Speculum Veritatis

“y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”

Compartimos unos párrafos del libro REPÚBLICA de Platón. Es la parte en la que el maestro cuenta el ‘mito de la caverna’, y aquella angustiosa suposición de que no vemos las cosas como realmente son, y la esperanzadora idea de que hay un sol hacia el cual podemos caminar para poder verlas en su verdadera dimensión.
Luego, para mixturar, un bello texto de Jorge Luis Borges sobre el versículo evangélico que da título al post, y que en el mismo platónico sentido nos advierte que nuestro conocimiento es aún especular…

———————–

PLATÓN, República, Libro VII 514

“Después de eso -añadí– represéntate la naturaleza humana en la siguiente coyuntura, compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Imagínate una caverna subterránea, que dispone de una larga entrada para la luz a lo largo de ella.
En ella están desde su niñez unos hombres con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, imposibilitados como están por las cadenas de volver la vista atrás.
Pon a su espalda la llama de un fuego que arde sobre una altura a distancia de ellos; y entre el fuego y los cautivos un camino eminente franqueado por un muro, semejante al biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos y las maravillas que disponen.
–Ya me imagino eso -dijo.
– Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres o animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.
-¡Extrañas imágenes describes, y extraños son esos prisioneros!
-Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que esos hombres han visto de sí mismos, u otros, algo que no sean las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?
-Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
-¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro del tabique?
-Indudablemente.
-Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que nombrarían a los objetos que pasan y que ellos ven?
-Necesariamente.
-Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?
– ¡Por Zeus que sí!
– ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?
– es de toda necesidad.
– Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentiría en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?
– Mucho más verdaderas.
– Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?
– Así es.
– Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría con quien le arrastra y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?
– Por cierto, al menos inmediatamente.
– Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.
-Sin duda.
– Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.
-Necesariamente.
-Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.
– Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
– Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?
– Por cierto.
-Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y “preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre” o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?
– Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
– Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
– Sin duda.
– Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?
– Seguramente.
– Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que ha en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mi me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
– Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.
– Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.
– Muy natural.
– Tampoco sería extraño que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la justicia en sí.
-De ninguna manera sería extraño.
– Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la ve perturbada e incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende de la luz.”

———————————————-

Jorge Luis Borges
Otras inquisiciones (1952)
El espejo de los enigmas

El pensamiento de que la Sagrada Escritura tiene (además de su valor literal) un valor simbólico no es irracional y es antiguo: está en Filón de Alejandría, en los cabalistas, en Swedenborg. Como los hechos referidos por la Escritura son verdaderos (Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), debemos admitir que los hombres, al ejecutarlos, representaron ciegamente un drama secreto, determinado y premeditado por Dios. De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben heberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy. (En los fragmentos psicológicos de Novalis y en aquel tomo de la autobiografía de Machen que se llama The London Adventure, hay una hipótesis afín: la de que el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas… También la declara De Quincey[1]: “Hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenjuajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su síntaxis, y así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos secretos de los mayores”.
Un versículo de San Pablo (I, Corintios, 13, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce: Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy yo conocido.” Cuarenta y cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: “Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entoncesveremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.” Torres Amat opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divinidad; Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general.

Que yo sepa, Bloy no imprimió a su conjetura una forma definitiva. A lo largo de su obra fragmentaria (en la que abundan, como nadie lo ignora, la quejumbre y la afrenta) hay versiones o facetas distintas. He aquí unas cuantas, que he rescatado de las páginas clamorosas de Le mendiant ingrat, de Le Vieux de la Montagne y de L’invendable. No creo haberlas agotado: espero que algún especialista en León Bloy (yo no lo soy) las complete y las rectifique.
La primera es de junio de 1894. La traduzco así: “La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculoum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre. La atgerradora inmensidad de los abismos del firmamento es una ilusión, un reflejo exterior de nuestros abismos, percibidos en ‘un espejo’. Debemos invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones, por los que Dios quiso morir. Si vemos la Vía Láctea, es porque existe verdaderamente en nuestra alma.”
La segunda es de noviembre del mismo año: “Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?.”
La tercera es de una carta escrita en diciembre: “Todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador. Somos durmientes que gritan en el sueño. No sabemos si tal cosa que nos aflige no es el principio secreto de nuestra alegría ulterior. Vemos ahora, afirma San Pablo, per speculum in aenigmate, literalmente: en enigma por medio de un espejo y no veremos de otro modo hasta el advenimiento de Aquel que está todo en llamas y que debe enseñarnos todas las cosas”.
La cuarta es de mayo de 1904. “Per speculum in aenigmate, dice San Pablo. Vemos todas las cosas al revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. Entonces (me dice una querida alma angustiada) nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra.”

La quinta es de mayo de 1908. “Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum. Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo.
La sexta es de 1912. En cada una de las páginas de L’Ame de Napoleón, libro cuyo propósito es descifrar el símbolo Napoleón, considerado como precursor de otro héroe —hombre y simbólico también— que está oculto en el porvenir. Básteme citar dos pasajes: Uno: “Cada hombre está en la tierra para simbolizar algo que ignora y para realizar una partícula, o una montaña, (le los materiales invisibles que servirán para edificar la Ciudad de Dios.” Otro: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.”
Los anteriores párrafos tal vez parecerán al lector meras gratitudes de Bloy. Que yo sepa, no se cuidó nunca de razonarlos. Yo me atrevo a juzgarlos verosímiles, y acaso inevitables dentro de la doctrina cristiana, Bloy (lo repito) no hizo otra cosa que aplicar a la Creación entera el método que los cabalistas judíos aplicaron a la Escritura. Estos pensaron que una obra dictada por el Espíritu Santo era un texto absoluto: vale decir un texto donde la colaboración del azar es calculable en cero. Esa premisa portentosa de un libro impenetrable a la contingencia, de un libro que es un mecanismo de propósitos infinitos, les movió a permutar las palabras escriturales, a sumar el valor numérico de las letras, a tener en cuenta su forma, a observar las minúsculas y mayúsculas, a buscar acrósticos y anagramas y a otros rigores exegéticos de los que no es difícil burlarse. Su apología es que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia infinita.[2] León Bloy postula ese carácter jeroglífico —ese carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles— en todos los instantes y en todos los seres del mundo. El supersticioso cree penetrar esa escritura orgánica: trece comensales articulan el símbolo de la muerte; un ópalo amarillo, el de la desgracia…

Es dudoso que el mundo tenga sentido; es más dudoso aun que tenga doble y triple sentido, observará el incrédulo. Yo entiendo que así es; pero entiendo que el mundo jeroglífico postulado por Bloy es el que más conviene a la dignidad del Dios intelectual de los teólogos.
Ningún nombre sabe quién es, afirmó León Bloy. Nadie como él para ilustrar esa ignorancia íntima. Se creía un católico riguroso y fue un continuador de los cabalistas, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake: heresiarcas.


[1] Writings, 1896, volumen primero, página 129.
[2] ¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina; yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento basta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.