CAINITAS

Caín Repatriado

Sé que pasaron muchos años y todo fue olvidado. Como con todos los recuerdos la sucesión de amaneceres fue decantando el dolor y purificando los motivos.

Caín decidió desandar el camino que tantos años antes había hollado, temeroso, impune. Decidió retornar.

– Estoy a un tiro de piedra –pensó inocentemente-. No quiero seguir ocultándome.

Y regresó, con el paso cansado de quien ansía inmensamente no llegar.

Poco a poco empezó a ver paisajes que se parecían a los de su intacta memoria: el árbol aquel donde se refugiaba en las tórridas siestas, el lago donde con sus manos solía pescar, el monte donde mató a un burro y, más allá, la zona donde el otro labraba la tierra.

En un punto del camino se detuvo conmovido: era el lugar. Cerró los ojos y ahogó los latidos. Siguió.

Poco a poco empezó a encontrar jóvenes desconocidos que lo saludaban con esa amabilidad intensa que le chocaba. Entendió todo: la estirpe del otro llenaba el lugar.

Cuando llegó al centro de la aldea, entre mucha gente que caminaba en torno suyo, divisó en medio de la plaza un altar. Se acercó atemorizado y la vio: una gran piedra, ya mohosa, coronaba el ara.

Cayó de rodillas y comenzó a llorar, a temblar y luego se desahogó con el grito de los culpables

– ¡Perdón! ¡Perdón!

La muchedumbre se congregó en torno suyo, en silencio.

– ¡Perdón! –siguió aullando Caín hasta quedar afónico.

Una mujer se acercó y acarició los cabellos que el postrado mesaba.

– ¡Perdón!

La mujer le pidió que cuente su historia y él lo hizo, con todos los detalles.

– No se inquiete usted, joven –dijo un anciano- esa piedra nada tiene que ver con su historia. Está aquí desde antes que mis abuelos nazcan y ninguno de nosotros supo nunca por qué.

– Además –dijo otro hombre- aquí nadie tiene nada para perdonar… no somos dioses, no dispensamos ni muerte ni perdón.

Caín cerró los ojos que le ardían, cuando los abrió, parado delante suyo, reconoció al otro.

– Descanse usted. –dijo amablemente- Venga a mi casa, está aquí nomás, a un tiro de piedra.

Caín se irguió y se sintió más alto que antes, más alto que el resto del pueblo. Sentía en su sangre la superioridad de quien ha llorado mucho.

Sin decir nada se dio vuelta y volvió a su tierra, a su casa, con su estirpe.

En el camino miró el lugar y despreció al otro.

– ¿De qué le sirve vivir si no conserva el rencor ni busca venganza?

Al pasar junto al lago se detuvo y se contempló, volvió a ver en su frente la gastada cicatriz, y se fue, con la vaga y escalofriante sensación de haber visto a un muerto.