Condenada por su propio cuerpo |
Publicamos íntegro la famosísima sentencia plenaria “Natividad Frías” de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Capital Federal dictada el 26/08/1966.
Un fallo plenario se dicta cuando entre las distintas salas de una misma Cámara hay sentencias contradictorias sobre un mismo tema. Se reúnen todos los camaristas, opinan, votan, y quedan obligados a aplicar todos aquel criterio que resulte mayoritario.
En este caso lo que se discutía era si podía tramitarse un juicio criminal contra una mujer cuyo aborto es advertido por un médico al curarle la infección que la mala práctica le causó. Es decir: cuando ella no confiesa un delito, pero su cuerpo lo manifiesta. Y también se analiza cómo juega el secreto profesional del médico en estos casos.
La solución, ingeniosa y constitucionalmente impecable, que encuentran los camaristas es que, en virtud del principio constitucional de que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo, la confesión forzada que el propio cuerpo hace resulta nula.
Pero también deja muy en claro que el médico que conoce esta situación en el ejercicio de su deber profesional está obligado a mantener el secreto, con lo que queda impedido de denunciar. La Cámara entiende que si permitimos que los médicos denuncien estos casos las mujeres se verán atemorizadas al momento de buscar un médico que les salve la vida.
Todo lo contrario de lo que la Corte Santafesina, treinta años después, hizo en el caso ‘Insaurralde’.
Para leer, pensar y tener presente.
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FALLO PLENARIO COMPLETO
Natividad Frias
Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Capital Federal, en
Pleno (CNCrimCorr)(Pleno)
F., N.
PUBLICACION: LA LEY, 123-842 – JA, 966-V-69.
Buenos Aires, agosto 26 de 1966
“Si puede instruirse sumario criminal en contra de una
mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la
base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el
hecho en ejercicio de un cargo oficial”.
El doctor Lejarza dijo:
Antes de entrar en la materia de este plenario casi debido a mi ya vieja obstinación, quiero
dejar sentado que, como juez, estoy inalterablemente dispuesto a condenar, cuando fueren
de mi incumbencia, todos los delitos previstos en las leyes represivas.
Lo que no impide a que ponga mi mayor empeño en fustigar ciertas desviaciones
injustificadas. El art. 88 del Cód. Penal se aplica exclusivamente a las menesterosas a
quienes la sociedad les cobra su altruista socorro hospitalario entregándolas convictas de
ese delito.
El art. 165 del Cód. de Proced. Crim. impone la obligación de denunciar cuando son
atendidas las víctimas de “envenenamiento y otros graves atentados personales…”, y de
indicar “en cuanto fuere posible, los nombres y demás circunstancias que pueden importar
para la averiguación de los delincuentes”.
Este artículo está perfilado y circunscripto en el 156 del Cód. Penal que ha absorbido, por
serle propia, la materia del 167 procesal.
La cuarta disposición atinente es la del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal que conmina como
encubrimiento “dejar de comunicar a la autoridad las noticias que tuviere de la comisión de
algún delito, cuando estuviere obligado a hacerlo por su profesión o empleo”.
Todos los artículos citados, únicos pertinentes, hacen llamativa gala de excepciones y
reservas. Ya vimos que el art. 165 del Cód. de Proced. obliga a denunciar cuando son
atendidas las víctimas y, en cuanto fuere posible, dar las otras informaciones. El
subsiguiente art. 167 hace una expresa excepción cuando “las personas mencionadas
hubieran tenido conocimiento del delito por revelaciones que les fueron hechas bajo secreto
profesional”.
La reserva del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal, pareciera destinada, en lo que respecta a los
del arte de curar, a una cierta categoría de profesión o empleo concomitante con el
desempeño de la función pública, pero ya veremos que esta odiosa distinción no es legítima
y que ese deber es simplemente el impuesto por el ya mencionado art. 165 para esta clase
de personas.
Y sobre el art. 156 del Cód. Penal que conmina la revelación “de un secreto cuya
divulgación puede causar daño” cuando no medie “justa causa”, habré de decir, como tantas
otras veces, que esta causa es exclusivamente legal. Es decir, que solamente una ley puede
eximir de guardar el secreto debido, convirtiendo en obligación su quebranto.
En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa porque ese interés
jugaría siempre dando al traste con todos los secretos. Nada justificaría la reserva del
sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro profesional y no la de los versados en el
arte de curar, puesto que la confesión o el conocimiento que éstos obtienen están
generalmente condicionados por un mayor y más urgente apremio.
El art. 18 de la Constitución Nacional dice que “nadie puede ser obligado a declarar contra
sí mismo”, y una forma larvada, cruel e innoble de conculcar el precepto es utilizar el ansia
vital de la abortada para la denuncia de su delito, delito éste conocido o por una confesión
que le ha sido prácticamente arrancada, o por un estado de desvalimiento físico y espiritual
no aprovechable para esos fines, como no lo es tampoco el empleo de drogas, por ejemplo.
“Justa causa” es la del médico cuando atiende ciertas enfermedades contagiosas, pero las
razones habidas por el legislador son otras. Debe considerarse que el primer beneficiario es
el enfermo mismo, porque se supone que en un lazareto ha de recibir mejor atención que
con tratamiento ambulatorio; el segundo beneficiado son sus familiares expuestos al
contagio por la convivencia, y el tercero, la sociedad que en este caso se confunde con el
ajetreado interés público.
Es increíble que las gentes, en general, y los funcionarios y magistrados judiciales, en
particular, piensen que los legisladores no pueden expresar con claridad sus pensamientos.
Si quisieran que los médicos y sus acólitos o ayudantes denuncien en todos los casos a los
delincuentes que asistan cualquiera sea la forma en que conozcan el origen de su mal ¿por
qué no establecerlo sin ambages?
En mi concepto todo el régimen procesal-penal que rige la institución del secreto médico
oscila entre dos extremos: 1) el de la denuncia obligatoria prescripta en los términos del art.
165 del Cód. de Proced. y penada su omisión bajo el rubro del encubrimiento en el inc. 6°
del art. 277 del Cód. Penal, y 2) la observancia del secreto impuesta por el art. 156 de este
código y redundantemente recogida en la disposición del art. 167 de la ley formal.
Esta sencilla solución me hace recordar la fábula del “mons parturiens”, y no precisamente
porque esté tratando el tema del aborto…
Las objeciones que sobre otros aspectos de la cuestión –aparecidas en J. A. del 12 de
noviembre de 1962 (Rev. LA LEY, t. 108, p. 740) — me hicieron distinguidos colegas, las
contesté en la causa 3190 de la sala I, resuelta el 28 de abril de 1964 y aparecida en J. A.
del 9 de julio de 1965. Allí remito a mis tolerantes lectores para no alargar
inmoderadamente este voto con su transcripción.
El ejercicio de un cargo oficial no releva de cumplir con el deber de guardar secreto. A este
efecto me parece suficiente remitirme a la resolución de la causa de cámara publicada en
Rev. LA LEY, t. 115, p. 711. donde hice mayoría con los doctores Rassó y Millán.
En anteriores votos también he dicho hasta el cansancio que no puede instruirse un sumario
sobre una denuncia delictuosa porque el ordenamiento legal es hermético y no consiente su
propia violación.
Además, el interés público no podría justificar este inhumano dilema: o la muerte o la
cárcel.
Aquí debiera terminar mi exposición si no fuera que mi situación de primer votante me
obliga a prever toda clase de objeciones y, como el Quijote, “entrar con ellas en fiera y
desigual batalla”.
Hay cierto pensamiento jurídico vernáculo que prescinde de la manera como llega a la
autoridad el conocimiento de un delito porque no existen en el código procesal formas
sacramentales para la iniciación de un sumario. Conocido un delito de acción pública, ésta
se encuentra en condiciones de ser ejercida.
En virtud de tal premisa se concede incluso que el denunciante haya violado el secreto
profesional y cometido el delito previsto y penado en el art. 156 del Cód. Penal, pero se
agrega que tal no empece al ejercicio de la acción contra la abortante por hallarse incursa en
el delito del art. 88 del mismo código.
En contra de esta manera de considerar el problema he pensado siempre que cuando la ley
no quiere la comisión de un hecho y lo conmina, tampoco quiere otras consecuencias que
no sean la pena, la indemnización de los daños producidos, etc. Si no obstante la
admonición legal esas otras consecuencias sobrevienen, la ley resulta doblemente violada:
la primera vez por el médico infidente; la segunda, por quienes enterados de lo que la ley
no quiere, la aplican en contra de la víctima de esa infidencia. Esta segunda violación
determina la insanable nulidad de lo actuado.
En los casos previstos en el art. 72 del Cód. Penal si la acusación o denuncia no fuere hecha
en las condiciones allí establecidas, y no obstante siguiere el proceso por ignorancia de la
defensa e inadvertencia de los magistrados intervinientes, éste será inexorablemente nulo,
aunque ya no puede invocarse la razón habida por la ley para instituir la acción de instancia
privada: el respeto de la esfera íntima, la cual estaría ya gravemente vulnerada por el
“strepitus fori”.
Con motivo del delito de resistencia a la autoridad puede presentarse una situación similar
cuando el funcionario no actúe en el ejercicio legítimo de sus funciones y el particular
resista la orden impartida contra él. Alguna corriente en Italia se pronuncia en favor de la
autoridad cuya orden no se puede discutir (una especie de “solve et repete” absurda y
pretorianamente aplicada a la libertad de las personas).
A esto contesta enérgicamente Carrara en los párrs. 2765 y 2778 de su programa, citado por
Soler, “Derecho Penal Argentino”, t. V, p. 108, el cual le hace decir con elegencia que
“cuando un funcionario incurra en abuso, sería preciso condenar a un tiempo a los dos
sujetos, uno por abuso de autoridad y otro por resistencia a la autoridad abusiva”. En el ya
citado párr. 2765, Carrara les pregunta a los sostenedores de tamaña incongruencia si lo
dicen “seriamente o por hipocresía”, y después de suponer una tal sentencia inquiere sobre
su moral. En el otro, el 2778, califica de “monstruosa combinación la declaración conjunta
de culpabilidad del oficial público y del ciudadano que se le resistió”.
Como curiosidad destaco que Soler, ibídem, comenta que “esa posibilidad no escandalizó a
la Cámara Criminal y Correccional” en Fallos, t. 1, p. 71, aunque luego reconoce que ya no
es el criterio de este tribunal.
Desgraciadamente no es tampoco ésa la única vez que se ha incurrido en interpretaciones
de la misma naturaleza, dicho sea esto con el mayor respeto.
Voto por la negativa, dejando expresamente a salvo que la exención de proceso alcanza
sólo a la abortante.
El doctor Pena dijo:
El problema procesal tiene un sobrentendido presupuesto cuya solución es decisiva:
resolver la colisión de deberes impuestos al profesional.
Entre nosotros no existe, como en la ley italiana, la obligatoriedad incondicionalmente
fijada a los médicos de denunciar todo caso de aborto, sea o no sospechoso de delito (v.
Maggiore, G., “Derecho Penal”, t. III, p. 320; Manzini, “Tratado de Derecho Penal”, 10, 63,
entre otros), por lo cual la cuestión debe enfocarse en el plano “rigurosamente objetivo de
la antijuridicidad y de los motivos que la excluyen” (Jiménez de Asúa, Luis, “Tratado de
Derecho Penal”, t. IV, p. 418) y parece que “en estos casos, el derecho no tiene más
solución que la de sacrificar uno de los dos bienes en conflicto” (Soler, Sebastián, “Derecho
Penal Argentino”, t. IV, p. 121).
Si se acepta este punto de partida la solución habrá de ser buscada en la propia ley y del
conjunto de normas que establecen la obligatoriedad de la denuncia debe “sin embargo
quedar excluido el caso en que ese conocimiento del delito se hubiera obtenido por
revelaciones que le fueren hechas bajo el amparo del secreto profesional”, conforme a
expresa prescripción del art. 167 del Cód. Procesal de la Nación. Esta excepción, que
significa una prohibición de denunciar y, por ende, limitativa tanto de la imposición como
de la facultad para hacerlo se explica desde el punto de vista sustancial porque la violación
de ese secreto está expresamente prevista como delito por el art. 156 del Cód. Penal (Clariá
Olmedo, Jorge A., “Derecho Procesal Penal”, t. III, p. 38).
Lo dicho hace innecesario diferenciar si el secreto fue exigido, como lo sostienen Eusebio
Gómez (“Tratado de Derecho Penal”, t. III, p. 436) y Alfredo J. Molinario (“El secreto
profesional de quienes ejercen el arte de curar y la obligación de denunciar delitos”, en
Revista de Derecho Procesal, 1944, p. 398 y “Derecho Penal” –comp. Toscano–, p. 399),
pues de todas maneras, la culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto
es noticia que el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se
encuentra bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones
incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la pérdida de
las garantías que para ella representa el deber del secreto reglado. “Para el médico, en
efecto, la abortante es antes que nada una paciente a la que está obligado a asistir y procurar
curación; obligarle, en tales condiciones, a denunciar a su propia cliente, sobre recargar su
conciencia y constituir una flagrante violación del secreto profesional, redundaría a buen
seguro en grave perjuicio y riesgo de las asistidas, pues muchas de ellas, ante el fundado
temor de que la consulta médica sirviere de antesala a la prisión y al deshonor, preferirían
ocultar su estado o seguir entregadas al arbitrio de comadres o curanderos” (Quintana
Ripollés, A., “Tratado de la Parte Especial del Derecho Penal”, t. I, p. 520).
Contesto negativamente al cuestionario que se nos propuso a fs. 53, y con el alcance del
voto del doctor Lejarza.
Los doctores Rassó y Negri adhirieron al voto precedente.
El doctor Amallo dijo:
En la causa 4063 de la sala I, sostuve, juntamente con el doctor Lejarza, que no podía
instruirse sumario criminal en los casos en que se dieran las circunstancias que hacen,
ahora, a la materia de este plenario.
Aunque los jueces de cámara que me preceden en orden de sorteo han agotado
prácticamente los argumentos con que podría sustentar mi criterio, que es el de entonces, el
carácter de mi voto en aquella ocasión, con el que se logró mayoría en la sala, me impone,
consecuentemente, con las razones allí expuestas, la obligación de insistir en ellas, aun con
desmedro de una razonable brevedad.
Debo así volver nuevamente sobre el problema que crea la obligación de mantener el
secreto profesional, cuya violación pune el art. 156 del Cód. Penal, frente al deber de los
médicos de hacer conocer al juez competente, al Ministerio Fiscal o a funcionario de la
policía, los envenenamientos y atentados graves, en los cuales hubiesen prestado los
socorros de su profesión, en orden a lo dispuesto por el art. 165 del Cód. de
Procedimientos.
En principio, de la sola lectura de ambos textos legales, se infiere su particular antagonía,
pero un estudio más detenido nos lleva a otra conclusión, si se los analiza también con el
art. 167 del último de los códigos nombrados.
Esta última disposición legal exime de la obligación de la denuncia, a los médicos,
cirujanos, etc., intervinientes, cuando los mismos hubieran tenido conocimiento del delito,
por revelaciones que les fueron hechas bajo el secreto profesional.
Es necesario, ante todo, entender claramente cuál es el secreto y cuáles esas revelaciones.
No podemos admitir, de manera alguna, que la ley exija que la reserva haya sido solicitada
en forma expresa. El enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la
seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los
ampara. Es algo sobre-entendido, que no es necesario renovar en cada visita o asistencia.
Pensar otra cosa sería como admitir que los fieles que se acercan al confesionario, en busca
de alivio a su conciencia y de perdón a sus pecados, tendrían que requerir esa misma
reserva al confesor. Ello sería sencillamente absurdo, puesto que, como lo destaca el doctor
Sebastián Soler, el secreto es el mismo, sea o no comunicado o advertido.
Para el autor citado, la regla en estos casos es la reserva, que se impone siempre, incluso en
los casos del art. 165, porque para que se esté obligado a denunciar es necesario que no se
trate justamente de un secreto. Contra lo que comúnmente se supone, no existe para el
médico lo que el mismo Soler llama “zona de facultad”; en los casos del art. 165 debe
denunciar siempre que no haya secreto o callar si lo hay (autor cit., “Derecho Penal”, t. IV,
p. 132).
La aparente oposición entre ambas disposiciones legales, debe interpretarse en el sentido de
que quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun delictuosa como el
aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho público; en cambio, no ocurre
lo mismo cuando el atentado lo ha producido un extraño, desde que esa acción es extraña a
la relación existente entre el médico y el enfermo, que es la amparada por la ley. En estos
casos el facultativo debe denunciar el hecho delictuoso ejecutado por terceros, salvo en
casos como los de los delitos contra la honestidad, en que la viabilidad de la acción
depende de la instancia privada, para cubrir los riesgos del “strepitus fori”.
Es verdad que podría hacerse la distinción entre los médicos que ejercen su profesión en
forma privada y los que lo hacen con el carácter de empleados o funcionarios públicos,
cuya conducta frente al conocimiento del hecho delictuoso podría estar reglada por el art.
164 del Cód. de Proced. y a los cuales no se referiría el art. 167 del mismo código.
El planteo es, a mi juicio, más aparente que real, desde que la ley, en el primero de los
textos citados, no pareciera haber incluido al médico, incluyéndolos, en cambio, de manera
específica en el art. 165. En esta dualidad funcional –médico y funcionario– predominan
necesariamente factores de índole profesional que se originan en normas morales y
jurídicas que rigen el ejercicio de la medicina, como profesión, en la que está interesado el
orden público.
Por otra parte, una solución contraria nos llevaría al absurdo de admitir que un mismo
médico estaría o no obligado por el secreto profesional, según actuara en su consultorio
particular o en la sala, gabinete o dispensario público. De hecho nos encontraríamos frente
al irritante distingo entre el enfermo que cuenta con medios para su asistencia privada y el
que, por no contar con ellos, necesita concurrir a un hospital oficial. Para unos no podría
admitirse la denuncia, para los otros tal denuncia sería obligatoria y de esa manera el art. 16
de la Constitución Nacional sería letra muerta y la igualdad ante la ley un precepto caduco.
El simple planteo de esta discriminación nos demuestra la enormidad del absurdo en ella
contenido.
Debo también agregar que si los médicos y demás profesionales en el arte de curar, no
pueden ser admitidos como testigos, de acuerdo con el inc. 5° del art. 275 del Cód. de
Proced., para deponer sobre hechos que por razón de su profesión les han sido revelados –y
aquí no se hacen distinciones de ninguna especie–, lógico es pensar que tampoco puedan
denunciar esos mismos hechos, desde que en ambos casos la “ratio legis” es la misma.
Asimismo, el problema ofrece a su vez un aspecto, que, desde el punto de vista de nuestro
orden jurídico, asume primordial importancia. Si una mujer busca el auxilio médico porque
se siente herida en su organismo, a veces con verdadero peligro de muerte, lo hace
desesperada, acosada por la necesidad, forzada a ello contra su propia voluntad. Su
presencia ante el profesional en el arte de curar, para tratar un aborto, que si bien provocó,
ahora no puede controlar, en sus últimas consecuencias, implica mostrar su cuerpo,
descubrirle en su más íntimo secreto, confesar su delito, porque su actitud resulta una
confesión al fin. Entonces es cuándo cabe preguntarse si alguien tiene el derecho de
burlarla, haciendo pública su conducta, violando, con su secreto, otra vez una garantía
constitucional, que enunciada en el art. 18 de nuestra Ley Suprema, establece de manera
indubitable que nadie está obligado a declarar contra sí mismo, y no podría negarse que en
tales casos, la obligación es urgida por el derecho a vivir.
Por último, tampoco encuentro colisión entre la obligación de los médicos, parteras,
enfermeras, etc. de mantener el secreto profesional en estos casos, con lo dispuesto por el
art. 277, inc. 6°, que sanciona por el delito de encubrimiento a los que dejaran de
comunicar a la autoridad las noticias que tuvieren acerca de la comisión de un delito,
cuando estuvieren obligados a hacerlo por su profesión o empleo. Las razones de que he
hecho mérito anteriormente, demuestran, a mi entender, que aquellos profesionales no sólo
no están obligados a denunciar los casos de aborto provocado por la propia paciente, sino
que la denuncia invade la órbita de lo ilícito. Tal conclusión me exime de otros argumentos.
Si la denuncia a que he venido refiriéndome no ha podido formularse, por contrariar
disposiciones legales de indudable aplicabilidad y normas de conducta que constituyen el
fundamento moral de una profesión que, como la medicina, tan íntimamente está ligada al
orden social del país, dicha denuncia no puede servir de base a proceso alguno contra la
denunciada.
Por estas razones y lo expuesto por los doctores Lejarza y Pena, voto contestando
negativamente.
El doctor Millán dijo:
Mi respuesta será afirmativa porque ninguna norma procesal puede prevalecer sobre las de
carácter penal.
Las primeras son de orden local, mientras que las segundas pertenecen a la Nación, por
mandato expreso de la Constitución Nacional (art. 167, inc. 11).
Las provincias han delegado en el poder central la facultad de dictar el código penal, por lo
que no puede pensarse que se hubieran reservado, de acuerdo con el art. 104 de la Carta
Fundamental, ni un ápice de esa materia (salvo la excepcional situación del art. 32 de la
misma).
Pues bien, el Estado federal ha dictado el código represivo y en el mismo se incrimina el
aborto de la mujer, causado por ella o consintiendo en que otro se lo cause (art. 88, Cód.
Penal).
En la oportunidad de su sanción se contemplaron todas las teorías desincriminatorias del
aborto y se las rechazó.
De manera, pues, que las jurisdicciones locales, por ley procesal, no podrían llegar, ni
siquiera de modo indirecto, a soluciones que a la postre significarían enrolarse en posturas
desincriminatorias.
El delito de aborto es de acción pública, también por mandato del Cód. Penal (art. 71), por
exclusión.
No sería correcto, por repugnante a la Constitución Nacional, que una provincia, por vía de
una disposición parecida y aun más extrema que el art. 167 del Cód. de Proced. Crim.,
conllevara, en los hechos, una verdadera desincriminación del aborto de la madre. Es
sobradamente conocido que un obstáculo legal contra la represión de un delito es tan
eficiente para impedir su castigo como una verdadera desincriminación.
En el caso particular de la presente convocatoria diré, como en oportunidades precedentes,
que la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún “dilema” cuando incrimina
el aborto.
La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de conservar o perder la vida naciente
que lleva en su seno.
Es en este instante en el que debe ubicarse el problema y no en el subsiguiente a la ilícita
maniobra abortiva.
Naturalmente que me estoy refiriendo a la mujer que ha abortado con su consentimiento,
incriminada en el art. 88 del Cód. Penal, y sus cómplices en el art. 85, inc. 1°.
Las frecuentes víctimas de aborto no querido no son, como es lógico, castigadas en modo
alguno y muy bien que se cuidan de hacerlo saber a comadronas, médicos y policías.
No deben ser confundidas con aquellas que acceden por conveniencia (su comodidad,
tranquilidad social o seducción), puesto que la ley ha escogido –muy bien por cierto– entre
ambos valores y se ha quedado con el de la preservación de la maternidad y la vida
naciente.
Digo esto en afirmación del loable criterio escogido por la ley, que no ha desincriminado el
aborto, desechando los argumentos de crítica social materialista que se le oponen y no
porque el juez de cámara del primer voto confunda las situaciones.
Pero viene al caso, además, por lo siguiente: la ley ha escogido la solución incriminatoria
porque ha considerado que la “vida” en gestación en el materno claustro es un bien jurídico
superior a todo otro, como serían el desamparo y repudio de la madre soltera, sus reales y
verdaderos padecimientos de orden familiar y social, la muy corriente penuria de ella y el
hijo inocente, aun la miseria y el repudio de ambos.
Pues bien, si ello es así y lo es frecuentemente ¿pudo haber querido la ley evitar el mal
menor del procesamiento a la madre que se burló de la ley natural de la maternidad y de la
ley positiva de la incriminación del aborto?
Por cierto que no. De lo que deriva esta conclusión bien clara: es justa causa de revelación
de un aborto cuando éste haya sido obtenido mediante maniobras que la ley represiva
castiga.
La cuestión de la figura penal del art. 156 es ajena al plenario. La procedencia del castigo
de la revelación del secreto profesional será examinada en cada caso de acuerdo con la
adecuación del concretamente querellado a las exigencias del tipo penal. Pero no debe
olvidarse que una de ellas es que la revelación se haga “sin justa causa”. Para mí, la que
plantea la convocatoria sería, en principio, justa causa.
Con lo que se acabaría todo el enfrentamiento de dos disposiciones penales, sin olvidar que
la de la violación de secreto es de acción privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
No se hable de la causa legal de justificación del art. 34, inc. 3° del Cód. Penal, en el caso
de la mujer que debe optar entre procurarse asistencia médica o correr un riesgo para su
salud o para su vida, porque el estado de necesidad juega únicamente en los supuestos en
que el causante del mal haya sido extraño al mismo y la mujer que causa su aborto o
consiente en el que le provoca otro no es extraña al resultado expulsión o muerte violenta
del feto.
Debo hacer ahora algunas anotaciones circunstanciales: cuando en el plenario “Seni”, sobre
coexistencia de los delitos de entrega de cheque sin provisión de fondos y exigencia dolosa
de cheque voté como lo hice y dije lo que dije, se enfrentaban dos normas de igual jerarquía
constitucional, los arts. 302 y 175, inc. 4° del Cód. Penal. Aquí se enfrentan disposiciones
de carácter penal y procesal.
Si en algún otro caso, como en el del proceso “Olivera, Mario A. y otros”, sostuve algo
aparentemente contradictorio con lo que aquí siento, lo hago tras larga deliberación; pero,
recalco, la contradicción es más aparente que real, porque las situaciones son diferentes.
El secreto profesional del sacerdote y el del abogado son muy distintos a los del médico
oficial. El sacerdote no es funcionario público y, cuando lo es, el pecador no acude a él en
tal carácter sino exclusivamente en el de sacerdote. El abogado cumple con la misión
constitucional de la defensa jurídica (art. 18, Constitución Nacional).
Bueno sería que el encargado de asistencia legal saliera a revelar lo que supo a raíz de su
elevado ministerio, porque prestaría a la contraparte, particular o acción pública, elementos
que hacen o pueden hacer a la defensa individual.
De otra parte, nadie condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión
de que no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al que se
las produjo. Y con esto se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el profesional del arte de
curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a declarar contra sí misma. Pero si lo
hace, deberá atenerse a las consecuencias de cualquier confesión judicial o extrajudicial.
El doctor Munilla Lacasa dijo:
La formación de sumario en delitos de acción pública no puede omitirse y entiendo que por
esta vía, so capa de fijar doctrina, no corresponde, así y por anticipado, resolver lo
contrario, ya que la ley represiva nos manda la persecución y represión de los delincuentes
(art. 274).
Normalmente la denuncia es facultativa, pero resulta obligatoria en el caso que nos ocupa;
doblemente obligatoria si además de funcionario es médico, etc. (arts. 164, 165 y 166, Cód.
de Proced. Crim. y 277, inc. 6°, Cód. Penal).
Igualmente resulta imperativa la declaración testimonial (arts. 273, Cód. de Proced. Crim. y
243, Cód. Penal) y en ambas hipótesis, a diferencia del caso del art. 72 del Cód. Penal, que
preceptúa algo distinto, la valoración en punto al aspecto incidental de la culpa y de la justa
causa a que se refiere el art. 156 de la ley de fondo, estaría condicionada por el art. 167 de
la ley de rito. Es por el juego de esos principios que habría de juzgarse, si se querellara; lo
que persuade sobre la imposibilidad de infringirlo por parte de quien dice lo que la ley le
ordena no callar.
En suma, estas breves consideraciones, las muy convincentes del doctor Millán cuya
conclusión suscribo y lo dicho por el doctor Frías Caballero, “in re”: “Olivera, Mario A. y
otros” (J. A. del 2 de octubre de 1965 [Rev. LA LEY, t. 115, p. 711]) me convencen de que
debe hacerse sumario. Por tanto, voto por la afirmativa.
El doctor Fernández Alonso dijo:
La cuestión planteada es de naturaleza pura y exclusivamente procesal.
De existir una excusa absolutoria a favor de la imputada de haberse causado su propio
aborto o consentido en que otro se lo causase, deberá ser resuelta en su oportunidad por el
juez que entiende en la causa; pero no es ésta la ocasión para juzgar dicha conducta, ni es
éste el tribunal para decidir ab initio si afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un
dilema crucial. Ello no puede impedir la formación del sumario y el procesamiento de la
abortante.
En oportunidad de votar en la causa “C. M. E. y otros” del 3 de abril de 1962, publicada en
Rev. LA LEY, t. 109, p. 740, dije: “En cuanto al mencionado «estado de necesidad» y «no
exigibilidad de otra conducta», son principios que deben sólo aplicarse a la comisión de un
delito, pero técnicamente resultan inadecuados para resolver el problema de morir a las
puertas del hospital o exponerse a ser denunciada por un hecho criminal cometido antes.
Igual dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su
gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida propia y el proceso
y optó por éste. Creo que en la escala de valores eligió mal la primera vez y bien la
segunda”.
Ratifico plenamente este punto de vista, y sin la menor hesitación doy mi voto por la
afirmativa.
El doctor Vera Ocampo dijo:
Tanto se ha insistido en opiniones precedentes en acordar tratamiento preferente, si no
exclusivo, al estudio de problemas no comprendidos en el cuestionario propuesto que por
mi parte me siento obligado a expresar que ajustaré mi respuesta condicionándola
rigurosamente a los claros términos en que ha sido formulado el tema, consistente en
determinar si procede instruir sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su
propio aborto o consentido a que otro se lo causare sobre la base de la denuncia efectuada
por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo
oficial.
De acuerdo con los textos legales repetidamente recordados con anterioridad por los jueces
preopinantes que deliberadamente omito mencionar una vez más, no ofrece ninguna
dificultad advertir, por necesaria gravitación del principio general regulador de la
formación del proceso penal, que es obligatorio instruir sumario cuando un funcionario
público profesional en el arte de curar denuncia un aborto provocado por la propia mujer o
consentido por ella del que hubiera tenido conocimiento en el ejercicio de sus funciones sin
serle revelado por la misma, porque resulta de toda evidencia en la hipótesis que se trata de
un caso ordinario de denuncia de un delito de acción pública.
La dificultad, aunque sea sólo aparente, está en dar con la respuesta correcta al problema
que se plantea cuando el funcionario denunciante conoció la existencia del aborto por
noticia proporcionada por su autora a fin de obtener asistencia médica. Como el deber de
guardar secreto dispuesto por la ley en tales condiciones tutela la libertad individual
inviolable de quien lo ha confiado –en su forma más íntima– priva sobre la obligación
genérica de denunciar el posible delito, a tal punto que impone considerar jurídicamente
inexistente una denuncia semejante y, en su consecuencia, ineficaz en absoluto para la
formación de sumario criminal respecto de ella. Así dejo expresada mi opinión.
El doctor Prats Cardona dijo:
Pienso, como el doctor Vera Ocampo, que la respuesta al temario debe concretarse según
los términos en que ha sido planteado y que lo circunscriben a una cuestión procesal. Por
consiguiente, la clave del problema radica en los alcances que se asignen a los arts. 165 y
167 del Cód. de Proced. Crim., vigente para la justicia nacional.
Sin dejar de reconocer que la conciliación entre ambos dispositivos legales ofrece serias
dificultades, dando así origen a las dispares interpretaciones, doctrinarias y
jurisprudenciales, sustentadas, por mi parte, entiendo que el criterio más prudente,
razonable y correcto es considerar que el art. 165 establece, como norma general, la
obligatoriedad de la denuncia para los profesionales del arte de curar que, en su ejercicio,
hayan tenido noticia de algún hecho delictuoso, salvo la excepción que de tal modo la llama
el art. 167, en el caso que la propia víctima del delito lo revelare bajo el sigilo del secreto
profesional, que consagra el juramento hipocrático y cuya inobservancia sanciona el art.
165 del Cód. Penal, con igual salvedad de la “justa causa”.
No se trata de hacer un juego de palabras, sino de ajustarnos estrictamente a la ley. Por esto,
invertir el carácter restrictivo del art. 167 para acordarle un sentido generalizante, sobre la
base de consideraciones sociológicas o sentimentales, por muy respetables y generosas que
aparezcan, será siempre extramuros de “lege lata”. Y la solución ha de buscarse por otras
vías atenuadoras como la que contempla el proyecto de Cód. Penal de 1960 (art. 119).
Señalado, pues, que el art. 167 de nuestro Cód. de Proced., sólo puede referirse, a mi juicio,
en su armónica y lógica correlación con las demás normas integradoras del ordenamiento
jurídico, a las revelaciones en secreto de la víctima del delito, va de suyo que en los casos
de aborto provocado o consentido por la madre, ésta no asume tal calidad, sino la criatura
por nacer, que no era persona futura y sí una realidad viviente (art. 63, Cód. Civil y nota del
codificador).
Permítaseme que proponga un claro ejemplo: una mujer con el propósito de eliminar el hijo
que engendra se interna en un sanatorio, clínica u hospital, ya sea público o privado, y allí
se provoque o haga provocar por tercero su aborto, manifestando luego que la criatura
nació muerta. Los únicos que saben la verdad de lo ocurrido son los médicos, enfermera,
etc., del establecimiento, quienes tomaron conocimiento de ello por razón de su estado,
oficio, empleo, profesión o arte. ¿Están o no obligados, en esas condiciones, a denunciar el
hecho?
La respuesta me parece tan obvia que omito explicitarla.
No se invoque, por fin, el remanido argumento de que la amenaza de ser denunciada coloca
a la abortante ante el dilema de arriesgar su vida o perder su libertad. Todas las cosas tienen
un precio que hay que pagar cuando el motivo determinante que las causa no ha sido
extraño a la propia conducta. Y la culpabilidad es un peso que cada cual debe cargar
personalmente, tarde o temprano.
De ahí mi categórico voto por la afirmativa.
El doctor Black dijo:
Creo, como el doctor Prats Cardona, que puede y debe instruirse sumario sobre la base de la
denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en
ejercicio de su cargo oficial y ello en cumplimiento de claras disposiciones procesales que
obligan a los funcionarios policiales a formar causa penal no bien tuvieren conocimiento de
un delito de acción pública (arts. 183, 184 y sigts., Cód. de Proced. Criminal).
La particular circunstancia de provenir la denuncia de un médico que haya tomado
conocimiento del hecho en el ejercicio de su cargo, no modifica la relación procesal, porque
la ley les ha impuesto a los profesionales del arte de curar la doble obligación, de efectuar
las denuncias de la especie en términos perentorios, ya sea en su calidad de funcionarios
públicos o de médicos privados (arts. 164 y 165, Cód. de Proced. Crim.) con sólo la
excepción prevista en el art. 167 para el caso de haber entrado en conocimiento por
revelaciones que le hubieran sido hechas bajo secreto profesional.
Es para mí el claro sentido legal, que adecua el interés de la libertad individual con el de la
defensa social, pues de generalizarse la tesis que postula la nulidad de las actuaciones
policiales y judiciales originadas en la denuncia de un médico en hechos conocidos fuera
del sigilo del secreto profesional, llevaría a la incongruencia institucional de perseguir por
un lado el Estado la criminalidad por intermedio de los órganos de seguridad y, por otro, a
favorecerla, asegurándoles dentro de la mayor impunidad a los delincuentes su asistencia en
los establecimientos públicos, de donde una vez restañadas sus heridas podrían volver
libremente al seno social para continuar con su quehacer delictuoso. Por ello, voto por la
afirmativa.
El doctor Romero Victorica dijo:
El derecho a vivir –que no pierde quien ha delinquido– y el de no acusarse –que tiene
precisamente en aquel caso su pleno sentido– no deben ser situados en posición de
conflicto irreductible. Se trata de derechos humanos esenciales, y es preciso no sacrificar
uno al otro. Ello está en el interés no sólo del individuo titular de esos derechos, sino
también, al mismo tiempo, en el de la sociedad, que, como sociedad de personas –solidaria,
por tanto, con éstas–, reconoce como lo más valioso del bien común la vigencia de los
derechos esenciales inherentes a la personalidad, y su primacía incluso sobre la facultad
estatal de reprimir los delitos, la cual tiende a salvaguardar bienes jurídicos y no a allanar
los más fundamentales.
El que nadie está obligado a declarar contra sí mismo es expresión constitucional de esa
primacía. Y es norma de derecho positivo que conduce directamente a la solución de la
cuestión planteada en esta convocatoria: Si es injusto obligar a quien delinquió a que
provoque, acusándose, su propia condena, es igual y, consiguientemente, injusto condenarla
sobre la base de una autoacusación a la que se vio forzada nada menos que por la
inminencia de perder su humano derecho a sobrevivir a su delito.
Pero no hay razón –salvo la observancia que pueda corresponder de la norma del art. 163
del Cód. de Proced. Crim.– para que los demás responsables queden exceptuados de la
regla general de la represión penal.
Consecuentemente, opino que la siguiente sería adecuada respuesta al cuestionario
planteado: “Debe instruirse sumario criminal con motivo de aborto provocado o consentido
por la propia mujer en quien se causare, sobre la base de la denuncia efectuada por quien
conoció el hecho en ocasión del ejercicio de la profesión del arte de curar; pero, si lo supo
por noticia procedente de la misma mujer que requirió asistencia, ella no podrá ser
sometida a procesamiento”. En tal sentido doy mi voto.
El doctor Ure dijo:
El delito de aborto es de acción pública y, en consecuencia, debe instruirse sumario
cualquiera sea el conducto por el que la noticia llegó a conocimiento de la autoridad
judicial o policial. Si el profesional incurrió o no en el delito de violación de secreto (art.
156, Cód. Penal) por la delación de una confidencia, es cuestión ajena al temario propuesto
y aun en la primera hipótesis, parece claro que la comisión de este último delito no tiene
poder excluyente del otro. Adhiero, pues, a la tesis afirmativa.
El doctor Argibay Molina, por las razones dadas por el doctor Ure, votó por la afirmativa.
El doctor Frías Caballero dijo:
La mujer urgida por la necesidad de asistencia médica a raíz de un aborto provocado por
ella misma o por un tercero con su consentimiento, confronta incuestionablemente (como
se ha señalado en votos anteriores) una grave situación dilemática: o solicita el auxilio
médico para conjurar el peligro en que se halla y entonces se expone a la denuncia del
hecho, al proceso y a la condena criminal, o se resigna incluso a la posibilidad de perder la
vida.
Esta es, a mi juicio (con independencia de los problemas conexos relativos al secreto
médico emergentes de los arts. 164, 165 y 167, Cód. de Proced. Crim., en vinculación con
los arts. 277, inc. 6° y 156, Cód. Penal), la única cuestión sometida a examen del tribunal a
través del temario de esta convocatoria. A él me reduciré, pues, rigurosamente, en mi
respuesta, sin tocar ningún otro problema cuya discusión no resulta necesaria para
formularla.
Ello sentado, debo decir que mi opinión es coincidente con la tesis de los camaristas que se
han pronunciado por la negativa con diversos fundamentos atendibles que, en general,
comparto y juzgo inútil repetir aquí. Sólo me interesa destacar uno, fundamental y decisivo,
según pienso, y que emerge del derecho positivo en vigor contenido en una norma nada
menos que de jerarquía constitucional. Me refiero a la suprema garantía de que “nadie
puede ser obligado a declarar contra sí mismo” estampada en el art. 18 de la Constitución
Nacional. Por aplicación de este principio de obligatorio cumplimiento por mandato de la
Carta Fundamental, y sin necesidad de acudir a especie alguna de aplicación analógica
–legal o jurídica– “in bonam partem”, pienso que no puede instruirse sumario criminal en
contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo
causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que
haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo (sea este último público, esto
es, oficial o privado).
La mera presencia ante el médico de la mujer autora o coautora de su propio aborto implica
una autoacusación forzada por la necesidad impuesta por el instinto natural de la propia
conservación, puesto que acude a él en demanda angustiosa de auxilio para su salud y su
vida. No es, pues, posible admitir que una autoacusación de índole semejante sea
jurídicamente admisible para pronunciarse en favor de la prevalecencia del interés social
–si bien indiscutible– de reprimir su delito, con desmedro del superior derecho humano a
la subsistencia y con menoscabo del principio que informa la norma constitucional citada.
Si nadie está obligado a declarar contra sí mismo –según el derecho vigente–, menos
puede estarlo a sufrir las consecuencias de una autoacusación impuesta por necesidad
insuperable. Por supuesto que lo dicho vale tanto para el caso de que la mujer acuda por sí
misma, como para el supuesto de que sea ella llevada ante el médico por un tercero.
Va sin decir que el fundamento expuesto –como igualmente los que se han señalado en
votos anteriores coincidentes– se reduce exclusivamente a la abortante sin rozar para nada
la responsabilidad penal de terceras personas (autores, coautores, instigadores o cómplices)
que queda indemne, y a los que corresponde instruir el proceso respectivo en todos los
casos.
Bastaría con lo dicho para tener por formulada mi respuesta. No obstante, quiero señalar,
por mi parte, que las complejas cuestiones referentes al secreto médico y sobre todo a su
violación en los términos del art. 156 del Cód. Penal, no se hallan necesariamente
vinculadas al tema propuesto. Si en algún caso concreto el secreto penalmente protegido ha
sido violado, es cuestión que deberá entonces debatirse, no estando de más recordar –según
con oportunidad se ha hecho en el voto del doctor Millán– que el mencionado delito es de
instancia privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
Los doctores Panelo y Quiroga adhirieron al voto precedente.
Por el mérito que ofrece el acuerdo que antecede el tribunal resuelve: “No puede instruirse
sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido
en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte
de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo –oficial o no–,
pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de sus coautores, instigadores o
cómplices”
José M. Lejarza. — Mario H. Pena. — Mario S. Rassó. — Julio A. Negri. —
Roberto A. Amallo. — Alberto S. Millán. — Raúl Munilla Lacasa. — Ovidio A. Fernández
Alonso. — Horacio Vera Ocampo. — Jaime Prats Cardona. — Ernesto N. Black. — José L.
Romero Victorica. — Ernesto J. Ure. — José F. Argibay Molina. — Jorge Frías Caballero. —
Néstor Panelo. — Jorge A. Quiroga. (Sec.: Carlos J. Acerbi).