Tomas Moro: Derecho Tributario, Poder Judicial, Estados Totalitarios

 

Tomás Moro, el político santo.

 

 
 
“Imaginaos un Rey y sus consejeros buscando los medios de enriquecer al monarca. Uno aconseja aumentar el valor del dinero cuando el Rey haya de pagar y dar a la moneda menos valor del que tiene cuando tenga que recibir dinero; de este modo se podrán pagar grandes cantidades con poco dinero y se recibirá mucho cuando hayamos de cobrar el poco que nos deben. Propone otro que se finja que hay guerra y que cuando el Rey haya recibido dinero en abundancia, haga que se celebre la paz con grandes y solemnes ceremonias religiosas, para así cegar los ojos de la plebe y para que él sea tenido por Príncipe piadoso que no ha querido que se derramase sangre humana. Este pide que se hagan cumplir ciertas leyes antiguas, que por antiguas han sido olvidadas y transgredidas por todos; tales leyes castigan los delitos con penas pecuniarias, y mandando cumplirlas, el Rey parecerá hacer justicia. El consejo que da éste otro es que se prohiban muchas cosas que se considera se hacen en dafio de la República, castigando a los trangresores con fuertes penas pecuniarias, y vender luego el privilegio de hacerlas. Por este medio se gana el favor del pueblo y se consigue provecho de dos maneras: primero haciendo sufrir la pena o confiscación a los que por codicia no cumplieron estas leyes y luego vendiéndoles privilegios y licencias. Y más caros podrá vender el Príncipe estos privilegios cuanto menos dispuesto se muestre a consentir que una persona haga algo en daño de sus súbditos.

 

Otro aconseja que el Rey perdone a los jueces del reino que no hicieron cumplir las leyes, para tener a éstos siempre a su lado y para que mantengan los derechos del Príncipe. Además, los llamará a Palacio para que arguyan y discutan en presencia suya sobre tales negocios. Por mala e injusta que sea una causa sIempre habrá uno u otro de ellos que, porque tiene algo que alegar u oponer, porque se avergüenza de volver a decir lo que ha sido dicho ya o porque quiere agradar al soberano, hallará el modo de defenderla con argucias. Y así, cuando los jueces no estén acordes entre ellos y sigan disputando sobre lo que ya es bastante claro, y sea puesta en duda la verdad maniñesta, podrá el Rey entender que la ley ha sido hecha en su provecho, y entonces los demás, por vergüenza o temor, consentirán en ello. Luego los jueces se atreverán a pronunciarse en favor del Rey, porque el que obra así ha detener una buena razón que lo abone; le bastará tener la equidad de su parte, o la letra de la ley, o interpretar torcidamente ésta, o lo que para los jueces buenos y justos tiene más fuerza que todas las leyes, la indisputable prerrogativa real.
 
Y, finalmente, todos los consejeros se muestran conformes con la máxima del rico Craso de que no basta la abundancia de oro para que un Príncipe mantenga un ejército. Además, un Rey, aunque podría hacerlo si quisiera, no puede hacer nada injusto: es dueño absoluto de las personas y bienes de sus súbditos, y todo lo que éstos poseen lo tienen merced a la benignidad real. Lo que más conviene al Rey es que sus súbditos posean muy poco o nada; el Rey está más seguro en su trono cuando su pueblo no goza de demasiada riqueza y libertad, pues, cuando hay estas cosas, los hombres no obedecen de buen grado las leyes duras e injustas; por otra parte, la necesidad y la pobreza abaten sus audacias hacíendoles sumIsos a la fuerza.
 
Suponed que entonces me levanto y afirmo: Son dignos de vituperio y deshonrosos para el Rey todos los consejos que acabáis de darle. Fuera más honroso y provechoso para él enriquecer a su pueblo en vez de buscar su propia riqueza. Los hombres hacen los Reyes para su propio bien, no para el bien de éstos; los hacen para poder vivir sin temor a sufrir afrentas e injusticias. El Rey debe velar más por la felicidad de su pueblo que por la suya, porque es como un pastor, y el pastor antes que nada tiene que apacentar a sus ovejas.
 
Yerran los que creen que la defensa y el mantenimiento de la paz consiste en la pobreza del pueblo. ¿Dónde abundan más las disputas, las querellas, los alborotos, las rencillas y las reprobaciones sino entre los mendigos? ¿Quiénes desean más las mudanzas que los que no están contentos del modo cómo viven? ¿No es el más audaz de los rebeldes aquel que espera ganar algo porque no tienen nada que perder? Si un Rey es tan poco amado, tan despreciado de sus súbditos, que no puede infundir en ellos temor, si no es a fuerza de injusticias y confiscaciones y llevándolos a la pobreza, mejor le sería renunciar al trono que intentar mantenerse en él por tales medios, pues, aunque sigan llamándole Rey, la majestad se ha perdido. Nada hay más contrario a la dignidad de un soberano que reinar en un pueblo de mendigos; su deber es regir una nación rica y feliz. No lo ignoraba el valeroso Fabricio cuando dijo que prefería más mandar a los ricos que ser rico él. Y en verdad es carcelero, y no Rey, el que vive en la riqueza y los placeres mientras los demás lloran, afligidos por causa de ello. Finalmente, este Rey, como es imprudente médico que no sabe curar a un enfermo sin darle otra enfermedad, tampoco sabe mejorar la manera de vivir de sus súbditos si no es quitándoles la riqueza y las comodidades de la vida, y debiera confesar que no sirve para gobernar a los hombres. Dejadle, pues, que enmiende su propia vida, que renuncie a su orgullo y a los placeres deshonestos, porque estos son los vicios que hacen que su pueblo le desprecie o le odie. Que viva de lo suyo, sin hacer daño a ninguno. Que prevenga los crímenes, que no los deje crecer para después castigarlos. Que no vuelva a imponer leyes que han sido abrogadas por la costumbre, especialmente las que han sido olvidadas hace largo tiempo y jamás han sido necesarias. Que no mande, so color de castigar las transgresiones, hacer confiscaciones que un juez consideraría injustas si pretendiera hacerlas un simple súbdito del reino.
 
Hablaría luego a los consejeros de las leyes de los Macarienses , los cuales moran no lejos de Utopía. Su Rey, el día de la coronación, jura solemnemente que jamás tendrá en sus arcas más de mil libras de oro o plata. Dicen los macarienses que esta ley fue hecha por un buen Rey que se preocupó más del bienestar de su patria que del suyo. Creía así poner estorbos a la acumulación de riquezas, la cual cosa traía irremediablemente la pobreza del pueblo. Preveía que aquel dinero bastana para mantener el orden en su reino y para impedir las invasiones de los enemigos extranjeros. Sabía también que ese dinero, por ser demasiado poco, no le movería a cometer la injusticia de quitar las haciendas a sus vasallos. Tal fue la causa principal que obligo a dictar esa ley. Otra causa fue que el soberano quería que no faltase dinero a sus súbditos para sus cotidiarias transacciones. Un Rey que obra así es temido por los malos y amado por los buenos. Pero si dijera esto y otras cosas semejantes entre hombres que opinan de diferente modo que yo ¿no sería como hablar a sordos?”
(UTOPÍA) (José Moro, in memoriam)