vendría a ella y
ella tendría la elección entre prestar oídos a K y perder el puesto o
rechazarle y seguir ascendiendo. Y ella estaba dispuesta a renunciar a todo, a
inclinarse hacia él y mostrarle el verdadero amor que jamás podría encontrar
con Frieda y que era independiente de todos los empleos de honor de este mundo.
Pero luego todo sucedió de un modo distinto. ¿Y quién era el culpable? Sobre
todo K y, luego, también era cierto, la astucia de Frieda. Pero ante todo K,
pues ¿qué quería? ¿Qué tipo de hombre tan extraño era? ¿A qué aspiraba? ¿Qué
eran esas cosas tan importantes que le preocupaban y que le impulsaban a
olvidar lo más próximo, lo mejor, lo más bello? Pepi era la víctima, todo era
una necedad y todo estaba perdido, y quien tuviese la fuerza de incendiar toda
la posada de los señores, pero hasta los cimientos, sin que quedase una huella,
ardiendo como un papel en la chimenea, ése sería hoy el elegido de Pepi. Sí,
Pepi llegó a la taberna hacía cuatro días, poco antes de la comida. No era
ningún trabajo fácil ése, se podía decir que casi era un trabajo asesino, pero
no era poco lo que se podía alcanzar con él. Pepi tampoco había vivido antes al
día y aunque nunca, en sus pensamientos más osados, había aspirado a ese
puesto, sin embargo sí había realizado numerosas observaciones, conocía las
exigencias del puesto, desde luego no lo había asumido sin estar preparada. Y
no se podía asumir sin estar preparada, porque en otro caso se perdería en las
primeras horas, sobre todo si se intentaba realizar el trabajo como lo haría
una criada. Como criada una se olvidaba de Dios y de los hombres, se trataba de
un trabajo como en una mina, al menos en el corredor de los secretarios así
era. Día tras día no se veía allí, aparte de las pocas personas convocadas que
iban rápidamente de un lado a otro sin atreverse a mirar, a ningún ser humano,
excepto las dos o tres criadas que estaban igual de amargadas que Pepi. Por las
mañanas no se podía salir de la habitación, a esas horas los secretarios
querían estar solos, entre ellos, la comida se la llevaban los sirvientes de la
cocina, por regla general las criadas no tenían nada que ver con eso, tampoco
durante las horas de la comida nos podíamos mostrar en el corredor. Sólo cuando
los señores trabajaban, las criadas podían limpiar, pero, naturalmente, no en
las habitaciones ocupadas, sino en las vacías, y ese trabajo se tenía que
realizar en silencio para no molestar a los señores. Pero ¿cómo era posible
limpiar en silencio cuando los señores vivían varios días en las habitaciones?
A todo ello se añadían los sirvientes, esa chusma, que no paraban de
trastocarlo todo, así, cuando las criadas podían entrar en la habitación, ésta
se encontraba en un estado que ni siquiera un diluvio podría limpiarla. Cierto,
se trataba de señores, pero había que superar la repugnancia para limpiar sus
habitaciones. Las criadas no tenían mucho trabajo, pero era duro. Y nunca una
palabra amable, sólo reproches, especialmente éste, el más frecuente y
atormentador: que al limpiar habían desaparecido expedientes. En realidad no se
perdía nada, cualquier papel, por pequeño que fuese, se entregaba al posadero,
pero era cierto que se perdían expedientes, aunque no por obra de las criadas.
Y entonces se formaban comisiones y las criadas tenían que abandonar sus
habitaciones y la comisión registraba las camas; las criadas no tenían ninguna
propiedad, sus pocos objetos personales cabían en un cesto, pero la comisión
buscaba durante horas. Por supuesto que no encontraba nada, ¿cómo podrían
llegar hasta allí expedientes? Pero el resultado volvía a ser insultos y
amenazas procedentes de la decepcionada comisión y transmitidos por el
posadero. Y nunca se encontraba la tranquilidad, ni de día ni de noche. Había
ruido casi toda la noche y ruido desde el amanecer. Si al menos no hubiera que vivir
allí, pero era obligatorio, pues había periodos en que era competencia de las
criadas llevar pequeñeces, según los pedidos, de la cocina, sobre todo por la
noche. Siempre de repente el puño golpeando la puerta de la criada, el dictado
del pedido, bajar a la cocina, sacudir al mozo de cocina que duerme, poner el
pedido en el suelo ante la puerta de la criada, donde lo recogía uno de los
sirvientes, qué triste era todo eso. Pero no era lo peor. Lo peor era cuando no
se producía ningún pedido, cuando en lo más profundo de la noche, cuando todos
tendrían que estar durmiendo y la mayoría dormía de verdad, alguien comenzaba a
andar de puntillas ante la puerta de las criadas. Entonces las criadas se
levantaban de un salto —las camas eran literas, había poco espacio, la
habitación de las criadas no era más que un gran armario con tres nichos—,
escuchaban atentamente en la puerta, se arrodillaban, se abrazaban
atemorizadas. Y continuamente se oía al furtivo ante la puerta. Todas habrían
sido felices si finalmente hubiese entrado en la habitación, pero no ocurría
nada, nadie entraba. Y había que reconocer que en ello no se tenía que ver
necesariamente un peligro, quizá sólo era alguien que iba de un lado a otro
ante la puerta, reflexionaba si quería hacer un pedido y luego no se decidía.
Tal vez sólo era eso, o tal vez fuera algo muy diferente. En realidad no
conocíamos a los señores, apenas los habíamos visto. En todo caso las criadas
se morían de miedo y, cuando por fin ya no se oía nada, se apoyaban en la pared
y no tenían más fuerzas para subir hasta sus camas. Ésta era la vida que le
esperaba otra vez a Pepi, esa misma noche ocuparía de nuevo su plaza en la
habitación de las criadas. Y ¿por qué? A causa de K y Frieda. De vuelta a esa
vida de la que acababa de escapar, de la que había escapado, sí, con ayuda de
K, pero también con un gran esfuerzo, pues en ese servicio las criadas se
descuidaban, incluso las más cuidadosas. ¿Para quién se tendrían que acicalar?
Nadie las miraba, en el mejor de los casos el personal de la cocina; a quien
eso le bastase, se podía acicalar. El resto del tiempo lo pasábamos en nuestro
cuarto o en las habitaciones de los señores, y entrar en ellas con vestidos
limpios habría sido absurdo y un derroche. Y siempre bajo la luz eléctrica y
con un aire pesado —siempre se estaba caldeando—, y, en realidad, siempre
cansadas. La mejor forma de pasar la tarde libre era durmiendo tranquilamente y
sin miedo en algún rincón de la cocina. ¿Para qué acicalarse entonces? Sí,
apenas nos vestíamos. Y de repente Pepi fue destinada a la taberna, donde,
presuponiendo que se afirmara en el puesto, precisamente sería necesario todo
lo contrario, siempre se encontraría expuesta a las miradas de los demás, entre
los que se encontrarían muchos señores muy atentos y exigentes y donde siempre
habría que dar la impresión más agradable posible. Y Pepi podía decir que no
había omitido nada. No se preocupó de lo que vendría después. Ella sabía muy
bien que tenía las capacidades necesarias para ocupar ese puesto, de eso estaba
muy segura, y esa misma convicción la seguía teniendo ahora y nadie se la podía
quitar, ni siquiera ese día, el día de su derrota. Sólo era difícil el modo en
que podría mantenerse al principio, pues no dejaba de ser una criada pobre, sin
vestidos ni joyas, y porque los señores no tenían la paciencia de esperar para
ver cómo se iba evolucionando, sino que en seguida, sin transición ninguna,
querían tener una camarera como estaba mandado, en otro caso la rechazaban. Se
podría pensar que sus exigencias no eran grandes, pues Frieda las podía
satisfacer, pero eso no era cierto. Pepi había reflexionado sobre ello, también
se había encontrado a menudo con Frieda y durante un tiempo había dormido con
ella. No era fácil seguir las huellas de Frieda y quien no tenía mucho cuidado
¿y qué señores lo tenían?— caía en sus engaños. Nadie sabía mejor que Frieda lo
lamentable que era su aspecto; cuando, por ejemplo, se veía por primera vez
cómo se soltaba el pelo, había que juntar las manos de pena, una muchacha como
ella, si las cosas se hiciesen bien, no podría ser ni criada. Ella también lo
sabía y por ello había llorado más de una noche, se había abrazado a Pepi y se
había tapado la cara con su pelo. Pero cuando estaba de servicio, desaparecían
todas sus dudas, se consideraba la más bella y sabía convencer a cualquiera de
la mejor manera. Y mentía deprisa y estafaba para que la gente no tuviera
tiempo de contemplarla correctamente. Por supuesto que eso no podía durar
mucho, la gente tenía ojos y, al final, terminarían por tener razón. Pero en el
instante en que percibía un peligro semejante, ya tenía preparado otro
artificio, por ejemplo, en los últimos tiempos, su relación con Klamm. ¡Su
relación con Klamm! Si no lo creía, lo podía confirmar, podía visitar a Klamm y
preguntarle. Qué astuta era, qué astuta. Y si no se atrevía a presentarse ante
Klamm con semejante pregunta y ni siquiera lograba una cita con cuestiones
infinitamente más importantes, o Klamm fuese completamente inaccesible para él
—sólo para él y para los que eran como él, pues Frieda, por ejemplo, se
plantaba ante él de un brinco cuando quería—, si eso era así, a pesar de ello
aún lo podía confirmar, no necesitaba más que esperar. Klamm no toleraría
durante mucho tiempo un rumor tan falso, él estaba perfectamente informado de
todo lo que se contaba de él en la taberna y en las habitaciones, todo eso
poseía para él la mayor importancia y si era falso, lo rectificaría. Pero si no
lo rectificaba, entonces no había nada que rectificar y todo era verdad. Lo único
que se veía es que Frieda llevaba la cerveza a la habitación de Klamm y
regresaba con el pago, pero lo que no se veía, eso es lo que contaba Frieda y
había que creerla. Pero no contaba nada, no iba a divulgar esos secretos, no,
los mismos secretos se divulgaban por sí mismos y ya que se habían divulgado,
ya no temía hablar de ellos ella misma, pero con modestia, sin afirmar nada, se
remitía a lo conocido por todos. Sin embargo, no lo contaba todo, por ejemplo
que Klamm, desde que ella estaba en la taberna, bebía menos cerveza que antes,
no mucha menos, pero significativamente menos, de eso no decía nada, podía
obedecer a distintos motivos, podía ser que fuese una temporada en la que a
Klamm le agradase menos la cerveza o, quizá, se olvidaba de la cerveza por
Frieda. En todo caso, y por muy sorprendente que pudiera parecer, Frieda era la
amante de Klamm. Pero lo que satisfacía a Klamm, ¿por qué no podrían admirarlo
los demás? Y así Frieda, en un abrir y cerrar de ojos, se había convertido en
una belleza, en una muchacha hecha a la medida de la taberna, casi demasiado
bella, demasiado poderosa, quizá incluso fuera demasiado buena para la taberna.
Y, en efecto, a muchos les resultaba extraño que siguiese en la taberna; el
empleo de camarera en la taberna era mucho, desde esa perspectiva parecía muy
creíble la relación con Klamm; ahora bien, si la camarera de la taberna era la
amante de Klamm, ¿por qué la dejaba tanto tiempo en la taberna? ¿Por qué no la
ascendía? Se le podía repetir mil veces a la gente que aquí no existía ninguna
contradicción, que Klamm tenía distintos motivos para obrar así, o que, tal
vez, que el ascenso de Frieda estaba al caer, todo eso producía poco efecto, la
gente tenía determinadas ideas y no se dejaba desviar de ellas mucho tiempo por
complejo que fuera el artificio que se empleaba. Nadie había dudado que Frieda
fuera la amante de Klamm, incluso aquellos que posiblemente lo sabían mejor, ya
estaban demasiado cansados para dudar. «¡Por todos los diablos, sé la amante de
Klamm!», pensaron, «pero si ya lo eres, lo queremos confirmar con tu ascenso».
Pero nadie pudo notar ni confirmar nada, y Frieda permaneció en la taberna como
hasta entonces y aún estaba contenta en secreto de que así fuera. Pero entre la
gente perdió en prestigio, eso lo tuvo que notar, ella solía notar cosas antes
de que se manifestasen. Una muchacha realmente bella y encantadora, una vez que
se había adaptado a la taberna, no debía emplear artimañas; mientras fuera
bella, permanecería camarera en la taberna, siempre y cuando no se produjese
alguna desgraciada casualidad. Una muchacha como Frieda, sin embargo, tenía que
estar continuamente preocupada por su puesto, era evidente que no lo mostraba,
más bien solía quejarse y renegar de su trabajo, pero observaba permanentemente
en secreto el ambiente. Y así comprobó que la gente se tornaba indiferente, la
aparición de Frieda ya no suponía ningún motivo que mereciera la pena para
levantar la mirada, ni siquiera los sirvientes se fijaban en ella,
comprensiblemente se sentían atraídos por Olga y otras mujeres parecidas,
también comprobó en el comportamiento del posadero que ella cada vez era menos
imprescindible, y tampoco podía inventar más historias de Klamm, todo tenía
límites, y así la buena de Frieda se decidió por algo nuevo. ¡Todos lo
adivinaron! Pepi lo sospechó, pero, por desgracia, no lo adivinó. Frieda se
decidió por provocar un escándalo, ella, la amante de Klamm, se quiso arrojar
en los brazos de un cualquiera; en lo posible, en los del más ínfimo. Eso
causaría sensación, de eso se hablaría largo tiempo y, finalmente, se
acordarían de lo que significaba ser la amante de Klamm y de lo que significaba
rechazar ese honor en la embriaguez de un nuevo amor. Lo único difícil era
encontrar el hombre adecuado con el que se pudiera jugar una partida tan
astuta. No podía ser un conocido de Frieda, tampoco uno de los sirvientes,
probablemente uno de ellos la habría mirado con los ojos muy abiertos y habría
seguido su camino, ante todo no habría sabido mantener la seriedad, y habría
resultado imposible difundir, ni con toda la elocuencia, que Frieda había sido
asaltada por él, que no había sabido defenderse y que se había rendido a él en
un momento de inconsciencia. Y aunque se tratase de la persona más ínfima,
tendría que ser alguien del que se pudiera hacer creíble que, a pesar de su
carácter obtuso y grosero, sólo anhelaba a Frieda y que no tenía otro deseo que
—¡Cielo Santo!— casarse con ella. Pero aun siendo el hombre más vulgar, en lo
posible inferior a un criado, muy inferior a un criado, al menos tenía que ser
uno que no fuese objeto de risa de todas las muchachas, alguien en quien otra
mujer con sentido común pudiese encontrar algo atractivo. Pero ¿dónde se podía
encontrar a un hombre semejante? Cualquier otra mujer probablemente lo habría
buscado en vano durante toda la vida, la suerte de Frieda, sin embargo, condujo
tal vez al agrimensor a la taberna precisamente la noche en que le vino el plan
a la cabeza. ¡El agrimensor! Sí, ¿en qué pensaba K? ¿Qué cosas tan especiales
ocupaban su mente? ¿Quería lograr algo especial? ¿Un buen empleo, una
distinción? ¿Quería algo similar? Bueno, entonces tendría que haberse conducido
de un modo diferente desde el principio. Era un don nadie, resultaba lamentable
contemplar su situación. Era agrimensor, eso quizá fuese algo, al menos había
aprendido una profesión, pero cuando no se sabe qué emprender con ello, no
significa nada. Y encima presentaba exigencias; sin tener ningún respaldo,
presentaba exigencias, no directamente, pero se notaba que tenía pretensiones,
eso era irritante. ¿Sabría que incluso una criada le hacía una concesión cuando
hablaba con él? Y con todas sus pretensiones la primera noche cayó en la trampa
más burda. ¿Acaso no se avergonzaba? ¿Qué fue lo que le atrajo tanto de Frieda?
Ahora podía reconocerlo. ¿Le había podido gustar realmente esa cosa amarillenta
y escuchimizada? ¡Ah!, no, ni siquiera la había mirado, ella sólo le dijo que
era la amante de Klamm, en él eso sonó a novedad y ya estaba perdido. Pero
entonces ella se tenía que mudar, ya no había sitio para ella en la posada de
los señores. Pepi la vio la mañana antes de la mudanza, todo el personal se
había reunido allí, había curiosidad por verlo. Y tan grande era aún su poder
que se compadecían de ella, todos, también sus enemigos; tan exitoso resultó su
cálculo al principio; haberse arrojado en los brazos de un tipo semejante les
parecía a todos algo incomprensible, un golpe del destino; las pequeñas mozas
de cocina, que naturalmente admiraban a todas las camareras de la taberna,
estaban inconsolables. Incluso Pepi estaba afectada, ni siquiera ella se pudo
dominar, aunque dirigía su atención a algo diferente. Le llamó la atención la
escasa tristeza que mostraba Frieda. En el fondo se trataba de una terrible
desgracia que le había afectado, y ella hacía como si fuese muy desgraciada,
pero no lo suficiente, ese juego no podía engañar a Pepi. ¿Qué la mantenía tan
íntegra? ¿Acaso la felicidad del nuevo amor? Bueno, esa consideración caía por
sí misma. Pero ¿qué podía ser entonces? ¿Qué le daba la fuerza incluso para
tratar a Pepi, que ya entonces era considerada su sucesora, con la fría
amabilidad de siempre? Pepi no tenía tiempo para reflexionar sobre ello, tenía
demasiado que hacer con los preparativos para el nuevo empleo. Probablemente
debería ocuparlo en unas horas y no tenía ningún peinado bonito, ningún vestido
elegante y de tela fina, ningunos zapatos decentes. Todo eso había que
conseguirlo en unas horas, si no podía aparecer con corrección, era mejor
renunciar al trabajo, pues entonces lo perdería en la primera media hora.
Bueno, lo logró en parte. Para peinarse tenía un talento especial, una vez
incluso la llamó la posadera para que la peinara, posee una habilidad especial
en las manos, si bien ella tenía una abundante cabellera que se amoldaba a
todos los deseos. También consiguió ayuda para el vestido. Sus dos compañeras
se mantuvieron fieles, también suponía para ellas cierto honor cuando una
criada de su grupo era nombrada camarera de la taberna; además Pepi, más tarde,
cuando tuviese poder, podría conseguirles alguna ventaja. Una de ellas tenía
desde hacía tiempo una tela muy cara, era su tesoro, y con frecuencia dejaba
que las demás la admiraran; soñaba con emplearla alguna vez de forma espléndida
y —lo que fue un bonito gesto de su parte—, ahora que la necesitaba Pepi, la
sacrificó. Y las dos la ayudaron gustosas a coser, si hubiesen cosido para
ellas mismas, no habrían invertido tanto celo. Incluso fue un trabajo muy
alegre y dichoso. Estaban sentadas cada una en su cama, una sobre la otra,
cosían y cantaban y se pasaban las partes concluidas y los accesorios de
costura. Cuando Pepi pensaba en ello le llegaba al corazón que todo hubiese
sido en vano y que ahora tuviese que regresar con sus amigas con las manos
vacías. Qué desgracia y cuánta imprudencia, sobre todo por parte de K. Cómo se
alegraron todas del vestido. Pareció el colmo del éxito, y cuando
posteriormente aún se encontró espacio para un lazo, desapareció la última
duda. ¿Y acaso no era bonito el vestido? Ya estaba un poco arrugado y sucio,
Pepi no tenía un segundo vestido, así que había tenido que llevar ése día y
noche, pero aún se podía comprobar lo bello que había sido, ni siquiera la
condenada de los Barnabás había podido ponerse uno mejor. Y además se podía
ajustar y aflojar, arriba y abajo, según el gusto; que fuese un solo vestido,
pero tan modificable, supuso una gran ventaja y realmente fue su invención.
Cierto, para ellas no era difícil la costura, Pepi no se vanagloriaba de ello,
a las muchachas jóvenes y sanas les quedaba todo bien. Más difícil fue
conseguir la ropa interior y los zapatos, y aquí comenzó el fracaso. También en
esto ayudaron las amigas, pero no pudieron conseguir mucho, sólo ropa basta que
remendaron y, en vez de zapatos de tacón alto, hubo que conformarse con unos
zapatos de andar por casa, que era preferible esconder antes que mostrar.
Consolaron a Pepi, Frieda tampoco iba muy bien vestida y a veces se paseaba tan
desaliñada que los clientes preferían dejarse servir por los mozos antes que
por ella. Así era en realidad, pero Frieda podía hacerlo, ella gozaba del favor
de los demás; cuando una dama se muestra vestida con descuido, se vuelve más
seductora, pero ¿con una novata como Pepi? Y, además, Frieda no podía vestirse bien,
carecía de gusto. Si alguien tenía la piel amarillenta no le cabía otro remedio
que aguantarse, pero no tenía, como Frieda, que ponerse una blusa escotada
color crema para dañar los ojos de los demás. Y aun en el caso de que no
hubiese sido así, era demasiado mezquina para vestirse bien, todo lo que
ganaba, lo ahorraba, nadie sabía para qué. Mientras estaba de servicio no
necesitaba dinero, lograba salir de problemas con mentiras y trucos, Pepi no
quería imitar su ejemplo y por eso estaba justificado que se acicalase tanto
para hacerlo patente y desde el principio. Si hubiese podido emplear más
medios, podría haber salido victoriosa a pesar de la astucia de Frieda y de la
necedad de K. Todo comenzó muy bien. Los conocimientos necesarios ya los había adquirido
antes. Apenas llegada a la taberna, ya se había adaptado. Nadie echaba de menos
a Frieda. Sólo el segundo día hubo algunos huéspedes que preguntaron por ella.
No se cometieron errores, el posadero estaba satisfecho, todo el primer día
permaneció en la taberna por miedo, luego ya sólo fue de vez en cuando,
finalmente lo dejó todo en manos de Pepi, ya que la caja coincidía, además, los
ingresos, por término medio, incluso habían aumentado respecto al periodo de
Frieda. Pepi introdujo novedades. Frieda había cedido algunos de sus derechos,
no por diligencia, sino por avaricia, ansias de dominio, y por miedo; también
controlaba a los criados, al menos esporádicamente, sobre todo cuando alguien
miraba. Pepi, sin embargo, adjudicó ese trabajo a los mozos, que para eso
servían mejor. Gracias a esa medida, se disponía de más tiempo para las
habitaciones de los señores, los huéspedes fueron servidos con rapidez y, aun
así, pudo conversar algo con ellos, no como Frieda que, al parecer, sólo se
reservaba para Klamm y consideraba cada palabra, cada aproximación de otro como
una ofensa a Klamm. Esa táctica, sin embargo, también era astuta, pues cuando
dejaba que alguien se aproximara a ella, se tenía que interpretar como un gran
privilegio. Pepi, en cambio, odiaba esos artificios, además, al principio no
eran útiles. Pepi se mostraba amigable con todos y todos le pagaban con
amabilidad. Todos estaban visiblemente alegres por el cambio; cuando por fin
los agotados señores se podían sentar un rato para tomarse una cerveza se les
podía cambiar con una palabra, una mirada, un encogerse de hombros. Tantas
veces pasaban las manos por los rizos de Pepi, que se tenía que renovar el
peinado diez veces al día; nadie se resistía a la seducción ejercida por esos
rizos y trenzas, ni siquiera K, tan irreflexivo en otras cosas. Tantos días
exitosos, excitantes y llenos de trabajo. ¡Si no hubiesen pasado tan rápido!
¡Si hubiesen sido más! Cuatro días eran demasiado poco, por más que se
realizase un esfuerzo hasta el agotamiento, quizá habría bastado el quinto día,
pero cuatro habían sido demasiado pocos. Cierto, Pepi ya había adquirido en
cuatro días amigos y bienhechores, si hubiese podido confiar en todas las
miradas; se puede decir que nadaba, cuando traía las jarras de cerveza, en un
mar de amistad; un escribiente llamado Bratmeier estaba loco por ella, le había
regalado esa cadena y el colgante y en el colgante estaba su retrato, lo que
había sido una osadía; sí, ocurrieron muchas cosas, pero sólo fueron cuatro
días, en cuatro días, si se lo proponía, Pepi casi podía hacer que se olvidasen
de Frieda, aunque no del todo, y se habrían olvidado de ella aún antes, si no
hubiese mantenido precavidamente su nombre en todos los labios a causa de su
gran escándalo, con él era como si fuese nueva para todos, sólo por curiosidad
les hubiera gustado verla; lo que se había convertido para ellos en algo
aburrido hasta la saciedad, había adquirido un nuevo acicate gracias a los
merecimientos del indiferente K; por ello no habrían renunciado a Pepi,
mientras estuviese allí y destacase por su presencia, pero en su mayoría eran
señores mayores, aferrados a sus costumbres; antes de que se acostumbrasen a
una nueva camarera tenían que pasar unos días, por muy beneficioso que hubiese
sido el cambio; contra la voluntad de los señores siempre duraba unos días,
quizá sólo cinco días, pero cuatro no bastaban; Pepi, a pesar de todo, seguía
siendo considerada como una camarera provisional. Y luego quizá la desgracia
más grande, en esos cuatro días Klamm, a pesar de que durante los dos primeros
días estuvo en el pueblo, no bajó de su habitación. Si hubiese bajado, habría
sido el ensayo decisivo, un ensayo que ella al menos no temía, todo lo
contrario, por el que se alegraba. No se hubiese convertido —ésas eran cosas de
las que era mejor no hablar— en la amante de Klamm, ni tampoco habría mentido
para tenerse por una, pero hubiese sabido dejar la jarra de cerveza en la mesa
con la misma simpatía que Frieda, le habría saludado amablemente sin la
impertinencia de Frieda y se habría despedido con la misma amabilidad, y si
Klamm hubiese buscado algo en los ojos de una joven, lo habría encontrado en
los ojos de Pepi hasta la saciedad. Pero ¿por qué no bajó? ¿Por casualidad? Eso
fue lo que creyó Pepi entonces. Durante los dos días le esperó a cada momento.
«Ahora vendrá Klamm» —pensaba continuamente y corría hacia un lado y a otro sin
otro motivo que la intranquilidad de la espera y el anhelo de ser la primera en
verle cuando entrara. Esa continua decepción la fatigó mucho, quizá por eso
rindiera menos de lo que era capaz. Se deslizaba, cuando tenía un poco de
tiempo, hasta el corredor, cuyo acceso le estaba terminantemente prohibido al
personal, allí se ocultó en un rincón y esperó. «Si ahora viniese Klamm
—pensaba—, si pudiese recoger al señor en su habitación y llevarlo hasta la
taberna en mis brazos. Soportaría esa carga sin derrumbarme, aun cuando fuese
mucho más pesada». Pero no fue. En esos corredores de arriba reinaba tal
silencio, un silencio imposible de imaginar si no se ha estado allí. Reinaba
tal silencio que no se podía soportar mucho tiempo, el silencio terminaba por
ahuyentarte. Diez veces fue Pepi ahuyentada, diez veces volvió a subir. Era
absurdo. Klamm bajaría cuando quisiese bajar, pero si no quería, Pepi no podría
sacarle por mucho que se asfixiara en el rincón sufriendo fuertes
palpitaciones. Era absurdo, pero si no bajaba, todo era absurdo. Y no bajó. Hoy
sabía Pepi por qué Klamm no había bajado. Frieda se habría divertido mucho si
hubiese visto a Pepi arriba, en el corredor, escondida en un rincón y con las
dos manos en el corazón. Klamm no bajó porque Frieda no lo consintió. No lo
logró con sus súplicas, sus súplicas no llegaban hasta Klamm, pero esa araña
tenía conexiones que nadie conocía. Cuando Pepi le decía algo a un huésped, lo
decía abiertamente, también lo podía oír la mesa vecina; Frieda, sin embargo,
no tenía nada que decir, ponía la cerveza en la mesa y se iba; sólo susurraban
sus enaguas de seda, lo único en lo que invertía dinero. Pero si alguna vez
decía algo, no lo decía abiertamente, sino que se lo susurraba al cliente, se
inclinaba de tal manera que en la mesa vecina se aguzaban los oídos. Lo que
decía era probablemente insignificante, aunque no siempre; ella tenía
conexiones, apoyaba las unas en las otras y aunque la mayoría de ellas
fracasaban —¿quién se preocuparía largo tiempo de Frieda?—, de vez en cuando
había alguna que persistía. Así que comenzó a aprovecharse de esas conexiones.
K le proporcionó la posibilidad para ello, en vez de sentarse a su lado y
vigilarla, él apenas se quedó en casa, vagó por todas partes, sostuvo
entrevistas aquí y allá, a todo le prestó atención menos a Frieda, y, para
darle aún más libertad, se mudó de la posada del puente a la escuela. Todo eso
había sido un buen inicio para una luna de miel. Bueno, Pepi era con toda
seguridad la última que podía reprochar a K que no hubiese logrado soportar a
Frieda. Con ella no se podía aguantar mucho tiempo. Pero ¿por qué no la había
abandonado, por qué había regresado con ella una y otra vez, por qué había
despertado la impresión en sus peregrinaciones de que luchaba por ella? Era
como si, a través de su contacto con Frieda, hubiese descubierto su
insignificancia, como si quisiese hacerse digno de Frieda, como si quisiese
trepar y para ello renunciase a la convivencia para luego poderse resarcir de
los sacrificios realizados. Mientras, Frieda no había perdido el tiempo, había
permanecido sentada en la escuela, adonde ella seguramente había conducido a K,
y observaba la posada de los señores y observaba a K. Tenía a su disposición
mensajeros excepcionales, los ayudantes de K, que —lo que era incomprensible,
incluso conociendo a K resultaba incomprensible— se los dejaba a ella. Ella se
los enviaba a sus viejos amigos, hacía que la recordasen, se quejaba de que un
hombre como K la mantenía encerrada, acosaba a Pepi, anunciaba su próxima
llegada, pedía ayuda, juraba que no había traicionado a Klamm, hacía como si
hubiese que proteger a Klamm y no se le debiera permitir en ningún caso que
bajase a la taberna. Lo que ella vendía a algunos como la protección de Klamm,
ante el posadero lo interpretaba como su éxito personal, y llamaba la atención
acerca de que Klamm ya no bajaba. ¿Cómo podría bajar, si abajo era Pepi la que
servía? Aunque era cierto que el posadero no tenía culpa alguna, esa Pepi era,
en todo caso, la mejor sustituta que había podido encontrar, pero no era
suficiente, ni siquiera para unos días. K no sabía nada de toda esa actividad
de Frieda; cuando no vagaba por ahí, yacía ignorante a sus pies, mientras ella
contaba las horas que aún la separaban de la taberna. Pero los ayudantes no
sólo le prestaban ese servicio de mensajería, también colaboraban para poner
celoso a K, para mantenerlo en calor. Frieda conocía a los ayudantes desde su
infancia, no tenían ningún secreto entre ellos, pero en honor a K comenzaron a
anhelarse mutuamente y surgió el peligro de que se convirtiera en un gran amor.
Y K hizo cualquier cosa para satisfacer a Frieda, incluso lo más contradictorio,
dejó de ponerse celoso por los ayudantes y sin embargo toleraba que los tres
permanecieran juntos mientras él emprendía solo sus peregrinaciones. Era como
si fuese el tercer ayudante de Frieda. Entonces Frieda, basándose en sus
observaciones, se decidió a dar el gran golpe, decidió regresar. Y realmente
era el momento oportuno, resultaba admirable cómo Frieda, la muy astuta, lo
reconoció y aprovechó, esa fuerza en la observación y en la decisión constituía
el inimitable arte de Frieda; si Pepi lo tuviera, qué diferente habría sido el
curso de su vida. Si Frieda hubiese permanecido un día o dos más en la escuela,
ya no podrían haber expulsado a Pepi, sería definitivamente camarera, amada por
todos, habría ganado el dinero suficiente para completar su ajuar, sólo uno o
dos días y Klamm ya no habría podido ser apartado con ninguna intriga de la
taberna, habría bajado, bebido, se habría sentido cómodo y, si acaso hubiese
percibido la ausencia de Frieda, estaría muy satisfecho con el cambio; sólo uno
o dos días más y todo habría quedado olvidado, Frieda con su escándalo, con sus
conexiones, con los ayudantes, nada de eso habría sido recordado. ¿Quizá
entonces podría aferrarse mejor a K y, presuponiendo que fuese capaz de ello,
aprender a quererle? No, tampoco eso, pues K no necesitaba más de un día para
hartarse de ella, para reconocer cómo le embaucaba de la manera más miserable,
con todo, con su supuesta belleza, su supuesta fidelidad y, sobre todo, con el
supuesto amor de Klamm, sólo un día, nada más, necesitaba para expulsar de la
casa a esa sucia compañía de ayudantes, ni siquiera K necesitaba más. Y, sin
embargo, entre esos dos peligros, cuando ya comenzaba a cerrarse la tumba sobre
ella, K, en su simpleza, aún le dejaba abierta la última y estrecha vía, y ella
escapaba. De repente —nadie lo había esperado, iba contra la naturaleza—, era
ella la que ahuyentaba a K, quien la seguía queriendo y persiguiendo, y bajo la
útil presión de los amigos y ayudantes aparecía ante el posadero como una
salvadora, más seductora que antes a causa del escándalo, deseada notoriamente
tanto por los inferiores como por los superiores, aunque habiendo sucumbido
sólo un instante ante el más inferior de todos, a quien rechazaba como estaba
mandado para permanecer inalcanzable como antes, sólo que antes todo eso se
dudaba con razón, pero ahora reinaba el convencimiento. Así que regresaba, el
posadero vacilaba mientras miraba a Pepi de soslayo —¿debía sacrificarla, a
ella, que tan bien había trabajado?—, pero al poco tiempo ya se había dejado
convencer, había demasiado que hablaba en favor de Frieda y, ante todo, quería
volver a ganar a Klamm para la taberna. Y así se llegaba a esa misma noche.
Pepi no esperaría a que llegase Frieda y a que hiciese un triunfo de la
ocupación del puesto. Ya le había dado al posadero la caja, se podía ir. La
cama en la habitación de las criadas ya estaba preparada para ella, allí la
saludarían sus llorosas amigas, se quitaría el vestido, las cintas del pelo y
lo arrojaría todo en algún lugar donde quedase bien escondido y no le
recordasen innecesariamente tiempos pasados que deberían olvidarse para
siempre. Luego tomaría la fregona y el cubo e iría a trabajar con los dientes
apretados. Pero antes le tenía que contar todo a K para que él, que sin ayuda no
se habría dado cuenta de nada, viese claramente lo mal que había tratado a Pepi
y lo infeliz que la había hecho. Aunque, ciertamente, también de él se había
abusado .
Pepi
había terminado de hablar. Se limpió, suspirando, algunas lágrimas de los ojos
y de las mejillas y miró a K asintiendo con la cabeza, como si quisiese decir
que en el fondo no se trataba de su desgracia, que ella la soportaría y para
ello no necesitaría ni ayuda ni consuelo de nadie, y menos de K; ella, a pesar
de su juventud, conocía la vida y su desgracia sólo era una confirmación de sus
conocimientos, en realidad se trataba de la desgracia de K: había querido
presentarle su propia imagen; después de la destrucción de todas sus
esperanzas, ella había considerado necesario hacerlo así .
—Qué
imaginación más desbocada tienes, Pepi —dijo K—. No es verdad que hayas
descubierto ahora todas esas cosas, no son más que sueños producto de vuestra
oscura y estrecha habitación de criadas, que allí abajo tienen su razón de ser,
pero que aquí, al aire libre de la taberna, resultan extraños. Con esos
pensamientos no podías afirmarte aquí, eso es evidente. Incluso tu vestido y tu
peinado, de los que tanto te vanaglorias, sólo son producto de la oscuridad y
de las camas de vuestra habitación; allí pueden ser muy bonitos, aquí, sin
embargo, todos se ríen de ellos ya sea en secreto o en público. ¿Y qué cuentas
más? ¿Que han abusado de mí y me han estafado? No, querida Pepi, de mí han
abusado tan poco como de ti y me han estafado tan poco como a ti. Es cierto que
Frieda me ha abandonado o, como tú te expresas, se ha escapado con los
ayudantes; vislumbras un destello de la verdad, y es realmente muy improbable
que se convierta en mi esposa, pero no es cierto que me haya hartado de ella o
que la hubiera expulsado al día siguiente o que me hubiera engañado como quizá
una mujer engaña a un hombre. Vosotras, las criadas, estáis acostumbradas a
espiar a través del ojo de la cerradura y de esa costumbre deriváis la forma de
pensar consistente en deducir, de forma magistral pero completamente falsa, el
todo de una pequeñez que realmente veis. La consecuencia de ello es que en este
caso, por ejemplo, yo sé menos que tú. Tampoco puedo explicar tan
detalladamente como tú por qué Frieda me ha abandonado. La explicación más
probable me parece la que tú has insinuado pero sin sacarle el partido
necesario: que la he descuidado. Eso es, por desgracia, cierto. La he
descuidado, pero eso tuvo motivos especiales que no vienen ahora a cuento;
sería feliz si regresara a mí, pero volvería a descuidarla en seguida. Así es.
Cuando estaba conmigo, me encontraba continuamente en mis peregrinajes, tan
ridiculizados por ti, ahora que se ha ido, no tengo casi ninguna ocupación,
estoy cansado, tengo deseos de no ocuparme absolutamente de nada. ¿No tienes
ningún consejo para mí, Pepi?
—Pues
sí —dijo de repente, tornándose vivaz y cogiendo los hombros de K—, nosotros
dos somos los estafados, permanezcamos juntos, ven conmigo abajo, con las
demás.
—Mientras
te quejes de haber sido estafada —dijo K—, no puedo llegar a un acuerdo
contigo. Tú quieres seguir siendo estafada, porque eso te adula y te conmueve.
Pero la verdad es que tú no eres la adecuada para este puesto. Cuán clara
resulta tu ineptitud, que hasta yo, según tu opinión, el más ignorante, me doy
cuenta de ella. Eres una buena chica, Pepi, pero no es fácil reconocer lo que
te digo; yo, por ejemplo, al principio te tomé por cruel y arrogante, pero no
lo eres, sólo es este puesto que te confunde, ya que no eres apta para él. No
quiero decir que el puesto sea demasiado elevado para ti, tampoco es un empleo
tan extraordinario; quizá sea, si se mira con más detenimiento, más honorable
que tu empleo anterior, pero en general la diferencia no es tan grande, los dos
se asemejan tanto que se pueden confundir, sí, casi se podría afirmar que es
preferible ser criada antes que camarera, pues abajo siempre se está entre
secretarios, aquí, sin embargo, hay que tener contacto con el pueblo llano, por
ejemplo conmigo, si bien también se puede servir a los superiores de los
secretarios en sus habitaciones; está decretado que yo no pueda permanecer en
ningún lado salvo aquí, en la taberna, y la posibilidad de tratar conmigo
¿podría ser algo extremadamente honroso? Sólo a ti te lo parece y quizá tengas
motivos para ello. Pero precisamente por eso careces de la aptitud necesaria.
Es un empleo como cualquier otro, para ti, sin embargo, es el Reino Celestial,
en consecuencia todo lo haces con un celo desmesurado, te acicalas como, según
tú, se deben acicalar los ángeles —ellos, en realidad, son de otra manera—,
tiemblas por el puesto, te sientes continuamente perseguida, buscas ganarte con
desmesurada amabilidad a todos aquellos que te puedan servir de apoyo, pero con
esa actitud los importunas y los repeles, pues ellos buscan paz en la taberna y
no añadir a sus preocupaciones las de la camarera. Es posible que después de la
salida de Frieda ninguno de los clientes se diese cuenta del suceso, ahora, sin
embargo, sí lo saben y realmente anhelan a Frieda, pues ella lo ha conducido
todo de otro modo. Fuera cual fuese su carácter y el modo en que valorase su
empleo, poseía una gran experiencia en su trabajo, era fría y sabía dominarse,
tú misma lo has destacado, aunque sin haberte aprovechado del ejemplo. ¿Te has
fijado alguna vez en su mirada? Ésa no era ya la mirada de una camarera, casi
era la mirada de una posadera. Todo lo veía y, al mismo tiempo, captaba a cada
una de las personas, y la mirada que dejaba para ellas era lo suficientemente
fuerte como para someterlas. Qué importaba que quizá fuese un poco delgada, que
estuviese un poco envejecida, que uno se pudiera imaginar un cabello más denso,
ésas son pequeñeces comparadas con lo que realmente tenía y aquellos a quienes
hubiesen molestado esos defectos sólo habrían demostrado que les faltaba el
sentido para captar lo importante. Esto no se le puede reprochar a Klamm y sólo
es el falso punto de vista de una muchacha joven e inexperta lo que te impide
creer en el amor de Klamm por Frieda. Klamm te parece —y con razón— inalcanzable
y, por eso, crees que tampoco Frieda tendría que haber llegado hasta Klamm. Te
equivocas. Yo confiaría exclusivamente en la palabra de Frieda, aun en el caso
de que careciera de pruebas irrefutables. Por increíble que te parezca y aunque
te resulte incompatible con tus ideas del mundo y del funcionariado, de la
distinción y efecto de la belleza femenina, es verdad, como que estamos aquí
sentados y tomo tu mano entre las mías, que así se sentaban, como si fuera la
cosa más natural del mundo, Klamm y Frieda, uno al lado del otro, y él bajaba
voluntariamente, incluso se apresuraba a bajar, nadie espiaba en el corredor,
descuidando el trabajo; el mismo Klamm tenía que hacer el esfuerzo de bajar y
los fallos en el vestido de Frieda, que tanto te horrorizaban, a él no le
molestaban en absoluto. ¡No quieres creerla! Y no sabes cómo te descubres, cómo
muestras tu inexperiencia. Ni siquiera alguien que no supiese nada de la
relación con Klamm, tendría que reconocer en su carácter que se ha formado algo
que es más que tú y yo y que toda la gente del pueblo y que sus conversaciones
iban más allá de las bromas que son habituales entre clientes y camareras y que
parecen ser la meta de tu vida. Pero te hago una injusticia. Tú reconoces muy
bien las dotes de Frieda, te has dado cuenta de su capacidad de observación, de
su fuerza para decidir, de su influencia sobre las personas, sólo que todo lo
interpretas erróneamente, crees que todo lo emplea de forma egoísta para
obtener ventaja, con maldad, sólo como un arma contra ti. No, Pepi, aun cuando
pudiese disparar esas flechas envenenadas, no podría dispararlas a una
distancia tan corta. ¿Y egoísta? Más bien podría decirse que, sacrificando lo
que tenía y lo que podía esperar, nos ha dado la posibilidad de mantenernos en
un puesto superior, pero los dos la hemos decepcionado y la hemos obligado a
regresar aquí. No sé si es así, tampoco mi culpa me parece clara, únicamente
cuando me comparo contigo surge en mi mente algo parecido, como si nosotros nos
hubiésemos esforzado de un modo demasiado ruidoso, infantil e inexperto para
ganar algo que se podría obtener fácilmente con la tranquilidad y la
objetividad de Frieda, pero que con lloros, arañazos y tirones violentos, como
un niño tira del mantel, no se puede obtener, más bien echar por tierra y
hacerlo inalcanzable. No sé si esto será así, pero que hay más posibilidades de
que sea así y no cómo tú lo has contado, eso lo sé con toda certeza.
—Muy
bien —dijo Pepi—, estás enamorado de Frieda porque se te ha escapado, no es difícil
estar enamorado de ella cuando ya no está . Puede que todo sea como dices y
puede que tengas razón, también al ridiculizarme. ¿Qué vas a hacer ahora?
Frieda te ha abandonado. Ni con tu explicación ni con la mía tienes la
esperanza de que regrese a ti e incluso si regresase alguna vez, en algún lugar
tendrás que alojarte durante ese tiempo, hace frío y no tienes ni trabajo ni
cama, ven con nosotras, mis amigas te gustarán, te acomodaremos muy bien. Nos
ayudarás en el trabajo, que en realidad es demasiado duro para unas jovencitas
como nosotras; no dependeríamos exclusivamente de nosotras mismas y por la
noche ya no tendríamos miedo. ¡Ven con nosotras! También mis amigas conocen a
Frieda, te contaremos historias acerca de ella hasta que te hartes. ¡Pero ven!
También tenemos fotos de Frieda y te las mostraremos. Antaño Frieda era más
modesta que hoy, apenas la reconocerás, como mucho por sus ojos que ya en
aquella época tenían ese aspecto inquisitivo. ¿Vas a querer venir?
—¿Está
permitido? Ayer se produjo ese gran escándalo porque fui descubierto en vuestro
corredor.
—Porque
fuiste descubierto, pero si estás en nuestra habitación, jamás te descubrirán.
Nadie sabrá nada de ti, sólo nosotras tres. ¡Ah!, será muy divertido. Ya me
parece la vida allí mucho más soportable que hace un momento. Tal vez no pierda
tanto al tener que irme. Tampoco nos hemos aburrido las tres allí abajo, hay
que dulcificar el amargor de la vida, ya se nos amarga lo suficiente la
existencia durante la juventud para que la lengua no se empalague, pero
nosotras tres nos mantenemos unidas, vivimos lo mejor posible según las
circunstancias; especialmente te gustará Henriette, pero también Emilie, ya les
he hablado de ti, esas historias se escuchan con incredulidad, como si fuera de
la habitación en realidad no pudiese ocurrir nada, allí se está caliente y es
un lugar estrecho: nos apretamos todas juntas, pero aunque dependemos de
nuestra mutua compañía no nos hemos hartado las unas de las otras, todo lo
contrario, cuando pienso en mis amigas, casi me parece justo que regrese con
ellas; ¿por qué tendría que llegar más lejos que ellas?, precisamente era eso
lo que nos mantenía unidas, que las tres teníamos el futuro cerrado de la misma
manera y ahora yo he perforado el muro y me he separado de ellas; cierto, no
las he olvidado, y mi principal preocupación era cómo podía hacer algo por
ellas; mi propio puesto aún era inseguro —lo inseguro que era, no lo sabía—, y,
sin embargo, ya hablé con el posadero sobre Henriette y Emilie. Respecto a
Henriette el posadero no estuvo del todo inflexible, pero respecto a Emilie,
que es mucho mayor que nosotras, tiene la edad aproximada de Frieda, no me dio
ninguna esperanza. Pero imagínate, no quieren salir de allí, saben que es una
vida miserable la que llevan, pero ya se han resignado, esas pobres almas; creo
que las lágrimas que derramaron se debieron más a que tenía que abandonar la
habitación, a que tenía que salir al frío —a nosotras nos parece frío todo lo
que está fuera de la habitación— y a que tenía que tratar con grandes personas
extrañas en grandes espacios y con ninguna otra meta que ganarme la vida, lo
que también había logrado en nuestro hogar común. Probablemente no se
asombrarán si ahora regreso, y sólo para transigir un poco conmigo llorarán y lamentarán
mi destino. Pero entonces te verán a ti y se darán cuenta de que fue una buena
cosa que me fuera. Que ahora tengamos un hombre como ayudante y protector las
hará felices y estarán encantadas de que todo tenga que permanecer en secreto y
que a través de ese secreto estaremos más unidas que antes. ¡Oh, por favor,
ven, ven con nosotras! No tendrás ninguna obligación, no quedarás vinculado
para siempre a nuestra habitación, como nosotras. Si al llegar la primavera
puedes encontrar un alojamiento en cualquier lado y no te gusta estar con
nosotras, te puedes ir, sólo que tendrás que guardar el secreto y no
traicionarnos, pues entonces sería nuestra última hora en la posada de los
señores; y aun así, cuando estés con nosotras, tendrás que tener cuidado de no
mostrarte en ningún lado que consideremos peligroso y tendrás que seguir
nuestros consejos; eso es lo único que te vinculará y a eso te tendrás que
atener, como es nuestro caso, en lo demás eres completamente libre; el trabajo
que te asignemos no será difícil, no temas por ello. Así que ¿vienes?
—¿Cuánto
queda hasta que llegue la primavera? —preguntó K. —¿La primavera? —repitió
Pepi—. Aquí el invierno es largo y monótono. Pero de eso no nos quejamos aquí
abajo, contra el invierno estamos aseguradas. Bueno, en su momento llega la
primavera y el verano, pero en el recuerdo, la primavera y el verano parecen
tan breves que casi se diría que son poco más de dos días, e incluso en esos
días, también en el más bello, cae alguna vez algo de nieve.
En
ese momento se abrió la puerta, Pepi se estremeció, sus pensamientos se habían
alejado demasiado de la taberna, pero no era Frieda, sino la posadera. Se quedó
asombrada al ver que K seguía allí. K se disculpó diciendo que la había estado
esperando y, al mismo tiempo, le agradeció que le hubiese permitido pernoctar
allí. La posadera no entendió por qué K la estaba esperando. K dijo que había
tenido la impresión de que la posadera aún quería hablar con él; pedía
disculpas si había sido un error, además, ya se tenía que ir, había abandonado
por mucho tiempo la escuela, de la que era bedel, de todo tenía la culpa la
citación del día anterior, aún tenía poca experiencia en esas cosas, no
volvería a causarle tantas molestias, como el día anterior. Y se inclinó
dispuesto a salir. La posadera le miró como si soñase. Debido a esa mirada, K
se quedó más tiempo del que quería. Entonces ella sonrió un poco y sólo con el
rostro asombrado de K volvió, en cierta manera, en sí misma; era como si
hubiese esperado una respuesta a su sonrisa y, al no recibirla, se hubiese
despertado.
Ayer
tuviste la osadía de decir algo sobre mi vestido.
K
no podía acordarse.
—¿No
lo recuerdas? A la osadía le sigue la cobardía.
K
se disculpó con su cansancio del día anterior, era posible que hubiese dicho algún
disparate, en todo caso ya no recordaba nada. ¿Qué habría podido decir de los
vestidos de la posadera? ¿Que eran tan bellos como no los había visto en su
vida? Al menos aún no había visto a ninguna posadera que trabajase con esos
vestidos.
—Déjate
de comentarios —dijo rápidamente la posadera—, no quiero oír más una palabra
tuya acerca de mis vestidos, no te incumben en absoluto, te lo prohibo de una
vez por todas.
K
se inclinó una vez más y se dirigió hacia la puerta.
—Pero
¿qué significa eso —exclamó la posadera detrás de él— de que jamás has visto a
una posadera con esos vestidos durante el trabajo? ¿Qué significan esos
absurdos comentarios? Son completamente absurdos, ¿qué quieres decir?
K
se dio la vuelta y pidió a la posadera que no se excitase. Naturalmente que el
comentario era absurdo. Además, él no entendía nada de vestidos. En su
situación cualquier vestido sin manchas le parecía un lujo. Sólo se había
quedado asombrado al ver a la señora posadera, abajo, en el corredor, con un
vestido de noche tan bello entre tantos hombres apenas vestidos, nada más.
—Ah,
muy bien —dijo la posadera—, ya pareces comenzar a recordar tu comentario de
ayer. Y lo completas con otro absurdo. Es cierto que no entiendes nada de
vestidos. Así que deja de juzgar—te lo pido seriamente— cuáles son lujosos o
cuáles son inadecuados y otras cosas por el estilo —aquí pareció como si
tuviese un escalofrío—, no vuelvas a decir nada sobre mis vestidos, ¿lo oyes?
Y
cuando K quería darse la vuelta en silencio, ella preguntó:
—¿De
dónde sabes tú algo de vestidos?
K
se encogió de hombros, no sabía nada.
—No
sabes nada —dijo la posadera—, entonces no deberías pretender que sabes. Ven a
la oficina, te mostraré algo, entonces dejarás para siempre tus insolencias.
La
posadera salió por la puerta, Pepi se acercó a K de un salto; con el pretexto
de cobrar la cuenta de K, llegaron rápidamente a un acuerdo; era muy fácil,
pues K conocía el patio, cuya puerta conducía a la calle lateral, al lado de la
puerta había otra mucho más pequeña, detrás de ella estaría Pepi en una hora y
la abriría cuando golpease en ella tres veces.
La
oficina privada estaba situada frente a la taberna, sólo había que atravesar el
pasillo; la posadera ya había entrado en la habitación iluminada y esperaba a K
con impaciencia. Hubo una nueva molestia. Gerstäcker había esperado en el
pasillo y quiso hablar con K. No era fácil desembarazarse de él, también la
posadera ayudó y reprochó a Gerstäcker su impertinencia.
—¿Adónde
entonces? ¿Adónde? —aún se pudo oír a Gerstäcker cuando se cerró la puerta y
las palabras se mezclaron desagradablemente con sollozos y toses.
Era
una habitación pequeña y demasiado caldeada. Un pupitre de pie y una caja
fuerte quedaban adosados a las paredes más cortas, en las más largas había un
armario y una otomana. Casi todo el espacio era ocupado por el armario, no sólo
porque llenaba toda la pared más larga, sino porque también su anchura
estrechaba la habitación: se necesitaban dos puertas corredizas para abrirlo
del todo. La posadera hizo una señal hacia la otomana, indicando que K se
sentara, ella se sentó en una silla giratoria al lado del pupitre.
—¿Ni
siquiera has aprendido el oficio de sastre? —preguntó la posadera.
—No,
nunca—dijo K.
—¿Qué
eres en realidad?
—Agrimensor.
—¿Qué
es eso?
K
se lo explicó. La explicación la hizo bostezar.
—No
dices la verdad. ¿Por qué no dices la verdad?
—Tampoco
tú la dices.
—¿Yo?
Ya comienzas otra vez con tus insolencias. Y si no la dijera, ¿acaso tendría
que responder de ello ante ti? Y ¿en qué no digo la verdad?
—No
sólo eres posadera, como pretendes.
—¡Hombre!
Estás lleno de descubrimientos. Entonces ¿qué soy? Tus insolencias rompen todos
los límites.
—No
sé lo que eres además, sólo sé que eres una posadera y que llevas vestidos que
no son propios de una posadera y como, por lo que sé, no los lleva nadie aquí
en el pueblo.
—Bueno,
ahora llegamos al meollo del asunto, no lo puedes silenciar, tal vez no seas
insolente, sólo eres como un niño que sabe cualquier tontería y que es
imposible obligarle a que se la calle. Habla entonces. ¿Qué tienen de especial
estos vestidos?
—Te
enojarás si lo digo.
—No,
me reiré, no es más que cháchara infantil. ¿Cómo son los vestidos?
—Tú
eres la que lo quieres saber. Bien, son de un buen material, lujosos, pero
están anticuados, sobrecargados, a veces retocados, gastados y no le van ni a
tu edad, ni a tu figura, ni a tu posición. Me llamaron la atención la primera
vez que te vi, hace una semana, aquí en el pasillo.
—Aquí
lo tenemos. Son anticuados, sobrecargados y ¿qué más? ¿De dónde pretendes saber
todo eso?
—Simplemente
lo veo. Para eso no se necesita ninguna instrucción.
—Eso
lo ves tú, así, sin más. No tienes que preguntar en ninguna parte y sabes lo
que está de moda. Me vas a ser indispensable, pues tengo una debilidad por los
vestidos bonitos. Y ¿qué opinarías si te digo que todo este armario está lleno
de vestidos?
Corrió
una de las puertas y se pudieron ver los vestidos comprimidos que ocupaban todo
el armario, la mayoría eran vestidos oscuros, azules, marrones y negros, todos
cuidadosamente colgados y estirados.
—Éstos
son los vestidos para los que no tengo espacio en mi habitación, allí aún tengo
dos armarios llenos, dos armarios, cada uno tan grande como éste. ¿Te asombras?
—No,
había esperado algo similar, ya dije que no sólo eres posadera, aspiras a algo
más.
—Sólo
aspiro a vestirme bien y tú eres o un loco o un niño o un hombre muy malo y muy
peligroso. ¡Vete, vete ya!
K
ya estaba en el pasillo y Gerstäcker le volvía a coger del brazo, cuando la
posadera gritó:
—¡Mañana
recibo un vestido nuevo, quizá te llame!
Gerstäcker,
sacudiendo enojado la mano, como si quisiera callar a la posadera desde lejos,
exhortó a K a que lo acompañase. En principio no quiso dar ninguna explicación.
Apenas prestó atención a la objeción de K de que tenía que regresar a la
escuela. Sólo cuando K se resistió a seguir, Gerstäcker le dijo que no debía
preocuparse, que en su casa tendría todo lo que necesitaba, podía renunciar al
puesto de bedel, pero tenía que ir con él ya, le había estado esperando todo el
día, su madre ni siquiera sabía dónde estaba. K preguntó, lentamente y
cediendo, por qué quería darle alojamiento y comida. Gerstäcker sólo respondió
fugazmente, necesitaba a K como ayudante con los caballos, él tenía otros
negocios, pero ahora no tenía que hacerse arrastrar así y procurarle
dificultades innecesarias. Si quería un sueldo, le daría un sueldo. Pero K se
mantuvo quieto a pesar de todos los esfuerzos de Gerstäcker. No entendía nada
de caballos. Eso tampoco era necesario, dijo Gerstäcker con impaciencia, y
cruzó enojado las manos para intentar convencer a K de que avanzase.
—Sé
por qué me quieres llevar contigo —dijo finalmente K.
A
Gerstäcker le era indiferente lo que K supiera.
—Porque
crees que puedo conseguir algo para ti con Erlanger.
—Cierto
—dijo Gerstäcker—. ¿Qué otra cosa podía querer yo de ti?
K
se rió, se colgó del brazo de Gerstäcker y se dejó guiar a través de la noche.
La
sala en la casa de Gerstäcker estaba apenas iluminada por el fuego de la
chimenea y por una vela, a cuya luz leía alguien acurrucado en un rincón bajo
las torcidas y salientes vigas de cubierta. Era la madre de Gerstäcker. Ofreció
a K una mano temblorosa y le indicó que se sentara junto a ella; hablaba con
esfuerzo, apenas se la podía entender, pero lo que decía…
NOTAS
Variante
del inicio:
«El
posadero saludó al huésped. Estaba preparada una habitación en el primer piso.
—La
“habitación principesca” —dijo el posadero.
Era
una habitación grande, dolorosamente grande en su desnudez, con dos ventanas y
una puerta de cristal entre ellas. Los pocos muebles que se encontraban
desperdigados poseían unas patas extrañamente delgadas, se podría creer que
eran de hierro, pero eran de madera.
—Le
ruego que no salga al balcón —dijo el posadero cuando el huésped, después de haber
contemplado la oscuridad de la noche por una ventana, se acercó a la puerta de
cristal—. La viga maestra está quebradiza.
Entró
la criada, limpió el lavabo y preguntó si la habitación estaba lo
suficientemente caldeada. El huésped asintió. Pero a pesar de que no había
objetado nada a la habitación, aún iba de un lado a otro completamente vestido,
con el abrigo, el bastón y el sombrero en la mano, como si no estuviese seguro
de que iba a permanecer allí. El posadero estaba al lado de la criada, de repente
el huésped se acercó a ellos por detrás y les gritó:
—¿Por
qué susurráis?
El
posadero contestó aterrorizado:
—Sólo
le daba instrucciones a la criada para la ropa de cama. Por desgracia, como
acabo de comprobar, la habitación no está tan cuidadosamente preparada como
hubiese deseado. Todo se arreglará en seguida.
—Nada
de eso —dijo el huésped—, no he esperado otra cosa que un agujero sucio y una
cama repugnante. No intentes despistarme. Sólo quiero saber una cosa: ¿quién te
ha anunciado mi llegada?
—Soy
un posadero y espero huéspedes. La habitación estaba dispuesta, como siempre.
—Muy
bien, no sabías nada, pero no me quedo aquí.
En
ese instante abrió una de las ventanas y gritó a través de ella: —¡No
desenganche a los caballos, seguimos camino!
Pero
cuando se apresuraba a salir por la puerta, la criada se interpuso en su
camino, una muchacha débil, demasiado joven y tierna, que dijo con la cabeza
inclinada:
—No
te vayas. Sí, te hemos esperado, pero lo hemos silenciado por nuestra torpeza
al contestar y porque estábamos inseguros acerca de tus deseos.
La
aparición de la criada había conmovido al huésped, pero sus palabras resultaban
sospechosas.
—Déjame
solo con ella—le dijo el huésped al posadero.
El
posadero dudó, pero se fue.
—Ven
—le dijo el huésped a la muchacha y se sentaron a la mesa.
—¿Cómo
te llamas? —preguntó el huésped y tomó la mano de la muchacha por encima de la
mesa.
—Elisabeth—dijo
ella.
—Elisabeth
—dijo él—, escúchame bien. Tengo una tarea difícil ante mí y le he dedicado
toda mi vida. Lo hago con alegría y no quiero la compasión de nadie. Pero como
es todo lo que tengo, me refiero a esa tarea, suprimo todo lo que pudiese
perturbar su ejecución, sin consideración alguna. En esa falta de consideración
puedo llegar a comportarme con extremada obcecación.
Él
apretó su mano, ella le miró y asintió.
—Así
que lo has comprendido —dijo él—, y ahora explícame cómo conocíais mi llegada.
Sólo quiero saber eso, no pregunto por vuestras convicciones. Aquí estoy para
luchar, pero no quiero que me ataquen antes de tiempo. Así pues, ¿qué pasó
antes de mi llegada?
—Todo
el pueblo conocía tu llegada, no lo puedo explicar, ya desde hace semanas lo
saben todos, al parecer la información proviene del castillo, pero no sé nada
más.
—¿Alguien
del castillo estuvo aquí y me anunció?
—No,
nadie estuvo aquí, los señores del castillo no tratan con nosotros, pero la
servidumbre de arriba puede haber hablado de ello, gente del pueblo puede
haberlo oído, tal vez haya sido así como se ha difundido. Vienen tan pocos
forasteros, de uno se habla mucho.
—¿Pocos
forasteros? —preguntó el huésped.
—Ay
—dijo la criada, y sonrió; al mismo tiempo parecía extraña y familiar—, nadie
viene, es como si el mundo se hubiese olvidado de nosotros.
—¿Por
qué debería venir alguien aquí? —dijo el huésped—. ¿Acaso hay algo digno de
verse?
La
muchacha retiró lentamente su mano y dijo: Aún no tienes confianza en mí.
—Con
razón —dijo el huésped, y se levantó—. Todos sois chusma, pero tú eres más
peligrosa que el posadero. Has sido enviada por el castillo para servirme.
—¿Enviada
por el castillo? —dijo la muchacha—. Qué poco conoces nuestra situación. Te vas
por recelo, pues sé que te vas a ir.
—No
—dijo el huésped, y arrojó el abrigo sobre una silla—, no me voy, ni siquiera
has logrado expulsarme de aquí.
Pero
de repente vaciló, dio aún un par de pasos y cayó sobre la cama. La muchacha se
acercó rápidamente a él.
—¿Qué
te pasa? —susurró, y fue corriendo hacia el lavabo, trajo agua, se arrodilló a
su lado y lavó su rostro.
—¿Por
qué me atormentáis así? —dijo él con esfuerzo.
—No
te atormentamos —dijo la muchacha—. Tú quieres algo de nosotros y no sabemos
qué es. Habla sinceramente conmigo y yo te responderé con sinceridad».
Al
igual que ocurre con la catedral en la novela El proceso, se han buscado los
modelos que hayan podido inspirar a Kafka para la descripción del castillo.
Así, se ha mencionado el castillo de Praga, también la ruina Strela en las
cercanías de Strakonitz o el castillo de Wallenstein en Friedland. Según
Wagenbach, se trataría del castillo en Wossek, un pequeño pueblo a cien
kilómetros de Praga de donde procedía el padre de Kafka.
En
los numerosos comentarios de la novela El castillo se ha especulado con el
significado de este enigmático nombre. Partiendo de la consideración de que
Kafka solía elegir los nombres con que designaba a sus personajes por su
alcance simbólico, el conde Westwest ha experimentado distintas
interpretaciones. Por ejemplo, se ha relacionado con el «Hotel Occidental» en
la novela El desaparecido que hacía referencia a decadencia o ruina; sin
embargo, la duplicación de la sílaba, como establece Erich Heller, también
puede indicar una afirmación resultante de una doble negación. Según Politzer,
aquí Kafka podría referirse a la vida eterna. Otra interpretación podría basarse
en una topografía ficticia relacionada con la Divina Comedia,
algunos exegetas han considerado, siguiendo esta hipótesis, que la novela se
desarrolla en una suerte de submundo. Otra teoría hace hincapié en la condición
de Kafka de judío occidental; así, Westwest haría referencia al «más occidental
de los judíos».
Sobre
la elección de la profesión de agrimensor para el personaje K se han aportado
diversas aclaraciones. La agrimensura, como el arte de medir tierras, sugiere
un afán de ordenación, de establecer límites y fronteras, lo que contrasta con
la vida desarraigada de K y sus intentos de integrarse en el pueblo. Desde esta
perspectiva, el término «agrimensor» despierta múltiples asociaciones y
paralelismos. En sus Diarios, Kafka escribió que en 1912, durante su estancia
en un sanatorio en Stapelburg, conoció a un agrimensor con el que
posteriormente mantuvo una correspondencia. Según P E Neumayer, la figura del
agrimensor K se inspira en un libro leído por Kafka, una biografía escrita por
Oskar Weber con el título El barón del azúcar. El destino de un ex oficial
alemán en Sudamérica. El autor, con el que Kafka se identificó, trabajó siete
años como agrimensor.
El
nombre de Barnabás o Bernabé despierta ecos bíblicos. En los Hechos de los
Apóstoles, 4, 36 se menciona a José a quien los apóstoles llamaron Bernabé (es
decir, Consolado), que era clérigo judío y natural de Chipre, tenía un campo y
lo vendió; llevó el importe y puso el dinero a disposición de los apóstoles. En
la novela parece desempeñar el papel de mensajero de la esperanza o expendedor
de consuelo.
La
traducción del nombre de Klamm sugiere estrechez, rigidez.
7Variante:
«Me
volví para encontrar la chaqueta, me la quería poner, mojada como estaba, y
regresar a la posada por muy difícil que resultase. Creí necesario reconocer
sinceramente que me había dejado engañar, y el regreso a la posada parecía una
clara confesión de ello. Ante todo no quería despertar ninguna inseguridad en
mi interior, ni perderme en una empresa que, con unas esperanzas iniciales tan
grandes, se había mostrado inútil. Me desprendí de una mano que cogió mi manga
sin mirar de quién era. Entonces oí cómo el hombre mayor le decía a Barnabás:
—La
muchacha del castillo ha estado aquí.
A
continuación, hablaron entre los dos en voz baja. Me había vuelto tan receloso
que los observé durante un rato para confirmar si ese comentario no se había
hecho por mi causa. Pero no había sido así, el charlatán del padre, apoyado en
un momento u otro por la madre, le había contado aleatoriamente muchas cosas a
Barnabás, este último se había inclinado hacia él y mientras le escuchaba
sonreía hacia mí, como si me tuviese que alegrar con él por su padre. A eso no
llegué, pero estuve mirando durante un rato esa sonrisa con asombro. Entonces
me volví hacia las jóvenes y les pregunté:
—¿La
conocéis?
Ellas
no me entendieron, también estaban un poco afectadas, pues había preguntado sin
intención con demasiada rapidez y severidad. Les expliqué que me refería a la
muchacha del castillo. Olga, la más tranquila de las dos —también mostró una
huella de confusión adolescente, mientras que Amalia me contemplaba con una
mirada seria y distante, quizá algo obtusa—, respondió:
—¿La
muchacha del castillo? Pues claro que la conocemos. Hoy ha estado aquí. ¿La
conoces tú? Pensé que habías llegado ayer.
—Ayer,
sí. Pero hoy ha sido cuando me he encontrado con ella. Hemos hablado unas
palabras, pero luego nos interrumpieron. Me gustaría volver a verla.
Para
debilitar su deseo, añadí:
—Quería
un consejo en un asunto.
Pero
entonces la mirada de Amalia me resultó molesta y dije:
—¿Qué
tienes? Te pido que no me sigas mirando así.
Pero
en vez de disculparse, Amalia se limitó a encogerse de hombros y se fue hacia
la mesa, allí cogió una labor de punto y ya no se ocupó más de mí. Olga quiso
intentar rectificar la mala educación de Amalia y dijo:
—Es
probable que regrese mañana a nuestra casa, entonces podrás hablar con ella.
—Bien
—dije yo—, me quedaré a dormir aquí esta noche, aunque también podría verla en
casa del zapatero Lasemann, pero prefiero quedarme con vosotros.
—¿En
casa de Lasemann?
—Sí,
allí es donde me he encontrado con ella.
—Entonces
se trata de un error. Me refería a otra muchacha, no a la que está en casa de
Lasemann.
—¡Si
lo hubieras dicho en seguida! —exclamé, y comencé a ir de un lado a otro de la
habitación, cruzándola sin consideración alguna. El carácter de esa gente me
parecía una extraña mezcla, a pesar de su ocasional amabilidad, eran fríos,
cerrados, al acecho, disimulados, pero todo eso estaba en parte equilibrado
—también se podía decir agudizado, aunque yo no lo veía así, no correspondía a
mi naturaleza— mediante su torpeza, un pensamiento infantil y cándido, lento y
tímido, sí, incluso mediante un cierto sometimiento. Si se lograba utilizar la
parte benevolente de su carácter y evitar la hostil —para lo que era necesario
algo más que habilidad y para lo que, por desgracia, también se necesitaría su
propia ayuda—, entonces ya no serían un obstáculo más, ya no me rechazarían más
como había ocurrido continuamente hasta ese momento, entonces me llevarían más
bien a donde yo quisiera y, además, con pasión infantil. En mis paseos me
encontré de repente al lado de Amalia, le quité la labor de punto de la mano y
la arrojé sobre la mesa, a la que estaba sentada el resto de la familia.
—¿Qué
haces? —gritó Olga.
—¡Ah!
—dije entre enojado y sonriente—, todos me sacáis de mis casillas. Y me senté
en el banco al lado de la calefacción. Cogí a un gato negro que pasaba por allí
y lo puse sobre mis rodillas. Me sentía a un mismo tiempo en casa y en un lugar
extraño, a los dos ancianos ni siquiera les había dado la mano, con las
muchachas apenas había hablado, con el nuevo Barnabás, como se me había
parecido allí, lo mismo, y, sin embargo, estaba sentado en la sala, calentándome,
sin que nadie me prestase atención porque había reñido con ellas, y el confiado
gato de la casa trepaba por mi pecho hasta el hombro. Y aunque aquí he sufrido
una decepción, también he alimentado esperanzas. Barnabás no había ido al
castillo, pero lo haría por la mañana temprano, y aunque no viniese esa mujer
del castillo, es posible que viniese otra».
El
nombre de Frieda hace referencia a paz, quizá como el deseo de K de alcanzar a
través de ella la tan ansiada integración en el pueblo.
Variante:
«Al
principio no comprendió —esto, sin embargo, lo hemos sabido después— por qué no
había partido de nosotros la iniciativa, por decirlo así, de no llamar a un
agrimensor. No habíamos mencionado la primera carta del departamento X porque
tuvimos que suponer que todo el asunto se había trasladado de un departamento a
otro en virtud de algún reglamento».
Variante:
«—Según
esto —dijo K, irguiéndose y sosteniendo en la mano la carta arrugada de Klamm—,
tendría una gran cantidad de amigos entrañables arriba en el castillo, sólo
que, por desgracia, nadie de quien oír un sí o un no definitivos. Y, sin
embargo, tendré que encontrar a un hombre así. Usted ya me ha dado algunas
indicaciones de cómo podría hacerlo.
—No
era mi intención —dijo el alcalde sonriendo mientras le daba la mano de
despedida—, pero ha sido muy agradable haber hablado con usted, aligera la
conciencia. Tal vez le vuelva a ver pronto.
—Será
necesario que regrese —dijo K, y se inclinó sobre la mano de Mizzi, quiso
superar su aversión y besarla, pero Mizzi se la quitó con un pequeño grito de
miedo y la escondió debajo del cojín.
—Mizzi,
Mizzi —dijo el alcalde con tono cariñoso y comprensivo, acariciándole la
espalda.
—Siempre
será bienvenido —dijo, quizá para ayudar un poco a K debido al efecto causado
por el comportamiento de Mizzi, pero entonces añadió:
—Especialmente
ahora que estoy enfermo. Cuando pueda regresar a la mesa de mi despacho, mi
trabajo, naturalmente, me ocupará todo el tiempo.
—¿Quiere
decir —dijo K— que hoy no ha hablado oficialmente conmigo?
—Cierto
—dijo el alcalde—, no he hablado oficialmente con usted, se podría decir que
semioficialmente. Da demasiado valor a lo no oficial, como ya le dije, pero
también minusvalora lo oficial. Una decisión oficial no es algo, por ejemplo,
como este frasco de medicina que está sobre la mesa. Uno lo coge y ya lo tiene.
A una verdadera decisión oficial le preceden innumerables reflexiones y
comprobaciones, para ello se necesita el trabajo durante años de los mejores
funcionarios, incluso en el caso de que esos funcionarios conociesen ya desde
el principio la decisión definitiva. Y ¿hay realmente una decisión definitiva?
Para que no se produzca hay precisamente organismos de control.
—Muy
bien —dijo K—, todo está excelentemente dispuesto, ¿quién puede dudar de ello?
Pero me lo ha representado en general de una forma tan seductora como para que
ahora no aplique todos mis esfuerzos en conocer los detalles.
A
estas palabras siguieron algunas inclinaciones y K salió. Los ayudantes
tuvieron una despedida especial con risas y susurros y salieron poco después.
En la posada, K encontró su habitación tan embellecida que casi no la
reconoció. Tan trabajadora había estado Frieda, que le recibió en el umbral con
un beso. La habitación había sido bien aireada, se había encendido la
calefacción, se había barrido el suelo y se había hecho la cama; las cosas de
las criadas, incluidas las fotografías, habían desaparecido, ahora colgaba sólo
una fotografía en la pared, sobre la cama. K se aproximó…»
Variante:
«En
cierto sentido, le han preguntado —dijo la posadera—. El certificado de
matrimonio lleva, aunque casualmente, su firma, pues entonces representaba al
jefe de otro departamento, por eso consta en él: «en representación, Klamm».
Recuerdo cómo vine corriendo a casa desde el Registro Civil, ni siquiera me
quité el traje de novia, me senté a la mesa, extendí el certificado, leí una y
otra vez ese caro nombre e intenté imitar con el celo infantil de mis
diecisiete años su firma, con un gran esfuerzo rellené folios y folios y ni
siquiera me di cuenta de que Hans estaba detrás de mí, mirando mi trabajo, y
sin osar molestarme. Por desgracia había que devolver el certificado al
ayuntamiento una vez que llevase las firmas de rigor.
—Bueno
—dijo K—, no me había referido a esa demanda, nada oficial, no hay que hablar
con el funcionario Klamm, sino con la persona privada. Aquí no hablamos en
términos oficiales. Si usted, por ejemplo, hubiese visto el suelo del registro
municipal —es posible que su certificado estuviese allí tirado, a no ser que lo
conserven en el granero con las ratas—, creo que me habría dado la razón».
Variante:
«—Encantado
—dijo K—, y ahora lo que quería decirle. Hablaría, por ejemplo, de la manera
siguiente: «Nosotros, Frieda y yo, nos amamos y queremos casarnos lo más
rápidamente posible. Pero Frieda no sólo me ama a mí, sino también a usted, de
una manera distinta, cierto, no es culpa mía que la pobreza del idioma designe
los dos casos con la misma palabra. Que en el corazón de Frieda también hay
espacio para mí, es algo que ni siquiera ella comprende y sólo puede creer que
sólo fue posible por su voluntad. Después de todo lo que he oído sobre Frieda,
sólo puedo unirme a su opinión. A fin de cuentas no deja de ser una conjetura
fuera de la cual únicamente queda el pensamiento de que yo, un forastero, un
don nadie, como me llama la posadera, me he interpuesto entre Frieda y usted.
Para tener seguridad a este respecto, me permito preguntarle, cómo es en
realidad». Ésta sería, pues, la primera pregunta, y creo que sería lo
suficientemente respetuosa.
La
posadera suspiró.
—Pero
¿qué tipo de hombre es usted? —dijo ella—. Aparentemente bastante astuto, pero
infinitamente ignorante. Quiere negociar con Klamm como si fuera el padre de la
novia, algo así como si usted se hubiese enamorado de Olga —por desgracia no ha
ocurrido— y quisiese hablar con el viejo Barnabás. Con cuánta sabiduría está
todo dispuesto para que no pueda hablar con Klamm.
—Esa
objeción —dijo K— no la habría oído en mi conversación con él, que en todo caso
se produciría a solas y tampoco tendría que dejarme influir por ella. Respecto
a su respuesta, hay tres posibilidades, o dice «no era mi voluntad», o «era mi
voluntad», o se calla. Excluyo provisionalmente la primera posibilidad de la
reflexión, en parte en consideración a usted; el silencio, sin embargo, lo
interpretaría como consentimiento.
—Hay
otras posibilidades —dijo la posadera—, y mucho más probables, si tomase en
serio el cuento ese de un encuentro, por ejemplo que le deje tirado y se vaya.
—Eso
no cambiaría nada —dijo K—. Me interpondría en su camino y le obligaría a
escucharme.
—¿Obligarle
a que le escuche? —dijo la posadera—. ¿Obligar al león a que coma hierba? ¡Vaya
heroicidades!
—Siempre
tan irritada, señora posadera—dijo K—. Me limito a responder sus preguntas, no
pretendo sacarle confesiones. Tampoco hablamos de un león, sino de un director
de departamento y si le quito la leona al león para casarme con ella, tendré
para él la importancia suficiente para que al menos me escuche».
Variante.
«—Aquí,
con nosotros, está perdido, señor agrimensor—dijo la posadera—, todo lo que
dice está lleno de errores. Tal vez, como su esposa, Frieda pueda mantenerle
aquí, pero casi es una tarea demasiado difícil para una niña tan débil. Ella
también lo sabe; cuando cree que nadie la observa, suspira y tiene los ojos
llenos de lágrimas. Cierto, también mi esposo se adosa a mí como una lapa, pero
no quiere dirigir y aun en el caso de que quisiera, sólo haría tonterías,
aunque como es de aquí, nada nocivo. Usted, sin embargo, está sumido en los
errores más peligrosos. Klamm como persona privada. ¿Quién ha visto alguna vez
a Klamm como persona privada? ¿Quién se lo puede imaginar siquiera como persona
particular? Usted puede, objetaría usted mismo, pero ahí consiste precisamente
la desgracia. Puede hacerlo porque no se lo puede imaginar como funcionario,
porque simplemente no se lo puede imaginar de ningún modo. De un funcionario de
verdad no puede decirse que a veces es más funcionario y otras veces menos, siempre
es funcionario en su totalidad. Pero para intentar conducirle por el sendero
del conocimiento, esta vez no haré caso omiso de ello y le diré que nunca fue
más funcionario que en aquellos años de mi felicidad, y tanto Frieda como yo
coincidimos en que no amamos sino al funcionario Klamm, al funcionario
superior, extraordinariamente superior».
14
Variantes:
(1)
«K creía no tener ningún motivo para hacerlo, casi se podía decir que había una
nueva esperanza: que desenganchasen los caballos era, ciertamente, un signo
triste, pero la puerta aún permanecía allí, abierta, imposible de cerrar con
llave, una promesa continua y una continua tentación. Entonces volvió a oír a
alguien en la escalera; retrocedió unos pasos con precaución y celeridad hacia
el pasillo y miró hacia arriba. Para su sorpresa era la posadera de la posada
del puente. Con lentitud y actitud reflexiva bajaba las escaleras, sujetándose
regularmente al pasamanos. Le saludó con amabilidad, allí, en terreno ajeno, no
parecía tener validez su disputa».
(2)
«¡Qué le importaba a K ese señor! Que se alejara si quería, cuanto más rápido,
mejor; era una victoria de K, aunque, por desgracia, no podía sacar provecho de
ella si al mismo tiempo se alejaba el trineo, al que seguía tristemente con la
mirada.
—Si
me voy en seguida de aquí —exclamó volviéndose con una decisión repentina hacia
el señor—, ¿puede regresar el trineo?
Mientras
decía esto, K no creyó ceder a ninguna orden —en otro caso no lo habría hecho—,
sino que le pareció como si renunciase a favor de una persona más débil,
pudiendo alegrarse de haber realizado una buena acción. En la respuesta brusca
del señor reconoció en seguida, sin embargo, en qué confusión de sentimientos
se hallaba si creía que actuaba voluntariamente, voluntariamente había invocado
el dictado del señor.
—El
trineo puede regresar —dijo el señor—, pero sólo si usted viene en seguida
conmigo, sin dudar, sin condiciones, sin retractarse. ¿Quiere que regrese
entonces? Se lo pregunto por última vez. Créame, entre mis funciones no se
encuentra la de vigilar el orden público en el patio.
—Me
voy —dijo K—, pero no con usted, me voy por esa puerta, a la calle.
Señaló
hacia el portón.
—Bien
—dijo el señor, una vez más con esa atormentadora mezcla de deferencia y
dureza—, entonces yo también me iré por ahí. Pero deprisa.
El
señor regresó hasta donde estaba K y avanzaron uno al lado del otro por el
centro del patio, a través de la nieve inmaculada. Volviéndose fugazmente, el
señor hizo una señal al cochero, quien una vez más se adelantó hasta la
entrada, se subió al pescante y se dispuso otra vez a esperar, su espera
comenzaba de nuevo. Pero para su enojo, también comenzó la espera de K, pues
apenas habían salido del patio, se quedó parado.
—Usted
es insoportablemente tozudo —dijo el señor.
K,
sin embargo, que cuanto más se alejaba del trineo y del testigo de su falta,
más despreocupado se sentía, más seguro de su objetivo y, por tanto, más a la
altura del señor, sí, incluso en cierto sentido, superior a él, se puso
enfrente de él y le dijo:
—¿Es
verdad eso? ¿No me quiere engañar? ¿Insoportablemente tozudo? No podría
desearme nada mejor.
En
ese instante, K sintió en la nuca un ligero escozor, quiso cerciorarse de la:
causa, se tocó con la mano y se volvió. ¡El trineo! Aún tenía que haber estado
K en el interior del patio, cuando el trineo había comenzado a avanzar sin
hacer ruido, en la profunda nieve, sin campanilla, sin luces, y ahora acababa
de pasar al lado de K y el cochero le había rozado de broma con el látigo. Los
caballos, nobles animales, a los que no había podido juzgar durante su espera
por su posición de descanso, tensaban ahora sus músculos y tomaban el camino
del castillo, desapareciendo rápidamente en la oscuridad de la noche.
El
señor sacó el reloj y dijo con un acento de reproche:
—Así
que Klamm ha tenido que esperar dos horas.
—¿Por
mi causa? —preguntó K.
—Pues
claro —dijo el señor.
—¿No
puede soportar verme?
—No
—respondió el señor—, no puede soportarlo. Ahora me voy a casa. No puede
imaginarse el trabajo que he tenido que dejar allí, por cierto, yo soy el
actual secretario de Klamm, me llamo Momus. Klamm es un hombre a quien le gusta
trabajar y los que estamos con él tenemos que imitarle en lo que alcancen
nuestras fuerzas.
El
hombre se había vuelto hablador, habría tenido ganas de contestar todas las
preguntas de K, pero éste permaneció mudo, sólo parecía observar con
detenimiento el rostro del secretario, como si buscase descubrir la ley, según
la cual se tenía que regir un rostro para que Klamm lo soportase. Pero no encontró
nada y lo dejó, ya no prestó atención a la despedida del secretario y se limitó
a mirar cómo se ponía en camino hacia el patio y se abría paso entre un grupo
de personas que de allí venía y que probablemente estaba compuesto por la
servidumbre de Klamm. Iban por parejas, pero sin ningún orden, hablaban entre
ellos y ocultaron sus rostros a un lado u otro cuando pasaron al lado de K.
Detrás de ellos se cerró lentamente la puerta. K tenía necesidad de calor, de
luz, de una palabra amable, en la escuela era probable que le esperase todo
eso, pero tenía la sensación de que, en su estado, no encontraría el camino a
casa, sin tener en consideración que se encontraba en una calle completamente
desconocida para él. Tampoco le atraía mucho esa perspectiva, pues por más que
se imaginaba todo lo que le esperaba en casa con los colores más bonitos, no lo
consideraba suficiente para un día como ése. Bueno, en todo caso allí no podía
quedarse, así que se puso en camino».
Momus,
figura mitológica que descubre los errores de los dioses, el crítico del
Olimpo, el hijo de la noche. En contraste con Barnabás, parece destruir toda
esperanza.
Variante.
«K
no temía las amenazas de la posadera; las esperanzas con que pretendía
atraparle significaban poco para él, pero el expediente comenzaba a tentarle.
No a causa de Klamm, Klamm estaba lejos; una vez la posadera le había comparado
con un águila, eso a K le había parecido ridículo, pero ya no; pensó en su
silencio y en su lejanía, en su inexpugnable morada y en su penetrante mirada,
que nunca se dejaba demostrar ni refutar, en los círculos que trazaba allá
arriba, según leyes incomprensibles e indestructibles desde la profundidad,
sólo visibles en ciertos instantes: todo eso tenían en común Klamm y el águila.
El acta, sobre la cual en ese preciso momento Momus rompía una rosquilla con la
que acompañaba una cerveza, cubriendo de comino y de sal todas las páginas, es
cierto, no tenía nada que ver con todo eso. Pero tampoco carecía de
importancia; la posadera tenía razón, no en su sentido, sino en un sentido
general, cuando dijo que K no podía renunciar a nada. Ésa había sido siempre la
opinión de K cuando no quedaba debilitado por las decepciones, como ese día
después de sus experiencias vespertinas. Pero se había ido recuperando lentamente,
los ataques de la posadera le fortalecían, pues por más que hablara de su
ignorancia y de su incapacidad para aprender, su irritación demostraba lo
importante que era para ella instruirle a él, precisamente a él, y si intentaba
humillarle con sus respuestas, el ciego fervor con que lo hacía mostraba el
poder que sus insignificantes preguntas tenían sobre ella. ¿Debía prescindir de
esa influencia? Y la influencia sobre Momus podía ser incluso más fuerte,
aunque Momus hablaba poco y cuando lo hacía, prefería gritar, ¿pero no
significaba ese silencio precaución, esto es, acaso no pretendía ahorrar en
autoridad? ¿No había traído a la posadera para ese propósito, quien, como no
tenía ninguna responsabilidad oficial, podía intentar conducir a K hacia la trampa
del acta, con independencia, sólo adaptándose al comportamiento de K, mezclando
palabras dulces y amargas? Cierto, no bastaba para llegar a Klamm, pero ¿no
había antes de Klamm o en el camino hacia Klamm algún trabajo para K? ¿No había
sido la tarde de ese día una prueba de que cualquiera que creyese poder
alcanzar a Klamm con un salto en lo incierto minusvaloraba mucho la distancia
que le separaba de Klamm? ¿Era posible alcanzar a Klamm? Sólo paso a paso y por
ese camino se encontraban también Momus y la posadera. ¿No le habían impedido
ese día esos dos, al menos aparentemente, el contacto con Klamm? Primero, la
posadera, que había avisado de la llegada de K, y luego Momus, que se había
convencido, mirando por la ventana, de la llegada de K, y que había impartido
en seguida las órdenes necesarias, de tal forma que incluso el cochero había
estado informado de que antes de que K no se hubiese ido, no podía producirse
la salida y que, por tanto, el cochero se había quejado lleno de reproches de
que podía durar mucho antes de que K se fuese, lo cual, para K, había sido
incomprensible. Así que todo se había dispuesto, a pesar de que, como casi
había tenido que reconocer la posadera, la sensibilidad de Klamm, de la que
gustaban contar auténticas leyendas, no podía haber sido un impedimento para
dejar pasar a K. Quién sabe qué habría ocurrido, si la posadera y Momus no
hubiesen sido enemigos de K o, al menos, no se hubiesen atrevido a mostrar esa
hostilidad. Era muy posible que ni aun así hubiese podido entrar a ver a Klamm,
habrían surgido nuevos impedimentos, la reserva de ellos era quizá inagotable,
pero K habría tenido la satisfacción de haberlo preparado todo según sus
conocimientos de la situación, mientras que ahora había quedado expuesto a los
ataques de la posadera y no había hecho nada para protegerse de ellos. Pero K
conocía los errores que había cometido, lo que no sabía era cómo se podían
evitar. Su primera intención, en vista de la carta de Klamm, de convertirse en
un sencillo trabajador del pueblo había sido muy razonable. Pero se tuvo que
apartar necesariamente de ella cuando la falaz aparición de Barnabás le había
hecho creer que podría acceder fácilmente al castillo, del mismo modo en que se
sube a una colina en un corto paseo, aún más, fue exhortado a ello por la
sonrisa y los ojos de ese mensajero. Y entonces, sin posibilidad de
reflexionar, había llegado Frieda y con ella la fe no del todo irrenunciable en
que mediante su intermediación había surgido una relación casi física, hasta
llegar a cuchichearse en el oído, con Klamm, de la que tal vez sólo K tenía
conocimiento, pero que sólo necesitaría una pequeña intervención, una palabra,
una mirada para revelar, ante todo a Klamm, pero luego también a todos, algo
increíble, pero evidente mediante la compulsión de la vida, del abrazo amoroso.
Bien, tan fácil no había sido y en vez de conformarse provisionalmente como
trabajador, ya hacía tiempo que K buscaba a tientas, siempre impaciente y en
vano, a Klamm. Pero mientras habían surgido otras posibilidades: el pequeño
puesto de bedel de escuela; quizá no fuese el empleo conveniente, desde la
perspectiva de los deseos de K, quizá se adaptaba demasiado a las
circunstancias de K, demasiado llamativo y provisional, demasiado dependiente
de la indulgencia de muchos superiores, sobre todo del maestro, pero, en todo
caso, era un firme punto de partida, además los errores del empleo quedarían
paliados por el matrimonio inminente, en el que K hasta ese momento apenas
había pensado, pero que ahora le sorprendió por su gran importancia. ¿Qué era
él sin Frieda? Un don nadie tambaleándose detrás de brillantes fuegos fatuos
como la seda del tipo de Barnabás o de aquella muchacha del castillo. Con el
amor de Frieda, es cierto, tampoco ganaba a Klamm como con un golpe de mano,
sólo en un instante de demencia lo había creído o casi sabido y aun cuando esas
esperanzas seguían presentes, como si no las dañara ninguna refutación con
hechos, ya no quería contar más con ellas en sus planes. Pero tampoco las
necesitaba, mediante el matrimonio ganaba una mejor seguridad: miembro de la
comunidad, derechos y obligaciones, ya no sería ningún extraño, entonces sólo
tendría que guardarse de la arrogancia de esa gente, eso era fácil, no había
que apartar la mirada del castillo. Más difícil sería someterse, los pequeños
trabajos con la gente llana; quería comenzar sometiéndose al acta.
K
miró los papeles con una sospecha incierta. Entonces cambió de conversación.
Quizá podía llegar a la verdad desde otro ángulo. Como si no hubiese habido ninguna
diferencia de opinión, preguntó tranquilamente:
—¿Tanto
se ha escrito sobre unas horas de la tarde? ¿Todos esos papeles tratan sobre
eso?
—Todos
—dijo amablemente Momus como si hubiese esperado esa pregunta—, es mi trabajo.
—¿No
podría leer un poco de ellos? —preguntó K.
Momus
comenzó a pasar las hojas como si estuviese mirando si había algo que pudiese
mostrar a K, luego dijo:
—No,
por desgracia no es posible.
—Me
da la impresión —dijo K— de que ahí se encuentran cosas que yo podría refutar.
—Que
usted se esforzaría en refutar —dijo Momus—, sí, en estas páginas se encuentran
esas cosas.
Y
cogió un lápiz azul y subrayó sonriendo algunas líneas.
—No
soy curioso —dijo K—, puede seguir subrayando, señor secretario, y copiando con
tranquilidad y sin control todas las cosas horribles que se han escrito sobre
mí. No me preocupa en absoluto lo que se conserva en el Registro. Sólo pensé
que ahí se podría encontrar algo que resultase instructivo para mí, que me
mostrase cómo un funcionario con experiencia juzga honorablemente sobre mí. Eso
me hubiera gustado leer, pues me gusta aprender, detesto cometer errores y
producir enojos.
—Y
le encanta hacerse el inocente —dijo la posadera—. Obedezca al señor secretario
y sus deseos se cumplirán parcialmente. A través de las preguntas conocerá
indirectamente algo del contenido del acta y a través de las respuestas podrá
influir sobre su espíritu.
—Siento
mucho respeto por el secretario —dijo K— como para creer que me revelará a
través de las preguntas lo que ha decidido de antemano que no me dirá. Tampoco
tengo ganas de fortalecer cosas incorrectas o que me acusan injusta mente,
aunque sólo sea en apariencia, al limitarme a responder y dejando que mis
respuestas se incluyan en un texto hostil.
Momus
miró a la posadera con actitud reflexiva.
—Entonces
recogemos nuestros papeles —dijo él—, ya hemos esperado mucho tiempo, el señor
agrimensor no puede quejarse de nuestra impaciencia. Como dijo el señor
agrimensor «siento mucho respeto por el señor secretario etc.», así pues, el
enorme respeto que me tiene le impide seguir hablando. Si pudiese disminuirlo,
conseguiría las respuestas. Por desgracia, me veo obligado a aumentarlo al
reconocer que estos expedientes no necesitan de sus respuestas, ya que no
necesitan ser completados ni mejorados, pero él sí que está necesitado del
expediente y tanto de las preguntas como de las respuestas. Ahora, sin embargo,
cuando abandone esta habitación, el acta desaparecerá para siempre de su vista
y ya no se abrirá más ante él.
La
posadera asintió lentamente con la cabeza hacia K y dijo:
—Yo
lo he sabido y me he esforzado por dárselo a entender, pero no me ha
comprendido. En el patio ha esperado en vano a Klamm y aquí, en lo referente al
acta, ha dejado que Klamm espere en vano. ¡Qué confuso, qué confuso está usted!
La
posadera tenía lágrimas en los ojos.
—Bien
—dijo K, afectado por las lágrimas—, el secretario sigue aquí y también el
acta.
—Pero
yo me voy ahora—dijo el secretario, guardó los papeles en una cartera y se
levantó.
—¿Quiere
responder de una vez, señor agrimensor? —preguntó la posadera.
—Demasiado
tarde —dijo el secretario—, Pepi tiene que abrir la puerta, ya ha pasado la
hora de la servidumbre.
Hacía
tiempo que se oían golpes en la puerta, Pepi estaba allí con la mano en el
cerrojo, sólo esperaba ala finalización de las negociaciones con K para abrirla
en seguida.
—Abra
la puerta, pequeña —dijo el secretario, y a través de la puerta entraron,
empujándose y sin consideración alguna, hombres del tipo que K ya conocía con
su uniforme caqui. Miraron con enojo a K porque habían tenido que esperar tanto
tiempo, la posadera y el secretario no prestaron atención y se deslizaron entre
ellos como si fueran huéspedes ordinarios; fue una suerte que el secretario
tuviese los papeles en la cartera bajo el brazo, pues la mesa había sido
volcada con la irrupción de los hombres y aún no se había levantado, los
hombres pasaban por encima de ella con toda seriedad, como si tuviera que ser
así. Sólo se había salvado la jarra de cerveza del secretario, uno se había
apoderado de ella con un ruido gutural y se había apresurado a presentarse con
ella ante Pepi, la cual había desaparecido entre el grupo de hombres. Sólo se
veía cómo alrededor de Pepi se alzaban brazos que señalaban hacia el reloj de
pared, se le intentaba aclarar la gran injusticia que había cometido con esos
hombres al abrir demasiado tarde. Aunque era inocente del retraso, del cual era
culpable K aunque no por propia voluntad, Pepi no parecía ser capaz de
justificarse ante ellos, era demasiado difícil para su juventud e inexperiencia
tratar razonablemente con aquella gente. Cómo se habría revuelto Frieda en el
lugar de Pepi y se habría desembarazado de todos ellos. Pepi, sin embargo, no
lograba salir del círculo que habían formado a su alrededor, y eso tampoco
serenaba el ambiente, pues los hombres querían que se les sirviese cerveza.
Pero la masa no se podía dominar e intentaba apoderarse del objeto de su placer
por el que todos estaban ansiosos. Una y otra vez la marea de gente desplazó a
un lado y a otro a la pequeña muchacha, y ahí Pepi se comportó con valor, pues
no gritó, ni se la veía ni se la oía. Y continuamente entraba gente por la
puerta, la sala estaba atestada, el secretario no podía salir, ni la puerta del
pasillo ni la del patio le resultaban accesibles, los tres estaban apretados,
la posadera del brazo del secretario, y K enfrente de ellos y tan pegado al
secretario que sus rostros casi se rozaban. Pero ni el secretario ni la
posadera mostraban sorpresa o enojo por el tumulto, lo tomaban como una
catástrofe natural, intentaban salvaguardarse de los empujones, inclinaban las
cabezas cuando era necesario protegerse de la respiración jadeante de los
hombres aún insatisfechos, pero en lo demás parecían tranquilos e, incluso, un
poco distraídos. Cercano como estaba ahora K al secretario y a la posadera, y
unido a ellos, aunque exteriormente no se notara, formando un grupo enfrentado
al otro, su comportamiento cambió por completo, todo tono oficial, hostil o
clasista desapareció entre ellos o al menos fue aplazado para más tarde.
—Parece
que no puede salir—dijo K al secretario.
—No,
por el momento no —respondió el secretario.
—¿Y
el acta? —preguntó K.
—Está
en la cartera—dijo Momus.
—Me
gustaría echarle un vistazo —dijo K, y casi involuntariamente intentó coger la
cartera, logrando sujetarla por un extremo.
—No,
no —dijo el secretario y le eludió.
—Pero
¿qué hace usted? —dijo la posadera, golpeando la mano de K—. ¿Acaso cree que
puede recobrar con violencia lo que ha perdido por su imprudencia y arrogancia?
¡Usted es un hombre malvado y horrible! ¿Acaso cree que el acta tendría en sus
manos algún valor? Sería como una flor marchita.
—Y
estaría destruida —dijo K, y dio un tirón decidido de la cartera bajo el brazo
del secretario y se apoderó de ella. Pero el secretario se la había cedido
voluntariamente, en seguida soltó el brazo, de tal forma que la cartera habría
caído al suelo, si K no la hubiese cogido.
—¿Por
qué ahora? —preguntó el secretario—. Con violencia se habría podido apoderar de
ella en cualquier momento.
—Es
violencia contra violencia—dijo K—. Sin ningún fundamento me niega el
interrogatorio que me ofreció antes o, al menos, que le eche un vistazo a los
papeles. Sólo para lograr uno de ambos deseos le he arrebatado la cartera.
—Esto
es, la toma en prenda—dijo el secretario sonriendo. Y la posadera dijo:
—Eso
de las prendas se le da muy bien. Señor secretario, eso queda demostrado en el
acta. ¿No se le podría enseñar esa página?
—Claro
—dijo Momus—, ahora se le puede enseñar.
K
sostuvo la cartera y la posadera revolvió en su interior, pero, al menos en
apariencia, no podía encontrar la página. Dejó de buscar y, agotada, se limitó
a decir que tenía que ser la página 10. Entonces la buscó K y la encontró en
seguida. La posadera la cogió para confirmar que se trataba de la página
correcta; sí, lo era, la volvió a leer por encima para saborearla y el
secretario, inclinado sobre su brazo, la leyó con ella. Luego se la dieron a K.
«No
es fácil demostrar la culpa del agrimensor K. Sólo se puede llegar a conocer
sus manejos, si, por desagradable que sea, se intenta penetrar en sus procesos
mentales. Aquí no hay que dejarse desconcertar si, en ese camino, se llega
desde fuera a una increíble ruindad, todo lo contrario, si se ha llegado a eso,
quiere decir que no se ha errado, entonces hemos llegado al lugar correcto.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Frieda. Está claro que el agrimensor no ama a
Frieda y que no contraerá matrimonio con ella por amor; él sabe muy bien que es
una muchacha de mal aspecto y tiránica, además con un feo pasado; él la trata
de acuerdo a estas circunstancias y vaga por ahí sin preocuparse de ella. Éste
es el estado de las cosas. Podría ser interpretado de distintas maneras, de tal
forma que K apareciese como un hombre débil, necio, generoso o miserable. Pero
todo eso no es cierto. A la verdad sólo se llega si se siguen sus huellas, que
hemos consignado aquí desde su llegada, hasta su relación con Frieda. Una vez
que se ha encontrado entonces la espeluznante verdad, tenemos que
acostumbrarnos a creerla, pero no queda otro remedio. Sólo debido al cálculo
más sucio se ha aproximado K a Frieda y no la dejará mientras aún posea alguna
esperanza que concuerde con su cálculo. Cree haber conquistado a una amante del
señor director y con ella poseer una garantía o prenda que sólo devolverá al
más alto precio. Su única aspiración ahora es negociar ese precio con el señor
director. Como de Frieda no le importa nada y todo depende del precio, está
dispuesto a ceder en cualquier cosa respecto a Frieda, pero respecto al precio
se muestra obstinado. Por ahora inofensivo, aparte de la repugnancia de sus
suposiciones y proposiciones, él podría, en cuanto reconociese cómo se había
engañado y puesto en ridículo, incluso volverse maligno, naturalmente en los
límites de su insignificancia». Con eso terminaba la página. En el margen había
un dibujo tachado algo infantil, un hombre sostenía en sus brazos a una
muchacha, el rostro de la muchacha estaba hundido en el pecho del hombre; sin
embargo, el hombre, mucho más grande, miraba un papel por encima del hombro de
la muchacha que tenía en las manos y en el que él incluía con alegría algunas
sumas. Cuando levantó la mirada de la página, permanecía solo, con la posadera
y el secretario, en medio de la habitación. El posadero había llegado y había
puesto orden. Con su habitual distinción, levantando los brazos para quitar
importancia a lo acontecido, avanzaba a lo largo de las paredes. Los hombres ya
se habían acomodado como habían podido, cada uno con su cerveza, ya fuese sobre
los barriles o abajo, junto a ellos. Ahora podía comprobarse que no eran
tantos, sólo porque todos se habían abalanzado sobre Pepi se había provocado un
altercado tan grave. Alrededor de Pepi aún había un grupo pequeño que seguía excitado
porque no les había atendido. Pepi tenía que haber aplicado energías
sobrehumanas para dominar el tumulto, aún le corrían lágrimas por las mejillas,
la bonita trenza se había soltado, el traje estaba rasgado a la altura del
pecho, de tal forma que se veía la camiseta, pero, sin preocuparse por ella
misma, e influida por la presencia del posadero, trabajaba infatigablemente
sirviendo cervezas. Todo el enojo que le había causado a K se disipó ante esa
imagen conmovedora.
—Sí,
la página —dijo entonces, la guardó en la cartera y se la dio al secretario—.
Disculpe la precipitación con que le arrebaté la cartera. Culpable fue el
tumulto y la excitación, bueno, ya sabe. Pero la página me ha decepcionado.
Realmente es una flor marchita, vulgar y corriente, como dijo la posadera. Sólo
considerado como trabajo puede tener cierto valor oficial. Para mí, sin
embargo, no son más que chismes, chismes emperejilados, vacíos, tristes y
femeninos, sí, el autor debió de tener ayuda femenina. Bueno, aquí hay tanta
justicia que podría quejarme de ese producto ante cualquier organismo, pero no
lo haré, no sólo porque es lastimoso, sino porque le estoy agradecido. Habían
logrado que el acta me resultase siniestra, pero ahora ya ha perdido esa
condición. Sólo se puede decir que es siniestra por el hecho de que algo así
pueda emplearse como fundamento de un interrogatorio y que incluso se abusase
del nombre de Klamm para ello.
—Si
fuese su enemiga—dijo la posadera—, no habría deseado nada mejor que ese
enjuiciamiento de la situación.
—Ah,
¿sí? —dijo K—, ¿no es mi enemiga? Por amor a mí deja incluso que difamen a
Frieda.
—¿No
creerá que ahí está contenida mi opinión sobre Frieda? —exclamó la posadera—.
Pero sí que es su opinión, no de otra forma considera usted a esa pobre niña.
K
ya no contestó más, pues sólo se trataba de insultos. El secretario se
esforzaba por ocultar su alegría por haber recuperado la cartera, pero no lo
lograba, miraba la cartera sonriendo, como si no fuera la suya, sino una nueva
que le acababan de regalar y de la que su vista no lograba saciarse. Como si de
ella se desprendiera una calidez bienhechora, la mantenía apretada contra su
pecho. Incluso sacó la página leída por K con el pretexto de quererla ordenar
mejor y volvió a leerla, pero lo que más le hubiera gustado habría sido dársela
a leer una vez más a la posadera. K los dejó a su aire, apenas los miraba, tan
grande era la diferencia entre la importancia que habían tenido para él y su
actual insignificancia. Cómo estaban allí juntos los dos colaboradores,
ayudándose mutuamente con sus miserables secretos».
«—¿En
qué se reconoce pues la anuencia de Klamm? —preguntó K.
—En
nada —contestó la posadera—. No se puede reconocer. O ¿acaso cree que el
aspecto del señor Momus comienza a experimentar transformaciones cuando habla
en nombre de Klamm? Ni siquiera él puede reconocerlo y es posible que él alguna
vez diga algo en nombre de Klamm que no se podía decir en nombre de Klamm.
—Entonces
—dijo K— ¿hay que seguirle ciegamente por la simple casualidad de que esa vez
actúe en el sentido de Klamm?
—No
—dijo la posadera—, en la vida comercial común y corriente eso sería actuar
correctamente, pero frente a Klamm sería lamentable, digno de castigo, sería
seguramente una forma de actuar que no admitiría y erraría su objetivo.
—Pero
entonces —dijo K— no se puede reconocer el consentimiento de Klamm, y sin
reconocerlo no se puede seguir; eso significa que nunca se puede seguir y tengo
razón cuando me niego a contestar las preguntas.
—No
—dijo la posadera—, nunca puede negarse a responder las preguntas, ni siquiera
las del señor secretario. ¿Quién es usted para negarle algo a un funcionario?
Y, sin embargo, hay una diferencia si responde preguntas del señor secretario o
de Klamm; en todo caso tiene que responder y, además, conforme a la verdad de
los hechos, pero es asunto suyo si cree responder a Klamm o al señor secretario
y por esa creencia quedará influida necesariamente su respuesta, y no sólo su
respuesta, sino también sus efectos.
—Tal
vez—dijo la posadera, como si hubiesen logrado finalmente refutar sus
argumentos—, la responsabilidad que deriva de esas respuestas sea muy grande e
incierta, quizá sea mejor renunciar a todo antes que asumir esa
responsabilidad».
Variante:
«—Ya
sé —dijo Frieda—, sería mejor para ti si nos separásemos, pero se me rompería
el corazón si tuviera que hacerlo. Y, sin embargo, lo haría, si fuese posible,
pero es imposible (y me alegro de ello), al menos aquí en el pueblo no es
posible. Por la misma razón tampoco los ayudantes pueden irse. ¡En vano
alimentas la esperanza de haber podido ahuyentarlos definitivamente!
—Eso
es lo que espero —dijo K, sin ocuparse de los otros comentarios de Frieda.
Alguna inseguridad se lo impedía; cada vez le parecían más tristes las manos
delgadas y débiles que en ese momento estaban ocupadas con el molinillo de
café, sujetado entre las dos escuálidas piernas—. Los ayudantes no regresarán
más.
—¿De
qué imposibles estás hablando?
Frieda
había dejado de trabajar y contemplaba a K con una mirada inexpresiva y
empañada por las lágrimas.
—Cariño
—dijo ella—, entiéndeme bien, no soy yo quien ha determinado todo eso, sólo te
lo explico porque tú así lo quieres y porque así también justifico algo mi
comportamiento, lo que tú no puedes comprender ni conciliar con mi amor por ti.
Como forastero aquí no tienes derecho a nada, tal vez se sea aquí muy severo
con los forasteros, o injusto, no lo sé, pero es así, no tienes derecho a nada.
Alguien de aquí, por ejemplo, cuando necesita ayudantes, toma a ese tipo de
gente y cuando es adulto y quiere casarse, toma para sí a una mujer. La
administración también tiene mucha influencia en ese ámbito, pero en lo
principal cada cual puede decidir libremente. Tú, sin embargo, como forastero,
dependes de lo que te regalen; si le gusta así a la administración, te ofrece
ayudantes, si lo prefiere, te da una mujer. Naturalmente eso no es arbitrario,
pero es competencia exclusiva de la administración y eso significa que los
motivos de los regalos quedan ocultos. Tal vez puedas rechazar los regalos, eso
no lo sé, pero una vez que los has aceptado es cosa hecha y sobre ti pesará la
presión de la administración, sólo si ella quiere te los podrá retirar, pero
eso no puede suceder de ninguna otra manera. Es lo que me ha dicho la posadera,
de la que he aprendido todo; ella dijo que tenía que abrirme los ojos antes de
casarme. Y especialmente hizo hincapié en que, en los libros que tratan de esos
asuntos, se aconseja a los forasteros que se conformen con esos regalos ya
aceptados, pues nadie puede desprenderse de ellos, lo único que se puede lograr
es hacer de los regalos, que aún tienen alguna huella de amabilidad, enemigos o
tormentos para toda la vida. Eso dijo la posadera, sólo repito lo que ha dicho,
la posadera lo sabe todo y hay que creerla.
—Algo
se la puede creer—dijo K».
Variante:
—Los
acepté al principio —dijo K— bajo la sorpresa de mis primeras impresiones aquí,
con ellos me tomaron de improviso, después los mantuve como una especie de
impuesto que tengo que pagar por mi residencia aquí, pero ahora que ya me he
establecido y te he tomado como mujer ya no puedo soportar esa absurda carga y
los he despedido.
Variantes:
(1)
«… sino la mala conciencia. Y cuando el gato cayó sobre mí, fue como si
alguien me empujase en el pecho, como un signo de que logran ver a través de
mí. Y después no buscaba al gato con la vela, sólo quería despertarte a ti. Así
es querido, querido…»
(2)
«… sino la mala conciencia. Y cuando el gato cayó sobre mí, me estremecí como
si todo se hubiese descubierto. Y entonces no busqué al gato con la vela, sino
que sólo deseé despertarte a ti. Me asustan los dos ayudantes. Y no es
necesario ese gato monstruoso, me estremezco con el menor ruido. Temí que te
despertases y que todo acabase, entonces me levanté de un salto y encendí la
vela, para que te despertases deprisa y me pudieses proteger. —Son emisarios de
Klamm —dijo K, atrajo a Frieda hacia sí y la besó en la nuca, de tal manera que
ella se estremeció, saltó sobre él y los dos rodaron por el suelo, jadeantes,
angustiados, como si uno buscara esconderse en el otro, como si el placer que
disfrutaban perteneciese a un tercero a quien se lo robaban…»
(3)
«Me asustan los tres ayudantes. Y no es necesario ese gato monstruoso, me
estremezco con el menor ruido. Temí que te despertaras y todo hubiese llegado a
su fin, y entonces me levanté y encendí la vela para que te despertases deprisa
y me pudieses proteger.
—Son
emisarios de Klamm —dijo K, atrajo a Frieda hacia sí y la besó en la nuca.
—Él
continúa hablando conmigo, pero yo no puedo dirigirme a él.
—¿Quieres
que abra la puerta? —preguntó K—. ¿Quieres irte con ellos?
—¡No!
—gritó Frieda, y le cogió del brazo—, no quiero ir con ellos, quiero quedarme
contigo. Protégeme y manténme a tu lado.
—Pero
si tú —dijo K— les llamas emisarios de Klamm, ¿de qué servirán las puertas, de
que servirá mi protección? Y, si pudieran ayudar en algo, ¿sería esa ayuda algo
bueno?
—No
sé quiénes son —dijo Frieda—, les llamo emisarios porque Klamm es tu superior y
fue la administración la que te los asignó, no sé más, sólo que sus ojos, esos
ojos simples y risueños, aunque centelleantes, en cierto modo se parecen mucho
a los de Klamm, sí, eso es, en ellos encuentras la mirada de Klamm, que a veces
me contempla a través de sus ojos. Y, por tanto, no es correcto eso que dije de
que me avergüenzo de ellos. Sé que en otras personas ese mismo comportamiento
sería necio, pesado y repulsivo, pero en ellos no es así, contemplo sus
necedades con gran admiración y respeto. Cariño, vuelve a admitirlos, no
ofendas a quien tal vez los ha enviado.
K
se soltó de Frieda y dijo:
—Los
ayudantes se quedan fuera, no quiero tenerlos más en mi cercanía. ¿Cómo? ¿Esos
dos van a tener la capacidad de conducirme a Klamm? Lo dudo mucho. Y si
pudieran, yo no tendría la capacidad de seguirlos, sí, con su proximidad me
imposibilitarían la capacidad de adaptarme a este sitio. Me confunden, y como
escucho ahora por desgracia también te confunden a ti. Me quieren a mí. Te he
ofrecido la elección entre ellos y yo y te has decidido por mí, entonces déjame
a mí el resto. Hoy espero recibir noticias decisivas. Ya comenzaron cuando
quisieron apartarte de mí. Si son culpables o no, carece de importancia para
mí. ¿Crees realmente, Frieda, que te hubiera abierto la puerta para que te
pudieras haber ido libremente con ellos?»
Variante.
«Acababan
de apagarse las velas en el interior y en ese mismo instante apareció Gisa en
la puerta; había abandonado la habitación cuando aún había luz, pues atribuía
mucha importancia a la decencia. Al poco tiempo también apareció Schwarzer y,
sorprendidos agradablemente, anduvieron por el camino despejado de nieve.
Cuando llegaron a la altura de K, Schwarzer le dio unas palmadas en el hombro y
dijo:
—Si
mantienes esta casa ordenada y limpia, puedes contar conmigo. A causa de tu
conducta por la mañana, sin embargo, he oído graves quejas de ti.
—Está
mejorando —dijo Gisa sin mirar a K y sin ni siquiera detenerse.
—El
hombre lo necesita urgentemente —dijo Schwarzer, y se apresuró para no
distanciarse de Gisa».
Variante:
«No
quiero preocuparte, todo lo contrario, si pudiese quitarte preocupaciones lo
haría con alegría, las asumiría yo misma con alegría y no notaría apenas el
aumento de ellas, tan grande es la preocupación que soporto, sobre todo esa
preocupación por Barnabás».
Variante:
«—Aquí
me parece que llegas a lo decisivo —dijo K—. Eso es. Barnabás es demasiado
joven para ese trabajo. Nada de lo que cuenta se puede tomar en serio, y no
porque no cuente la verdad, sino porque allí se muere de miedo. Y no me
sorprende. El respeto a la administración es aquí innato, se os sigue
insuflando durante toda vuestra vida de las maneras más distintas y desde todas
partes, y vosotros mismos ayudáis en ello en lo que podéis. En principio no
tengo nada en contra, si una administración es buena, ¿por qué no se debería
tener respeto por ella? Pero no se puede enviar de repente al castillo a un
joven poco instruido como Barnabás, que nunca ha salido del pueblo, y luego
querer oír de él informes fidedignos, interpretar sus palabras como si fuesen
una Revelación y hacer depender de ellas la propia felicidad. Nada puede ser
más erróneo. Cierto, yo me he dejado confundir como tú, y también he puesto en
él esperanzas y he padecido decepciones, las dos cosas basándome en sus
palabras que ni siquiera estaban fundadas. Es tu hermano, pones grandes
esperanzas en él y lo ya alcanzado parece darte la razón.
—Quizá
sea así —dijo Olga—, confío en ti, pues tú eres independiente y posees una
perspectiva libre; nosotros, sin embargo, con nuestras tristes experiencias y
continuos temores nos asustamos, sin defendernos, de cualquier crujido de la
madera y cuando uno se asusta, se asusta inmediatamente el otro y ni siquiera
sabe el motivo.
—Nunca
hubiera pensado que eras así —dijo K.
—No
era así, me he vuelto así —dijo Olga—. ¿No te ha contado nada Frieda sobre
nosotros?
—Sólo
insinuaciones —dijo K—, nada más.
—¿Tampoco
la posadera?
—No
—dijo K—, nada.
—No
me sorprende—dijo Olga—, nadie del pueblo te contará algo concreto de nosotros,
en contra, cualquiera, ya sepa de qué se trata o no, ya sean rumores de su
propia invención u oídos por ahí. Todos mostrarán en general que nos des
precian, al parecer deberían despreciarse a sí mismos si no lo hicieran. De
esta situación surgen, naturalmente, extrañas contradicciones. ¿Conoces a la
sucesora de Frieda? Se llama Pepi, sí. La conocí ayer por la noche, antes había
sido una criada. Bueno, pues esa pequeña Pepi me desprecia, me vio ayer desde
la ventana cómo iba a por cerveza, entonces corrió hasta la puerta de la taberna
y la cerró. Tuve que solicitarle durante mucho tiempo y prometerle la cinta que
llevaba en el pelo antes de que me abriera. Así que puede despreciarme, en
parte dependo de su benevolencia, ya eso es motivo suficiente para el
desprecio, pero incluso aparte de eso, una sirvienta de taberna en la posada de
los señores no es poco en comparación conmigo, aunque lo sea provisionalmente y
no tenga las cualidades que son necesarias para ser empleada de una manera
duradera. Sólo hay que oír cómo el posadero habla con Pepi y comparar cómo
hablaba con Frieda. Pero eso sea dicho de paso. En realidad, no sólo me
desprecia a mí, sino también a Amalia. La pequeña Pepi desprecia a Amalia; la
desprecia a ella, cuya mirada bastaría para sacar a la pequeña Pepi con todas sus
trenzas y lazos tan rápidamente de la habitación como jamás podría conseguir a
causa de sus piernas gordas. Qué cháchara más indignante tuve que oír ayer otra
vez hasta que, finalmente, los huéspedes me acogieron de la manera que tú ya
viste una vez.
—Y
¿por qué os desprecian? —preguntó K, y se acordó de la desagradable impresión
que le dio la primera noche esa familia apretada bajo la lámpara de aceite, con
una espalda al lado de la otra y los dos ancianos con los rostros inclina dos
prácticamente hasta la sopa, esperando a que se les sirviera. Qué repugnante
había sido aquello y aún más repugnante porque esa impresión no se podía
explicar con detalles, pues los detalles se podían nombrar para aferrarse a
algo, pero no eran ellos los causantes, sino otra cosa que no se podía nombrar.
Sólo después de que K se hubiese enterado de cosas en el pueblo, lo que le hizo
precavido con las primeras impresiones, y no sólo con las primeras, sino
también con las segundas y las siguientes, sólo entonces esa familia comenzó a
dividirse en sus componentes, que él comprendía en parte, pero sobre todo con
los que podía sentir como si fue tan los amigos que hasta ahora no había
encontrado en el pueblo, sólo entonces comenzó a desaparecer aquella
experiencia desagradable, aunque nunca del todo, los padres en su rincón, la
pequeña lámpara de aceite, la habitación, no era nada fácil soportar todo
aquello con tranquilidad y había que recibir algo, como un regalo, en ese caso
el relato de Olga, para reconciliarse un poco, aunque sólo fuese en apariencia
y provisionalmente. Y sumido en sus pensamientos, añadió:
—Estoy
convencido que se os hace una injusticia, eso lo quiero decir desde el
principio. Pero —no conozco el motivo— debe de ser difícil no cometer con
vosotros una injusticia. Hay que ser un forastero en mi situación especial para
evadirse del prejuicio. Y yo mismo estuve largo tiempo influido, tan influido
que ese estado de ánimo que domina contra vosotros —no sólo se trata de
desprecio, sino también de miedo— me pareció obvio, no pensé en ello, no
intenté defenderos, cierto, todo eso me parecía ajeno. Ahora, sin embargo, todo
aparece ante mí de forma muy distinta. Es evidente que se os reprocha que
queráis llegar más lejos que los otros, que Barnabás haya llegado a mensajero del
castillo o que intente serlo; para no tener que admiraros, se os desprecia y se
hace con tal fuerza que también vosotros sucumbís, pues ¿qué son vuestras
preocupaciones, vuestra angustia, vuestras dudas sino las consecuencias de ese
desprecio general?
Olga
sonrió y miró a K con tal inteligencia y claridad que quedó afectado, era como
si hubiese dicho algo erróneo y Olga tuviese que penetrar en él para paliar el
error y ella estaba feliz de realizar esa tarea. Y la pregunta de por qué todo
estaba en contra de esa familia, le pareció otra vez a K sin solución y
necesitada de una clara respuesta.
—No
—dijo Olga—, no es así, nuestra situación no es tan favorable, tú intentas
favorecerla porque hasta ahora no nos has defendido frente a Frieda y ahora nos
defiendes demasiado. No aspiramos a más que los demás. ¿Sería una gran
aspiración querer ser mensajero? Cualquiera que pueda correr y pueda memorizar
unas palabras posee la aptitud para ser mensajero. Tampoco es un puesto
retribuido. La solicitud para ser aceptado como mensajero del castillo se suele
entender como la solicitud de varios niños pequeños y desocupados que se
esfuerzan por hacer algún trabajo a un adulto sólo por hacerlo y por el honor
que lleva consigo. Así es aquí, sólo con la diferencia de que no hay muchos que
quieran hacerlo y que, a quien se acepta, real o aparentemente, no se le trata
amigablemente como a un niño, sino que se le atormenta. No, por eso no nos
envidia nadie, más bien nos compadecen y por eso en toda hostilidad se
encuentra una chispa de compasión. Quizá también en tu corazón, si no ¿qué te
atraería de nosotros? ¿Sólo los mensajes de Barnabás? Eso no lo puedo creer.
Nunca les has atribuido mucho valor, sólo has seguido con él por compasión a
Barnabás, o en su mayor parte por compasión. Y has logrado ese objetivo. Es
cierto que Barnabás sufre con tus exigencias, demasiado elevadas e imposibles
de cumplir, pero al mismo tiempo a través de ellas gana un poco de orgullo, un
poco de confianza; las continuas dudas, de las que no se puede liberar en el
castillo, son un poco contrarrestadas por tu confianza, por tu permanente
interés. Desde que estás en el pueblo le va mejor, y también nosotros nos
beneficiamos de esa confianza, y sería más si vinieses con más frecuencia a
visitarnos. Te resistes a causa de Frieda, eso lo comprendo, lo mismo le dije a
Amalia. Pero Amalia es tan intranquila, últimamente sólo me atrevo a hablar con
ella lo más necesario. No parece escuchar cuando se habla con ella, y cuando
escucha no parece comprender lo escuchado, y cuando lo comprende, parece
despreciarlo. Pero todo eso no lo hace por propia voluntad y no podemos
enfadarnos con ella; cuanto más esquiva se muestra, con más dulzura hay que
tratarla. Tan fuerte como parece, en realidad es muy débil. Ayer, por ejemplo,
dijo Barnabás que tú vendrías hoy. Como conoce a Amalia añadió con cuidado que
tú tal vez vendrías, pero que no era seguro. Sin embargo, Amalia te ha esperado
todo el día, incapaz de hacer ninguna otra cosa, y ya por la tarde no se podía
mantener de pie y se tuvo que echar.
—Ahora
comprendo —dijo K—, por qué significo algo para vosotros, aunque sin que sea
merecimiento mío. Estamos unidos, como el mensajero al destinatario, pero
tampoco así, no hay que exagerar, aprecio demasiado vuestra amistad, especialmente
la tuya, Olga, como para permitir que peligrase por esperanzas exageradas.
También yo me distancié de vosotros por poner demasiadas esperanzas. Si juegan
con vosotros, no juegan menos conmigo, entonces se trata de un juego
sorprendentemente centralizado y uniforme. De lo que me has contado incluso
tengo la impresión de que los dos mensajes que me ha enviado Barnabás son los
únicos que le han confiado hasta ahora.
Olga
asintió.
—Me
avergüenzo de reconocerlo —dijo con los ojos humillados.
—Así
que no eres sincera conmigo —dijo K—, ni siquiera tú eres sincera conmigo.
—Aún
no comprendes nuestra situación desesperada —dijo Olga, y contempló a K con
mirada angustiada—, tal vez tengamos la culpa, desacostumbrados al trato
humano, quizá te seamos repulsivos por nuestros exasperados intentos de
atraerte. ¿Que no soy sincera? Nadie podría ser más sincero que yo contigo. Si
te silencio algo, sólo ocurre por miedo de ti y esto no lo oculto, sino que lo
muestro abiertamente, quítame el miedo y me tendrás del todo.
—¿Qué
clase de miedo es ése? —preguntó K.
—El
miedo de perderte —dijo Olga—, piénsalo, Barnabás ya hace tres años que lucha
por su puesto, durante tres años estamos al acecho del éxito de sus esfuerzos,
todo en vano, no hemos conseguido nada, sólo vergüenza, tormento, tiempo
perdido, amenazas del futuro, pero una noche llega con una carta, una carta
dirigida a ti. Ha llegado un agrimensor, parece haber llegado para nosotros.
«Haré de intermediario en todos los mensajes entre él y el castillo», dijo Barnabás.
«Parece que hay cosas importantes en juego», añadió. «Naturalmente», dije yo,
«¡un agrimensor! Realizará muchos trabajos, serán necesarios muchos mensajes.
Ahora eres realmente un mensajero, pronto recibirás un traje oficial». «Es
posible», dijo Barnabás, incluso él, ese joven que se ha vuelto tan
atormentado, dice: «es posible». Aquella noche fuimos felices, incluso Amalia
participó a su manera, aunque no nos escuchó, acercó el taburete en el que cose
hasta nosotros y a veces miró cómo nos reíamos y cuchicheábamos. La suerte no
ha durado mucho, aquella misma noche se terminó. Aunque pareció surgir de nuevo
cuando Barnabás apareció inesperadamente contigo. Pero entonces comenzaron las
dudas, era, ciertamente, un honor que hubieses venido a nuestra casa, pero
también era perturbador desde un principio. ¿Qué querías?, nos preguntamos.
¿Por qué viniste? ¿Eras realmente el gran hombre por el que te teníamos si
querías venir a nuestra casa? ¿Por qué no permaneciste donde estabas, dejaste
que el mensajero, como correspondía a tu dignidad, se acercara a ti,
despachándolo en seguida? ¿No quitaste al venir una parte de la importancia al
puesto de mensajero de Barnabás? Aunque eras un forastero, vestías pobremente,
la chaqueta mojada que te quité la escurrí con tristeza. ¿íbamos a tener mala
suerte con el primer destinatario tan largamente anhelado? Además, comprobamos
que nos rechazabas, permaneciste en la ventana y no hubo manera de atraerte
hasta la mesa. No nos volvimos hacia ti, pero no pensábamos en otra cosa.
¿Habías venido sólo a examinarnos? ¿Para ver de qué familia procedía tu
mensajero? ¿Ya tenías en la segunda noche de tu residencia en el pueblo una
sospecha contra nosotros? Y ¿te habíamos dado tan mala impresión como para que
te mostraras tan reservado y deseases abandonarnos lo antes posible? Tu salida
fue para nosotros una prueba de que no sólo nos despreciabas, sino, lo que era
peor, también despreciabas los mensajes de Barnabás. Nosotros solos no éramos
capaces de reconocer su verdadera importancia, eso sólo podías hacerlo tú, a
quien estaban expresamente dirigidos y a cuya profesión se referían. Así que
tú, en realidad, nos enseñaste la duda, desde aquella noche comenzaron las
tristes observaciones de Barnabás arriba, en las oficinas. Y las preguntas que
había dejado sin contestar la noche pareció responderlas definitivamente la
mañana. Cuando salí con los criados del establo y vi cómo salías de la posada
de los señores con Frieda y los ayudantes, di por probado que ya no ponías
ninguna esperanza en nosotros y que nos habías abandonado…»
Variante:
«Y
Amalia no se ha inmiscuido, aunque, según tus alusiones, sabe más del castillo
que tú, quizá sea ella en quien recae la mayor culpa de todo.
—Tienes
una visión general de las cosas que es sorprendente—dijo Olga—, a veces me
ayudas con una sola palabra, eso es porque vienes de fuera. Nosotros, por el
contrario, con nuestras tristes experiencias y continuos temores nos asustamos,
sin ni siquiera poderlo evitar, incluso con el crujido de la leña y cuando se
asusta uno se asustan los demás y sin saber el motivo cierto. De esa manera no
se puede llegar a un juicio certero. Aun cuando se hubiese tenido la capacidad
de reflexionarlo todo —y nosotras, las mujeres, jamás la hemos tenido—, se
habría perdido en esas circunstancias. Qué suerte representa para nosotros que
tú hayas venido.
Por
primera vez oía K en el pueblo una bienvenida sin reservas, pero por mucho que
la había echado de menos y por muy digna de confianza que le pareciera Olga, no
le gustó oírla. No había venido a traerle suerte a nadie, era libre de ayudar o
no a alguien cuando fuese necesario, pero nadie le podía saludar como un
talismán; quien lo hiciera, confundía sus caminos, le reclamaba para cosas para
las que él, así, obligado, nunca se ofrecería, ni siquiera con su mejor
voluntad podría hacerlo. Pero Olga corrigió su error cuando continuó hablando:
—Cierto,
cuando creo que yo podría dejar de lado mis preocupaciones, pues tú
encontrarías una explicación y una salida para todo, dices de repente algo
dolorosamente injusto, como esto: «Amalia es la que más sabe, no se injiere y
es en la que recae la mayor culpa». No, K, Amalia está a demasiada distancia, y
con esos reproches es como menos se la puede alcanzar. Lo que te ayuda para
enjuiciar el resto, tu condición de forastero y tu valor, impide que puedas
juzgar a Amalia. Para poder reprocharle algo, antes tendríamos que tener una
idea de aquello por lo que sufre. Últimamente está tan inquieta, oculta tanto
—y, en el fondo, no oculta otra cosa que su propio sufrimiento— que apenas me
atrevo a hablar con ella de lo más necesario. Cuando entré y te vi conversando
tranquilamente con ella, me asusté, en realidad no se puede hablar con ella,
aunque hay fases en las que se torna más tranquila o, quizá, no más tranquila,
pero sí más cansada, pero ahora es un mal momento. No parece escuchar cuando se
habla con ella, y si escucha, no parece comprender lo escuchado, y cuando lo
comprende, parece despreciarlo. Pero todo eso no lo hace por propia voluntad y
no nos podemos enojar con ella. Cuanto más reservada se muestra, con más
dulzura hay que tratarla. Tan fuerte como parece, tan débil es en realidad.
Ayer, por ejemplo, dijo Barnabás que hoy vendrías. Como conoce a Amalia, añadió
con cuidado que tal vez vinieras, que no era seguro. Sin embargo, Amalia te
esperó durante todo el día, incapaz de hacer otra cosa, y por la tarde ya no
podía mantenerse de pie y tuvo que echarse.
Una
vez más K escuchó ante todo las demandas que le ponía esa familia; en esa
familia uno podía perderse, si no estaba alerta. Le dio pena que precisamente
frente a Olga le ocupasen esos pensamientos imposibles de revelar que
distorsionaban la confianza que Olga había sido la primera en sugerir, que a él
le sentaba tan bien, y que ante todo era la que le retenía allí y por la que
había postergado su partida.
—Difícilmente
podremos coincidir—dijo K—, ya lo veo. Apenas hemos tocado lo más importante y
ya surgen antagonismos aquí y allá. Si estuviéramos solos, llegaríamos
fácilmente a un acuerdo, quisiera que tú y yo compartiésemos la misma opinión,
tú eres desinteresada e inteligente, pero no estamos solos, ni siquiera somos
los personajes principales, tu familia está aquí, sobre la que no podremos
coincidir, y sobre Amalia seguro que no.
—¿Condenas
a Amalia del todo? —preguntó Olga—. ¿La condenas sin conocerla?
—No
la condeno —dijo K—, yo tampoco soy ciego respecto a sus virtudes, reconozco
incluso que quizá cometo una injusticia con ella, pero es muy difícil no
hacerle una injusticia, pues es orgullosa y reservada, al igual que dominante
en extremo. Si no fuese también triste y, al parecer, infeliz, la
reconciliación con ella sería imposible.
—¿Es
eso todo lo que tienes contra ella? —preguntó Olga, que ahora se había puesto
triste.
—Es
suficiente —dijo K, y se dio cuenta de que Amalia estaba otra vez en la
habitación, pero alejada, en la mesa de los padres; daba de comer a la madre,
que no podía mover los brazos reumáticos y al mismo tiempo hablaba con el
padre, diciéndole que esperara hasta que estuviese con él para darle también de
comer. Pero sus palabras no tenían ningún éxito, pues el padre se mostraba
ansioso de que llegara su sopa, y superando su debilidad física intentaba en
parte sorberla de la cuchara o beberla del plato, gruñendo al no conseguirlo de
ninguna de las dos formas; la cuchara ya estaba vacía cuando llegaba a la boca,
y su barba, sumergida en la sopa, goteaba y salpicaba a su alrededor.
—Ya
está allí —dijo K, y contra su voluntad resonó en sus palabras la repugnancia
ante esa cena y todos los que participaban en ella.
—Tienes
un prejuicio contra Amalia—dijo Olga.
—Lo
tengo —dijo K—. ¿Por qué lo tengo? Dímelo, si lo sabes. Eres sincera, eso es lo
que más valoro, pero eres sincera sólo en lo que se refiere a ti, crees que
tienes la obligación de proteger a tus hermanos con tu silencio. Eso es
injusto, no puedo apoyar a Barnabás cuando no sé todo lo que se refiere a él y,
como vosotros siempre metéis a Amalia en el juego, todo lo que se refiere a
ella. No querrás que emprenda algo y, como consecuencia de mis conocimientos
insuficientes de las circunstancias y sólo por este motivo, lo eche todo a
perder, que os dañe a vosotros y a mí mismo de un modo irrevocable.
—No,
K —dijo Olga después de una pausa—, no quiero hacer eso y quizá fuese mejor que
todo quedase como antes.
—No
creo que eso sea lo mejor—dijo K—, ni creo que sea mejor que Barnabás lleve esa
vida aparente de un supuesto mensajero y que vosotras compartáis esa vida con
él, como adultos que se alimentan de comida infantil; no creo que eso sea mejor
a que Barnabás se una a mí, me deje pensar con tranquilidad en los mejores
medios y vías, con confianza, ya no dependiendo sólo de sí mismo, sino
realizándolo todo bajo un continuo control para que, para su utilidad y la mía,
penetre más en las oficinas o, si no logra penetrar más en ellas, que pueda
comprender y valorarlo todo en la estancia en que se encuentra. No creo que ésa
sea una mala idea y que no sea digna de algún sacrificio. Pero también es
naturalmente posible que yo no tenga razón y que precisamente lo que tú
silencias, te dé la razón. Entonces seguiremos siendo buenos amigos, aquí no
podría prescindir de tu amistad, pero ya será inútil que pase aquí toda la
tarde y haga esperar a Frieda, sólo el asunto importante e inaplazable de
Barnabás podría justificarlo.
K
quiso levantarse, pero Olga se lo impidió.
—¿Te
ha contado algo Frieda de nosotros? —preguntó.
—Nada
en concreto.
—¿Tampoco
la .posadera?
—No,
nada.
—Eso
es lo que me imaginaba—dijo Olga—. De nadie del pueblo sabrás algo en concreto
de nosotros, por el contrario, cualquiera, ya sepa de qué se trata o no o, ya
crea en los rumores que corren o los haya inventado él mismo, querrá mostrar
que nos desprecia, es evidente que se despreciaría a sí mismo si así no lo
hiciese. Así ocurre con Frieda y con todos. Pero ese desprecio no nos toca a
todos nosotros por partes iguales, a la familia, sino especialmente va dirigido
contra Amalia. Por eso te estoy muy agradecida, pues, aunque estás bajo la
influencia general, no nos desprecias a nosotros ni a Amalia. Sólo tienes un
prejuicio contra Barnabás y Amalia, nadie puede eludir por completo la
influencia del mundo; que tú, sin embargo, estés dispuesto a ello, ya es mucho
y la mayor parte de mi esperanza se basa en ese hecho.
—A
mí no me importa la opinión de los demás —dijo K—, y no tengo curiosidad por
sus motivos. Tal vez, sería malo pero posible, tal vez eso cambie para mí
cuando me case y resida aquí, pero por ahora soy libre, no me será fácil
silenciar esta visita a Frieda o justificarla, pero aún soy libre; cuando algo
me parece tan importante como el asunto de Barnabás, todavía puedo ocuparme de
ello sin remordimientos y tan intensamente como lo desee. Ahora comprenderás
por qué pido una decisión tan urgente, aún estoy en vuestra casa, pero sólo
hasta que me llamen, en cualquier instante puede venir alguien y recogerme y no
sé cuándo podré volver.
—Pero
Barnabás no está aquí —dijo Olga—, ¿qué se puede decidir sin él?
—Por
ahora no le necesito —dijo K—, por ahora necesito otra cosa; antes de que la
diga, te pido que no te dejes engañar cuando lo que diga suene tiránico, soy
tan poco tirano como curioso, no quiero ni someteros ni desvelar vuestros
secretos, sólo quiero trataros como yo quisiera que me trataran.
—De
qué forma tan extraña hablas ahora—dijo Olga—, te habías aproximado tanto a
nosotros, tus reservas son innecesarias, nunca he dudado de ti y no lo haré,
pero no lo hagas tú por mí.
—Si
hablo de una forma diferente que antes—dijo K—, es porque quiero estar más
cerca de vosotros que antes, quiero sentirme con vosotros como en mi casa, o me
uno con vosotros así o de ningún otro modo, o actuamos todos conjunta mente
respecto a Barnabás o evitamos incluso todo contacto fugaz e innecesario que me
pueda comprometer a mí o a vosotros. Para esa unión como yo la quiero, esto es,
una unión con el castillo como objetivo, hay, sin embargo, un impedimento
enojoso: Amalia. Y por eso pregunto primero: ¿puedes hablar por Amalia, puedes
responder por ella?
—En
parte puedo hablar por ella, pero no puedo responder por ella.
—¿No
quieres llamarla?
—Eso
sería el final. A través de ella te enterarías de menos que a través de mí.
Rechazaría toda conexión y no toleraría ninguna condición, me prohibiría que
contestase, te obligaría, con una habilidad y obstinación que no conoces de
ella, a romper las promesas y a irte y luego, sin embargo, cuando estuvieras
fuera, es muy posible que cayese desmayada. Así es ella.
—Pero
sin ella no hay esperanzas —dijo K—, sin ella todo es incierto, nos quedamos a
medias.
—Tal
vez—dijo Olga—valores mejor ahora el trabajo de Barnabás; nosotros, él y yo,
trabajamos solos; sin Amalia es como si construyésemos una casa sin…»
Variante:
«No
son tus opiniones lo que me consuelan, sino tu presencia, tu mirada, tu
confianza, tengo la esperanza de que alcanzarás más que todos nuestros abogados
y escribientes, más incluso que Barnabás y mucho más si tú, como ya has
indicado, te unes a él».
Variante.
—¿Acaso
fue castigado oficialmente por la carta? —preguntó K.
—¿Porque
desapareció del todo? —preguntó Olga—. Todo lo contrario. Esa completa
desaparición fue una recompensa que los funcionarios se esfuerzan por
conseguir, el trato con las partes interesadas supone para ellos lo más
molesto.
—Pero
Sortini tampoco había realizado antes ese tipo de trabajo —dijo K—, ¿o quizá
pertenecía la carta al trato con las partes que tan pesado le resultaba?
—Por
favor, K, no preguntes así —dijo Olga—, desde que Amalia estuvo aquí, eres
diferente. ¿De qué sirven esas preguntas? Las hagas en broma o en serio, nadie
puede responderlas. Me recuerdan a Amalia en los primeros tiempos de estos años
desgraciados. Apenas hablaba, pero prestaba atención a todo lo que ocurría, era
más atenta que ahora y a veces interrumpía su silencio con una pregunta que tal
vez avergonzaba a quien la hacía, en todo caso a quien iba dirigida, pero con
toda seguridad no a Sortini».
Variante:
«El
castillo es en sí infinitamente más poderoso que vosotros, sin embargo aún
podía haber una duda de que alcanzase la victoria; pero no aprovechasteis esa
coyuntura, todo lo contrario, parece como si todo vuestro afán hubiese
consistido en asegurar la victoria del castillo, por eso comenzasteis repentina
e infundadamente a tener miedo en medio de la lucha y así aumentasteis vuestra
impotencia».
Variante:
«La
puerta de la escuela estaba abierta, ni siquiera se había tomado la molestia de
cerrarla después de abandonarla; la responsabilidad recaía exclusivamente en K.
Además, el traslado había sido completo, como pudo comprobar al encender una
cerilla, no había quedado nada salvo la mochila con algo de ropa sucia, incluso
parecía faltar el bastón, como si hubiese previsto que, como sustituto, traería
la vara, que finalmente no había utilizado».
Precisamente
el funcionario del que K espera alcanzar una solución, aunque en vano, como se
mostrará, se llama Erlanger, «el que consigue o alcanza algo».
Variante:
«Le
parecía que el tráfico de personas realmente estaba dirigido contra ella y
contra la pureza de su casa. ¿Para qué podía servir si no? O los funcionarios
lo sabían todo de antemano, entonces ¿para qué el trato con los interesados?, o
los funcionarios no lo sabían todo, entonces ¿de qué les podían servir las
mentiras de los interesados?»
Variante:
«Ayer
nos contó K la experiencia que había tenido con Bürgel. Es muy raro que tuviese
que estar precisamente con Bürgel. Ya sabéis, Bürgel es el secretario del
funcionario del castillo Friedrich, y el brillo de Friedrich se ha apagado
mucho en los últimos años. La razón de esto constituye un tema por sí mismo, yo
podría contar bastante acerca de ello. Seguro es, en todo caso, que la agenda
de Friedrich es hoy una de las más insignificantes y cualquiera puede
comprender lo que eso representa para Bürgel, que ni siquiera es el primer
secretario de Friedrich, sino uno de los menos importantes. Cualquiera, excepto
K. Aunque ya vive lo suficiente con nosotros en el pueblo, sigue siendo un
forastero como si hubiese sido ayer cuando llegó, y es capaz de perderse en las
tres calles del pueblo. Por esta razón se esfuerza en prestar mucha atención y
está detrás de sus asuntos como un perro de caza, pero no le ha sido dado
adaptarse a este entorno. Por ejemplo, hoy le cuento algo de Bürgel, él escucha
atento, todo lo que se le cuenta de los funcionarios del castillo le afecta
mucho, realiza preguntas de entendido, lo comprende todo a las mil maravillas,
no en apariencia, sino realmente, pero creedme, al día siguiente ya no sabe
nada del asunto. O, más bien, sí lo sabe, él no olvida nada, pero le resulta demasiado,
la voluminosidad del funcionariado le confunde, él no ha olvidado nada que haya
escuchado, y ha escuchado mucho, pues aprovecha cualquier oportunidad para
aumentar sus conocimientos y, en teoría, conoce al funcionariado incluso mejor
que nosotros, en eso es digno de admiración, pero cuando tiene que aplicar esos
conocimientos adopta el movimiento equivocado, gira sobre sí mismo como en un
calidoscopio, no los puede aplicar. Todo se retrotrae probablemente a que no es
de aquí, por eso tampoco avanza en su asunto. Ya sabéis, afirma que ha sido
contratado como agrimensor por nuestro Conde. En sus detalles se trata de una
historia bastante fantástica, que no quiero abordar aquí. En suma, ha sido
nombrado agrimensor y quiere quedarse aquí. Ya conocéis, al menos de oídas, los
esfuerzos enormes que ha emprendido, completamente estériles, para alcanzar esa
pequeñez. Cualquier otro, en ese tiempo, ya habría medido diez países, pero él
aún sigue oscilando aquí en el pueblo entre los secretarios, con los funcionarios
no se atreve, probablemente nunca ha tenido la esperanza de que le convoquen
arriba, en las oficinas del castillo, se contenta con los secretarios cuando
bajan del castillo a la posada de los señores, a veces tiene interrogatorios
diurnos, otras nocturnos, y se dedica a rondar continuamente la posada de los
señores como el zorro al gallinero, sólo que en realidad los secretarios son
los zorros y él es la gallina. Bien, eso sea dicho de paso, en realidad quería
hablar de Bürgel. Ayer por la noche K había sido citado en la posada de los
señores por su asunto y en la habitación del secretario Erlanger, con quien más
trata. Siempre se alegra con ese tipo de citaciones. A ese respecto, las
decepciones no le afectan, ¡si se pudiese aprender eso de él! Cada nueva
citación le fortalece, no en las viejas decepciones, sino sólo en la vieja
esperanza. Espoleado por esa citación, se apresuró a acudir a la posada de los
señores. Él, sin embargo, no se encontraba en un buen estado, no había esperado
la citación, por eso tenía diferentes cosas que hacer en el pueblo referentes a
su asunto, aquí tiene más conexiones de las que una familia podría hacer en un
siglo, todas esas conexiones sólo sirven a su actividad de agrimensor y, como
han sido logradas tras una enconada lucha y tienen que recuperarse una y otra
vez con esfuerzo, no puede perderlas de vista, os lo tenéis que imaginar
correctamente, cómo todas esas conexiones amenazan con escurrírsele de las
manos. Así que está continuamente ocupado con ellas. Y, sin embargo, encuentra
tiempo para mantener conmigo largas conversaciones sobre cosas muy ajenas a
esos temas, pero esto sólo porque no hay nada que sea lo suficientemente ajeno
que no tenga algo que ver con su asunto. Así trabaja siempre, ni siquiera se me
ha ocurrido que también pueda dormir. Pero ése es el caso, el sueño desempeña,
incluso, el papel principal en la historia de Bürgel. Cuando corrió a la posada
de los señores para ver a Erlanger, ya estaba infinitamente cansado, no había
estado preparado para la citación y se había descuidado, la noche anterior no
había dormido, y las dos noches anteriores sólo tres horas respectivamente. Por
esta razón le alegró la citación de Erlanger, que era a medianoche, como
cualquier otra citación semejante, pero al mismo tiempo le preocupó por su
estado, que quizá le impediría afrontar las exigencias de la entrevista como
debiera. Así que llegó a la posada, buscó el corredor donde viven los
secretarios y, para su desgracia, se encontró allí con una criada conocida. No
le faltan historias con mujeres, todas al servicio de su causa. Esa joven le
contó algo sobre otra que también le es conocida, se lo llevó a su habitación,
él la siguió, aún no era medianoche y su principio fundamental es no
desperdiciar ninguna oportunidad en la que se pueda averiguar algo nuevo. No
obstante, además de ventajas, eso trae a veces e, incluso, con frecuencia,
grandes desventajas, por ejemplo, esa vez, pues cuando abandonó a la muchacha
chismosa aturdido por el sueño y se encontró de nuevo en el corredor, ya eran
las cuatro. Entonces no pensó en otra cosa que en no desatender la citación en
la habitación de Erlanger. De una garrafa de ron que encontró en una bandeja
olvidada en una esquina obtuvo un poco de fuerza, quizá demasiada, se deslizó
por el largo corredor, anteriormente muy concurrido, pero entonces silencioso
como un cementerio, hasta una puerta que él tomó por la puerta de Erlanger; no
llamó para no despertar a Erlanger en caso de que estuviera durmiendo, sino que
abrió con sumo cuidado la puerta. Y ahora quiero contaros la historia de la
forma más literal posible, de la misma forma minuciosa en que K me la contó
ayer, con todos los signos de una desesperación letal. Ojalá que le haya
consolado una nueva citación. La historia misma es muy extraña, escuchad: lo
realmente extraño es lo minucioso y de ello se os escapará mucho en mi relato.
Si lo lograse, en ella tendríais a todo K, pero ni una huella de Bürgel. Si lo
lograse, ésa es la condición previa, pues la historia también puede ser muy aburrida,
también alberga ese elemento. Pero afrontemos el riesgo: en la habitación K fue
recibido con un ligero grito».
Variante:
«Soy
secretario de enlace.
—¿Secretario
de enlace? —repitió K con la expresión de una completa incomprensión, sólo
impulsado a repetir mecánicamente las palabras por el énfasis con las que el
señor las había pronunciado.
—Sí,
secretario de enlace —dijo Bürgel—, ¿no sabe lo que es? Soy el secretario de
enlace, esto es, yo represento el enlace más fuerte —y aquí se frotó las manos
con alegría espontánea— entre Friedrich y el pueblo. No soy secretario del
pueblo, sino precisamente secretario de enlace, paso la mayor parte del tiempo
en el pueblo, pero no siempre, cada día (también por la noche) puede darse la
necesidad de que tenga que subir. Ahí puede ver mi maletín, es una vida
inquieta, no todos sirven. Habrá notado cómo me he ocultado bajo la manta
cuando usted entró, es ridículo, pero para mí también triste, tan nervioso me
he vuelto, tan miedoso. Es algo peculiar que aquí las puertas no se puedan
cerrar con llave. La mayoría de los señores consienten en ello, al parecer esa
disposición procede, incluso, de ellos, pero yo lo tengo por una indigna
fanfarronería; mientras no ocurra nada, uno es un héroe, pero cuando ocurra
algo, uno querrá amurallarse. Sobre esto se podrían decir muchas cosas más. Por
ejemplo, mire ahí arriba, en la fisura, la he tapado algo con mi abrigo. Pero,
¿qué quería de mí, señor agrimensor?»
Variante:
«Uno
se sienta frente al interesado, pero en realidad se le sostiene en los brazos o
se es mantenido por él o se está unido a él de forma aún más profunda».
Variante:
«¿Cómo
se lo puedo explicar? Cuando en el día más espléndido irrumpe repentinamente un
rayo de sol y en ese rayo se refleja que ese día espléndido también había sido
lluvioso y nublado, ¿podría usted, si pertenece completamente, y en virtud de
una profunda convicción, al viejo mundo, mostrarse insensible al nuevo rayo?
Seguro que no, aunque sólo sea porque ya no hay nada excepto ese rayo».
Variante:
«Como
si se hubiese dado cuenta ahora con toda seguridad de que K dormía, Bürgel
encendió un cigarrillo, se reclinó en la almohada y contempló el techo de la
habitación hacia el que también expulsaba el humo».
Variante:
«Probablemente
también le hubiera resultado indiferente haberse pasado la habitación de
Erlanger, si Erlanger no hubiese estado en la puerta abierta y le hubiese hecho
una seña: una única y pequeña seña con el dedo índice. Luego Erlanger entró en
la habitación sin mirar si K le seguía. Era el doble de grande que la
habitación de Bürgel, en la esquina izquierda estaba la cama, a su lado un
lavabo y un armario, todo tan apretado que apenas parecía utilizable en esa
disposición. La mayor parte de la habitación, sin embargo, estaba vacía, sólo en
el centro había una mesa con un sillón y en la pared del fondo de la habitación
se sucedían varias sillas hasta alcanzar el número de diez. Incluso había una
pequeña ventana, arriba, cerca del techo, y no muy lejos de ella, un ventilador
funcionando que ronroneaba como un gato.
—Siéntese
donde pueda—dijo Erlanger. Él mismo se sentó en la mesa y colocó varios
expedientes en un maletín, parecido al de Bürgel, después de haberlos ordenado
echando un vistazo fugaz a las carpetas que los contenían, pero el maletín
resultó ser demasiado pequeño para los expedientes; Erlanger tuvo que sacar los
que ya había guardado e intentó ponerlos de otra manera.
—Tendría
que haber venido hace tiempo —dijo. Ya al principio había sido desagradable,
pero ahora transmitió su rencor, provocado por los obstinados expedientes, a K.
Éste, con el sueño espantado por el nuevo entorno y el lacónico estilo de
Erlanger, que a él, con las distancias correspondientes de dignidad, le
recordaba un poco al del maestro —también en el aspecto exterior se daban
pequeñas similitudes y él mismo estaba allí sentado como un alumno en un día en
que sus compañeros a derecha e izquierda habían faltado—, respondió
cuidadosamente, comenzó con la mención del sueño de Erlanger, le explicó que se
había ido para no molestarle, silenció, sin embargo, su ocupación en el periodo
de tiempo intermedio, retomó el hilo, a continuación, con la confusión de las
puertas y terminó indicando su terrible cansancio, que él pidió se tomara en
consideración. Erlanger encontró inmediatamente el punto débil de la respuesta:
—Extraño
—dijo—, yo duermo para estar descansado durante mi trabajo, usted, sin embargo,
anda vagando por ahí en ese mismo tiempo para luego, cuando debe empezar el
interrogatorio, justificarse con su cansancio.
K
quiso responder, pero Erlanger se lo impidió con un movimiento de la mano.
—Su
cansancio no parece menguar su charlatanería —dijo—, el continuo murmullo en la
habitación vecina tampoco era lo más indicado para respetar mi sueño, al que
usted al parecer atribuye tanta importancia.
Una
vez más K quiso contestar, pero Erlanger volvió a impedirlo.
—Por
lo demás, no abusaré mucho de su tiempo —dijo Erlanger—, sólo quiero pedirle un
favor.
Sin
embargo, de repente recordó algo, resultó que durante todo ese tiempo había
pensado en algo que le distraía; la severidad con que había tratado a K tal vez
sólo había sido una formalidad, en realidad producto de su falta de atención.
Presionó el botón de un timbre eléctrico sobre la mesa. En una puerta —así
pues, Erlanger habitaba varias habitaciones con su servidumbre— apareció en
seguida un sirviente. Se trataba con toda seguridad de un ordenanza, uno de los
que le había hablado Olga, él mismo no había visto ninguno hasta ese momento.
Era un hombre bastante pequeño, pero muy ancho, también el rostro era ancho y
franco, por lo que sus ojos, que nunca abría completamente, parecían más
pequeños de lo que eran. Su traje recordaba al de Klamm, pero éste estaba
gastado, le sentaba mal, especialmente resultaban llamativas sus mangas
demasiado cortas, era evidente que el traje tenía como destinatario a una
persona aún más pequeña, probablemente los sirvientes llevaran los trajes
viejos de los funcionarios. Eso podía contribuir al proverbial orgullo de los
sirvientes, también éste parecía creer que al haber obedecido la llamada del
timbre ya había realizado todo el trabajo que se podía reclamar de él y miró a
K con una expresión tan severa como si hubiese sido llamado para impartirle
órdenes. Erlanger, en cambio, esperaba en silencio a que el sirviente realizase
algún trabajo que, según la costumbre, sin necesidad de ninguna orden concreta,
debía realizar. Pero como no ocurrió así, y el sirviente seguía mirando a K
lleno de enojo y de reproches, Erlanger, visiblemente enfadado, dio un pisotón
en el suelo y empujó a K hasta sacarlo casi de la habitación (una vez más K
tuvo que soportar las consecuencias de un enojo del que no era culpable). Le
dijo que esperase fuera un instante, que le volvería a llamar en seguida.
Cuando le volvió a llamar, esta vez con más amabilidad, el sirviente ya había
desaparecido, la única alteración que K notó en la habitación consistía en que
una cortina corrediza ocultaba el lavabo y el armario.
—Es
muy enojoso el trato con los sirvientes —dijo Erlanger, lo que de su boca era
una asombrosa confidencia, a no ser que se tratase de un simple monólogo
consigo mismo—. Enojo y preocupaciones hay de sobra —continuó. Estaba sentado
reclinado en el sillón; las manos, crispadas en puños, las mantenía sobre la
mesa, lejos de él.
—Klamm,
mi señor, está muy intranquilo desde hace varios días, al menos eso nos parece
a los que vivimos en su proximidad e intentamos interpretar y reflexionar todas
sus manifestaciones. En realidad, sólo nos parece, esto es, no es él quien está
intranquilo —¿cómo podría llegar la intranquilidad hasta él?—, sino que
nosotros estamos intranquilos y apenas lo podemos ocultar ante él. Así pues,
nos encontramos en una situación que puede traer consigo los mayores males
—para todos, también para usted—, y si es posible no debe durar ni un instante
más. Hemos buscado los motivos y hemos encontrado diversos factores que podrían
ser los culpables. Entre ellos hay las cosas más ridículas, lo cual no
sorprende, pues la extrema ridiculez y la extrema seriedad pueden llegar a
tocarse. El trabajo de oficina es tan agotador que sólo puede realizarse si se
observan los más pequeños pormenores y no se permite ninguna modificación a ese
respecto. La circunstancia, por ejemplo, de que un tintero se halle a cinco centímetros
de su lugar habitual puede poner en peligro el trabajo más importante. Vigilar
todo eso debería ser el trabajo de los sirvientes, pero por desgracia se puede
confiar tan poco en ellos que parte de ese trabajo lo tenemos que realizar
nosotros, y no en menor parte por mí, que tengo fama de poseer una atención
especial hacia ello. Pero se trata de un trabajo muy sensible e íntimo, que
podría ser echado a perder en un instante por las manos torpes de un sirviente,
una labor que acaba conmigo y que está muy lejos de mis ocupaciones, con ese ir
y venir; unos nervios delicados como los míos terminan completamente
destrozados. ¿Me comprende? K creyó comprenderle.
—Bien
—dijo Erlanger—, entonces también comprenderá…»
Variante:
«…
por la mañana, cuando apenas son personas oficiales —en realidad siempre son
personas oficiales, sólo que no pueden soportar continuamente la carga de las
partes nocturnas—, …»
Variante:
«Que
no comprende que hay que dejar a los señores, al menos en las primeras horas de
la mañana —por eso se despiertan tan temprano— que respiren con libertad en la
feliz ilusión de que finalmente ya no hay más citaciones con las partes, que,
sin ser molestados, entre ellos mismos y de habitación en habitación …»
Variante:
«El
posadero se mostró conforme con que K pusiese una tabla sobre los barriles y
durmiese allí un poco, pero la posadera le contradijo, únicamente el
alejamiento de K le parecía un método seguro para evitar más escándalos. Sólo
cuando el posadero le indicó la posibilidad de que K fuese citado de nuevo y
que lo mejor sería que se le dejase allí para terminar de una vez y del modo
más rápido posible todo el asunto y así quedar liberados definitivamente de él,
la posadera consintió lentamente».
Variantes:
(1)
«El posadero temía esa situación y con una severidad inesperada le mostró la
puerta a K. Éste se levantó emitiendo un suspiro, le entraron ganas de vengarse
de la posadera y el cansancio le hizo ceder a la tentación:
—Te
creerás que vas bien vestida, deja los botones tranquilos, no lo vas a mejorar
si lo abotonas bien. Estás vestida de tal modo que hasta a mí, a quien no
quieres dejar dormir aquí un rato, me das pena. Si tienes una modista, te
engaña. Esos vestidos no están hechos para ti, son viejos y usados, sólo te los
pones porque son de seda y poseen un aspecto noble. Avergüénzate. Tendrás una
habitación llena de esos trajes y creerás que tienes un tesoro. Y, sin embargo,
aún eres joven y delgada, no te sería difícil ir bien vestida, como corresponde
a la posadera de la posada de los señores.
Las
palabras de K no enojaron a la posadera, la atemorizaron, se apretó contra el
posadero y se ciñó el vestido. El posadero rió, pero a pesar de que la broma de
K era evidente y, por el efecto que había ejercido en la posadera, la risa
estaba justificada, a K le pareció grosera y desconsiderada. Entendió como un
castigo al posadero que su esposa de repente cambiase de opinión y permitiese
que K durmiese sobre los barriles. En el fondo le resultaba completamente
indiferente por qué se lo permitía, el permiso era lo principal, cogió una
tabla de una esquina, en la que ya se había fijado con anterioridad para ese
propósito, notando que alguien le ayudaba y que probablemente se trataba de
Pepi; se quitó la chaqueta, se la puso como almohada, se estiró, sin prestar
atención a si el posadero y su esposa seguían allí, hizo una seña con la mano a
alguien que se inclinó sobre él, parecía ser Gerstäcker, y se durmió en
seguida».
(2)
«Ella miró a K con enojo y el posadero era evidente que tenía miedo de él. Por
su parte, K miró a la posadera de abajo arriba con actitud displicente, no
tendría que haber sido tan cruel, no le estaba prohibido permanecer allí, sólo
se lo impedía su capricho. Con la abúlica sensación de que tenía que distraerla
para que así comprendiera la pequeñez que suponía dejar dormir allí a K,
intervino en la conversación del matrimonio.
—No
vas (usted no va) muy bien vestida.
El
posadero miró asombrado a su alrededor, no creía haber comprendido bien y quiso
preguntar a K qué es lo que había dicho. Pero la posadera gritó:
—¡Cállate!
Lo
que podía valer tanto para su esposo como para K.
—¿Entiendes
algo de vestidos? —preguntó a K con una sonrisa desfigurada.
—No
—dijo K, y pensó que ya casi se había asegurado el permiso para dormir allí.
—Entonces
cierra la boca—dijo la posadera.
—Uno
no tiene por qué entender de vestidos —e inclinó la cabeza hacia cada uno de
los lados—para enjuiciar los tuyos.
—¿Cómo
puedes enjuiciar los vestidos? —dijo la posadera, que ya había olvidado que se
había sumido en una conversación seria y rechazaba al posadero, que quería
recordarle lo inconveniente de esa conversación—. ¿Has visto en el pueblo
vestidos similares? Para estos vestidos ni siquiera se te han abierto los ojos.
Son los únicos vestidos de este estilo en todo el pueblo.
—No
puede ser de otra manera—dijo K—, pues si se los hubieras visto a otra, los
habrías reconocido y ya no los llevarías más.
—¿Qué
tendría que haber visto? —gritó la posadera y retiró la mano del posadero que
quería acariciarla y tranquilizarla—. Y ¿cómo te atreves a hablarme de mirar y
de mis vestidos, conociendo sólo éste, que me he echado por encima casualmente
porque, por tu culpa, alborotador, he tenido que salir a toda prisa hacia el
corredor de los señores?
—Del
alboroto soy culpable —dijo K—, perdóname por ello, pero del vestido no soy
culpable. También conozco otro, el marrón claro, casi amarillo, el vestido de
paño que llevabas hace unos días, la primera vez que vine aquí.
Y
repentinamente le asaltó, por encima de toda broma y astucia, algo como una
aversión apasionada contra ese vestido y, a pesar de que creía saber que todo
lo que hacía y decía desde hacía horas se debía a su cansancio, añadió:
—¿Por
qué tendría que ver los distintos vestidos? ¿Acaso no leo en tu mirada que
tienes toda una habitación llena de esos vestidos y que los consideras tu mayor
tesoro?»
Variante:
«Durante
todo ese relato, Pepi apenas había permanecido quieta en su silla, su vivacidad
era más grande que su tristeza, por muy grande que fuese ésta. Tal vez no fuese
vivacidad, sino sólo la intranquilidad de la despedida. Mientras hablaba abrió
la puerta que daba al pasillo y miró a través de ella para ver si venía
alguien, luego se acercó al mostrador y, sirviendo en un plato lo que allí se
encontraba por casualidad, le llevó algo de comer a K, lo que éste aceptó
encantado —comió prácticamente durante todo el tiempo—, a continuación revolvió
en un pequeño cajón, cogió distintos objetos, un cepillo, un peine, unas
tenazas, un frasco de perfume, etc., lo empaquetó para llevárselo, pero
entonces, llegada a un desesperado pasaje de su narración, cambió de opinión,
lo desempaquetó todo y lo guardó en el cajón, pero para regresar al poco
tiempo, intentar de nuevo empaquetarlo y, en medio del trabajo, dejarlo
finalmente abierto en el mostrador. Entonces llegó un joven delgado y tímido,
con las manos sobre el estómago, mirando a su alrededor con los ojos muy
abiertos, con el cuello moviéndose continuamente hacia abajo y hacia arriba, lo
que expresaba un continuo afán de mostrarse complaciente, y se sentó sobre un
barril lo más lejos posible de K. Pepi, sin interrumpir su relato, se limitó a
hacerle una señal de asentimiento con la cabeza, pero no como saludo, sino como
si ella quisiera mostrarle así que se había percatado de él y como si él, sin
ese signo, no hubiera osado creerlo. Allí estaba sentado, con el codo apoyado
en un barril, la mano derecha en la boca, la izquierda sobre la rodilla, y
escuchando con seriedad. Pepi siguió contando durante largo tiempo antes de
llevarle una jarra de cerveza sin ni siquiera preguntarle qué deseaba, aunque
esto lo hizo más para ceder a su intranquilidad que para servir al huésped.
Luego se subió sobre un barril en su proximidad y, sentada sobre él a
horcajadas, siguió hablando desde allí, esta vez más detalladamente, con
comodidad, como acariciada por la mirada del joven. Cuando describió su efecto
sobre los clientes y mencionó, sonriendo (como si captase casualmente y, sin
embargo, con una intención superior, lo más ínfimo) al escribiente Bratmeier,
el huésped —era Bratmeier— se tapó rápidamente los ojos con la mano como si le
deslumbrase una luz; pudo ser una broma poco hábil o también vergüenza real.
Cuando Pepi estaba terminando su relato y, para su enojo, entró lentamente y
con pesadez Gerstäcker, alzando alternativamente los hombros, y llegó a
molestar tanto con su tos que Pepi tuvo que interrumpirse un instante hasta que
dejó de toser. Además, se sentó al lado de K y rozó frecuentemente su brazo con
su mano, como si tuviera algo que decirle y apenas percibiese que por el
momento la para él indiferente Pepi estaba contando algo. Pepi no pudo
soportarlo, se acercó a K y se lo llevó al mostrador, allí le siguió hablando,
pero siempre en voz alta, sin ningún secreteo, como si se tratase de cosas
públicas, que todos sabían salvo K. Para finalizar se limpió, suspirando,
algunas lágrimas de los ojos y de las mejillas y miró a K asintiendo con la
cabeza, como si quisiese decir que en el fondo no se trataba de su desgracia, que
ella la soportaría y para ello no necesitaría ni ayuda ni consuelo de nadie, y
menos de K; ella, a pesar de su juventud, conocía la vida y su desgracia sólo
era una confirmación de sus conocimientos, en realidad se trataba de la
desgracia de K, había querido presentarle su propia imagen; después de la
destrucción de todas sus esperanzas, ella había considerado necesario hacerlo
así.
K
también le estaba agradecido, le acarició la mejilla, lo que Bratmeier toleró
en la lejanía con los ojos caídos, e intentó consolarla. Con ello debilitó su
fuerza; ella, entre sollozos, le puso algunos reparos, con frecuencia no con
palabras, sino sólo con los gestos defensivos de sus manos. K habló en voz muy
baja, nadie podía escucharle excepto Pepi. Su desgracia era, ciertamente,
grande, eso lo reconocía K, él tampoco habría comprendido en otro caso cómo
podía exagerar de esa manera. Todo eso no eran mas que espectros de la
desesperación, pero en ello había poco que fuese verdad, de eso respondía él;
ella no indicaba de dónde sabía todo eso, nadie podía confirmarlo. Pero, sí,
sin embargo, lo contrario. Frieda no era ni una araña ni un demonio, sino una
muchacha que luchaba por su existencia, como también lo hacía Pepi, sólo que
mayor y más experimentada; lo que a Pepi le parecía maldad y perfidia, no era
más que astucia y costumbres mundanas, de las que Pepi, en su ardor juvenil,
aún no era capaz, una incapacidad que le provocaba al mismo tiempo envidia y
orgullo. Frieda regresaba a la taberna, eso era cierto, las circunstancias,
combinaciones incontrolables, así lo habían querido, pero dudaba mucho de que
Frieda fuese especialmente feliz por ello. Más bien se podía decir que los tres
habían sido desgraciados, con un corto periodo de felicidad en medio y, a ese
respecto, se había producido una justa distribución. Y la culpa, era cierto,
aunque no se podía percibir claramente, recaía sobre Frieda y K, pero Pepi
tampoco carecía por completo de culpa. Le recordaba cómo, a causa de su
ascenso, se embriagó de arrogancia, cómo se había comportado con K cuando Momus
quería interrogarle, y cómo le había cerrado a Olga la puerta de la taberna y
no había querido dejarla entrar. Quién sabe lo cruel que se podría haber
vuelto, si hubiese podido seguir siendo camarera en la taberna, mucho más cruel
que Frieda a la que ahora acusaba. Todo aquel que ocupa una posición elevada le
parece al subordinado, por ese mero hecho, cruel, ésa era la crueldad de la que
se quejaba Pepi de Frieda, pero aumentar esa crueldad, como Pepi había hecho,
eso era realmente una injusticia. Pero ahora que Pepi estaba deprimida no
quería mortificarla, sólo había querido mostrarle con un ejemplo que otros se
podrían quejar aún más de ella que ella de Frieda y que la desgracia no había
caído sobre ella de una forma tan incomprensiblemente injusta como ella creía.
Ella, por ejemplo, había reconocido el error de la belleza y del vestido de
Frieda, pero otros también podrían haber añadido algo sobre ella. Lo que, según
su opinión, era muy bello en su vestido, no satisfacía a otros. La camarera de
la taberna debía ser la camarera y no la amante de todos los clientes; si creía
esto último —su narración así lo indicaba, así como su vestido— se trataba de
un gran malentendido. Tal vez Frieda vestía de forma demasiado llamativa, pero
el vestido de Pepi superaba todo lo permitido. Lo que ella llevaba puesto no
era un vestido, sino una camisa abigarrada y su peinado era ridículo, indigno
de su cabello. El hecho de que ese jovenzuelo se hubiese quedado prendido de
todo eso no era más que una prueba en contra. De esa manera no podría prosperar
nada. Ahora tenía que regresar, pero era absurdo decir que todo estaba perdido.
Ahora, si surgía una nueva oportunidad, debería aprovecharla de otra forma. Era
joven y estaba sana, con un vestido más simple se ganaría a todos. Pero tampoco
tenía que hacerse una idea exagerada de las personas a quienes tenía que
ganarse y, en función de esa exageración, exagerarlo todo y, finalmente, como
no podía ser de otra manera, fracasar. El puesto de camarera en la taberna era
tan bueno como cualquier otro, cierto, era mejor estar en la taberna que abajo,
en las habitaciones de los secretarios, y si en el mundo no hubiese más que
esos dos empleos, uno podría perder la razón por pasar del primero al segundo,
pero como no era así, sino que, más bien, el mundo disponía de innumerables
puestos y, desde ese punto de vista, la diferencia entre esos dos empleos no
era tan grande, incluso eran tan similares que se podían confundir, había que
reconocer, sin embargo, que ser camarera en la taberna no era algo inaudito,
una aventura, y que para conquistar el puesto no había que acicalarse
desesperadamente como una belleza de Circo. Más bien para perderlo habría que
hacerlo así. Cierto, dijo finalmente K, él comprendía muy bien el error de
Pepi. En primer lugar, se trataba de un error de juventud. Pepi no debería
haber sido tan impulsiva, aún no estaba a la altura de ese puesto; joven como
era, creía que un puesto como ése debería hacer realidad todos los sueños de la
juventud, pero eso no era así, ningún empleo lo conseguía, y quien ocupaba un
puesto semejante con esas esperanzas no era apto para desempeñarlo. Además, era
muy improbable que hubiese sido Frieda quien la hubiese expulsado, dio la
casualidad de que Frieda se había vuelto a quedar libre y por eso el posadero
la ha reintegrado en su puesto, pero incluso en el caso de que Frieda no
hubiese venido, Pepi no habría podido mantenerse en él. Pero no sólo había sido
un error de juventud, también era un error que K, probablemente, había cometido
y él ya no era demasiado joven para lanzarse al mundo. En sus respectivos
errores tenían algo en común, él y Pepi, y por eso también se asombraba de que
ella le hiciese esos reproches a causa de sus supuestos peregrinajes y de sus inútiles
entrevistas, sí, incluso que le insultase por esa razón. Era verdad, de eso se
había dado cuenta, él quería lograr un puesto determinado y todo lo que hacía
estaba dirigido a lograr ese objetivo. Pero también era probable que se hiciese
una idea exagerada de lo que quería lograr y precisamente por eso fracasasen
sus esfuerzos. Él mismo tendría que aprender como Pepi. Aunque su situación era
peor que la de ella. Al menos ella había alcanzado durante cuatro días lo que
se proponía; allí pudo mirar un poco a su alrededor y para el próximo intento
ya estaba avisada. Él, sin embargo, K, fuera cual fuese la distancia a la que
se encontraba, ésta no había variado ni un ápice. Sí, comparado con Pepi, él ni
siquiera era una criada, pues había llegado como agrimensor, aunque no había
recibido el empleo correspondiente, así que ni siquiera había conseguido ese
puesto, que lo deseaba tan poco como ella el de criada, sí, que incluso lo
deseaba aún menos que ella, pero incluso por ese puesto se veía obligado a luchar
y se trataba de una lucha difícil y, por el momento, sin esperanzas de éxito.
No sólo Pepi tenía motivos para quejarse. Sólo había querido secar las lágrimas
de Pepi, que también le dolían a él. Pero él no se quejaba. La justicia de su
pretensión estaba tan clara que a veces creía que podría acostarse sin
preocupaciones —primero, es cierto, tendría que conquistar la cama y dejar que
su pretensión luchase sola por sí misma, eso bastaría. Pero eran otra vez
sueños, sueños dañinos e inútiles.
Pepi
no había comprendido todo lo que K había dicho, ni siquiera lo había escuchado
todo, en algunas cosas, como en lo referente a su vestido, se había quedado
prendida de sus propias reflexiones y lo siguiente se le había escapado. Pero
todo lo dicho la había puesto triste, quizá antes se había sentido desgraciada,
ahora se sentía triste y en su indefensión, para la cual, según el juicio de K,
Bratmeier no bastaba, se inclinó hacia la mano de K, la presionó contra sus
ojos y lloró.
Y
luego volvió al mostrador, al principio vacilante, después con exagerada
rapidez, allí empaquetó sus cosas, hizo una seña a Bratmeier, que en dos saltos
se plantó a su lado, se estremeció, como si creyese haber oído a alguien
acercándose por el pasillo, y salió apresuradamente, seguida por Bratmeier, no
sin antes arreglarse algo la parte trasera de su peinado.
En
ese momento creyó Gerstäcker que había llegado su momento. Aunque durante todo
el tiempo había intentado conseguir que K le escuchase, comenzó, no podía
hacerlo de otra manera, de forma bastante grosera:
—¿Tienes
un empleo?
—Sí
—dijo K—, uno muy bueno.
—¿Dónde?
—En
la escuela.
—Pero
tú eres agrimensor, ¿no?
—Sí,
pero es un puesto provisional, permaneceré allí hasta que reciba el contrato
como agrimensor, ¿comprendes?
—Sí,
y eso ¿durará mucho?
—No,
no, puede llegar en cualquier momento, ayer hablé al respecto con Erlanger.
—¿Con
Erlanger?
—Ya
lo sabes, no me aburras. Vete, déjame.
—Bueno,
muy bien, has hablado con Erlanger, pensaba que eso era un secreto.
—Contigo
no compartiré mis secretos. Tú eres quien me insultó cuando me quedé
inmovilizado en la nieve ante tu puerta.
—Pero
luego te llevé a la posada del puente.
—Eso
es cierto, y no te he pagado el viaje. ¿Cuánto quieres?
—¿Te
sobra el dinero? ¿Te pagan bien en la escuela?
—Lo
suficiente.
—Conozco
un empleo donde te pagarían mejor.
—¿Acaso
contigo, con los caballos?
—¿Quién
te lo ha dicho?
—Me
acechas desde ayer por la noche para atraparme.
—Ahí
te equivocas.
—Si
me equivoco, mejor.
Ahora
que te veo en una situación tan desesperada, a ti, a un agrimensor, a un hombre
instruido, con ese traje raído, sin abrigo, venido a menos, despertando la
compasión de cualquiera, en consonancia con los harapos—de Pepi, quien
probablemente te apoya, ahora me acuerdo de lo que una vez dijo mi madre: «No
se debería dejar que ese hombre se deprave tanto».
—Un
buen consejo, por eso no voy a tu casa.
K
se desembarazó de Gerstäcker, pues la posadera entró en ese momento, ella
llevaba, como por consuelo, el mismo vestido que la noche anterior, pero todo
estaba cuidadosamente planchado, lo que tendría que haber costado un gran
esfuerzo, pues el vestido tenía muchos pliegues, especialmente en lugares donde
no parecían ir bien, por ejemplo en los laterales hasta las axilas, de tal
manera que los brazos no se podían pegar completamente al cuerpo. Además,
influían en los movimientos de la posadera, adoptando cierta solemnidad y
orgullo, mientras que ella en realidad tenía que ser grácil y ligera. Primero
preguntó por Pepi, parecía visiblemente enojoso para ella que ya se hubiese
ido. K disculpó a Pepi diciendo que ella había creído que Frieda vendría en
seguida, pero por la posadera supo que eso no era seguro, que Frieda estaba
encerrada en su habitación y al parecer no se sentía bien. K preguntó si debía
traer a Pepi. No, dijo la posadera, Frieda tiene que venir aunque esté enferma.
Pero entonces pareció tomar conciencia de con quién estaba hablando y preguntó
asombrada qué hacía K allí, por qué no se había ido ya hacía tiempo. K dijo:
—He
estado esperando a la señora posadera.
—¿Sí?
—dijo ella sonriendo con cansancio—. Entonces ven.
Gerstäcker
quiso salir detrás de la posadera y de K, deslizándose por la puerta, pero K se
lo impidió.
—Tú
te quedas aquí —dijo él—. Eres muy pesado.
—¿Viene
contigo?—dijo la posadera.
—No
—dijo K—, sólo lo pretende.
Fueron
por el pasillo hasta llegar a una puerta de la que K ya había visto salir con
anterioridad al posadero. Era la oficina privada del posadero: también estaba
escrito sobre la puerta, como K advirtió en ese momento. Era una habitación
pequeña y demasiado caldeada. Un pupitre de pie y una caja fuerte estaban
adosados a dos paredes, en las otras dos paredes había una estantería con
libros de contabilidad y una otomana. La posadera señaló la otomana e invitó a
que K se sentase, ella se sentó en una silla giratoria al lado del pupitre.
Ayer
fuiste grosero —dijo la posadera—, eso no es conveniente.
—Estaba
muy cansado —dijo K—, no había dormido durante varias noches y luego tuve ese
susto en el corredor. Además, no fui grosero.
—Fuiste
grosero, no lo niegues, es horrible que ahora lo niegues. Si eres cobarde, no
tengo nada más que hablar contigo. Entonces vete otra vez.
Variante:
«Tienes
preocupaciones necesarias e innecesarias —dijo K—. Más innecesarias que
necesarias; no me sorprende que tengas la desgracia a tu servicio cuando temes
continuamente que te embauquen y por eso te esfuerzas continuamente en afrontar
las consecuencias. Eso no lo puede soportar nadie, ni siquiera una persona
afortunadamente tan fuerte como tú lo eres. ¡Qué imaginación más desbocada
tienes! La habitación de las criadas debe de ser muy oscura y opresiva para
generar esos pensamientos. Con ello te has preparado mal para tu puesto y ahora
lo pierdes como tiene que ser. Pero yo en tu lugar no estaría tan desesperado
por ese hecho».
Variante:
«Y
en el fondo ni siquiera estás enamorado de ella, sino de la posadera de la
posada del puente, pues cuando se habla de Frieda, en realidad se habla de la
posadera, Frieda es su criatura, que ejecuta su voluntad y hacia la que acude
constantemente para pedir consejo. Ésa era mi esperanza cuando llegué aquí, que
la caída de Frieda se hubiese producido sin el conocimiento de la posadera, que
Frieda fuese rechazada por la posadera y que yo también pudiera ocupar su lugar
en el afecto de la posadera. Ahora hablo contigo con toda franqueza. De las
flechas de Frieda no habría tenido miedo, habría sabido repelerlas como si
fuesen moscas, y a Frieda con ellas».